Read Los asesinatos e Manhattan Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (13 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
2.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Leng había puesto un candado en la puerta de la carbonera, y su visión indujo en mí un fugaz alivio. No se me podía pedir más. Ya no quedaba sino reemprender el ascenso. Llegué, incluso, a dar media vuelta y salvar el primer peldaño, pero entonces me detuve. El impulso que me había llevado hasta allí no me abandonaría hasta haber visto con mis propios ojos el objeto de mis investigaciones.

Levanté un pie con la finalidad de derribar la puerta, pero dudé. Me dije que si conseguía cortar el candado con unas tenazas Leng lo atribuiría a la acción de un simple ratero.

Me llevó cinco minutos ir en busca de las herramientas necesarias y seccionar la barra del candado. Tras dejar que se cayera al suelo, empujé la puerta hasta abrirla de par en par y permití que penetrara por ella el haz de luz diurna que bajaba por la escalera.

Inmediatamente después de entrar, me abrumaron unas sensaciones bien distintas de las que me habían asaltado en el segundo piso. Saltaba a la vista que allá abajo seguía vigente la labor que en las estancias de Leng, en cambio, había cesado.

De nuevo, lo primero en lo que reparé fue el olor. Volvían a flotar vapores de reactivos cáusticos, quizá mezclados con formol o éter; sin embargo, quedaban en segundo plano por la acción de algo mucho más denso y potente. Reconocí el mismo olor que cuando pasaba junto a las carnicerías porcinas de las calles Pearl y Water: el de matadero.

La luz que se filtraba desde la escalera del fondo me ahorraba el uso de las lámparas de gas. En el sótano también había mesas, pero, en esta ocasión, estaban cubiertas por un gran desorden de instrumentos médicos y quirúrgicos, vasos de precipitados y retortas. Una de ellas tenía encima como sesenta ampollas de líquido ambarino, numeradas y etiquetadas con esmero. El suelo estaba sembrado de serrín, con algunas zonas húmedas. Al rascar estas últimas con la punta de mi bota, descubrí que el serrín estaba destinado a absorber una cantidad considerable de sangre.

Ya tenía la prueba de que mis temores no carecían de todo fundamento. Me dije, sin embargo, que seguía sin haber motivo de alarma, que las disecciones eran una de las piedras angulares de la ciencia.

La mesa más próxima a mí tenía encima un fajo grueso de notas manuscritas, religadas y encuadernadas en piel. La letra, prolija, era inconfundiblemente la de Leng. Fue un alivio encontrarlo. Por fin conocería el objetivo de los experimentos de mi inquilino. Seguro que de aquellas páginas se deducirían, en mención a mis temores, nobles intenciones científicas. Nada de ello me deparó el volumen.

Bien sabe usted, amigo mío, que soy un científico; nunca he sido lo que se dice una persona temerosa de Dios, pero ese día le temí; o, mejor dicho, temí su ira por la comisión, bajo mi techo, de tan pérfidos actos, dignos del mismísimo Moloch.

Los apuntes de Leng los exponían con una exactitud tan inflexible como diabólica. Es posible, ay de mí, que en lo que llevo de vida no hayan caído en estas pobres manos apuntes científicos de mayor claridad, más metódicos. Los experimentos de Leng no admiten justificación posible, al menos de mi mano. No tengo otra elección que exponerlos lo más llana y sucintamente que me sea posible.

Durante los últimos ocho años, Leng ha estado trabajando en la elaboración de un método para prolongar la vida humana; la suya, como demuestran los apuntes y observaciones de su diario. Pero le juro por Dios, Tinbury, que ha estado usando a otros seres humanos como material. Al parecer, todas sus víctimas han sido adultos jóvenes. En su diario abundan las referencias a disecciones de cráneos y columnas vertebrales humanas, parte del cuerpo, esta última, en la que parece haber concentrado sus depravadas atenciones. Las anotaciones más recientes giran en torno a la cola de caballo, el ganglio nervioso que hay en la base de la columna.

Leí durante diez o veinte minutos, paralizado por la fascinación y el espanto, hasta que solté el aborrecible documento, lo dejé en la mesa y me aparté. Es posible, no lo niego, que en aquel instante hubiera enloquecido un poco, porque todavía logré discurrir con cierta lógica. Me dije que, en el contexto médico de nuestra época, el robo de cadáveres recientes de los cementerios era una práctica lamentable pero necesaria. Crítica como sigue siendo la falta de suministro de cadáveres para la investigación médica, el único remedio contra la penuria es recurrir al robo de cadáveres. Me dije que ni el más respetable cirujano se ve a salvo de ello. Pese a que las pretensiones de Leng de prolongar la vida de modo artificial excedieran de todo punto los límites, persistía la posibilidad de que sin querer efectuara descubrimientos de efectos beneficiosos.

Creo que fue entonces cuando oí por primera vez el ruido.

A mi izquierda había una mesa en la que no me había fijado. Estaba cubierta por un hule que tapaba algo grande y voluminoso. Bajo dicho hule, ante mi vista, se repitió el sonido. Era el de un animal carente de lengua, paladar y cuerdas vocales.

No me explico de dónde extraje las fuerzas para aproximarme, como no fuera de la necesidad abrumadora de saber. Di un paso y, antes de que mi resolución pudiera zozobrar, cogí el hule sucio y lo retiré.

Lo que apareció a la pobre luz del sótano me obsesionará hasta el final de mis días. Estaba boca abajo. En el lugar donde debería estar la base de la columna vertebral, había un agujero. Me pareció que el sonido que había oído eran los gases de la descomposición al escaparse.

Pensará usted que a esas alturas yo ya era inmune a cualquier sobresalto, pero el caso es que observé, con una creciente sensación de irrealidad, que tanto el cadáver como la herida tenían aspecto de ser recientes.

Debí de vacilar unos cinco o diez segundos, hasta que me acerqué, preso el cerebro de una sola idea, una sola. ¿Era posible que se tratara del mismo cadáver que tan profusamente había sangrado en el suelo de Leng? Pero entonces, ¿cómo se explicaba lo fresco de la herida? ¿Era posible, concebible incluso, que Leng usara dos cadáveres en el plazo de una sola semana?

Habiendo llegado tan lejos, tenía que saberlo todo. Adelanté prudentemente una mano a fin de dar la vuelta al cadáver y comprobar su grado de lividez.

El tacto de la piel era flexible, y, en la humedad del sótano, con la temperatura veraniega, la carne estaba caliente. Al girar el cadáver y dejar el rostro a la vista, vi, para insondable horror mío, que lo habían amordazado con un trapo empapado de sangre. Aparté la mano, y aquella cosa rodó de espaldas en la mesa.

Retrocedí, presa del vértigo. Tal era mi impresión que tardé un poco en comprender el horrible sentido de aquel trapo ensangrentado. Creo que, de lo contrario, habría dado media vuelta y huido, ahorrándome así el horror final.

Sí, McFadden, pues fue en ese momento cuando, por encima del trapo, los ojos se abrieron. Habían sido humanos, pero el dolor y el pavor habían arrebatado cualquier humanidad a su expresión.

Mientras yo, petrificado por el miedo, no podía apartar la vista, se oyó otro gemido.

Ahora ya sabía que no era gas saliendo de ningún cadáver, ni todo aquello la obra de alguien que trataba con ladrones de cadáveres, con muertos robados en los cementerios. Aquella pobre criatura de la mesa aún estaba viva. Leng ejercía su abominable labor en personas vivas.

Allí, ante mi vista, el horrible y lastimoso bulto de la mesa gimió una vez más y expiró. No sé cómo, pero tuve suficiente presencia de ánimo para dejarlo tal como lo había encontrado, taparlo con el hule, cerrar la puerta y salir de aquel pudridero subterráneo, regresando al mundo de los vivos.

Desde entonces apenas he salido de mis habitaciones del gabinete. He intentado hacer acopio de valor para lo que sé, en el fondo de mi alma, que queda por hacer. Querido colega, seguro que a estas alturas ya sabe que no hay error posible, que no hay otra explicación a lo que hallé en el sótano. El diario de Leng era demasiado exhaustivo, con una riqueza de detalles demasiado diabólica para que quepan errores de interpretación. Como pruebas adicionales, en la hoja adjunta encontrará una parte de las observaciones científicas y los procedimientos que recoge ese monstruo en sus páginas, reproducidas por mí de memoria. Acudiría a la policía, pero mi impresión es que soy el único capaz de…

Pero ¿qué oigo? Es él, subiendo por la escalera. No tengo más remedio que devolver esta carta a su escondrijo, y terminarla mañana.

Ahora, que Dios me dé fuerzas para hacer lo necesario.

6

Roger Brisbane, apoyado en el respaldo, dejó vagar su mirada por la superficie de cristal del escritorio. Largo y gozoso paseo: a Brisbane le gustaban el orden, la pureza y la simplicidad, y su mesa brillaba con la perfección de un espejo. Concluyó el recorrido por la vitrina de las gemas. Era el momento del día en que la atravesaba el sol con su lanza, convirtiendo el contenido en esferas y óvalos refulgentes, un entrelazamiento de luces y colores. Se podía calificar a una esmeralda de «verde», o a un zafiro de «azul», pero eran palabras que no hacían justicia a los colores tal como eran de verdad. Ningún lenguaje humano contenía palabras adecuadas para semejantes colores.

Joyas. Duraban eternamente, duras, frías, puras, impermeables a cualquier deterioro; siempre hermosas, siempre perfectas, eternamente nuevas como el día de su parto en un calor y una presión inconcebibles. ¡Qué distintas de los seres humanos, con su carne opaca y gomosa, y su oloroso declive desde la cuna a la tumba, una historia hecha de baba, semen y lágrimas! Debería haber sido gemólogo. Rodeado por aquellas explosiones de luz pura, habría sido mucho más feliz. La carrera jurídica que le había elegido su padre se reducía a un mezquino desfile de fracasos humanos. En cuanto a su cargo en el museo, le ponía en contacto a diario, y bajo la más inclemente de las luces, con dichos fracasos.

Se volvió y, con un suspiro, se dispuso a leer un listado de ordenador. Ya estaba más que demostrado que el museo había hecho mal en gastarse cien millones de dólares en un planetario nuevo, dotado de la última tecnología. Hacían falta más recortes. Tendrían que rodar cabezas. En fin, al menos esto último era fácil.

El museo rebosaba de conservadores y funcionarios inútiles, gente estirada que ganaba demasiado y se quejaba constantemente de los recortes; que nunca se ponía al teléfono, y se pasaba todo el santo día de viaje de investigación, gastándose el dinero del museo o escribiendo libros que no leía nadie. Empleos cómodos, sinecuras, y, gracias a la titularidad, a salvo de despidos, a menos que mediaran circunstancias excepcionales.

Metió el listado en la trituradora, abrió el cajón de al lado y sacó varios paquetes de correo intradepartamental. Era la correspondencia de una docena de candidatos, interceptada gracias a un empleado del reparto a quien habían pillado organizando una porra para la Super Bowl en horario de trabajo. Con un poco de suerte, Brisbane encontraría circunstancias excepcionales de sobra en su interior. Era más fácil —y de más fácil justificación— que espiar los e-mails.

Barajó los paquetes sin interés, hasta que se fijó en uno. Un caso que ni pintado: el tal Puck. Se pasaba el día en el archivo, ¿y qué hacía? Nada, aparte de darle problemas al museo.

Abrió el paquete y echó un vistazo general a los sobres, cada uno de los cuales tenía en el anverso y en el reverso varias decenas de líneas para la dirección. Se cerraban con un hilito rojo, y podían reutilizarse hasta que se cayeran a trozos, por el simple procedimiento de añadir un nombre en la primera línea en blanco. En la penúltima figuraba el de Puck. Y en la última el de Nora.

La mano de Brisbane que cogía el sobre se crispó. ¿Qué había dicho el engreído del agente del FBI? «La mayor parte del trabajo será de archivo.»

Desató el hilo y sacó un papel. Al abrir el sobre, salió una nubecita de polvo. Se apresuró a taparse la nariz con un pañuelo, y leyó la carta en la otra punta del brazo. Ponía:

Estimada doctora Kelly:

He encontrado otra caja de papeles sobre el gabinete de Shottum, que desde hace poco tiempo estaba mal guardada. No tiene ni remotamente el interés de lo que ya ha descubierto, pero tampoco puede decirse que carezca de él. Se lo dejo en la sala de lectura del archivo.

A Brisbane se le subieron los colores. Después volvió a palidecer. Lo que pensaba: Nora seguía trabajando para el pretencioso agente del FBI, y recurriendo a los servicios de Puck. Había que pararle los pies. Y a Puck, que despedirle. Menuda nota, pensó Brisbane. No había más que verla: redactada con una máquina de escribir manual y con pinta de viejísima. Ante tamaña falta de eficiencia, le hirvió la sangre. El museo no era ninguna institución benéfica para excéntricos. Puck era un anacronismo fosilizado, y hacía tiempo que deberían haberlo mandado a los cuarteles de invierno. Primero recabaría las pruebas necesarias, y después haría una lista recomendando despidos para la siguiente reunión del comité ejecutivo. El primer nombre sería el de Puck.

Bien, pero ¿y Nora? Se acordó de lo que el director del museo había dicho en la última asamblea:
Doucement, doucement
. Eso había murmurado Collopy.

Y así se haría: suavemente. De momento.

7

A medio camino entre las avenidas Columbus y Amsterdam, Smithback se quedó en la acera e interrogó con la mirada la fachada de ladrillo rojizo que tenía delante. El 108 de la calle Noventa y nueve Oeste, brillante al sol del mediodía, era un bloque de pisos de antes de la guerra, ancho y sin la traba de ningún rasgo arquitectónico que le diera personalidad. A Smithback le era indiferente su anodino aspecto. Lo importante estaba dentro: un apartamento de dos habitaciones y alquiler fijo cerca del museo, sólo por ochocientos al mes.

Volvió a retroceder en dirección a la calzada, y echó un vistazo general al barrio. No era de los más encantadores que hubiera visto en el Upper West Side, pero tenía posibilidades. Cerca, en un portal, había dos vagabundos bebiendo algo de una bolsa de papel. Miró su reloj. Dentro de cinco minutos llegaría Nora. ¡Caray! ¡Con el tira y afloja que se avecinaba, sólo le faltaba público! Metió la mano en el bolsillo, encontró un billete de cinco dólares y se acercó tranquilamente a la pareja.

—Hace buen día, ¿eh? Mientras no llueva… —dijo.

Los vagabundos le miraron con recelo. Smithback enseñó el billete.

—¿Qué tal si os fuerais a comer algo?

Uno de los dos sonrió, mostrando una hilera de dientes cariados.

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
2.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wanted Dead by Kenneth Cook
Necrocrip by Cynthia Harrod-Eagles
A Wicked Choice by Calinda B
Joan Hess - Arly Hanks 13 by Maggody, the Moonbeams
Hot Buttered Yum by Kim Law
Wake Up Now by Stephan Bodian
Never Courted, Suddenly Wed by Christi Caldwell