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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (10 page)

BOOK: Los Borgia
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El rey Ferrante de Nápoles era uno de esos hombres y, para desgracia de sus enemigos, disfrutaba incluso más con la tortura mental que con el daño físico. De escasa estatura, corpulento y de tez aceitunada, poseía unas cejas tan espesas que ensombrecian sus ojos, y que le conferían un aspecto amenazador. El vello le cubría prácticamente todo el cuerpo, asomando por el cuello y las mangas de sus vestimentas reales como el pelaje de una bestia primitiva.

Cuando todavía era un hombre joven, él mismo se había arrancado los incisivos para evitar que una infección acabase con su vida, aunque, más tarde, su vanidad le hizo encargar unos dientes de oro al herrero de la corte. Apenas sonreía y cuando lo hacía tenía un aspecto especialmente siniestro. En Italia se decía que Ferrante nunca llevaba armas y que tampoco necesitaba guardias, pues podía despellejar con los dientes a cualquiera que osase enfrentarse a él.

Como gobernante de Nápoles, el reino más poderoso de la actual, Italia, Ferrante inspiraba terror allí donde fuera. Acostumbraba a pasear todas las tardes por las mazmorras de su palacio, donde mantenía a sus enemigos encadenados en jaulas como si de un zoológico humano se tratara. Cuando las almas de los prisioneros abandonaban sus cuerpos despedazados, Ferrante los hacía embalsamar para recordar a aquellos que todavía se aferraban a la vida que él seguiría disfrutando de su sufrimiento incluso cuando sus corazones dejasen de latir.

Ni tan siquiera sus más fieles servidores estaban libres de su crueldad, pues los despojaba de todo cuanto poseían y, cuando ya no podía obtener beneficio alguno de ellos, los descuartizaba mientras dormían, impidiéndoles gozar de un momento de paz hasta el día de su muerte.

Pero, por encima de todo, Ferrante era un experimentado hombre de estado que había conseguido mantener intacto su territorio a pesar de las ansias expansionistas de Roma y del ducado de Milán. De hecho, durante el mandato del papa Inocencio se había negado a pagar sus tributos a la Iglesia y tan sólo había accedido a enviar todos los años el tradicional obsequio de un caballo blanco para el papa.

Y fue ese rey Ferrante, el hombre de estado, y no el cruel gobernante, quien, para obtener el mayor provecho posible de la situación, se mostró dispuesto a aceptar la alianza que le ofrecía el papa Alejandro. Aunque, para no encontrarse con ninguna sorpresa desagradable, antes envió una misiva a su primo, el rey Fernando de España, que rezaba así: "Si el papa no se comporta de manera satisfactoria y se niega a ayudarnos, nuestras tropas invadirán Roma de camino a Milán."

El rey Fernando de Aragón viajó personalmente a Roma para tratar con Alejandro las cuestiones referentes a su primo Ferrante. Además, informó al sumo pontífice de otro importante asunto que había llegado a su conocimiento.

Fernando era un hombre alto y vehemente que se tomaba muy en serio sus responsabilidades como monarca de España. Era un rey cristiano que no albergaba la menor duda sobre su Dios y la infalibilidad del papa, aunque su fe no alcanzaba el fervor evangélico de su esposa, la reina Isabel, por lo que no sentía la necesidad de perseguir a aquellos que no compartían sus creencias. En esencia, era un hombre razonable y sólo se mantenía dentro de los mandatos de la doctrina cristiana en la medida en que éstos servían a España. Fernando y Alejandro se respetaban y confiaban el uno en el otro, al menos en la medida que eso es posible entre dos hombres de su poder.

Con su sobria capa de satén azul oscuro rematada con pieles, el rey Fernando ofrecía una elegante imagen, sentado frente al papa en la magnífica sala de audiencias.

—En un gesto de buena voluntad, Ferrante me ha pedido que os comunique algo de lo que acaba de tener conocimiento —dijo Fernando después de beber un poco de vino—. Al poco de celebrarse el cónclave, vuestro general, Virginio Orsini, se reunió con el cardenal Cibo para llevar a cabo la compra de los tres castillos situados al norte de Roma que el cardenal Cibo había heredado de su padre, el papa Inocencio.

El papa Alejandro frunció el ceño.

—¿Y esa transacción tuvo lugar sin mi conocimiento? —preguntó tras reflexionar en silencio durante unos instantes—. ¿Sin la autorización de la Santa Sede? ¿A espaldas del vicario de Cristo? ¿Y ha sido un príncipe de la Iglesia quien ha cometido ese acto de traición?.

Realmente, a Alejandro le sorprendía más la traición de Orsini que la del cardenal, ya que Virginio no sólo era el cuñado de Adriana, sino que el papa siempre había creído gozar de su lealtad. Pues, incluso en los tiempos más difíciles, hay hombres que inspiran confianza y Virginio Orsini era uno de esos hombres.

Esa noche, durante la cena, el rey Fernando le ofreció a su anfitrión la información que completaba el círculo de la traición.

—La venta tuvo lugar en el palacio de Giuliano della Rovere. Ahora, todo tenía sentido. Quienquiera que poseyera esos castillos, todos ellos fortalezas inexpugnables, tendría la seguridad de Roma en sus manos.

—Este es un asunto que debe ser aclarado —dijo Alejandro. —Viajaré a Nápoles para hablar con Ferrante...

—asintió el rey Fernando. Después besó el anillo del papa y le aseguró que se valdría de toda su influencia para solucionar el asunto—. Una última cuestión, Su Santidad —dijo antes de irse—. Como sabéis, existe una disputa sobre el Nuevo Mundo. La reina y yo agradeceríamos sinceramente la mediación del Santo Padre.

Y así fue cómo Fernando viajó a Nápoles, donde el rey Ferrante le aseguró que Virginio Orsini no había cometido un acto de traición sino que, al contrario, con la compra de los castillos, Orsini había garantizado la seguridad de Roma, pues al estar en las afueras de la ciudad, las fortalezas servirían de defensa en caso de producirse una invasión de los ejércitos del rey de Francia.

Finalmente se acordó que Virginio Orsini pagara un tributo anual de cuarenta mil ducados como muestra de buena fe y de lealtad al papa.

Pero entonces surgió la pregunta. ¿Qué estaba dispuesto a ofrecer Alejandro a cambio del apoyo que había recibido tanto del rey Fernando de Aragón como de Ferrante de Nápoles?.

Inmerso en esta trama de intrigas, Alejandro aceptó una nueva alianza matrimonial en la persona de Sancha, otra de las nietas del rey Ferrante de Nápoles. Pero Ferrante deseaba que fuese César quien desposara a Sancha, algo a lo que Alejandro se negó, recordándole a Ferrante que su hijo estaba llamado a servir a la Iglesia y ofreciendo en su lugar a Jofre, su hijo menor.

Ferrante no aceptó la propuesta. ¿Quién querría al hijo pequeño pudiendo aspirar al mayor?.

Aunque los papas que habían precedido a Alejandro temían denegarle cualquier petición al rey de Nápoles, el papa se mostró firme. Tenía sus propios planes para César y no estaba dispuesto a cambiar oro por un metal menos noble.

Ferrante había oído hablar de la habilidad de Alejandro a la hora de negociar. Sabía que si dejaba pasar esta oportunidad de forjar una alianza con Roma, el papa se apresuraría a establecer otra que pondría en peligro el reino de Nápoles. Así, tras largas deliberaciones, Ferrante acabó por aceptar la propuesta de Alejandro. Al menos esperaba que, a sus doce años de edad, Jofre fuera capaz de consumar el matrimonio con su nieta de dieciséis, legitimando así la alianza antes de que Alejandro encontrase una candidata mejor.

Pero cinco meses antes de la fecha prevista para los esponsales, el rey Ferrante falleció súbitamente y su hijo Alfonso, que no había heredado ni la inteligencia ni la crueldad de su padre, quedó a merced del papa Alejandro, ya que su coronación como nuevo rey de Nápoles no podía llevarse a cabo sin la aprobación del sumo pontífice.

Sin embargo, Alfonso no era el único que se encontraba en una situación delicada. El rey Carlos de Francia, que también proclamaba su derecho legítimo sobre la corona de Nápoles, había enviado un emisario a Roma amenazando a Alejandro con la pérdida del solio pontificio si tomaba partido a favor del hijo de Ferrante. No obstante, al aumentar las preocupaciones entre los tradicionales enemigos de la corona de España y del papado que podía provocar la ruptura de la frágil paz que reinaba en la península desde que Alejandro se había convertido en papa.

Pero una inesperada noticia ayudó al sumo pontífice a tomar una decisión.

—Las tropas del rey de Francia se preparan para invadir Italia, Su Santidad —le comunicó Duarte—. Al parecer, Carlos VIII está decidido a convertirse en el monarca más poderoso de la cristiandad. Incluso tiene planes para encabezar una nueva cruzada para liberar Jerusalén.

—Así que el joven rey necesita conquistar Nápoles para acceder a las tierras de los infieles —reflexionó el papa en voz alta—. Y, para llegar a Nápoles, Carlos tendrá que atravesar los Estados Pontificios.

Duarte asintió.

—El rey Carlos también ha expresado su intención de emprender una profunda reforma de la Iglesia, y sólo hay una manera de conseguirlo... —intervino Duarte.

El papa meditó sobre las palabras de su consejero.

—Instaurando a un nuevo papa —dijo finalmente.

Y fue en ese momento cuando Alejandro decidió apoyar a Alfonso, pues necesitaba la fuerza militar de Nápoles para contener al rey de Francia. Así, el papa ideó un nuevo plan para salvaguardar el papado y salvar a Roma de una invasión extranjera; la única forma de conseguirlo era lograr que las principales ciudades estuvieran unidas. Para conseguirlo liderearía una Santa Liga que les daría más poder del que nunca podrían tener por sí solas.

Pero no iba a ser fácil conseguirlo, pues Venecia, como siempre, se mantendría neutral, Milán ya había tomado partido por el rey de Francia y el ejército de Florencia era débil; además, Savonarola se valdría de su influencia para intentar evitar que los Medicis se aliasen con el papa.

Así, tras largas reflexiones, Alejandro decidió coronar a Alfonso rey de Nápoles, pues, de no hacerlo, pronto sería otro hombre quien llevase la tiara pontificia sobre su cabeza.

Alfonso fue coronado rey y, cuatro días después, Jofre Borgia desposó a su hija Sancha.

Frente al altar de la capilla de Castel Nuovo, el joven Jofre intentaba aparentar más edad de la que tenía. Sancha, hermosa y grácil, había demostrado abiertamente su enojo por la decisión de su padre y durante la ceremonia su malestar resultaba evidente para los invitados que abarrotaban la capilla. Cuando el obispo preguntó a Jofre si tomaba a Sancha como esposa, él lo interrumpió con una afirmación llena de entusiasmo antes de que pudiera concluir la frase.

—¡Sí, quiero! Las risas de los invitados resonaron en la capilla. Sancha, humillada, hizo sus votos matrimoniales de manera apenas audible. ¿Qué hacía ella casándose con ese niño?.

Aun así, al ver las monedas de oro y las joyas que le ofreció Jofre tras la ceremonia, la expresión de Sancha se suavizó. Y cuando su joven esposo permitió que las damas de honor de Sancha cogieran algunas monedas de sus bolsillos, incluso llegó a sonreírle,

Esa noche, en la cámara nupcial, ante el rey Alfonso y otros dos testigos, Jofre Borgia se encaramó sobre su esposa y la montó con el mismo entusiasmo con el que hubiera montado un poni mientras ella permanecía inmóvil, rígida como un cadáver. Jofre llegó a montarla hasta cuatro veces antes de que el mismísimo rey le ordenase que se detuviera, dando por satisfecha la alianza matrimonial.

Algunos días después, Alejandro mandó llamar a César y a Juan para que se reunieran con él en uno de los salones del Vaticano, donde, según lo acordado con el rey Fernando, había de recibir a los embajadores de España y Portugal para mediar en su disputa sobre los territorios del Nuevo Mundo.

Cuando César y Juan entraron en la sala, su padre ofrecía un aspecto imponente, tocado con la tiara del vicario de Cristo en la tierra.

—Observad atentamente y aprended de este ejercicio de diplomacia. Lo que no les dijo fue que la mediación solicitada por el rey Fernando no era un gesto vacío de contenido, sino que reflejaba la influencia del papa en la nueva era de los descubrimientos, tanto en asuntos religiosos como políticos. Con su mediación, Roma se granjearía el apoyo de España, que tan necesario le sería si el rey de Francia finalmente decidía invadir la península Itálica.

El papa levantó la vista cuando los dos embajadores entraron en la sala y les saludó con amabilidad.

—Creo que ya conocen a mis hijos —les dijo Alejandro—. El cardenal César Borgia y el duque de Gandía.

—Los conocemos, Su Santidad —contestó el embajador español, que, como correspondía a un grande de Castilla, vestía una capa negra con ricos brocados. A continuación saludó a César y a Juan con sendas inclinaciones de cabeza.

El embajador portugués, de mayor edad, imitó su gesto inmediatamente.

—Hijos míos, estamos aquí para solucionar el problema que tan gran preocupación causa a las naciones de nuestros honorables huéspedes —dijo el papa.

Los dos embajadores inclinaron de nuevo la cabeza. —Ambos reinos han enviado valientes navegantes a explorar las lejanas tierras del Nuevo Mundo y ambos reinos reclaman sus riquezas. Calixto III decretó que todas las tierras herejes que se descubrieran en las costas del Atlántico pertenecerían al reino de Portugal. De ahí que Portugal reclame sus derechos sobre el Nuevo Mundo. Los reyes de España, por otra parte, insisten en que Calixto sólo se refería a los territorios de la costa oriental del gran océano y no a las que acaban de descubrirse al oeste. Para evitar que surja un conflicto entre ambos reinos, el rey Fernando nos ha pedido que mediemos en la disputa. Y ambos reinos han acordado acatar la decisión que tomemos, pues ésta reflejará la voluntad del Sumo Creador. ¿Estoy en lo cierto?.

Los dos embajadores asintieron.

—Tras considerar el asunto cuidadosamente, he tomado una decisión. Dividiremos el Nuevo Mundo a lo largo de esta línea longitudinal —una raya trazada a cien leguas al oeste de las islas Azores y Cabo Verde.

—Todo territorio hereje situado al este de esta línea, y que incluye islas muy valiosas, pertenecerá al reino de Portugal y sus habitantes hablarán portugués. Todos los territorios situados al oeste de la línea pertenecerán a Sus Majestades Católicas los reyes Fernando e Isabel.

—Alejandro miró a los embajadores.— Ya he firmado una bula, que he llamado Inter Caetera, comunicando mi decisión. Antes de partir, les proporcionaremos una copia a cada uno. Espero que esta solución resulte satisfactoria y que sirva para conducir a la fe a un gran número de almas —concluyó, dedicando a los dos embajadores su mejor sonrisa.

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