Los almendros en flor (7 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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—¡Mierda, tío! —exclamó por encima del hombro—. Estás hecho un saco de nervios. ¡Vas a joderlo todo! ¡Me largo de aquí!

—¡Eh, Gary! ¿Qué haces? —chillé, presa del pánico—. No puedes dejarme aquí solo... ¡No tengo ni idea de cómo bajar este trasto!

Cerró la portezuela y soltó una carcajada.

—Sólo te ponía a prueba, tío... Relájate, joder, ¡relájate!

Lo hice. Solté una carcajada, más de alivio que de otra cosa. Y de pronto el muy cabrón me estaba apretando el cuello con las manos; se había convertido en un maníaco homicida segundos antes de que el avión tocara el suelo.

—Eh, tío... Nunca te rías cuando estés aterrizando. ¡Nos joderás a todos!

Nos desternillamos de risa. Me reía tanto que apenas podía sujetar la palanca de mando, y mucho menos con los nudillos blancos. Miré por la ventanilla. En menos de un segundo quedaríamos aplastados como una boñiga de vaca en la pista de aterrizaje. Me arrellané en el asiento, con lágrimas de risa en los ojos, y desaceleré del todo. El avión soltó una llamarada y, amortiguado por el cojín de viento, tomó tierra con un suave golpeteo y un retumbar de ruedas. La nada ortodoxa técnica de Gary había funcionado; aquella disparatada distracción me había calmado y, sin nervios, mi actuación había sido desenvuelta y correcta.

—Que sepas que no le gasto esa broma a todo el mundo, chaval —dijo Gary—. Supongo que estás al menos tan chiflado como yo para responder a ese tratamiento de choque.

Eso fue hace más de veinte años, cuando dilapidé los ahorros de toda una vida en un curso de vuelo, increíblemente barato e inmoralmente breve, de tres semanas en Dallas, Texas. Dio la casualidad de que fui el único de los estresadísimos alumnos que consiguió la insignia de piloto al final del curso, no por mi particular destreza sino porque, al parecer, mi instructor de vuelo no salía de su asombro de haber tenido a un esquilador de ovejas a los mandos.

—Ése es un trabajo duro de narices —comentó después de que yo la hubiese cagado en el rizo del ocho y me hubiese pasado de largo el aeródromo. Y mirándome con expresión pensativa, añadió—: Creo que voy a aprobarte, chaval.

En realidad, yo era tan desastre como los demás, aparte de demasiado pobre para realizar las horas de vuelo necesarias a fin de convertir aquello en una afición o una carrera, así que no es un título que me haya sido muy útil en la vida. Pero volvamos al camino de la finca...

Chloé acababa de salir de un túnel de granados y zarzas, a través del cual había conseguido abrirse paso, y de pronto se encontró con una oveja en medio del camino que, histérica y con ojos de loca, observaba acercarse el coche sin saber adónde ir.

—¡Papá! ¡Papá! ¿Qué hago? ¡Hay una oveja en el camino!

—Bueno, pues para, claro...

—¡¡¡¿Cómo se para?!!!

En ese momento, las trescientas cincuenta ovejas de Domingo habían advertido el peligro y, aterrorizadas, cometían la estupidez de bajar brincando desde el bancal hacia el sendero por donde avanzaba el coche.

—El pie izquierdo en el embrague y el derecho en el freno.

Chloé lo hizo y el coche, atrapado en una nube de polvo y una turba amorfa de ovejas presas del pánico, se detuvo obedientemente.

—Papá, creo que no lo conseguiré. Es demasiado peligroso...

—Vamos, inténtalo un poco más; ya verás como todo va bien. No hay de qué preocuparse. Además, ¿cómo si no vamos a llegar a casa? La conducción está en tus manos.

Pese a esa bravata, estaba hablando en serio. Faltaban pocos años para que mi hija se pasara el día de aquí para allá con unos jóvenes machos ansiosos por mostrarle la velocidad que puede alcanzar una motocicleta de 49 cc, y lo más probable era que a nadie se le ocurriera llevar casco. Vivimos lejos del pueblo, al que se llega por un camino de montaña escarpado y lleno de baches, y calculaba que, si Chloé sabía conducir un coche y llevar una moto mejor que aquellos orangutanes con testosterona hasta las orejas, a los que últimamente ya veía alardear de músculos en la periferia del círculo hasta ahora exclusivamente femenino de mi hija, tendría más posibilidades de salir ilesa de esos peligrosos años.

Cuando las ovejas desaparecieron camino del río, dejando una nube de polvo y un olor dulzón, Chloé pareció recobrar la confianza.

—Vale, ya se han ido —concedió—. ¿Y ahora qué?

—Aprieta un poco el acelerador, suelta despacio el embrague y no te olvides del volante.

En esa ocasión lo hizo mejor y, no sin cierta solemnidad y en primera, proseguimos hacia la casa. Más por pura suerte que por cálculo, consiguió pasar por el estrecho espacio entre los postes del portón, cruzó la acequia de abajo dándole un buen porrazo al cárter y siguió ladera arriba pasando por delante del establo. Con cierta previsión, yo había dejado abierta la verja que suele impedir el acceso a la casa y hace las veces de valla para el caballo.

—Ahora, en cuanto empieces a subir el cerro, quiero que pises el acelerador y que sigas así hasta llegar a la casa. Levanta un poco el pie en la curva, y a continuación acelera otra vez, pero no te detengas pase lo que pase. ¿Lo has entendido?

—Sí, pero ¿por qué? —quiso saber con cierta razón.

—La cuesta es empinada. Para llegar arriba hace falta mantener una velocidad constante.

Lo que no le dije fue que el coche no tiene mucho freno de mano que digamos, y que si aminoraba la velocidad se detendría de manera inexorable y empezaría a retroceder, algo que a nadie le apetece mucho experimentar en su primera clase de conducir. Ana y yo hemos desarrollado un método increíblemente complicado de pararnos a medio camino, para cerrar la verja o las puertas del establo de las ovejas, por ejemplo, o recoger una bolsa de naranjas dejada al pie de un árbol, pero ello implica retroceder hasta la pared del cobertizo con un movimiento circular preciso, de forma que el coche se detenga por sí solo. Se trataba de una maniobra que era mejor dejar para más adelante.

Por fin nos detuvimos delante de la casa, después de que Chloé se las ingeniara para embestir una piedra estratégicamente situada para asegurar la rueda trasera.

—Bueno, y ahora ¿cómo lo paro?

—Gira la llave hacia el otro lado.

Eso hizo, pero el motor siguió ronroneando. Era otra de las excéntricas deficiencias de un coche de campo: el motor se pone en marcha de maravilla, pero muchas veces se muestra poco dispuesto a apagarse.

—Bueno, ponlo en punto muerto y baja, ya lo apago yo.

Con cierto alivio, Chloé se apeó. Me pareció que lo había hecho bastante bien, y así se lo dije.

Un par de días después, me hallaba cortando gavillas para las ovejas y recogiendo haces que había dejado a secar en el campo. Al oír que se acercaba un coche por el otro lado del valle, los perros se pusieron a ladrar y salieron disparados colina abajo. Eran nuestra vieja amiga Cathy y su hijo adolescente, Juanito, que traían a Chloé del colegio. Me incliné de nuevo y corté con la hoz unos haces grandes, que junté y até con una cuerda. Cuando me volví para echármelos al hombro, vi a Manolo junto a la verja; parecía contento. Había subido hasta la casa para tomar una cerveza después de limpiar la acequia de abajo.

—No podrás levantar eso, Cristóbal. Espera, deja que te ayude —dijo.

Me quitó el gran fajo de tallos y hojas de las manos y, tras echárselo al hombro sin esfuerzo, se volvió hacia el establo.

Ésta es una de las cosas buenas que tiene Manolo: siempre aparece en el momento oportuno para echar una mano. No obstante, me pregunté qué lo divertía tanto. Manolo es una de las personas más joviales que conozco, pero incluso a él le hace falta una razón para sonreír.

—Chloé es una caja de sorpresas, ¿eh? —comentó, señalando con la cabeza sendero abajo, de donde llegaba el sonido de un motor que arrancaba en primera—. Más vale que vigiles o se quedará con el coche para ella sola.

Me detuve y miré con ojos entornados en la dirección del ruido. El Land Rover apareció ante nuestra vista, con Chloé lanzando miradas inquietas por encima del volante. Según descubrí más tarde, Cathy se había sorprendido un poco cuando mi hija se puso al volante y anunció que iba a llevarlos hasta la casa, pero pensó que probablemente sabía lo que hacía. Cathy es una de esas feministas de la vieja escuela que prefieren morderse la lengua, partírsela y tragarse la mitad antes que desalentar a una niña que muestra algo de iniciativa. Su hijo Juanito estaba muy impresionado.

Me entró pánico. La verja que había a media cuesta estaba cerrada y Chloé no tenía ni idea de cómo realizar la complicada maniobra de aparcamiento que se requería, así que o bien se estamparía contra el poste horizontal o se deslizaría por los bancales. Solté la alfalfa y salí disparado para llegar primero. Chloé apenas reparó en mí, que sujetaba abierta la verja, cuando pasó pisando a fondo con la vista fija en el sendero y apretando los dientes con ceñuda determinación. Cuando llegué a la casa, Cathy y Juanito se apeaban del coche un poco temblorosos. Chloé seguía sentada al volante, con el motor en marcha y pisando el freno. Creo que estaba asimilando la enormidad de lo que acababa de hacer.

—Papá, el motor vuelve a hacer el tonto, y cada vez que levanto el pie del pedal, el coche se va para atrás... ¿Qué hago?

La ayudé a resolver su problema y se bajó del coche un poco vacilante.

—Creo que ya he tenido bastante coche por el momento —susurró, tendiéndome las llaves.

Invitados sin papeles

A diferencia de mi socio de esquileo, José Guerrero, que se gana la vida viajando por la Alpujarra de un rebaño a otro, yo puedo permitirme el lujo de escoger el trabajo, pues también vivo de la escritura. Detestaría abandonar por completo el esquileo, y si un rebaño, su pastor o sus pastos en la montaña me requieren, acudo sin vacilar, pero debo reconocer que produce cierta satisfacción rechazar trabajos que sabes que serán una pesadilla. De ahí que aún fuera más extraño que al amanecer de ese día me arrastrara fuera del lecho conyugal para ayudar a José a esquilar las ovejas de Paco López.

Paco López es un hombre con fama de borracho que vive en una granja destartalada en lo alto del bosque de encinas que hay sobre el valle del río Trevélez. A menudo desaparece durante días y deja abandonadas a sus ovejas, que pastan lo que pillan entre las encinas y se convierten en presas fáciles para las jaurías de perros salvajes que constituyen una desagradable característica del campo español. Hacía casi dos años desde la última vez que José y yo habíamos esquilado su rebaño y recordaba que habíamos hecho el solemne pacto de no volver a aceptar nunca un trabajo que viniera de aquel hombre.

—¡Recuérdame una última vez por qué estamos haciendo esto! —grité mientras la pequeña furgoneta de hojalata de José enfilaba la carretera de curvas a toda pastilla, ensordecido por la música de Led Zeppelin que salía de los minúsculos altavoces y que mi compañero insistía en poner a tope.

—¡Parné, pasta, dinero! —chilló José, y en su rostro de piel hirsuta se dibujó una sonrisa—. ¡Necesito el dinero y no puedo hacerlo solo! Además, te ayudará a rebajar los michelines. Tanto rato con el culo en la silla y mordisqueando el lápiz no te está sentando bien, Cristóbal.

Pensé que no le faltaba razón; además, me cuesta mucho rechazar un trabajo en compañía de José, quien, pese a su reciente lucha contra el cáncer, o quizá debido a ella, es una de las personas más alegres y llenas de energía que conozco. Al final, sin embargo, el trabajo resultó peor de lo que imaginábamos. Los últimos meses habían hecho mucha mella en el pobre Paco, quien, acuciado por la soledad y la dureza de la vida de un pastor de montaña, había empinado el codo más de la cuenta. Tenía el rostro demacrado y la mirada enajenada del bebedor empedernido, aparte del tono quejumbroso que siempre da la falta de dinero. Tampoco sus ovejas eran muy divertidas que digamos. Estaban en los huesos, y en la piel, más fina que nunca, alojaban una próspera colonia de parásitos arácnidos (las garrapatas tienen ocho patas, de manera que no entran en la categoría de insectos).

Pusimos manos a la obra con todo el buen humor que fuimos capaces de reunir, pero incluso para José, jovial por naturaleza, la operación supuso una auténtica tortura. El establo de Paco, cuyo techo es de amianto, era un horno y apestaba a estiércol, y las ovejas tenían tantos parásitos que casi era imposible esquilarlas. Con cada golpe de la maquinilla cortábamos treinta o cuarenta garrapatas hinchadas que dejaban un rastro de sangre oscura, y las cuchillas se enganchaban una y otra vez, por lo que teníamos que empujar con fuerza y dar tirones y sacudidas, y al mismo tiempo ir con mucho cuidado para no hacer daño a los esqueléticos animales. Más de una vez estuvimos a punto de rendirnos, coger nuestros bártulos y marcharnos a casa. Pero por alguna razón continuamos: quizá fuera el dinero, o la ética del trabajo inculcada, o simplemente la solidaridad con un pastor y sus ovejas. El caso es que aguantamos, y por fin nuestra constancia se vio recompensada. Vislumbrábamos el final de la tarea.

En cambio, Paco no parecía compartir nuestro alivio y se movía con aire malhumorado e inquieto entre el rebaño, contando por lo bajo, hasta que se acercó con un animal para que yo lo esquilara. Lo agarré y me dispuse a pasarle la máquina de trasquilar, pero me detuve.

—¡Maldita sea, Paco! —grité para hacerme oír por encima del zumbido de la máquina de mi compañero—. Ésta no la voy a esquilar. ¡Llévatela de aquí!

—¿Por qué no? —murmuró—. ¿Qué le pasa?

—Pues que es una cabra, hombre. ¡No pienso esquilar una cabra!

Paco puso ojos de (no hay expresión mejor en este caso) cordero degollado, pero no cejó.

—No, Cristóbal, no es ninguna cabra —insistió mirándome con los ojos inyectados en sangre—. Es una oveja.

No lo era, claro. Es verdad que las cabras pueden parecerse a las ovejas e incluso tener cierta conducta ovina, unos andares como de oveja que a cierta distancia —viéndolas desde la ladera opuesta de un valle, digamos— pueden llevar a confusión. Pero no había confusión posible con aquel espécimen que tenía delante de las narices. No era tan sólo una cabra corriente y moliente, sin nada de particular; era el típico chivo, con cuernos y barba y tal.

Paco se llevó la cabra a regañadientes y al poco volvió con otro animal.

—Pero ¿a qué juegas, Paco? ¡Tampoco pienso esquilar a ésta!

—¿Por qué no? —refunfuñó—. Es una oveja, ¿no? Ni siquiera tú puedes negarlo.

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