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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (9 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—Me gustaría, pero no tengo tiempo, al menos hoy.

Puck emito un gruñido de insatisfacción. Nora le miró de reojo, y le dio pena, tan solo.

—Mire, una carta de Tinbury McFadden —dijo él, sacando de la caja un papel descolorido—. Ayudó a Shottum a clasificar los mamíferos y los pájaros de la colección. Asesoraba a muchos dueños de gabinetes. Cobrando. —Hurgó un poco más—. Era muy amigo de Shottum.

Nora pensó un poco.

—¿Me deja mirar la caja?

—Tendrá que ser en la sala de consulta, porque no puede salir del archivo.

—Bueno. —Nora hizo otra pausa para meditar—. ¿Y dice que Tinbury McFadden era muy amigo de Shottum? ¿Sus papeles también están aquí?

—¿Qué si están? ¡Virgen santa que si están! ¡Montañas y montañas! Tenía su propio gabinete, aunque no lo abría al público. Lo legó al museo, pero, como en ningún caso constaba la procedencia y estaba plagado de falsificaciones, lo guardaron aquí abajo. Por interés histórico. Decían que no tenía valor científico. —Puck hizo un ruido despectivo con la nariz—. No era digno de la colección principal.

—¿Puedo verlo?

—¡Faltaría más! —Puck, con su arrastrar de pies, salió caminando en una nueva dirección—. Está a la vuelta de la esquina.

Se detuvieron frente a dos estantes. El superior estaba cargado con más papeles y más cajas, y encima de una de ellas aparecía un pagaré descolorido de artículos traspasados por J. C. Shottum a T. F. McFadden, en concepto de pago por «servicios prestados y prometidos». El inferior estaba a rebosar de una gran variedad de objetos curiosos. Nora echó un vistazo y vio animales disecados con envoltorio de papel de seda y cordel, fósiles de aspecto dudoso, un cerdo con dos cabezas flotando en una botella de cristal de tres litros, una anaconda seca cuyo cuerpo formaba un nudo gigante (de metro y medio), una gallina disecada con seis patas y cuatro alas, y una caja peculiar, fabricada con una pata de elefante.

Puck se sonó con un trompetazo y se frotó los ojos.

—Si supiera que su adorada colección ha acabado aquí abajo, el pobre Tinbury se retorcería en su tumba. Le atribuía un valor científico incalculable. Claro que era una época en que muchos conservadores del museo eran simples aficionados, con escasa acreditación científica.

Nora señaló el pagaré.

—Parece una indicación de que Shottum dio especímenes a McFadden a cambio de su trabajo.

—Sí, se hacía mucho.

—¿Así que algunas de estas cosas proceden del gabinete de Shottum?

—Seguro.

—¿También podría examinar los especímenes?

Puck sonrió efusivamente.

—Lo llevaré todo a la sala de consulta, y lo repartiré por las mesas. Cuando esté todo listo, la aviso.

—¿Cuánto tardará?

—Un día.

Se puso rojo por el placer de ser útil.

—¿No necesita que le ayuden a moverlo?

—Sí, claro, pero ya se encarga Osear, mi ayudante.

Nora miró alrededor.

—¿Osear?

—Osear Gibbs. Normalmente trabaja en osteología, porque aquí no baja mucha gente. Sólo le llamo para trabajos especiales, como esto.

—Se lo agradezco mucho, señor Puck.

—¡No, por favor! ¡Es un placer, señorita!

—Vendrá un colega mío.

Sobre el semblante de Puck cayó un velo de duda.

—¿Un colega? Para casos así, ahora que se cuida tanto la seguridad, hay ciertas normas, y…

—¿Normas?

—Acceso restringido al personal del museo. Antes el archivoestaba abierto a todo el mundo, pero ahora sólo se puede entrar estando en plantilla. O en el consejo de administración.

—El agente especial Pendergast está… mmm… relacionado con el museo.

—¿Pendergast? ¿Agente, dice? Me suena el nombre. Pendergast… Sí, ya me acuerdo. Uno del sur, muy educado. ¡Válgame Dios! —Dio breves muestras de angustia—. Bueno, bueno, usted misma. Les espero mañana a las nueve.

2

Patrick Murphy O'Shaughnessy estaba sentado en el despacho del capitán del distrito, esperando a que su superior terminara de hablar por teléfono. Llevaba cinco minutos de espera, pero de momento Custer ni siquiera le había mirado. Claro que por él… Miró las paredes sin interés y, tras un recorrido visual por varias distinciones al mérito y trofeos en campeonatos de tiro del departamento, su vista recaló en el cuadro de la pared del fondo. Representaba una cabaña en una ciénaga, de noche y con luna llena, iluminando el agua con la luz amarillenta de sus ventanas. Para los hombres del distrito séptimo era fuente inagotable de regocijo que su capitán, con todo su amaneramiento y sus pretensiones de hombre culto, se enorgulleciera de decorar su despacho con semejante bodrio. Hasta habían comentado la posibilidad de hacer una colecta para comprar otro cuadro menos horripilante. Hasta entonces, O'Shaughnessy había sido el primero en reírse, pero ahora le parecía patético. Como tantas otras cosas.

El impacto del auricular con la base del teléfono le sacó de su ensimismamiento. Levantó la mirada y vio a Custer pulsando el botón del intercomunicador.

—Entre, por favor, sargento Noyes.

O'Shaughnessy apartó la vista. Era mala señal. Herbert Noyes, objeto de un traslado reciente desde asuntos internos, era el nuevo ayudante personal de Custer, y su lameculos número uno. Decididamente, se fraguaba algo malo.

Noyes entró casi enseguida en el despacho, con su habitual sonrisa empalagosa quebrando la suavidad de líneas de su cabeza de hurón. Saludó educadamente a Custer con la cabeza y, sin hacerleel menor caso a O'Shaughnessy, se sentó en la silla que quedaba más cerca de la mesa del capitán, mascando su sempiterno chicle. Era tan poquita cosa que casi no hundió la piel burdeos del asiento. Había llegado muy deprisa, como si hubiera estado al acecho justo al otro lado de la puerta. O'Shaughnessy comprendió que era probable.

Por fin Custer se decidió a mirarle.

—¡Paddy! —dijo con su voz aguda y poco enérgica—. ¿Qué, cómo le va al último poli irlandés que queda?

O'Shaughnessy dejó pasar la cantidad justa de silencio para ser insolente, y luego contestó:

—Me llamo Patrick, señor.

—Patrick, Patrick. Creía que te llamaban Paddy —añadió Custer, pero un poco menos campechano.

—Y en el cuerpo aún quedan muchos irlandeses.

—Ya, ya, pero ¿cuántos hay que se llamen Patrick Murphy O'Shaughnessy? Vaya, qué hay más irlandés que eso… Es como Chaim Moishe Finkelstein, o Vinnie Scarpetta Gotti della Gambino: étnico. Oye, pero no lo entiendas mal, ¿eh?, que lo étnico está bien.

—Mucho —dijo Noyes.

—Yo siempre digo que en la policía nos hace falta diversidad. ¿A qué sí?

—Sí, claro —respondió O'Shaughnessy.

—Bueno, Patrick, la cuestión es que tenemos un problema: hace unos días descubrieron treinta y seis esqueletos en un solar en obras del distrito. Puede que te suene. La investigación la supervisé yo personalmente. La constuctora es Moegen-Fairhaven. ¿La conoces?

—Por supuesto.

O'Shaughnessy miró intencionadamente la pluma Montblanc de gran tamaño que asomaba por el bolsillo de la camisa de Custer. El año antes, para Navidad, el señor Fairhaven le había regalado una a cada capitán de distrito de Manhattan.

—Una gran empresa, con mucho dinero y muchas amistades. Y buena gente. La cuestión, Patrick, es que los esqueletos tienen más de un siglo. Nuestra opinión es que en el siglo diecinueve los asesinó algún pirado y los escondió en un sótano. ¿Qué, me vas siguiendo?

O'Shaughnessy asintió.

—¿Tienes experiencia con el FBI?

—No.

—Tienen la manía de tomar por idiotas a los polis que trabajan. Les gusta no informarnos de nada. Así se divierten.

—Sí, es como un juego —dijo Noyes con un ligero movimiento de su reluciente cabeza.

Conseguía algo difícil: dar aspecto grasiento a un corte de pelo a cepillo.

—Exacto —dijo Custer—. ¿Ves por dónde vamos, Patrick?

—Sí.

Que se le iba a asignar una mierda de misión relacionada con el FBI: eso era lo que veía O'Shaughnessy.

—Me alegro. No sé porqué, pero hay un agente del FBI merodeando por la obra. Aún no nos ha dicho por qué le interesa tanto. Lo increíble es que ni siquiera es de aquí, sino de Nueva Orleans; pero tiene influencia. Todavía lo estoy investigando. A los de la delegación de Nueva York les cae tan mal como a nosotros. Me han contado algunas cosas, y no me han gustado nada. Ese tío es una fuente de problemas. ¿Me sigues?

—Sí, señor.

—No para de llamar. Quiere ver los huesos, y el informe del forense. Es insaciable. Parece que no se dé cuenta de que esos crímenes ya son historia. Y claro, el señor Fairhaven se preocupa. No quiere que se hinche demasiado el tema, ¿sabes? Va a tener que alquilar los pisos. ¿Ves por dónde voy? ¿Y qué hace Fairhaven cuando se preocupa? Llamar al alcalde. Luego el alcalde llama al jefe de policía Rocker, Rocker llama al comandante, y el comandante me llama a mí. En consecuencia, que ahora el preocupado soy yo.

O'Shaughnessy asintió con la cabeza, pensando: O sea, que ahora yo también tengo que estarlo. Pues no.

—Preocupadísimo —dijo Noyes.

O'Shaughnessy relajó su expresión facial, borrando de ella cualquier rastro de preocupación.

—Bueno, al grano: que te nombro enlace entre el tío ese y la policía de Nueva York. Tendrás que pegarte a él como una mosca a… la miel. Quiero enterarme de qué hace, de adonde va y, sobre todo, de qué intenciones tiene. Pero ojo, no te hagas muy amigo de él, ¿eh?

—No, señor.

—Se llama Pendergast, agente especial Pendergast. —Custer dio la vuelta a un papel—. ¡Caray, si ni siquiera han puesto elnombre de pila! Da igual. He organizado que os veáis mañana a las dos del mediodía. Luego te quedas con él. Oficialmente estás para ayudarle, pero no te pases de servicial, ¿eh?, que ha desquiciado a más de uno. Toma, léelo tú.

O'Shaughnessy cogió el informe de manos del capitán.

—¿Quiere que vaya de uniforme?

—¡Coño, claro, si es de lo que va! Teniendo pegado a un poli de uniforme como una lapa, perderá libertad de movimientos. ¿Lo captas?

—Sí, señor.

El capitán se apoyó en el respaldo y le miró con escepticismo.

—¿Te parece factible, Patrick?

O'Shaughnessy se levantó.

—Completamente.

—Porque hace una temporada que te veo una actitud un poco soberbia. —Custer se tocó un lado de la nariz—. Un consejo entre amigos: resérvatela para el agente Pendergast. Es una actitud que te conviene a ti menos que a nadie.

—Descuide, capitán. Me limito a proteger y servir al ciudadano. —Lo pronunció con un fuerte acento irlandés—. Que tenga un buen día, capitán.

Al girarse y salir del despacho, O'Shaughnessy oyó que Custer le murmuraba a Noyes:

—Un listillo.

3

—Hace una tarde ideal para ir de museos —dijo Pendergast mirando el cielo encapotado.

Patrick Murphy O'Shaughnessy se preguntó si era una broma. Estaba en la escalinata de la comisaría de la calle Elizabeth, con la mirada perdida. Parecía un chiste. Más que agente del FBI, aquel individuo parecía de una funeraria: traje negro, pelo casi blanco y un acento que ni en las películas. Le extrañó que semejante personaje hubiera pasado las pruebas de ingreso.

El Metropolitan es un paradigma cultural, sargento; uno de los grandes museos del mundo. En fin, qué voy a contarle. ¿Vamos?

O'Shaughnessy se encogió de hombros. Su obligación era seguirle, al museo o a donde fuera. Menuda porquería de misión.

Mientras bajaban a la calle, apareció por la esquina un coche largo de color gris que había estado esperando. Al principio O'Shaughnessy no se lo creía. Un Rolls. Pendergast abrió la puerta.

—¿Se lo ha confiscado a algún traficante? —le preguntó el policía.

—No, es mi vehículo personal.

Claro. Nueva Orleans. Allá el soborno estaba a la orden del día. Ya le tenía calado. Debía de haber venido por algo de drogas, y quizá Custer quisiera sacar tajada. Por eso le había elegido precisamente a él para seguirle. La cosa empeoraba por minutos.

Pendergast seguía aguantando la puerta.

—Usted primero.

O'Shaughnessy subió a la parte trasera y quedó embutido en el asiento de piel blanca. Pendergast se agachó y entró tras él.

—Al Metropolitan —le dijo al chofer.

En el momento en que el Rolls se apartaba del bordillo, O'Shaughnessy entrevió al capitán Custer en los escalones, viéndoles marcharse, y contuvo el impulso de hacerle un gesto obsceno.

Se giró hacia Pendergast y le observó.

—Bueno, señor agente del FBI, a ver si va todo bien.

Volvió a mirar por la ventanilla. A su lado, silencio, hasta que oyó la voz suave del agente.

—Me llamo Pendergast.

—Pues eso.

O'Shaughnessy siguió mirando por la ventanilla. Cuando había pasado un minuto, dijo:

—Oiga, ¿y en el museo qué hay? ¿Momias muertas?

—Aún no he visto ninguna momia viva, sargento; pero no, no vamos al departamento de egiptología.

Un chistoso. O'Shaughnessy se preguntó cuántas misiones así le faltaban por tragarse. Su error de cinco años atrás hacía que le tomaran por carne de cañón. Cada vez que salía alguna cosa rara, tenía que aguantar el mismo rollo: «O'Shaughnessy, ha surgido un problema, y la persona indicada para solucionarlo eres tú». La diferencia era que solían ser tonterías, mientras que el tío del Rolls parecía un pez gordo. Aquello era harina de otro costal. Parecía algo ilegal. Se acordó de su difunto padre, y sintió una punzada de vergüenza. Menos mal que no podía verle. Cinco generaciones de O'Shaughnessys en el cuerpo, al carajo. Se preguntó si sería capaz de ir tirando durante los once años más que necesitaba para poder aspirar a salir del cuerpo cobrando.

—¿Bueno, qué? ¿Me explica el apaño? —preguntó.

Basta de hacer el tonto. Esta vez tendría los ojos bien abiertos, y la cabeza bien alta. No quería que le cayese un marrón por no estar atento.

—Sargento…

—¿Qué?

—Que no hay ningún apaño.

—No, claro. —Resopló por la nariz—. Nunca los hay.

Se dio cuenta de que el agente del FBI le miraba fijamente, pero siguió apartando la vista.

—Veo, sargento, que es víctima de un malentendido —dijo Pendergast—. Pues será cuestión de rectificarlo. Mire, yo entiendo que desconfíe. Hace cinco años le grabaron aceptando doscientos dólares de una prostituta a cambio de dejarla en libertad. Corríjame si me equivoco.

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