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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (45 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—Nora Kelly.

—Eso.

—Me parece que ya ha hablado con la policía.

—Pues será la segunda vez que hable. También nos interesa hablar con el jefe de seguridad, o sea, usted, sobre las medidas de vigilancia en el archivo y en el resto del museo. Quiero interrogar a todo el personal que tenga alguna relación con el archivo y el descubrimiento de… esto… el cadáver del señor Puck. No está mal para empezar, ¿eh?

Exhibió una sonrisa breve y artificial.

—Ahora haga el favor de enseñarme el archivo.

Manetti se quedó mirándole unos segundos, como si fuera incapaz de asimilar la situación.

—Señor Manetti, por favor, lléveme ahora mismo al archivo.

Manetti parpadeó.

—Como usted diga, capitán. Sígame, si es tan amable.

Mientras cruzaba las salas con frescos al frente de un grupo de polis y administradores, Custer estaba fuera de sí por el entusiasmo de sentirse tan seguro de sí mismo. Por fin había descubierto su auténtica vocación. Deberían haberle destinado a homicidios desde el primer día. Saltaba a la vista que tenía un don especial. No le habían asignado el caso por simple chiripa, no. Era el destino.

5

Smithback, de pie en el pasillo a oscuras, luchaba por controlar el miedo. Ese era el problema: el miedo, no las puertas cerradas. Estaba claro que como mínimo tenía que haber una que no estuviera cerrada con llave, puesto que acababa de pasar por ella.

Volvió a recorrer el pasillo con deliberada lentitud, probando cada puerta y sacudiéndola más fuerte que antes, aunque fuera a costa de hacer ruido. Empujaba por los laterales, para asegurarse de que no se hubieran atascado, pero no eran imaginaciones suyas, no; estaban todas cerradas a cal y canto.

¿Era posible que la puerta la hubiera cerrado otra persona detrás de él? No. La sala había estado vacía. La había cerrado un soplo de viento. Sacudió la cabeza, intentando burlarse de su paranoia, pero no lo consiguió.

Llegó a la conclusión de que las puertas se bloqueaban automáticamente al cerrarse. Quizá fuera una característica de aquellas casas viejas. Porque no pasaba nada. Ya encontraría otra manera de salir: bajando, cruzando el gran salón y encontrando una ventana o una puerta en la planta baja. Quizá empleara la de la puerta cochera, cuyo aspecto era sin duda practicable (de hecho, debía de ser por donde entraba el vigilante). Al pensarlo sintió un profundo alivio. Así, además, era más fácil, y se ahorraba la molestia de bajar por la pared.

Ahora sólo faltaba encontrar a oscuras el camino a través de la mansión.

Se quedó un rato más en el pasillo, esperando a que se le tranquilizara el corazón. Había tanto silencio, un silencio tan anómalo que su oído reaccionaba incluso ante lo más irrelevante. Sedijo que el silencio era buena señal, que la persona que cuidaba la casa estaba ausente. Debía de venir como máximo una vez por semana, a menos —visto el polvo que había por todas partes— que sus visitas sólo fueran anuales. Smithback disponía de todo el tiempo del mundo.

Ligeramente avergonzado, volvió al inicio de la escalera y miró hacia abajo. Le pareció que la puerta cochera debía de quedar a la izquierda, saliendo del gran salón. Bajó, y se quedó por prudencia al pie de la escalera, contemplando de nuevo el sinfín de rarezas expuestas. Seguía sin oírse nada. Evidentemente, la casa estaba vacía.

Se acordó de la teoría de Pendergast, y pensó: ¿Y si, a fin de cuentas, era verdad que Leng había conseguido…?

Soltó una risa forzada. Pero, bueno, ¿qué barbaridades se le ocurrían? Nadie vivía ciento cincuenta años. La oscuridad, el silencio y las misteriosas colecciones empezaban a hacer mella en él.

Se detuvo a evaluar la situación. A mano izquierda del salón había un pasillo que parecía orientado en la dirección correcta. Pese a la total oscuridad que reinaba allí, se le antojó el más prometedor. Lástima que no se le hubiera ocurrido traer una linterna. Daba igual. El primer intento lo haría por ahí.

Sigiloso, sorteando las vitrinas y los objetos cubiertos de tela blanca, cruzó el salón y se metió por el pasillo. Pese a que sus pupilas se negaban a seguir dilatándose, la oscuridad seguía siendo cerradísima, una presencia casi palpable que le rodeaba. Metió la mano en el bolsillo y encontró la caja de cerillas que se había llevado de la taberna Blarney Stone. Encendió uno, y en el aire inmóvil su fricción e ignición hicieron más ruido de lo deseable. Los parpadeos de luz iluminaron un pasillo que desembocaba en otra sala grande, con igual abundancia de armarios de madera. Smithback avanzó unos cuantos pasos, hasta que se le apagó la cerilla. Entonces caminó a oscuras hasta donde se atrevió, palpó con una mano, encontró el marco de la puerta y siguió avanzando. Al entrar en la sala encendió otra cerilla.

La colección, en aquel caso, era distinta: hileras interminables de especímenes en tarros de formol. Entrevió una serie de globos oculares gigantes, que le miraban fijamente dentro de sus botes. ¿Ojos de ballena? Cruzó la sala deprisa, para aprovechar al máximo la luz, y tropezó con una botella de tres litros colocada sobre un pedestal de mármol, y con una especie de bolsa flotando dentro. Al levantarse y encender otra cerilla, tuvo ocasión de leer porencima la etiqueta: «Estómago de mamut procedente de los campos de hielo de Siberia, y que contiene su última comida».

Pasó de largo lo más deprisa que pudo, entre las dos hileras de armarios, y llegó a una puerta de madera en muy mal estado. De repente la cerilla le quemó los dedos, provocando un dolor agudo. La soltó con una palabrota y encendió otra, aprovechando su luz para abrir la puerta. Daba a una cocina enorme con baldosas blancas y negras. Aparte de una chimenea muy profunda en una pared, el resto de la estancia estaba presidida por una estufa de hierro descomunal, varios hornos en fila y una serie de mesas largas equipadas con lavamanos de esteatita. En el techo había decenas de envases de cobre verdoso, colgados con ganchos. El aspecto general era de dejadez, con una gruesa capa de polvo, telarañas y excrementos de ratón. No se podía seguir avanzando por ese lado.

La mansión era enorme, y las reservas de cerillas, limitadas. ¿Qué haría cuando se apagase la última? Esos ánimos, Smithback, se dijo. Saltaba a la vista que en aquella cocina no había cocinado nadie en cien años. La casa estaba deshabitada. ¿De qué tenía miedo?

De memoria, y sin encender más cerillas, retrocedió hasta la sala grande guiándose a tientas por las puertas de cristal de las estanterías. En un momento dado notó que rozaba algo con un hombro. Un segundo después oía caer algo con un golpe tremendo a sus pies, y le agredía el olfato un olor acre a formol. Con los nervios de punta, esperó a que se apagaran los últimos ecos. Entonces estuvo a punto de encender otra cerilla, pero se lo pensó mejor. ¿El formol era inflamable? En un momento así, más valía ahorrarse experimentos. Dio un paso, y rozó algo grande, húmedo y blando con el calcetín. El espécimen del tarro, pensó. Lo rodeó con precaución.

En el pasillo había más puertas. Se propuso ir probándolas, pero antes se detuvo para quitarse los calcetines, que estaban empapados de formol. Cuando volvió al pasillo, se atrevió a encender otra cerilla, y vio cuatro puertas: dos en la pared de la izquierda y dos en la de la derecha. Abrió la que estaba más cerca y encontró un cuarto de baño antiguo, con paredes de cinc. En medio del suelo de baldosas había una sonriente calavera de alosaurio. La segunda puerta correspondía a un armario grande lleno de pájaros disecados. La tercera pertenecía a otro armario, lleno, en aquel caso, de lagartos disecados. Por la cuarta se entraba en el cuarto de la limpieza, con las paredes agujereadas y torturadas por el moho.

Al apagarse la cerilla, Smithback se quedó a oscuras, oyéndose respirar, o jadear. Palpó el interior de la caja de cerillas y contó con los dedos: quedaban seis. Esta vez, su oposición al pánico que amenazaba con vencerle fue menos eficaz. No era la primera situación difícil que vivía, ni la peor. Esto es una casa abandonada pensó; se trata de algo tan fácil como encontrar la salida.

Encontró el camino de vuelta al gran salón y sus colecciones encaperuzadas, y le serenó un poco ver algo, aunque fuera con tan poca luz. La oscuridad total tenía la facultad de poner los pelos de punta. Volvió a echar un vistazo a aquella colección tan increíble, pero esta vez su única reacción fue de terror. Olía aún peor que en el resto de la casa. Era un olor dulzón a podrido, el olor de algo que debería haber estado enterrado a varios metros bajo tierra.

Respiró hondo varias veces para calmarse. La capa de polvo del suelo demostraba el estado de abandono de la mansión, y que, si la cuidaba alguien, se limitaba a visitas muy esporádicas. Volvió a mirar en derredor, abriendo mucho los ojos por la falta de luz. Al fondo, en la penumbra, había un arco que parecía la entrada de una habitación grande. Cruzó descalzo el parquet del salón y pasó bajo el arco. Al otro lado, las paredes estaban revestidas de madera oscura, y el techo era de artesonado. Volvía a tratarse de una sala de exposición, con algunas piezas tapadas con tela y otras con pedestales o armazones, pero lo expuesto difería radicalmente de todo lo anterior. Dio unos pasos y miró alrededor con una mezcla de sorpresa y de miedo profundo. Había varios baúles de viaje de gran tamaño, algunos con los laterales de cristal, ceñidos por sólidas correas de cuero. También había envases galvanizados que parecían bidones de leche antiguos, con cierres muy grandes en la tapa; una caja de madera de gran capacidad y forma extraña, con agujeros circulares forrados de cobre en la tapa y los costados; y, por último, otra caja en forma de ataúd atravesada por una docena de espadas. En la pared había sogas, hileras de pañuelos mohosos atados entre sí, camisas de fuerza, cadenas y esposas de varios tamaños. Era un despligue inexplicable, ya de por sí sobrecogedor, y más aún por la falta de cualquier relación con lo anterior.

Llegó al centro de la sala, alejándose de la oscuridad de los rincones, y pensó que la fachada principal debía de quedar justo delante. Ya había comprobado que el otro lado de la casa no tenía salida. Seguro que por aquel camino tendría más suerte. En caso de necesidad, echaría abajo la puerta principal.

Al fondo de la sala había otro pasillo que se perdía en la oscuridad. Penetró en él con precaución y se desplazó con pasos cortos, con la mano en la pared. La luz, escasísima, le permitió ver que desembocaba en otra habitación, pero mucho más pequeña y más recogida que las que había cruzado antes. Los especímenes, también más escasos, se limitaban a unos cuantos armarios con conchas y algunos esqueletos completos de delfín. Parecía que en su época hubiera sido un saloncito, o algo así. A menos que se tratara de un vestíbulo… La idea renovó sus esperanzas.

Sólo entraba luz por un puntito en la pared del fondo, origen de un hilo luminoso que cruzaba el aire lleno de polvo: un pequeño agujero en uno de los tablones de las ventanas. Smithback, enormemente aliviado, se apresuró a cruzar la habitación y empezó a palpar la pared. Había una puerta de roble macizo. Cada vez estaba más esperanzado. Sus dedos tocaron un pomo de mármol más grande de lo normal, que le heló las manos. Lo cogió con ansia y lo hizo girar.

No se movía.

Volvió a intentarlo con todas sus fuerzas, pero no tuvo suerte. Entonces retrocedió y palpó el contorno de la puerta con un gemido de desesperación, buscando algún pestillo, alguna cerradura… Lo que fuera. Volvía a ser presa de un miedo cerval.

Se arrojó contra la puerta sin importarle el ruido. Dos veces aplicó todo su peso sobre ella, en un esfuerzo desesperado por echarla abajo, y el eco de los golpes recorrió la sala y el pasillo. Viendo que era imposible moverla, desistió y se apoyó en la puerta, respirando entrecortadamente a causa del pánico.

Al morir los últimos ecos, algo se movió en la negrura de uno de los rincones del fondo, y se oyó una voz grave, seca como polvo de momia.

—¡Pero cómo, amigo mío! ¿Ya se marcha? ¡Si acaba de llegar!

6

Custer irrumpió en el archivo y se plantó en la recepción con las manos en las caderas. Oía desplegarse a su espalda un ruido de pisadas de grandes botas, las de sus agentes.

Hay que ir a por todas, se recordó; que no tengan tiempo de pensar. Observó —con algo más que simple satisfacción— la cara de ansiedad de los dos administrativos que habían saltado de la silla al ver que de repente tenían encima a una docena de policías de uniforme.

—Hay que registrar la zona —bramó.

Noyes, que iba detrás, le adelantó y enseñó —por si hacía falta, aunque seguro que no— la orden de registro. Custer quedó contento con la dureza con que su subordinado miraba a los archiveros, comparable a la suya.

—¡Pero capitán —oyó que protestaba Manetti—, si ya la han registrado! Justo después de aparecer el cadáver de Puck, la policía se trajo un equipo forense, perros, expertos en huellas dactilares, fotógrafos…

—Sí, Manetti, ya he visto el informe, pero lo de antes es lo de antes, y lo de ahora, lo de ahora. Han salido pistas nuevas, pistas importantes. —Custer lo miró todo con impaciencia—. ¡Un poco más de luz, por Dios!

Un empleado del archivo corrió hacia una hilera de interruptores de aspecto antiguo y, pasando la mano por encima, encendió varias luces a la vez.

—¿Esto es lo máximo? Pues está más negro que una tumba.

—Es que no hay más.

—Bueno. —Se giró hacia sus hombres—. Ya sabéis lo que hay hacer. Id pasillo por pasillo y estante por estante. Que no quede piedra sin remover.

Se produjo una pausa.

—¿Qué pasa? ¡Venga, a trabajar!

Los detectives intercambiaron breves miradas de incertidumbre pero al final se repartieron por los pasillos sin hacer preguntas.

Desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, como el agua en una esponja, y Manetti y Custer se quedaron solos al lado de la mesa de la recepción, con los dos archiveros asustados. Los hombres de Custer empezaron a sacar cosas de las estanterías. El eco de golpes, de cosas arrastradas, era grato al oído, porque era señal de que se trabajaba.

—Siéntese, Manetti —dijo Custer, que a aquellas alturas ya noera capaz de evitar cierto tono de condescendencia—. Vamos a hablar.

Manetti miró alrededor y, como no había sillas, se quedó de pie.

—Bueno. —Custer sacó una libreta con tapas de piel y un bolígrafo de oro (comprado en Macy's justo después de serle asignado el nuevo caso), y se dispuso a tomar apuntes—. A ver, ¿qué hay en este archivo? ¿Papelajos? ¿Periódicos? ¿Menús viejos de comida a domicilio? ¿Qué hay?

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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