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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (21 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Siempre que nos sea posible ponernos de acuerdo sobre un adecuado uso o no uso de los documentos, sí… y para evitarle a usted mayores problemas y preguntas, Georg, le diré que acabo de pasar veinticuatro horas con Gregorio XVII en el monasterio de Monte Cassino.

—¿Y él está de acuerdo en estas publicaciones?

—No se opone a ellas y, en lo referente a la elección de un periodista para la historia exclusiva, confía en mi discreción. Hemos sido, desde hace mucho, amigos, y amigos muy íntimos. De manera, Georg, que usted puede ver por qué necesito estar muy seguro de conocer muy bien las reglas del juego antes que podamos comenzar.

Un camarero se acercó presuroso con su cuaderno de apuntes y un lápiz. Georg Rainer dijo.

—Ordenemos primero nuestro almuerzo, ¿qué le parece? Detesto que los camareros revoloteen alrededor de mí cuando estoy realizando una entrevista.

Se decidieron por unas pastas, saltimboca y una jarra de Bardolini. Luego Georg Rainer colocó sobre la mesa su grabadora en miniatura y la empujó hacia Mendelius, y dijo:

—Usted controlará el aparato. Y guardará la cinta grabada hasta que nos hayamos puesto de acuerdo en un texto definitivo. Trabajaremos juntos en la redacción de este texto. Y todo lo que no se incluya en el texto será destruido inmediatamente. ¿Le parece satisfactorio?

—Espléndido —dijo Mendelius—. Comencemos entonces por los dos documentos manuscritos de Gregorio XVII y que me fueron entregados por un mensajero personal suyo. El primero es una carta en que describe los acontecimientos que condujeron a su abdicación. El otro es una encíclica que no fue publicada porque la Curia la suprimió.

—¿Puedo verlos?

—A su debido tiempo, sí. Obviamente no los llevo encima.

—¿Cuál es el mensaje central, clave de esos documentos?

—Gregorio XVII fue forzado a abdicar porque declaró haber tenido una visión que le anunciaba el fin del mundo bajo la forma de un holocausto y de una Segunda Venida de Cristo. Consideró que esta visión implicaba para él un llamado a ser el precursor del acontecimiento. —Torció la boca en una sonrisa y agregó: —Ahora comprenderá usted por qué le pedí discreción sobre la historia del fin del mundo. Necesitaba ponerla a prueba ante una audiencia adecuada, en este caso ante una audiencia de clérigos evangélicos, antes de ir a Monte Cassino…

Georg Rainer saboreó lentamente su vino y se echó a la boca un trozo de pan. Finalmente se alzó de hombros, como un jugador de póquer que hubiera perdido su apuesta y dijo:

—Ahora, por supuesto, todo se aclara. La Curia no tenía otra alternativa sino la de librarse de él. El hombre es un lunático.

—Ese es precisamente el problema, Georg —Mendelius sirvió más vino e hizo señas al camarero para que retirara los platos de pasta—. Ese hombre es y está tan cuerdo como usted o yo.

—¿Quién afirma eso? —Rainer apuntó con el dedo al pecho de Mendelius—. ¿Usted, su amigo?

—Yo, sí. Y el cardenal Drexel y el abad Andrew que es su director espiritual en Monte Cassino. Ellos dos lo consideran un místico al estilo de San Juan de la Cruz. Y más aún. Drexel está atravesando una verdadera crisis de conciencia porque en su momento no fue capaz de defenderlo en contra de la Curia o del Sacro Colegio.

—¿Ha hablado usted con Drexel?

—Dos veces. Y dos veces también con el abad de Monte Cassino. Lo raro de todo el asunto es que ellos son los que creen y yo soy el escéptico.

—Lo que tal vez es precisamente lo que ellos quieren —dijo Rainer mordazmente—. Se han librado de un papa molesto y ahora pueden permitirse alabar sus virtudes de obediencia y humildad… ¿Sabe usted Mendelius, que para ser un eminente académico, es bastante ingenuo? Incluso ha aceptado salir a todas partes en el automóvil del cardenal manejado por el chofer del cardenal, de tal manera que Drexel sabe todo lo que ha hecho y hace en Roma, incluyendo este almuerzo conmigo.

—La verdad es, Georg, que me da lo mismo lo que el cardenal sepa o no sepa de mis actividades.

—¿Sabe que usted tiene esos documentos?

—Sí, por cierto. Yo mismo se lo conté.

—¿Y?

—Nada.

—¿No cree que él podría insinuar que desearía recobrarlos o entregarlos a la custodia de manos más ortodoxas que las suyas?

—Francamente no puedo imaginar a Drexel en el papel de jefe de espías o de guardián de manuscritos robados.

—Eso significa entonces que usted es mucho más confiado que yo —Rainer se alzó de hombros—. Yo también leo historia y sé perfectamente que los modos y usos del poder se han mantenido intactos a través del tiempo, no han cambiado ni en la Iglesia ni en ninguna otra parte. No obstante… hablemos de su Gregorio XVII. ¿Cómo juzga usted que es él?

—Creo que es un hombre cuerdo y sincero. Cree profundamente en sus propias convicciones.

—No hay nadie más peligroso que un visionario sincero.

—Jean Marie reconoce eso. Y abdicó para evitar una división de la Iglesia. Y su silencio se debe a que carece de un signo que legitimice su visión y pruebe que es auténtica.

—¿Signo que legitimice? No comprendo ni sitúo esa expresión.

—Es un término que es bastante usado en el análisis bíblico moderno. Básicamente significa que el profeta o reformador que dice hablar en nombre de Dios necesita mostrar alguna prueba tangible de que tiene derecho a hacerlo.

—Ni usted ni yo estamos en condiciones de darle esa prueba.

—No, pero en cambio podemos garantizarle una honrada publicación de los hechos y una iluminadora interpretación de su mensaje. Podemos relatar los hechos que condujeron a su abdicación. Los documentos mostrarán el por qué de lo que sucedió. Y podemos también relatar lo que Jean Marie Barette me contó acerca de la visión que dice haber tenido.

—Hasta aquí eso está muy bien. Pero esa visión se refiere a temas muy majestuosos: el fin del mundo, la Segunda Venida, el Juicio Final. ¿Cómo nos arreglaremos para contarles a nuestros lectores semejantes cosas?

—Yo puedo hablar de lo que la gente del pasado creyó y escribió acerca de estos problemas. Puedo enfocar la atención de nuestros lectores sobre la existencia de las sectas milenarias en el mundo de hoy…

—¿Y nada más?

—Después, Georg, le tocará a usted. Usted es quien está acostumbrado, porque es su oficio escribir informes diarios sobre el estado de las naciones. ¿Cuan cerca cree que puede estar el Armageddon? El mundo está lleno de profetas. ¿Es posible que alguno de ellos sea El que debe venir? Si considera cuan loco y absurdo es todo lo que está ocurriendo actualmente en el mundo, la predicción de Jean Marie está muy lejos de ser irracional.

—Sí, estoy de acuerdo —Rainer se veía pensativo—. Pero hacer de esta historia algo coherente y digerible va a significar un gran esfuerzo y mucho trabajo. ¿Puede usted quedarse en Roma?

—Me temo que no. Debo preparar la iniciación del semestre universitario. ¿Hay alguna posibilidad de que usted pueda venir a pasar unos pocos días a Tübingen? Sería bienvenido en mi casa. Y creo que podríamos trabajar muy bien allí. Tendríamos a mano todos mis textos y mis sistemas de fichas.

—Tengo por costumbre trabajar muy rápidamente. Estoy entrenado para coger la idea, probar su lógica, escribirla y enviarla al télex todo en el mismo día…

—Yo soy sin ninguna duda mucho más lento —dijo Mendelius—, pero en este caso tengo la ventaja de conocer el tema y estar algo preparado a su respecto… De todos modos, nos iremos el domingo y comenzaré a trabajar al día siguiente.

—Yo podría llegar a Tübingen el miércoles. Necesito encontrar alguna cobertura para explicar mi presencia allá. Porque no deseo hablar de esta historia con mi editor hasta que esté escrita y cada una de sus frases haya sido suficientemente probada… De manera que deberé encontrar alguna excusa para ausentarme por unos días.

—Hay algo que también deberemos aclarar —dijo Mendelius—. Usted y yo tendremos que trabajar juntos. En consecuencia sería conveniente que hiciéramos entre nosotros alguna especie de convenio. Y me gustaría que mi agente de Nueva York se ocupara de nuestros contratos con los editores de nuestra historia.

—Me parece muy bien.

—Entonces lo llamaré esta noche y le pediré que venga a Tübingen.

—¿Puedo darle un consejo, Mendelius? Por el amor de Dios, tenga cuidado con esos documentos. Deposítelos en el banco. Sé que hay gente que estaría dispuesta a matarlo para apoderarse de ellos.

—Jean Marie me hizo también, en su carta, la misma advertencia. Me temo que no le presté suficiente atención.

—Entonces sería preferible que ahora tomara el asunto más en serio. Porque esta historia lo hará a usted más famoso y mucho más notorio aún de lo que ya es por su intervención en el Corso. Cuando se encuentre de regreso en Tübingen y se crea a salvo, cuide sin embargo cada paso que dé. No olvide que continúa siendo el testigo clave en contra de esa muchacha y que por culpa suya, los terroristas han perdido a cuatro de sus hombres… Esta gente tiene el brazo largo y una implacable memoria.

—Sí. Comprendo lo de los terroristas —Mendelius estaba genuinamente sorprendido—, Pero en lo que se refiere a los documentos, una carta privada dirigida a mí, una encíclica no publicada, puedo ver su valor como noticia, pero no me parece que puedan representar el precio de la vida de un hombre.

—¿No? Pues bien, mírelo entonces desde este otro punto de vista. La encíclica tuvo como consecuencia una abdicación papal. Podría igualmente haber producido un cisma o Gregorio XVII, por culpa suya, podría haber sido declarado loco.

—Cierto, pero…

—Hasta aquí —dijo Georg Rainer cortándole bruscamente la palabra— usted ha considerado todo este asunto únicamente desde su punto de vista personal, su reacción a él, su preocupación por su amigo. Pero ¿qué me dice de los centenares o miles de personas con las cuales Gregorio XVII tuvo que ver durante su pontificado? ¿Cómo han reaccionado? ¿Cómo reaccionarían si se enteraran de los hechos tal cual ocurrieron? Algunos de ellos pueden haber tenido muy buenas o estrechas relaciones con él…

—Sí, así es. El me envió una lista de esa gente…

—¿Qué clase de lista? —dijo Rainer instantáneamente alerta.

—Una lista de gente que ocupa cargos importantes en diversos lugares de todo el mundo y que, según Gregorio, podrían estar dispuestos a recibir su mensaje.

—¿Puede darme algunos de los nombres de esa lista? Mendelius pensó unos minutos y luego enumeró una media docena de nombres que Rainer apuntó cuidadosamente en su libreta. Luego preguntó.

—¿Alguna de estas personas ha tratado de comunicarse con él en Monte Cassino?

—No lo sé. No lo pregunté. De todos modos, antes de poder llegar a ver a Jean Marie serían cuidadosamente investigados, como lo fui yo. De hecho, nunca me fue posible hablar por teléfono con Jean Marie. Y después hubo momentos en que creí que trataban de alejarme de él, de impedir que lo viera. Pero Drexel fue muy claro al respecto. No había impedimentos para mi visita. Sólo una buena dosis de interés oficial.

—Interés que difícilmente se disipará sobre todo cuando esta entrevista entre nosotros sea conocida.

—Seamos honrados, Georg. Drexel no intentó averiguar lo que yo me proponía hacer. Tampoco volvió a referirse a los documentos, no obstante que yo me mostré bastante duro con él.

—¿Y qué prueba eso? Nada. Salvo que Drexel es un hombre muy paciente. Y no olvide que fue la persona que los cardenales eligieron como mensajero. Piense en eso. Ahora, en cuanto a los otros amigos o conocidos de Gregorio XVII, le confieso que, antes de viajar a Tübingen, tengo la intención de realizar con respecto a ellos la investigación más completa que pueda… No. No. Yo pagaré este almuerzo. Considerando la enorme cantidad de dinero que esta reunión significará para mí, la cosa resulta casi obscena.

—No será tan sencillo, amigo mío. Usted deberá trabajar duro —Mendelius reía al hablar—. Los jesuitas me enseñaron dos reglas esenciales: la regla de la evidencia y el respeto por un buen estilo literario. Quiero que éste sea el mejor reportaje que usted jamás haya escrito.

En cuanto se encontró de regreso en el apartamento, Mendelius hizo un llamado privado a Lars Larsen, su agente en Nueva York; Larsen reaccionó inmediatamente, primero con un silbido de excitación y luego con un gemido de angustia… La idea era maravillosa. Valía muchísimo dinero, pero ¿por qué demonios tenía Mendelius que compartirla con un periodista? La contribución de Rainer al equipo se limitaba a su conexión con un gran imperio periodístico alemán. Esta historia podía, debía ser lanzada desde América…

Y así, por los diez minutos siguientes continuó la apasionada defensa de su punto de vista por parte de un ansioso Larsen; Mendelius esperó que el torrente se calmara y luego procedió, con paciencia, a explicar que el propósito central de la historia era presentar un relato objetivo y sobrio de los recientes acontecimientos y orientar seriamente la atención hacia lo esencial del último mensaje de Jean Marie. Por consiguiente, ¿querría Lars hacer el favor de venir a Tübingen para discutir sobre el asunto con toda la seriedad que correspondía a un caso tan importante?

Lotte que oía a su lado la mitad de la conversación musitaba con desconsuelo:

—…Te lo advertí, Carl. Esta gente sólo piensa en sus intereses personales que con toda seguridad entrarán en conflicto con los tuyos. Este Larsen percibe el olor del dinero, de mucho dinero. Georg Rainer sabe que con esto su reputación de buen periodista se irá a las nubes. Estás abordando un tema que a través de toda la historia humana, no ha dejado jamás de obsesionar al hombre. Y no puedes permitir que, debido a esto, te transformen en una especie de estrella de cine… Las cartas de triunfo están en tu poder: los documentos. No los entregues ni los muestres hasta que hayas llegado a un arreglo que implique tu propia protección y la de Jean Marie.

Más tarde, acunada en los brazos de él en la inmensa cama barroca, murmuró soñolienta.

—…En fin de cuentas hay una profunda ironía en todo esto. A pesar de tu escepticismo le estás ofreciendo a Jean Marie exactamente lo que él comenzó por pedirte. La presentación que harás de su persona estará cargada con toda la simpatía que sientes por él, precisamente porque es amigo tuyo. Y porque gozas de una reputación internacional de académico serio y respetable, tus comentarios no podrán ser pasto de los bufones. Si Anneliese Meissner está dispuesta a colaborar contigo en esta publicación, será, como es ella, cínicamente honrada… En resumen, amor mío, estás pagando en forma principesca tu deuda con Jean Marie… Y a propósito, hoy compré un regalo para Herman y Hilde. Resultó un tanto caro, pero pensé que no te importaría. Ellos han sido tan generosos con nosotros.

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