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Authors: Chris Stewart

Los almendros en flor (14 page)

BOOK: Los almendros en flor
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En nuestra mesa, la conversación estaba animada, aunque algo deshilvanada, pues cada dos por tres un conocido se detenía ante nosotros y abrazaba o besaba a todo el mundo en una demostración de afecto. Yo les estrechaba la mano a todos y cada uno de los recién llegados y luego me llevaba la misma mano al corazón en un gesto sincero. En cada ocasión, después de los abrazos, daba comienzo una larga fórmula de saludo —
labass, veher, hamdullillah
— con que se deseaba el bienestar de toda la familia y los amigos del destinatario, al tiempo que se encomiaba a Alá.

La intensidad del placer que Mourad demostró ante un amigo en particular, el fervor con que se abrazaron y la calidez de los encomios me hizo pensar que igual llevaban años sin verse.

—No, no —respondió Mourad, sorprendido—. Hemos estado juntos esta tarde. Hemos quedado aquí mañana; lo he convencido para que se una a nosotros en la recolección de semillas.

Un rato antes, Mourad había decidido que él, Alí y Aziz se convertirían en mi equipo de recolectores por la mañana; además, no quiso oír hablar de que me quedase en el hotel.

—Conozco a ese Hassan que dirige el hotel —me advirtió—. Es espía del rey. Tienes que alojarte en la casa de mi familia.

Así pues, nos abrimos paso a duras penas hasta el hotel, donde recogimos mi maleta y dejamos al espía Hassan echando pestes de nosotros. Y así fue como, tras recorrer oscuros callejones y esquivar gente en uno de los barrios más abarrotados de la ciudad, me encontré acogido por una familia bereber.

La casa de Mourad, una combinación de zonas a medio construir y otras en estado ruinoso, era una estructura hecha de hormigón reforzado y desportillado y ladrillos de muy baja calidad, con barras de acero sobresaliendo por todas partes. El suelo también era de hormigón, y las ventanas, poco más que rejillas de alambre sin ornamentos. Sin embargo, pese al destartalado exterior, dentro se percibían los elementos de un pequeño palacio andalusí. Había un patio central abierto al sol, con un grifo del que el agua fluía hasta un desagüe central rodeado por viejas latas de aceite donde habían plantado albahaca, cilantro, tomillo, menta y un par de larguiruchas margaritas. Las habitaciones, dispuestas en dos plantas alrededor del patio, estaban decoradas con alfombras y, todo a lo largo de las paredes, camas bajas cubiertas de cojines.

Ese palacio secreto estaba habitado por una familia de extraordinaria complejidad; durante los días siguientes, me fueron presentando a sus miembros lentamente. Muhamad, que era hermano de Mourad, se hacía entender bien. A sus diecinueve años, era el varón más joven de la familia, y en él recaía la tarea de servir el té y poner y recoger la mesa. Era un joven guapísimo y tímido que, con la ayuda y el apoyo de Mourad, acababa de obtener una plaza para estudiar en la universidad en Meknès. Había también un hermano mayor, Hassan, que tenía un taller de reparación de coches, prácticamente desprovisto de herramientas, a la vuelta de la esquina. Hassan empleaba a Muhamad el Pequeño, que tenía diez años y vivía también en la casa. Muhamad el Pequeño no tenía familia y un día había aparecido en la casa, solo y en la más absoluta miseria. Lo habían acogido, pese a que ellos mismos no estaban muy lejos de la indigencia, y ahora formaba parte de la familia. Lo mismo ocurría con la bizca Abtisa, que recorría la casa como un espectro diminuto. La había llevado a la casa Latifa, la más joven de las tres hermanas de Mourad, que trabajaba de enfermera en el hospital de Azrou. Seis años antes, una joven pareja que iba de camino al hospital para dar a luz había sufrido un accidente de coche. El marido había fallecido al instante, pero la mujer había sobrevivido lo suficiente para alumbrar a Abtisa antes de unirse a su esposo. Nadie en el hospital había sabido qué hacer con la recién nacida, de modo que Latifa se la había llevado a casa. Abtisa era una preciosidad de seis años, pero tan bizca que nunca se sabía hacia dónde miraba o a quién sonreía.

Presidiendo la enorme familia se hallaba Aisha, una mujer enorme con la piel como ébano pulido. Se paseaba con actitud imperiosa por las habitaciones, con túnicas de brillantes colores, asegurándose de que todo estuviese limpio y ordenado, como a ella le gustaba. Me dio una cálida bienvenida a su hogar.

El dinero para abastecer la casa venía de donde fuera y de quien fuera, según dictara la fortuna. Mourad había aportado un poco del obtenido en la agotadora recolección del melocotón, así como algunos regalos —especias, telas y café— de sus alumnos; el taller sin herramientas de Hassan proporcionaba sumas ocasionales; Latifa trabajaba por unos céntimos en el hospital; cuando acababa de estudiar, Muhamad hacía cualquier cosa que se le presentase. El padre de Mourad trabajaba en el bosque de cedros como leñador y vivía la mayor parte del tiempo en los campamentos madereros.

Mourad me contó cosas sobre el trabajo de su padre: la paga era insignificante, pero el esfuerzo exigido a los hombres, casi sobrehumano. Los personajes ilustres de la localidad —«amigos del rey», según Mourad— compraban las concesiones madereras de grandes extensiones de bosque de cedros, y a continuación ponían a trabajar a equipos de hombres mal pagados y con herramientas inadecuadas. En el bosque no había ningún tipo de mecanización: ni grúas, ni motosierras ni orugas; sólo palancas y cadenas, hachas, sierras de través y la fuerza bruta humana. Durante los días siguientes, Mourad me mostró ese trabajo forestal, y me quedé helado. Había troncos de cedro de más de dos metros de diámetro y seis o siete de largo, lo que era una carga muy pesada para los camiones que se los llevaban del bosque. Y esos troncos, que llegaban a pesar cinco toneladas, se cargaban a mano: al final de una jornada de tala, todos los hombres hacían rodar esos monstruos rampa arriba hasta las cajas de los camiones.

—En el bosque hay muchos, muchísimos accidentes mortales —me contó Mourad—. Los trabajadores tienen mucha suerte si sobreviven.

Después de oír contar todas esas cosas, esperaba que el padre de Mourad fuera un toro, pero me equivocaba. Apareció unos días después, un personaje menudo y delgado que hablaba en voz muy baja y estaba completamente dominado por el galeón que tenía por esposa. De hecho, apenas lo oí emitir otro sonido que no fueran unos gruñidos de bienvenida, pero supongo que es lo que el agotamiento le hace a un hombre.

Por la mañana, les enseñé a Mourad, Alí y Aziz las fotos de la
Cytisus battandieri
.

—Sí —dijo Mourad—. Encontraremos la planta, no hay problema. Hoy iremos al bosque de cedros a identificarla. Y luego volveremos con sacos para las semillas.

Cuando conseguimos escapar de las garras de la ciudad, el sol llegaba a su cenit y supuso un alivio cobijarse una vez más en las sombras de los cedros. Aun así, mis compañeros parecían bastante nerviosos, y al internarnos más y más en el bosque empezaron a lanzar tímidas miradas alrededor y a dar respingos cada vez que oían un correteo o susurro. Y había montones de correteos y susurros.

—Son cobras —explicó Mourad—. Cobras negras, y no esperan a que las pises, te atacan sin más.

Y a modo de ilustración nos enseñó una fea cicatriz que le recorría la yema del pulgar. Tendría unos diez años, nos contó, y estaba en el bosque con su padre cuando, como suelen hacer los niños, metió la mano en un interesante agujero que encontró entre unas rocas. Por desgracia, había una serpiente dentro, y lo mordió. La serpiente era una cobra negra. Al verla, su padre sacó el cuchillo y le hizo un tajo en el dedo hasta el hueso. Por lo visto, el veneno de esa cobra te mata en cuestión de minutos, y fue sólo esa reacción instantánea lo que le salvó la vida a Mourad.

Por supuesto, después de oír esa historia todos nos sentimos mucho mejor y proseguimos nuestro deambular por el denso bosque, de un claro a otro, a través de grupos de arbolillos y de las zonas más ralas de los viejos gigantes. Y la
Cytisus battandieri,
o
hällehäll
, como parecía llamarse en bereber, seguía brillando por su ausencia.

Mourad apareció por detrás de un árbol, chupando una brizna de hierba.

—Enséñame otra vez la fotografía, Chris. —Y acto seguido examinó la foto de la mata de Carl quizá por decimoquinta vez esa mañana—. No conozco esta planta. ¿Para qué la quiere tu amigo?

—Bueno, tiene bonitas flores y huele bien, y en Europa tiene mucho éxito como planta decorativa.

—Ah, en Europa —repitió Mourad con cara de entendido, y examinó un poco más la fotografía—. Yo no la encuentro muy bonita. Por ejemplo, no tiene flores.

—Eso es porque la foto se tomó cuando la planta estaba granando; las flores ya se habían caído.

—Ah, ya veo. Pero sé de plantas mucho más bonitas; es más, sé dónde encontrarlas.

—No; tiene que ser la
hällehäll...
mi pedido es de esa planta.

Mourad pareció decepcionado.

—Continuemos buscando —concluyó.

Seguimos arrastrando los pies hasta que llegamos a un claro, donde vimos a un hombre flaco con un traje oscuro y gastado y un grueso gorro de lana. Llevaba paraguas y se hurgaba los dientes con un cuchillo con aire pensativo.

—¿Quién es ése, Mourad? —pregunté.

—Es el
gardien du forêt
. Él sabrá dónde podemos encontrar
hällehäll.
Pero preguntárselo puede ser peligroso, pues este bosque es del rey y quizá decida denunciarnos, o nos pida dinero, en ese caso tendríamos que dárselo. Pero como no tenemos semillas, le preguntaremos.

El
gardien du forêt
no pareció sorprenderse al vernos. Mourad lo saludó con la fórmula habitual y luego entablaron una larga y animada conversación, que al final pareció conducir a un importante progreso. Al acabar de hablar, el
gardien du forêt
se me acercó, me estrechó la mano y me indicó que lo siguiera por un sendero que bordeaba el claro.

—Sabe dónde hay
hällehäll
—explicó alegremente Mourad—. Y no le importa que la cojamos; de hecho, va a ayudarnos.

Llamamos a Alí y Aziz. Juntos ascendimos una ladera y cruzamos un sendero antes de internarnos en otra parte del bosque. Yo iba en la retaguardia con Aziz, que era un joven alto y refinado de largos dedos. Aziz no hablaba inglés, pero sí un francés exquisito.


Ah
,
mon ami Christophe
—dijo con voz lastimera—. En Azrou no hay nada para un hombre de mi talento. Sólo espero una carta de autorización y algún dinero que me mandará mi novia, que vive en Lyon. Entonces regresaré a Francia. —Al hablar se retorcía las manos, como si estuviese suplicando.

En ese momento salimos a la luz de otro claro, y ahí estaba la
Cytisus battandieri
, centenares de arbustos extendiéndose en todas direcciones. Cogí una rama y arranqué unas cuantas vainas. Algunas estaban verdes, pero otras se abrieron y dejaron caer pequeñas semillas negras en mi mano. Habíamos llegado en el momento perfecto. Se me quitó un peso de encima: por fin tenía algo para justificar el viaje.

Era mediodía y hacía demasiado calor para ponerse a recolectar; además, no teníamos sacos donde meter las semillas. Pero por todas partes se oía el crujido de las vainas abriéndose por efecto del sol, y las semillas se desparramaban con un repiqueteo sobre la hierba seca y la dura tierra.

—Es hora de comer —anunció alegremente Mourad, y me dio una palmada en la espalda—. Ha sido una mañana de trabajo muy fructífera, ¿no? Hemos dado con el lugar donde crece la
hällehäll.
Y mañana recogeremos las semillas. Entretanto iremos a comprar sacos.

Una de las cosas que más me sorprendían de la casa de Aisha era que no se guardaban sobras. No había ningún armario o despensa para la comida, nada que pudiese echarse a perder, ni nada que llevarse a la boca, ni siquiera ingredientes básicos como sal, ajo o canela. Cuanto se precisaba para una comida se compraba fresco cada día, y se consumía hasta la última migaja.

En casa de Aisha me servían pollo con frecuencia, pues había una granja avícola en un anexo de la casa contigua. Esa granja urbana —había muchísimas en Azrou— era una fuente de fascinación para mí. Ocupaba el edificio de un garaje, y durante el día tenía las puertas abiertas a la calle. Había cientos de pollos blancos en un lecho de serrín de cedro que emanaba un olor dulzón. No había ninguna verja o muro para impedirles salir a picotear a la calle, sólo la vigilante mirada del encargado que dormía en la entrada. Cuando llegaba un cliente, mandaban al chico a que se internara entre el remolino de pollos que piaban para buscar uno bien gordo. El chaval agarraba uno y se lo llevaba al cliente, que lo palpaba con manos de experto mientras el animal chillaba y aleteaba. Si le daba luz verde, el pollo era despachado en un instante y luego sumergido durante quince segundos en una cuba de agua hirviendo; a continuación, lo sacaban, lo sacudían para eliminar el exceso de humedad y lo metían en la máquina de desplumar.

Dicha máquina era una obra maestra de tecnología intermedia. Consistía en una caja de hojalata con un agujero para meter el pollo por un extremo y, en el interior, un juego de rodillos de goma que giraban muy deprisa y arrancaban las plumas —ya algo sueltas debido al agua hirviendo—. Un ruidoso ventilador lanzaba las plumas a un saco. El pollo desplumado aterrizaba con estrépito en una báscula. Unos dedos hábiles se introducían por la cloaca del animal y, de un diestro tirón, lo despojaban de las entrañas, que caían con un chapoteo en un cubo que olía a mil demonios. Y ahí acababa todo: no habían transcurrido ni cinco minutos entre la selección del pollo y su venta, y ya estaba destripado y desplumado. Era una operación impecable.

A nuestro regreso del bosque aquel primer día nos zambullimos agradecidos en la fresca sombra de la casa de Mourad, hicimos nuestras abluciones en el grifo del patio y nos tumbamos en los divanes. Apenas nos quedó energía para beber un vaso de té de menta y atacar una gran pizza hecha de masa y tiritas de grasa de oveja que Aisha nos había servido en una bandeja junto con pequeños cuencos de ensalada de tomate y remolacha. En la calurosa tarde reinaba la calma, dado que los puestos callejeros habían cerrado. Se oía un murmullo de riñas procedente de la granja de pollos contigua y el lejano retumbar de un camión. Cerré los ojos, me arrellané en el diván y me dormí.

Quizá soñé con las vainas de semillas que se abrían al sol y desparramaban mi valiosa cosecha, o tal vez con la desagradable cobra negra que te ataca desde la hierba sólo por el placer de matarte. Sea como fuere, cuando desperté la luz declinaba y las calles eran un hervidero de gente. Los gallos cantaban (nadie parece darse cuenta de que los gallos no sólo cantan al alba, sino durante todo el santo día); los fabricantes de hojalata aporreaban sus cacharros; las sierras chirriaban en las carpinterías al cortar los troncos de cedro; los vecinos intercambiaban opiniones de una ventana a otra. Desde nuestra alta habitación, la mezcla de todos estos sonidos parecía música.

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