Read Lobos Online

Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

Lobos (40 page)

BOOK: Lobos
10.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Según tú, tiene una cómplice…

—Al parecer, a Goran no le desagradaba la idea—. Pero no tenemos elementos que respalden una tesis de ese tipo.

—Lo sé. Y ése es el problema.

El criminólogo se levantó y empezó a caminar por la habitación, frotándose la incipiente barba mientras reflexionaba.

—No sería la primera vez…, ya ha ocurrido en el pasado. En Gloucester, por ejemplo, con Fred y Rosemary West.

Goran resumió rápidamente el caso de los cónyuges asesinos en serie. Él, albañil; ella, ama de casa. Diez hijos. Juntos seducían y mataban a chicas inocentes después de haberlas obligado a participar en sus fiestas eróticas, para luego enterrarlas en el patio de la casa, en el número 25 de Cromwell Road. Bajo el suelo del porche había acabado también la hija de dieciséis años de la pareja, que probablemente osó rebelarse. Otras dos víctimas atribuidas a Fred fueron halladas en otros lugares. Doce cadáveres en total. Pero la policía dejó de excavar en aquel chalet gris por temor a que se derrumbara.

A la luz de ese caso ejemplar, Gavila creyó que la teoría de Mila sobre la existencia de una cómplice de Albert no debía caer en saco roto.

—Quizá sea la mujer la que cuida de la sexta niña.

Goran parecía muy intrigado, pero no quería dejarse absorber por el entusiasmo.

—No me malentiendas, Mila: la tuya es una excelente intuición. No obstante, tenemos que verificarla.

—¿Se la contarás a los demás?

—La tendremos en consideración. Mientras tanto pediré a alguno de los nuestros que revise las fotos y las filmaciones del parque de atracciones.

—Podría hacerlo yo.

—Está bien.

—Hay otra cosa… Es sólo por curiosidad. Yo misma he buscado la respuesta, pero no he logrado encontrarla.

—¿De qué se trata?

—En los procesos de descomposición, los ojos de un cadáver sufren una transformación, ¿verdad?

—Bueno, generalmente el iris se aclara con el tiempo… Goran la miró, no entendía adonde quería llegar.

—¿Por qué me lo preguntas?

Mila se sacó del bolsillo la foto de Sabine que la madre le había dado al final de su visita; la misma que había tenido durante todo el viaje de vuelta en el asiento junto al suyo. Aquella que, después del miedo de la persecución, se encontró mirando, y que le había engendrado aquella duda.

Había algo que estaba mal.

Goran la cogió, la miró.

—El cadáver de la niña que hemos encontrado en casa de los Kobashi tenía los ojos azules —le hizo notar Mila—. Los de Sabine, en cambio, eran marrones.

Durante el trayecto en taxi, Goran no dijo una palabra. Después de haberle hecho aquella revelación, Mila vio cómo su humor cambiaba de repente. Además, dijo algo que la afectó profundamente.

«Convivimos con personas de las que creemos conocerlo todo, pero en realidad no sabemos nada de ellas… —Y añadió—: Se han burlado de nosotros.»

Al principio, Mila había pensado que el criminólogo se refería a Albert, pero no era así.

Luego asistió a una rápida ronda de llamadas que incluyó, además de a todos los miembros del equipo, a la canguro de Tommy.

—Tenemos que irnos —le había anunciado él después sin darle explicaciones.

—¿Y tu hijo?

—La señora Runa estará aquí dentro de veinte minutos, él seguirá durmiendo.

Y habían llamado a un taxi.

La sede de la policía federal todavía estaba iluminada a esa hora. En el edificio había un ir y venir de agentes que cambiaban el turno. Casi todos estaban ocupados en el caso, pues desde hacía días se sucedían los registros en las viviendas de sospechosos o en los lugares indicados por las llamadas de ciudadanos voluntariosos, en busca de la sexta niña.

Tras pagar al taxista, Goran se encaminó hacia la entrada principal sin esperar siquiera a Mila, a la que le costaba ir tras él. En la planta del Departamento de Ciencias de la Conducta Rosa, Boris y Stern los estaban esperando.

—¿Qué sucede? —preguntó el agente de más edad.

—Es necesaria una explicación —contestó Goran—. Tenemos que ver a Roche en seguida.

El inspector jefe lo vio llegar en medio de una reunión, que ya se estaba dilatando a lo largo de muchas horas, entre las altas jerarquías de la policía federal. El tema era precisamente el caso de Albert.

—Tenemos que hablar.

Roche se levantó del sillón y se dirigió a los presentes: —Señores, todos conocen al doctor Gavila, que desde hace años presta su contribución a mi Departamento… Goran insistió, susurrándole al oído: —Ahora.

La sonrisa de circunstancias se apagó en el rostro de Roche.

—Les pido disculpas; al parecer, hay novedades que requieren mi presencia en otro lugar.

Mientras recogía sus papeles esparcidos sobre la mesa de reuniones, Roche notó encima de él las miradas de todos los presentes. Entretanto, Goran lo esperaba a un par de pasos, mientras que el resto del equipo se había quedado en la puerta.

—Espero que sea realmente importante —dijo el inspector jefe después de haber arrojado la carpeta con las hojas sobre el escritorio de su despacho.

Goran esperó a que todos entraran en la habitación. Luego cerró la puerta y se encaró con Roche.

—El cadáver encontrado en el cuarto de estar de los Kobashi no pertenecía a la tercera niña desaparecida.

El tono y la firmeza con que lo dijo no dejaron espacio a un mentís. El inspector jefe se sentó y entrelazó las manos.

—Continúa…

—Esa no era Sabine, sino Melissa.

Mila recordó a la niña número cuatro. Era la mayor de las seis, pero su cuerpo todavía inmaduro podía llevar a engaño.

Y tenía los ojos azules.

—Continúa, te escucho… —repitió Roche.

—Eso puede significar sólo dos cosas: que Albert ha modificado su modus operandi porque hasta ahora nos ha hecho encontrar a las niñas según el orden en el que las ha secuestrado, o bien que Chang ha confundido los exámenes de ADN…

—Creo que son plausibles ambas hipótesis —afirmó Roche, seguro de sí mismo.

—En cambio, yo pienso que la primera es casi imposible… ¡Y, acerca de la segunda, creo que tú le has ordenado falsificar los resultados antes de dárselos a Mila!

Roche se sonrojó.

—¡Escucha, doctor, no pienso quedarme aquí a escuchar tus acusaciones!

—¿Dónde ha sido encontrado el cuerpo de la niña número tres?

—¿Cómo?

El inspector jefe no sabía qué hacer para parecer sorprendido por aquella afirmación.

—Porque es evidente que ha sido encontrada; de otro modo Albert no habría seguido adelante con la progresión pasando al número cuatro.

—¡El cadáver estuvo en casa de los Kobashi durante más de una semana! Quizá encontráramos primero a la niña número tres, como tú dices. ¡O tal vez, sencillamente, encontramos primero a la cuatro y luego Chang se hizo un lío, yo qué sé!

El criminólogo miró al otro a los ojos.

—Por eso nos diste veinticuatro horas de libertad después de lo sucedido en el orfanato. ¡Para que no estorbáramos!

—¡Goran, ya estoy harto de oír acusaciones ridículas! ¡No puedes probar nada de lo que estás diciendo!

—Es por el caso Wilson Pickett, ¿no es cierto?

—Lo que pasó entonces no tiene nada que ver, te lo aseguro.

—Pero ya no te fías de mí. Y quizá no estés del todo equivocado… Pero si crees que esta investigación también se me está escapando de las manos, prefiero que me lo digas a la cara, sin jueguecitos políticos. No tienes más que decirlo y nosotros daremos todos un paso atrás, sin crearte problemas y asumiendo nuestras responsabilidades.

Roche no contestó en seguida. Tenía las manos entrelazadas bajo el mentón y se mecía en su sillón. Luego, con mucha calma, empezó:

—Honestamente, no sé de qué estás… —Vamos, díganoslo.

Había sido Stern quien lo había interrumpido. Roche lo fulminó con la mirada.

—¡Tú mantente en tu puesto!

Goran se volvió a mirarlo. Luego también miró a Boris y a Rosa, y de inmediato cayó en la cuenta de que todos lo sabían, excepto él y Mila.

«Por eso Boris fue tan evasivo cuando le pregunté qué había hecho en su día libre», pensó ella. Y recordó también el tono levemente amenazador usado por el colega contra Roche en casa de Yvonne Gress, cuando éste se negaba a mandarlo dentro antes que los equipos especiales. La amenaza velaba un chantaje.

—Sí, inspector. Cuénteselo todo y acabemos con esto de una vez —dijo Sarah Rosa, apoyando a Stern.

—No puede mantenerlo fuera, no es justo —añadió Boris, señalando al criminólogo.

Parecía que quisieran disculparse con él por haberle ocultado información y que se sintieran culpables por haber acatado una orden que creían injusta.

Roche todavía dejó pasar unos instantes, luego miró alternativamente a Goran y a Mila.

—De acuerdo… Pero si se os escapa una palabra, os arruino la vida.

29

Un tímido amanecer se esparcía por los campos.

Apenas alumbraba los perfiles de las colinas que se sucedían como gigantescas olas de tierra. El verde intenso de los prados libres de nieve destacaba contra las nubes grises. Una tira de asfalto se deslizaba entre los valles, bailando en armonía con aquella idea de movimiento impresa en el paisaje.

Con la frente apoyada en la ventanilla posterior del coche, Mila advirtió una extraña quietud, quizá debida al cansancio, quizá a la resignación. Fuera lo que fuese lo que descubriera al final de aquel breve viaje, no la sorprendería. Roche no se había soltado mucho. Después de haberlos intimidado a ella y a Goran para que mantuvieran las bocas cerradas, se había encerrado en su despacho con el criminólogo para un enfrentamiento cara a cara.

Ella se había quedado en el pasillo, donde Boris le explicó los motivos por los que el inspector jefe había decidido mantenerlos fuera a ella y a Gavila.

—El, en efecto, es un civil, y tú… Bueno, tú estás aquí como consultora, por tanto…

No había mucho más que añadir. Cualquiera que fuera el gran secreto que Roche trataba de custodiar, la situación debía quedar bajo control. Por eso era necesario evitar fugas de noticias. El único modo era reservar el conocimiento a los que estaban bajo su mando directo y que por eso mismo podían ser intimidados.

Aparte de eso, Mila no sabía nada más. Y tampoco había hecho preguntas.

Después de un par de horas, la puerta del despacho de Roche se abrió y el inspector jefe ordenó a Boris, Stern y Rosa que condujesen al doctor Gavila al tercer lugar. Incluso sin nombrarla directamente, consintió que también Mila participara en la expedición.

Salieron del edificio y fueron hasta un garaje que se encontraba algo alejado. Una vez allí, cogieron dos berlinas con matrículas anónimas, no atribuibles a la policía, para evitar ser seguidos por los periodistas que aparcaban constantemente frente al inmueble.

Mila subió en el coche con Stern y Gavila, evitando intencionadamente el que llevaba a Sarah Rosa. Después de su intento de sembrar de dudas su relación con Goran, no creía que pudiera soportarla más, y temía estallar de un momento a otro.

Recorrieron muchos kilómetros, y ella también trató de dormir un poco. Y en parte lo consiguió. Al despertarse, ya casi habían llegado.

No era una carretera con mucho tráfico. Mila reparó en tres coches oscuros aparcados en el arcén cada uno con dos hombres a bordo.

«Centinelas —pensó—. Puestos a propósito para detener a eventuales curiosos.»

Discurrieron paralelos a un alto muro de ladrillo rojo durante un kilómetro escaso, hasta que llegaron a una pesada cancela de hierro.

La carretera se interrumpía allí.

No había timbre ni portero automático. En lo alto de una barra había una cámara de seguridad que, en cuanto se detuvieron, los enfocó con su ojo electrónico y se quedó fija en ellos. Tras un minuto por lo menos, la cancela empezó a abrirse de forma automática. La carretera continuaba, para desaparecer casi en seguida detrás de un desnivel. No se veía casa alguna más allá de ese límite, sólo una extensión de prado.

Pasaron al menos otros diez minutos antes de divisar las agujas de un antiguo edificio. La casa apareció delante de ellos como si estuviera emergiendo de las entrañas de la Tierra. Era inmensa y austera. El estilo era el típico de las casas de principios del siglo XIX edificadas por los magnates del acero o del petróleo para celebrar la propia fortuna.

Mila reconoció el escudo de armas de piedra que dominaba la fachada. Una enorme R sobresalía en bajorrelieve.

Era la casa de Joseph B. Rockford, el presidente de la fundación que llevaba el mismo nombre y que había ofrecido una recompensa de diez millones para encontrar a la sexta niña.

Superaron la casa y estacionaron las dos berlinas cerca de las cuadras. Para alcanzar el tercer lugar, que se encontraba en el margen oeste de una finca de bastantes hectáreas, tuvieron que montarse en unos coches eléctricos parecidos a los que se ven en los campos de golf.

Mila subió en el que conducía Stern, que empezó a explicarle quién era Joseph B. Rockford, así como los orígenes de su familia y de su enorme riqueza.

La dinastía se había iniciado hacía más de un siglo con Joseph B. Rockford I, el bisabuelo. La leyenda contaba que éste había sido el único hijo de un barbero inmigrante, que, no sintiéndose capacitado para las tijeras y las cuchillas de afeitar, había vendido la tienda de su padre para buscar fortuna. Mientras todos en la época invertían en la naciente industria del petróleo, Rockford I tuvo la feliz intuición de emplear sus ahorros en la creación de una empresa para la perforación de pozos artesanos. Partiendo del supuesto de que el petróleo casi siempre se encuentra en los sitios menos hospitalarios de la Tierra, Rockford concluyó que a aquellos hombres que estaban echando a perder la vida para enriquecerse de prisa muy pronto les faltaría un bien esencial: el agua. La que era extraída de pozos artesanos, colocados en las cercanías de los principales yacimientos de oro negro, casi era vendida al doble del precio del petróleo.

Joseph B. Rockford I había muerto multimillonario. Su final había llegado poco antes de cumplir los cincuenta, a causa de una forma bastante rara y fulminante de cáncer de estómago.

Joseph B. Rockford II había heredado de su padre una fortuna enorme, que había conseguido doblar especulando con todo aquello que se le había puesto a tiro: del hachís a la construcción, de la cría de bovino a la electrónica. Para coronar su ascensión, se casó con una reina de la belleza que le dio dos hijos hermosos.

BOOK: Lobos
10.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Survivalist - 02 by Arthur Bradley
Winterspell by Claire Legrand
Cry of the Taniwha by Des Hunt
Who Do I Lean On? by Neta Jackson
Liverpool Annie by Maureen Lee
On the Edge by Allison Van Diepen
The Panic Zone by Rick Mofina
Blood Born by Manning, Jamie