Los almendros en flor (17 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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Al observar a los temporeros dormidos, en otro mundo, y tendidos en distintas posturas, reparé en lo flacos que estaban todos. No había ningún indicio de obesidad: aquellos jóvenes tenían suerte cuando podían comer lo suficiente. Iban pobremente vestidos pero pulcros; sólo podían permitirse ropa barata, pero les sentaba bien y, aunque estuviéramos en los bosques en una jornada de recolección, se veía limpia y planchada. Todo ello contrastaba con mi propio aspecto, bastante desaliñado, y mi incipiente corpulencia. El alto y elegante Aziz era especialmente pulcro y atildado. Había recogido una tercera parte que cualquiera de nosotros, pero no me importaba, pues era un personaje simpático y me encantaba su francés formal.

—Monsieur Christophe, no se imagina cómo sufro —me dijo a modo de confidencia.

—¿Aziz? —se sorprendió Mourad después—. Aziz no sólo es un holgazán, sino que también está loco.

Mientras miraba a los durmientes, me puse a pensar en los jornales que iba a pagarles. Mourad no había querido hablar de la paga, pero era una cuestión crucial para todos. Yo ganaría 4.200 euros brutos con aquel viaje, que para mí era una cantidad enorme, precisamente lo que necesitábamos para salir a flote. Si volvía a casa con las manos vacías, sufriríamos ciertas privaciones (aunque no pasaríamos hambre ni iríamos descalzos), pero viviríamos con lo que en la sociedad europea se entiende por estrecheces.

Hamid, el camarero, ganaba algo más de cuatro euros, quizá siete en una buena semana de propinas; por tanto, la suma que yo iba a embolsarme equivalía al dinero con que vivirían el pobre Hamid y su madre viuda durante setecientas semanas, cerca de quince años. Mourad se había lamentado de lo mal que trataba la vida a Hamid, pero a él le iba aún peor: ni siquiera tenía un empleo. Me contó que de vez en cuando le salía algún pequeño trabajo de traductor, y en el ínterin esperaba a que surgiera alguna cosa mientras daba clases por una miseria o gratis. Calculé que, dado el precario estado de los asuntos de Mourad, aquel dinero podría mantenerlo durante veinticinco años.

Aziz no tenía trabajo ni perspectivas de tenerlo hasta que apareciera su novia con el anhelado visado. Yo no sabía gran cosa sobre su situación financiera, si podía llamarse así, pero no era un hombre rico. Luego estaba el
gardien du forêt
, con su delgadez, su traje raído y su aire miserable; la verdad es que no quería ni imaginar cuánto le pagaría el rey por vigilar aquel pedacito de bosque. («¿Vigilar qué?», le pregunté a Mourad. «Que no entren recolectores de semillas, quizá», contestó.)

Necesitaba que mis muchachos hiciesen el trabajo; y, como se vería, aún los necesitaría más después, para el secado y la tramitación. Yo no podía hacer el trabajo sin ellos, y quería que la cosa no terminara allí: deseaba volver cada año o cada dos, y aumentar la variedad de plantas. Quizá algún día se convertiría en un negocio que el grupo de Mourad llevaría desde Marruecos. Por el momento, tenía las siguientes opciones:

1. Darles todo el dinero a ellos.

2. Dividirlo en cuatro partes (y pagarle al
gardien
por días).

3. Pagarles un jornal astronómico, unos 120 euros al día, digamos. Estaba haciendo cálculos sobre unas veinte jornadas de trabajo, lo cual, sin contarme yo, suponía 1.900 euros para ellos, lo que dejaba 2.300 para mí sin contar gastos (y la cuenta en el café Central aumentaba).

4. Pagar el precio vigente por jornada en Andalucía, que entonces era de 18 euros diarios. En Azrou, un médico tendría suerte, mucha suerte, si ganaba esos 18 euros al día, y suponía multiplicar por dieciocho lo que ganaba Hamid en el café Central.

Reflexioné sobre todo eso tendido junto a mis nuevos amigos, que pese a su pobreza no parecían guardarme rencor por la monstruosa línea divisoria que había entre nosotros. Bueno, ¿qué decisión habrían tomado ustedes? Al final opté por el jornal del temporero español, 18 euros al día, sin tener en cuenta si había sido una jornada entera o sólo una parte. Cuando los muchachos se despertaron, les comuniqué mi decisión.

Para mi gran alivio, a todos les parecieron unos honorarios magníficos, y el
gardien
se puso más contento que unas pascuas. Le di todo el dinero a Mourad, que se comprometió a actuar de pagador, y añadí una suma para él por su trabajo administrativo y de organización. No sé si también sacó tajada del dinero de los demás, por haberles conseguido el trabajo; no habría sido injusto que lo hiciera porque, después de todo, era él quien había leído
El capitán y el enemigo.


Eh bien, mes amis, on recommence?
¡Vamos allá! —exclamé, y volvimos a internarnos en el bosque.

Recogimos vainas durante un par de horas más, hasta que empezó a anochecer. Tras meter la cosecha del día en los sacos, nos los echamos al hombro y descendimos penosamente por el borde de la ladera hasta Azrou. Cuando entramos en la ciudad ya era noche cerrada. Subimos directamente al tejado de la casa de Mourad, vaciamos los sacos y desparramamos las semillas a la luz de la luna.

Durante tres días salimos temprano de la ciudad, después de la obligada sesión en el café Central, y pasamos la jornada entera en el bosque; siempre regresábamos al ponerse el sol. Los montones de vainas en el tejado crecieron más y más. Por la noche las reuníamos en un rincón con las palas para protegerlas del aire húmedo, y durante el día las extendíamos para que los rayos del implacable sol las secaran del todo. Cuando el sol calentaba las vainas, no dejaban de oírse crujidos y chasquidos, y, al resquebrajarse, saltaban por todas partes y desparramaban las semillas sobre el polvoriento techo de hormigón.

Al fin acabamos la recolección, y al día siguiente esparcimos las semillas y luego pasamos el resto de la mañana holgazaneando en el café Central. Aprendí un poco de bereber y, a base de repetir e imitarlos, llegué a dominar la fórmula adecuada para saludar a la gente a la que uno no veía desde, digamos, una hora antes.

Hacia mediodía fuimos a casa a almorzar. La casa de Mourad no era tan estrictamente musulmana como otras y, ahora que la familia me conocía, en ocasiones podía acceder a la zona de las mujeres. Cuando llegamos, estaban preparando la comida en lo que hacía las veces de cocina, aunque en el mundo occidental difícilmente la habríamos llamado así.

Por poner un ejemplo: no había fregadero, escurridero ni grifos; tampoco había fogón o placas; y la única superficie para trabajar era una mesa baja de madera en torno a la que se situaban las mujeres de cuclillas en la penumbra. La nutrida batería de cacharros y utensilios, cacerolas, sartenes y platos tan necesaria para nuestra gastronomía europea brillaba por su ausencia. Había un tamiz para harina, una bandeja grande, un cuchillo, un
tagine
, una olla a presión vieja y cascada, una cazuela de barro y un camping gas. El grifo estaba en el patio. Como era de suponer, no se veían libros de recetas por ninguna parte.

Recordé las comidas variadas que había tomado en casa de Mourad:
tagine
y ensaladas deliciosos y unos chatos panes caseros. La cocina era una actividad comunitaria, que compartían todas las mujeres de la casa con gracia y destreza. De algún modo, eso no hacía sino recalcar el carácter de diva caprichosa e irritable de nuestra sociedad económicamente más avanzada. Aquella familia no tenía coche, nevera, teléfono ni cámara —el único adorno de la casa era la obligatoria fotografía del (entonces) rey Hassán II—, pero recogían huérfanos de la calle y cuidaban de los ancianos con una naturalidad y un lúcido sentido del deber impensables entre las familias del norte de Europa.

—Chris, amigo mío —dijo Mourad; acabábamos de zamparnos unas pitas con berenjena asada y nos habíamos tumbado para pasar la tarde—, estoy pensando que mañana deberíamos hacer una ex-pe-di-ción —silabeó la última palabra; estaba claro que le gustaba cómo sonaba.

—¿Y qué has planeado, amigo mío? —respondí perezosamente.

—Podríamos conseguir un coche para ir todos a hacer un
pique-nique
en Ait Oum er-Rbia.

Era obvio que también le gustaba ese nombre, como les gustaría a ustedes, pues es uno de los más deliciosos que me he encontrado en cualquier lengua. Prueben a pronunciarlo: «
ayit-oom-err-rr-bía
», y no olviden hacer vibrar esas erres.

Había decidido, quizá precipitadamente, que además de soltar la pasta para la expedición a Ait Oum er-Rbia iba a preparar la comida. Un picnic en Marruecos supone algo más que acuclillarse en la hierba con un sándwich de huevo y una cerveza. Antes hay que cocinar un poco, o de otro modo no es un auténtico picnic. Así pues, por la mañana, Aisha, Abtisa y yo fuimos a la compra. Aisha eligió un desafortunado pollo y, con dedos expertos, le dio un concienzudo repaso antes de acordar el precio con el vendedor. Mientras nuestro
pique-nique
era sumergido en agua hirviendo, desplumado y destripado ante nuestros ojos, me limité a contemplar filosóficamente toda la operación.

Proseguimos calle abajo y, después de un sinfín de regateos, mucho chasquear de lengua y enérgicos ademanes de desacuerdo en cuanto a precio y calidad, adquirimos los restantes ingredientes para lo que yo imaginaba que sería un
tagine
de pollo. Compramos almendras peladas —pese a que Abtisa consideraba que era tirar el dinero, pues a ella no le costaba nada pelarlas—, uvas pasas en un cucurucho de periódico, albaricoques e higos secos, un par de cebollas y un ajo, patatas, un montón de cilantro fresco y una guindilla. Al final añadimos olivas, pan, un tarro de miel, un limón en conserva y una botella de aceite de oliva.

Me sorprendió descubrir, dados los míseros salarios que se pagan en Azrou y los feroces regateos de Aisha, que ninguno de aquellos artículos saliera barato. Sin embargo, lo cierto es que, debido a la competencia entre supermercados, la agroindustria y las subvenciones globales, tenemos una idea del precio de los alimentos tan distorsionada que olvidamos lo mucho que debe de costarles a los pequeños productores y granjeros vender sus cosechas.

Al mediodía, con el sol en el punto más alto de su recorrido, Mourad llegó con el taxi que había conseguido. Al advertir mi presencia entre los juerguistas, el conductor dio un precio por el que en Europa habría podido comprarle el coche.

—Me parece que es un buen precio, Chris —me dijo Mourad.

—No, no es un buen precio. Es un precio escandaloso. ¡No pretendo comprar este coche!

—Precio escandaloso —repitió Mourad, y regateó débilmente con el taxista—. Chris, al decirle que eres amigo mío, ha accedido a reducir un poco su precio escandaloso. Nos llevará por nueve décimas partes de lo que ha pedido primero.

—¡Vamos, Mourad! Debes de estar de broma.

Todo el mundo se moría por emprender la expedición, y los niños —Abtisa, Muhamad el Pequeño y otra niña muy menuda a la que no conseguía poner nombre— daban literalmente saltos de pura excitación. Éramos diez. El taxi era el enorme Mercedes de costumbre, pero aun así era mucho pedir que tuviese cabida para diez pasajeros. Aquel bruto sobornable del taxista me vio contarlos y le dijo algo a Mourad.

—Dice que además somos muchos y que tendrá que pagarle a la policía; si no, lo meterán en la cárcel.

—Dile que le daré la mitad —zanjé, deseando que nos pusiéramos en marcha de una vez.

El taxista frunció el entrecejo, soltó unas palabras que probablemente valía más no traducir y volvió a sentarse al volante.

—Acepta tu oferta. Vámonos.

La mitad del precio original equivalía a más de cien euros, de manera que no tuve en absoluto la sensación de estar timando a aquel hombre e impidiendo que se ganara la vida.

De alguna forma, nos las apañamos para meternos todos dentro, una hazaña realmente extraordinaria, porque, por pequeños y flexibles que fueran los niños y flacos que estuvieran los hombres, algunas de las mujeres eran bastante voluminosas. Por fin, la expedición se puso en camino, y el taxista condujo a toda pastilla por la ciudad, con la mano en la bocina. Confié en que los cierres de las puertas funcionaran bien, pues si no, a la mínima podíamos salir despedidos sobre la calzada.

Íbamos tan apretados que apenas podíamos ver nada por las ventanillas. Aún fue peor al cabo de media hora, cuando abandonamos el asfalto y enfilamos una
piste
sinuosa y llena de baches que ascendía a través del bosque de cedros. El coche daba bandazos y sacudidas y patinaba en las curvas, y pronto el interior se llenó de polvo caliente. Era un infierno, pero por los chillidos y exclamaciones de placer, habría jurado que todo el mundo lo estaba pasando en grande.

Avanzamos por el bosque durante casi una hora y al final nos detuvimos a orillas de un lago. Nos apeamos ansiosos por estirar las piernas y comprobar si aún nos funcionaban. Mourad y Muhamad, su hermano menor, se zambulleron en el lago en calzoncillos. Yo los seguí, y también se apuntó Muhamad el Pequeño.

Aziz se quedó en la orilla haciendo chasquear los nudillos.


Non, mon cher ami
—anunció—. No voy a bañarme; temo que el agua no esté limpia y sea peligrosa.

Nadar en un lago cristalino entre cedros en un caluroso día del verano marroquí fue una experiencia maravillosa. Los chicos chillaban, chapoteaban y nadaban hacia el centro del lago, mientras que las pobres y sudorosas mujeres los animaban a gritos desde la sombra en la orilla. La pequeña Abtisa se levantó la falda y se metió en el agua hasta las rodillas, pero ésa fue toda la impudicia que se permitieron las mujeres. ¡Oh, qué frescor y qué aguas maravillosas! Trepamos por la orilla, y en cuestión de minutos estábamos secos y volvíamos a encajarnos en el coche para recorrer el tramo final de montaña que nos llevaría a Ait Oum er-Rbia.

Al cabo de un rato, empezamos a descender por una escarpada ladera entre campos de labranza y cruzamos un puente sobre un torrente. Un par de kilómetros río arriba nos detuvimos y volvimos a bajar en tropel. Todos estábamos de muy buen humor ante la perspectiva del festín que se avecinaba, así que ascendimos con enérgicas zancadas la colina para divisar el emplazamiento supuestamente mágico del
pique-nique
.

La vista de Ait Oum er-Rbia era extraordinaria. Había un alto risco de roca dorada, una espectacular falla geológica, y del pie de ese enorme peñasco brotaba no ya un manantial sino un auténtico río. El agua gélida y transparente manaba de numerosas cuevas y fluía por una abrupta ladera, donde formaba un rápido salpicado de islas. Había escalones tallados en la roca y pequeños puentes de madera y piedra tendidos entre las islas.

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