Los barcos se pierden en tierra (19 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Mangouras tiene nombre de tango

Hay algo que no comprendo bien, pero tal vez me falta información. En lo que va de año, nuestros vecinos franceses le han metido mano a un montón de barcos que pasaban frente a sus costas soltando mierda. No hablo de vertidos en puertos ni derrames a lo bestia, sino de esos barcos que limpian tanques, sentinas y cosas así mientras navegan. Según las estadísticas, la suma anual de esos vertidos en alta mar equivale, a veces, a una marea negra. Con ese motivo los gabachos llevan empapelada una docena larga de barcos, tras sorprenderlos con reconocimientos aéreos o satélites, contaminando mar adentro. Y no sólo los que ensucian a veinte o treinta millas de la costa. Al mercante maltés Nova Hollandia lo trincaron de marrón setenta millas al oeste de la punta de Raz; y al chipriota Pantokratoras, cuando pasaba frente al Finisterre bretón, dos meses después de que lo pillaran vaciando algo ciento veinticinco millas al sudoeste de Penmarch. Quiero decir con esto que, aunque un pelín fantasmas, ya saben, la Frans y todo eso, nuestros vecinos de arriba se toman las cosas marinas en serio. Allí, quien la hace, la paga.

En España, una de dos: o el único barco que contaminó fue el Prestige, o a esa cuenta le están cargando, por comodidad y para no complicarse la vida, cuanto desaguisado marítimo vino después. Porque ya me contarán. Desde entonces no hay apenas nombres, ni responsables. Alguna cosilla suelta, un vertido por aquí, un chorrito por allá. Poca cosa. Como ese infeliz barco cargado de borregos que lleva un año pudriéndose en un puerto gallego. Porque eso sí: aquí sobre el papel todo es rigurosísimo, claro, y cuando al fin cae alguien, para que no se diga, se la endiñan hasta las amígdalas. Pregúntenselo al capitán Apóstolos Manguras, que se ha comido las suyas y las del ministro, el desgraciado, y ya sólo les falta fusilarlo. O tal vez lo que ocurre es que trincan muchos barcos delincuentes, pero en secreto. Puede ser, aunque me temo lo más probable: que aquí no se detecte, ni se sancione, ni se trinque a casi nadie. Misterios de la alta mar española y salada. Sobre todo teniendo en cuenta que, lo mismo que los franchutes, España tiene información por satélite, supongo, aviones de vigilancia marítima y una Armada, o sea, una Marina de guerra entre cuyas competencias deberían contarse tales cosas. Y disculpen si uso la palabra guerra, socialmente incorrecta; pero no se me ocurre otra, la verdad, para una Marina que lleva cañones, por muy humanitarias y oenegés que se hayan vuelto nuestras fuerzas de tierra, mar y aire. Tengo entendido que el ministro Bono estudia seriamente la posibilidad de llamarla Marinos sin Fronteras.

Pero les hablaba de contaminación y de que, periódicamente, a las costas españolas llegan nuevos vertidos. Hace sólo un mes, por ejemplo, medio millar de aves alquitranadas desbordó los centros de salvamento de fauna en Galicia. ¿Los culpables? Misteriño. Hasta hubo quien recurrió de nuevo a las anchas espaldas del Prestige. Resumiendo: siguen los vertidos ilegales, pero nadie se mata por identificar al culpable. Yo mismo, hace poco, un amanecer y navegando a treinta millas de la costa, avisé por radio, canal 16, de que cruzaba la estela de petróleo, larga de una milla, que dejaba un mercante al que identifiqué con su nombre, puerto y bandera. Ni puto caso. No hubo costera, institución u organismo que dijera esta boca es mía. Silencio radio administrativo. Nadie se dio por enterado. Y no se trata sólo de falta de medios, que también. En ningún país de Europa se da, como en éste, tanta multiplicación y fragmentación de organismos, responsabilidades, intereses y competencias autonómicas y de las otras: aquí cada perro se lame su cipote, y nadie coordina nada. Ni para pagar la gasolina de un avión de vigilancia se ponen de acuerdo. No aprendemos nada de los desastres: legislación y papeleo aparte, quinientos y pico días después del Prestige todo sigue igual. O casi. Que recen los gallegos para que no amanezca allí otro petrolero en apuros, pidiendo un puerto de refugio. Cuando algo se descuajeringa, nunca hay un responsable. Todo cristo se pone a silbar y a mirar hacia otro lado jurando que él no ha sido, que no lo dejan hacer las cosas, que sólo pasaba por allí, que lo obligaron. Y así, ministros de Fomento como Álvarez Chapapote Cascos pueden jubilarse limpios de polvo y paja, sin que nadie les parta la cara. Quiero decir políticamente, por supuesto. La cara.

Pepe y Manolo en Formentera

Pues eso. Que arribé de madrugada y estoy fondeado frente a los Trocados, en Formentera, con treinta metros de cadena en cinco de sonda, intentando recobrarme de una larga noche frente a la pantalla de radar o con los prismáticos en la cara, esquivando mercantes que nunca se apartan aunque vayan a vela y encima vean tu luz roja de babor, los muy cabrones. Estoy tumbado en el camarote, digo, durmiendo el sueño glorioso de los marinos cansados que al fin arrían velas y echan el hierro donde querían echarlo, sobando como un almirante pese a los rayos de sol que se filtran por los portillos, y además tengo la suerte de que no hay ningún retrasado mental con moto de agua dando por saco cerca, y de postre hace dos semanas que no leo periódicos, ni oigo la radio, ni tengo la menor idea de cómo andan la comisión del 11-M, ni el Pesoe, ni el Pepé, ni el plan Ibarretxe, o sea, ni puta falta que me hace, ni a mí ni a nadie. Estoy tal cual, digo, dormido y razonablemente feliz, soñando que una sirena se desliza a mi lado y me despierta con la habilidad que tienen las sirenas como Dios manda para esa clase de menesteres despertatorios, cuando un estruendo exterior estremece los mamparos. Chunda, chunda, hace, igual que cuando estás en la calle y pasa un imbécil con la radio a toda leche y las ventanillas del coche abiertas.

Me levanto, jurando a los doctrinales. Después subo a cubierta y veo el otro barco. La playa tiene muchas millas y hay sitio de sobra; pero el recién llegado ha venido a situarse cerquísima de mi banda de estribor. Es un yatecito a motor de nueve o diez metros, algo cochambroso, con música bailonga atronando por los altavoces de la bañera y tres jóvenes señoras en tanga y con las tetas al aire bailando en la proa. Para ser exactos, se trata de una rubia y dos morenas. Y para ser más exactos todavía, lo de señoras resulta relativo, porque tienen una pinta de putas que te rilas. Con Ibiza cerca y a primeros de agosto, no digo más.

Pero lo mejor, el tuétano del asunto, son los tres jambos. El dueño del barco está al timón, en la toldilla. Cincuentón, moreno, peludo, tripón, con una cadena de oro al cuello. Sus dos colegas responden al mismo perfil ibérico: barriga cervecera desbordándoles la cintura del bañador, latas de birra en la mano. Un común toquecito hortera. Españoles maduros de toda la vida, con aspecto y maneras de estarse corriendo una juerga de cojón de pato. El típico Manolo que le ha dicho a su respectiva: oye, Maruja, me voy tres días con Pepe y Mariano a pescar atunes en alta mar, para descansar un poco del curro, y a la vuelta te llevo con los críos a la playa. Eso es lo que imagino mientras los observo moverse al ritmo de la música, bailoteando a saltitos discotequeros entre sorbo y sorbo a la cerveza alrededor de las pájaras de la proa, que siguen a lo suyo sin hacerles mucho caso. Y entonces, como si me hubieran adivinado el pensamiento, uno empieza a darse golpecitos de nalga con la grupa de una de las tordas y le grita al patrón: «Vente pacá, Manolo, que no decaiga». Lo juro: Manolo. Tal cual. Y entonces llega Manolo moviendo la tripa al ritmo de la murga discotequera, esforzadamente moderno a tope, y agarra a una chocholoco, la rubia, y se tira al agua con ella, y allí le quita el tanga y lo agita en alto como trofeo antes de ponérselo de gorro, y los colegas lo jalean desde el barco, y uno saca una cámara y le hace una foto chapoteando con la lumi apalancada, el tanga en el cogote y él sonriendo regordete y triunfante, imaginando, supongo, la envidia de los compañeros del curro cuando en septiembre les enseñe el afoto. Ese afoto que luego la legítima siempre encuentra escondido en un cajón y te cuesta, según la pasta que tengas, el divorcio o un disgusto.

Pero lo mejor es que, cuando Manolo sale del agua y se pone a secarse desnudo, ciruelo al sol, mientras la rubia despelotada pasa de él y se va a bailar con las otras, y los colegas lo rodean cerveza en mano celebrando lo del tanga, juás, juás, qué jartá a reír nos estamos pegando, compadre, oigo que a otro de ellos lo llaman Pepe. Les doy mi palabra. Pepe esto y Pepe lo otro. Y me digo: no puede ser, es demasiado clásico todo, demasiado patéticamente perfecto. Pepe y Manolo. La España eterna, cutre, cañí, nunca se rinde. Entonces me entra así como una ternura retorcida y rara, oigan. Y, horrorizado de mí mismo, sonrío.

2005
La negra majareta

Fue todo un espectáculo. Estaba sentado en una terraza de bar portuario, al sol, mirando los barcos amarrados. Hacía buen día y todas las mesas estaban ocupadas a tope, mamás con sus niños, parejas, matrimonios mayores y demás. Los camareros no daban abasto. Y en ésas aparece una negra. Una mujer africana de color, para que me entiendan. Los que estábamos sentados éramos todos blancos, o casi, y la mujer que apareció era negra. Tanto, que parecía de color azul marino. Grandota, desgreñada, vestida con descuido, una cesta colgada del brazo. Y en ésas, la prójima, como digo, llega, se para delante de la terraza, da unos pasos entre las mesas, pide limosna. Casi nadie le da. O nadie. De pronto se pone a pegar gritos. Me tenéis hasta el coño, aúlla en perfecto castellano. Harta me tenéis. Idiotas. Imbéciles. Subnormales. Racistas. Ésa no ha venido en patera, me digo. El acento es de Valladolid, o cerca. Habla mejor que yo y que la mayor parte de quienes están aquí. Mi prima lleva en España un rato largo, o toda la vida. Conoce a los clásicos.

Lo más interesante, palabra, es la actitud de la gente. Los que estamos lejos miramos y escuchamos con la boca abierta, completamente patedefuás; pero los ocupantes de las mesas cercanas no se atreven a mirarla, por si la emprende con ellos. Hacen como que no se dan cuenta de nada, los ojos fijos en el horizonte. Y la negra, dale que te pego. Sois un hatajo de imbéciles, remacha. Hijos de la gran puta. Harta me tenéis. Miserables. Cabrones. O viene muy caliente, pienso, o está como unas maracas. Las de Machín, por supuesto. Majareta perdida. Al fin, un chico joven que está con su novia mira a la negra y dice: tranquila, tía. Entonces la otra vocea que tranquila de qué, que ella está tranquilísima, que los que no están tranquilos son el montón de hijos de puta que en ese momento hay sentados en la terraza. Blancos racistas de mierda. En ese punto me digo que, si quien monta semejante pajarraca fuera blanco y varón, incluso blanca y hembra, ya se habría llevado su poquito de leña, o sea. Hostias hasta en el cielo de la boca. Pero ésta es hembra y negra. Tela. A ver quién es el chulito que le dice ojos oscuros tienes.

Al fin, como la individua no afloja, un camarero se ve en la obligación. Hágame el favor, señora. ¿El favor?, pregunta la otra a grito pelado. ¿El favor de qué, imbécil? Anda y vete por ahí. El camarero mira alrededor, mira a su interlocutora, nos mira a todos. Luego se pone rojo como un tomate y desparece de nuestra vista. La pava sigue a lo suyo. En vosotros y todos vuestros muertos, dice. Etcétera. Al rato, el camarero aparece con un vigilante de seguridad: uno de esos guardas jurados vestidos de Rambo, con porra, boquitoqui y demás. Noventa kilos de guardia y una pinta de agropecuario que corta la leche de los cafés. A esas alturas, aparte de los parroquianos de la terraza, hay un huevo de gente de la calle que se ha parado a mirar. Parece una verbena.

Circule, señora, por favor, dice el guarda muy educado. Está usted molestando. La negra se lo queda mirando, los brazos en jarras. ¿Y si no me sale del coño?, pregunta. ¿Me vas a pegar con la porra? ¿Es que me vas a pegar con la porra, hijoputa racista? El guardia nos mira a todos como antes nos había mirado el camarero. Los pensamientos casi pueden oírsele al infeliz, porque hace poco viento: menudo marrón me voy a comer. Señora, por última vez, dice. La otra lo manda a tomar por ahí, tal cual. Vete a tomar por culo, dice. Rambo traga saliva. Toca la porra que lleva al cinto. Mira otra vez al respetable. Traga más saliva. Lo que pasa por su cabeza está más claro que si lo dijera cantando, como en los musicales del cine. Vaya ruina. Menudo marrón me voy a comer, du-duá. Si en España un guarda de seguridad le toca un pelo a una negra, delante de doscientos testigos y tal como está el patio, por lo menos sale en el telediario. Así que el pobre hombre hace lo único que puede hacer: se aparta de la mujer y se va lejos, hablando por el boquitoqui, aquí cero cuatro, cambio, muy serio y profesional, como si pidiera refuerzos. Y allí se queda, lejos, quince minutos haciendo el paripé, hasta que la negra se aburre y se va paseando por el muelle, escupiéndoles a los barcos. Y yo pienso, bueno. Esto se va al carajo, en efecto. Sin duda iba siendo hora. Pero mientras se va o no se va, la cosa tiene su puntito. Sí. Algunos vamos a reírnos una jartá.

Sobre barcos honrados

Hace años, con motivo del intento de reflotar el Titanic y el espectáculo turístico-comercial que se organizó en torno al asunto, escribí aquí un artículo que se titulaba: No era un barco honrado. Recordaba en él la opinión de Joseph Conrad, que antes de ser escritor fue marino, cuando comparaba ese desastre con el hundimiento del vapor Douro. El Titanic se hundió despacio con 1.503 desgraciados, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro, que se hundió en un momento, la dotación completa de capitán a cocinero, excepto el oficial al mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se fue al fondo con el barco, sin rechistar, tras poner a salvo a todo el pasaje excepto a una mujer que se negó a abandonar la nave. Pero es que el Douro, concluía Conrad, era un barco de verdad, y no un hotel marítimo de superlujo, enviado, sin apenas marinos a bordo y con cuatrocientos pobres diablos como camareros, a vérselas con peligros que, por mucho que digan los ingenieros –Conrad escribió eso en 1912–, nunca dejan de acechar entre las olas.

Todo esto me vino a la memoria con el asunto del Grand Voyager, el barco turístico que estuvo hace unas semanas a la deriva en el Mediterráneo con 474 pasajeros a bordo, sin máquinas, entre vientos muy duros y olas de quince metros. Cuando pisaron tierra, después de cuarenta horas zarandeados de mamparo a mamparo y echando las asaduras por la boca, los pasajeros pusieron el grito en el cielo. Con toda la razón, claro; aunque, antes de embarcar para un crucero, uno debería saber que, además de visitar islas griegas y cosas así, quien navega se expone a mojarse. Eso ocurre también en el Mediterráneo –«esa golfa disfrazada de niña bonita», decía Paco el Piloto, que en paz descanse–: una falsa piscina turística donde los temporales de invierno pueden ser aterradores. Cualquiera de los que estaban –estábamos– en el puente del petrolero Puertollano el día de Navidad de 1970, en lastre, con temporal de fuerza 11 frente al cabo Bon y mirando el rostro impasible del capitán don Daniel Reina como quien mira a Dios, puede dar fe de ello.

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