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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (24 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Pero olvida a los estudiantes. En el momento en que se enteren de esto, se levantarán como un solo hombre.

—Algunos sí. ¿Pero cuántos quedarán de pie después de la primera carga a bastonazos, y de los gases lacrimógenos y el cañón de agua? No serán muchos, Carl. Y serán menos aún cuando la policía comience a usar municiones verdaderas.

—Jamás harán eso.

—¿Por qué no? No tienen nada que perder. Cuando la maquinaria de la propaganda comience a funcionar, ¿cree que alguien oirá los disparos de la calle? Además, no olvide que bastará una maldita bomba atómica en Tübingen y toda la región quedará limpiecita… ¿Quiere almorzar conmigo? Si almuerzo sola lo más probable es que termine emborrachándome.

—¿No podemos permitir eso, no es así? —Mendelius la rodeó con su brazo y acercó el grueso cuerpo de ella al suyo—. Pero hay sin embargo un consuelo, muchacha: todas las Universidades del mundo deben estar, en estos momentos, enfrentando este mismo problema.

—Lo sé. Filisteos del mundo, uníos. Las vacas sagradas serán por fin derribadas. Mi Dios, Carl. Su Jean Marie no estaba, después de todo, tan equivocado.

—¿Ha escuchado las cintas que le envié?

—Sí, y muchas veces. He estado leyendo mucho también.

—¿Y…?

—No diré una palabra más hasta que tenga adentro del cuerpo una sustancial cantidad de alcohol. Soy una bruja. Carl, cínica y vieja y demasiado fea para creer en un Dios que fabrica monstruos como yo… Pero ahora estoy tan malditamente asustada que podría llorar.

—¿Dónde quiere almorzar?

—En cualquier parte. En el primer
bierkeller
que encontremos. Salchichas y
sauerkraut
, cerveza y ginebra doble. Unámonos al dichoso proletariado.

Mendelius no recordaba haberla visto nunca tan alterada. Comió con voracidad y bebió con desesperada determinación; pero aun después de dos enormes dosis de ginebra continuaba fríamente sobria. Llamó a la camarera para que limpiara la mesa y trajera otra ronda de licores y luego anunció que estaba lista para cualquier discusión racional.

—Comencemos por usted, Carl.

—¿Qué sucede conmigo?

—Lo comprendo mejor ahora. Y me gusta usted más.

—Gracias —Mendelius le sonrió—. Yo también la quiero.

—No se ría de mí. No estoy en ánimo de bromas. Esas grabaciones me impresionaron muchísimo. Parecía usted tan malditamente desesperado en su esfuerzo por adecuarse a lo imposible…

—¿Y qué me dice de Jean Marie?

—Bueno, eso constituyó otra sorpresa para mí. El retrato que usted hace de él es demasiado vívido para ser falso. De manera que no tuve otro remedio que aceptarlo como auténtico… Lo vi, lo sentí.

—¿Y qué piensa de él?

—Es un hombre muy afortunado…

—¿Afortunado?

—Sí… He pasado la mitad de mi vida lidiando con mentes enfermas. Si no tomamos en cuenta los defectos orgánicos, la mayor parte de los casos implica y termina en una fragmentación de la personalidad, en una pérdida de identidad. La vida, interior y exterior, es un rompecabezas sin armar con todas las piezas dispersas sobre la mesa… El clínico dedica su tiempo a crear las condiciones para el auto-reconocimiento, es decir un estado en el cual aun la confusión misma tenga algún sentido. El paciente debe llegar a darse cuenta de que el rompecabezas tiene por objeto ser reconocido como tal y en consecuencia incitar al trabajo de armarlo… Fuera lo que fuera lo que ocurrió a su Jean Marie, el hecho es que tuvo el mismo efecto salvador. Dio un sentido a todo lo que había ocurrido, conflicto, fracaso, su propio rechazo, aun la oscuridad en que actualmente se encuentra… ¡Dios! Si yo pudiera hacer eso con mis pacientes sería la más grande curandera del mundo. Y si pudiera hacerlo conmigo misma sería mucho más feliz de lo que soy en estos momentos…

—Yo diría que usted es una persona perfectamente integrada.

—¿Lo diría, Carl? Míreme ahora, medio borracha con licor barato porque me asusta el mañana y porque odio esta gruesa rana que mi madre trajo al mundo… He aprendido a vivir conmigo misma, pero no he aprendido a gustar de mí. No, y tampoco aprenderé.

—Me siento muy orgulloso de conocerla, Anneliese —dijo Carl Mendelius gentilmente—. Usted es una amiga muy querida y una gran mujer.

—Gracias —con esta palabra ella clausuró instantáneamente el tema—. Le he dicho que he estado leyendo mucho: religión comparada, las bases de las experiencias místicas en varios cultos. Estas continúan siendo para mí algo extraño a mi experiencia, pero al menos la idea de la salvación comienza a tomar sentido. Todos sufrimos del dolor, de la injusticia, nos sentimos confusos, morimos. Y luchamos, nos esforzamos por permanecer intactos y enteros a través de todas esas experiencias. Y aun si fallamos hacemos lo posible por rescatar nuestro yo del naufragio. Pero no podemos hacer eso solos. Requerimos ayuda. Más aún, necesitamos un modelo o ejemplar que nos muestre cómo es, debe ser, un ser humano realizado y auténtico… De allí entonces la figura del profeta, del Mesías, de Cristo. Esto se aplica igualmente a la comunidad de los creyentes. La Iglesia, cualquier Iglesia, dice: "Aquí está la verdad; ésta es la luz; nosotros somos los elegidos, únete a nosotros…" ¿Sí o no, profesor?

—Sí —dijo Mendelius—, pero la pregunta importante es: ¿cuál modelo elige usted y por qué?

—Aún no lo sé —dijo Anneliese Meissner—. Lo que sí sé, es que la aceptación final es muy sencilla, tal como lo fue para su Jean Marie. El hecho es que para llegar a la sumisión es preciso estar absolutamente desesperado. El paciente que está más capacitado para recibir mi ayuda es aquél que, por estar completamente desesperado, sabe que está enfermo… El mejor candidato para cualquier culto es el que se halla al extremo de su cuerda.

—Lo que nos lleva directamente al problema siguiente. —Mendelius se inclinó hacia ella y le tocó la mano. —¿Qué vamos a hacer, usted y yo, con respecto a la situación que se ha planteado en la Universidad? Si el presidente, como es probable que lo haga, nos vende a los políticos, y si la mitad de nuestros colegas se rinde a los cazadores de brujas, ¿qué haremos?

—Nos vamos a la clandestinidad —sobre este punto Anneliese Meissner no tenía dudas—. Podemos comenzar a organizamos ahora mismo.

—¿Ve usted? —Mendelius soltó una risita y levantó su vaso en signo de saludo—. Aun usted, Frau Professor, está dispuesta a esconder los pergaminos sagrados y huir a la montaña.

—No cuente mucho con eso, Carl. Es nada más que charla de borracha.


In vino veritas
—dijo Mendelius con una sonrisa.

—¡Oh, Cristo! —Anneliese Meissner lo amenazó con el dedo—. Hemos tenido más que suficientes "clichés" para un solo día. Salgamos y caminemos. Se ahoga uno aquí.

Aquella tarde, caminando de regreso a su casa a través de las plácidas calles de la vieja ciudad, Mendelius se encontró confrontado con su nuevo dilema. En el caso de un conflicto sin sentido como el que se preparaba, de una guerra en que se lucharía hasta la extinción de ambos bandos, ¿en qué lado se situaban, dónde se hallaban las lealtades de un hombre? ¿Lealtad a una arruinada y estéril tierra que alguna vez había sido un hogar? ¿Lealtad a los hombres que conducían el carro del apocalipsis con total indiferencia por los que a su paso atropellaba? ¿Lealtad a la nación-estado que muy pronto carecería de sentido tanto para los vivos como para los muertos? ¿Lealtad a la raza, a la sangre, a la tribu, a la tradición
Gott und Vaterland
? ¿Y si no hubiera lealtad para ninguno de estos valores, entonces para quién? ¿Y cuándo llegaría el momento propicio para comenzar a salirse de un sistema que por tanto tiempo lo había hospedado y beneficiado?

Antes que el año terminara, Katrin y Johann serían llamados a prestar servicio militar. ¿En qué forma podría él aconsejarles que respondieran a este llamado? ¿Que respondieran sí al imperativo loco? ¿O no, no serviremos porque esto sólo nos conducirá a una catástrofe? Una vez más los recuerdos de su infancia regresaron obsesionantes: los cuerpos de los soldados-niños colgados de los faroles de Dresden porque, en estos últimos días del déspota demente, habían abandonado una causa perdida.

Ahora se encontró nuevamente cogido en el circuito cerrado del cosmos
predeterminado
de Jean Marie. Mientras fuera posible poner una moneda en la ranura de la suerte y saber así que por lo menos la mitad de las posibilidades estaban a favor de uno, era posible conservar algunas esperanzas. Pero una vez que se descubría que la moneda tenía dos caras, que el Creador no estaba ofreciendo ninguna opción, que el juego estaba lleno de trampas y que cuanto antes se retirara uno, mejor… La pregunta siguiente era: ¿Qué prefiere usted, profesor? ¿La continuidad o el caos? Y si elegía salirse del caos, ¿en qué lejano planeta y con qué criaturas sobrevivientes del desastre podría construir su nueva utopía?

El razonamiento se daba vuelta sobre sí mismo como rueda de molino y muy pronto se cansó de él. Pensó que necesitaba distraerse, de manera que dobló hacia una estrecha calle, empujó una vieja y gastada puerta y trepó los tres escalones que conducían al estudio de Alvin Dolman, ex-sargento mayor del ejército de ocupación norteamericano en el Rhin, ex-marido de la hija del alcalde, ahora felizmente divorciado y que dedicaba su tiempo a ilustrar libros y revistas para un editor local. Era un hombre grandote, risueño, con enormes puños y una pierna estropeada como resultado de un accidente en la carretera. Tenía también un ojo especial para descubrir dibujos antiguos, y Mendelius era uno de sus clientes favoritos a quien gustaba servir vino del Rhin, galletitas crujientes y consejos gratuitos sobre mujeres, política y el mercado de arte.

—Llega usted en muy buen momento, profesor. El negocio anda tan mal que estoy pensando en dedicarme a la pornografía… Mire estos ejemplares. Los encontré en una tienda en Mannheim: tres dibujos a pluma de Julius Schnorr de Carolsfeld… Vea. Llevan la firma y la fecha, 1821. Es un gran dibujante, ¿no le parece? Y los modelos también son muy bellos… ¿Qué le parece quinientos marcos por el lote?

—¿Y qué diría usted de doscientos, Alvin? —Mendelius dichoso, hundió los dientes en su galletita.

—Cuatrocientos, y negocio hecho.

—Trescientos cincuenta, y de todos modos están un tanto manchados.

—Está usted quitándome el pan de la boca, profesor.

—Los limpiaré con pan de centeno.

—Bien. Trato hecho. ¿Los quiere con marco?

—¿Al precio de siempre?

—¿Le robaría yo a un amigo?

—Le robaría su mujer, tal vez —dijo Mendelius sonriendo— pero no su reloj. ¿Y cómo le va, Alvin?

—No tan mal, profesor, no tan mal —vertió vino en su vaso—. ¿Y cómo está la familia?

—Bien. Bien.

—Ese muchacho, el novio de su hija, tiene pasta de gran artista. He estado dándole lecciones de grabado a punzón. Aprende muy rápido… Es una lástima, de todos modos, pensar en lo que va a ocurrir con estos niños.

—¿Y qué va a ocurrir, Alvin?

—Yo sólo sé lo que oigo, profesor. Mantengo siempre el contacto con nuestros muchachos, soldados en Frankfurt, y, ocasionalmente, cuando están lo suficientemente bebidos para comprarlos, les vendo alguno que otro grabado. Hablan mucho sobre la guerra. Están trayendo tropas frescas y equipos nuevos. Allá en Detroit la industria se está reconvirtiendo a vehículos militares… Estoy pensando en reunir mis pocas pertenencias y regresar a casa. Es muy lindo ser un artista en residencia en una ciudad universitaria, pero demonios, nadie quiere ver volar la propia cabeza para salvar a algunas frauleins. En cuanto suceda algo, Tübingen se transformará, antes que transcurra una semana, en un campo de batalla. Bueno, pero me imagino que lo mismo ocurrirá con Detroit… Sírvase un poco de vino. Quiero enseñarle algo.

Abrió una alacena, la registró y extrajo de ella un pequeño paquete cuadrado cuidadosamente envuelto en un género protector. Lo desenvolvió con infinitas precauciones y reveló a la luz del día los retratos emparejados de un noble y su esposa, del siglo dieciséis. Los colocó sobre el bastidor y ajustó la luz.

—Bien, profesor, ¿qué me dice de esto?

—Yo diría que son de Cranach.

—Así es. Lo son. Lucas Cranach el Viejo. Pintó esto en Wittenburg en 1508 —afirmó complacido.

—¿Y dónde demonios consiguió esto? Dolman sonrió y llevó su índice a su nariz.

—Lo olí, profesor, en el dormitorio de una mujer, si quiere detalles. Estaba tan dichosa y agradecida por mi compañía, que me lo regaló. Naturalmente lo acepté al momento, lo limpié y listo; tengo una póliza de seguro de vida. Pero naturalmente, no pienso vender esto en Alemania. Vendrá a casa conmigo…

—¿Y qué me dice de la dama? ¿Va a compartir con ella sus ganancias?

—¡Diablos, no! Es muy bella, pero sorda, y su marido tiene más dinero del que ambos necesitan. Además fue un negocio limpio. La hice muy feliz.

—Es usted un bribón, Alvin —dijo Mendelius riéndose.

—Así parece… Pero con esta inflación que tenemos, una pensión del ejército apenas alcanza para comprar buñuelos.

—Si las cosas se ponen malas, tal vez lo llamen al ejército de nuevo.

—De ninguna manera, profesor —Dolman comenzó a envolver nuevamente su tesoro—. Estoy fuera y fuera me quedaré. La próxima vez no habrá una guerra, sino un solo y gran disparo y ¡bingo! estaremos todos de regreso en las cavernas, pintando búfalos en las murallas.

"…Por todos lados, Jean, lo único que percibo es el temor…"

Mendelius, sentado frente a su escritorio, escribía, mientras Lotte acomodada en un rincón, lo acompañaba en silencio, tejiendo y oyendo un concierto de Brahms transmitido por la radio de Berlín.

"… El miedo, a la manera de esos vahos oscuros que emergen de los pantanos, se ha derramado aquí a través de las calles, ha penetrado en todas las casas imprimiendo su sello hasta en las conversaciones más triviales y llegando a formar parte de los más sencillos cálculos domésticos.

"Se ha solicitado a los miembros de nuestra facultad que informen a los servicios de seguridad sobre las afiliaciones políticas de los estudiantes. De esta forma, la relación humana más primaria y elemental está amenazada de corrupción y puede llegar a ser totalmente destruida. Ya he comunicado que renunciaré si esa solicitud se transforma en una orden. Pero usted sabe mejor que yo cómo trabajan las fuerzas de la corrupción: si yo tengo que recurrir a la policía para mi protección personal, ¿cómo puedo, a mi vez, rehusarle mi cooperación en un caso de emergencia nacional? La respuesta, para mí, es muy clara. Pero una vez que los que manejan la propaganda hayan levantado lo que Churchill llamó los guardaespaldas de la mentira, sólo seguirá siendo clara para unos pocos, muy pocos más.

"Pero si el miedo es una infección, la desesperación es una peste. La visión suya del fin de todas las cosas temporales se ha transformado, para todos nosotros, en una obsesión; pero el resto de su visión —el acto final de la redención, la demostración definitiva de la justicia divina y de la misericordia— ¿en qué forma es posible expresarla, de tal modo que ayuden a conservar viva la esperanza humana? Privados de la posibilidad de esa esperanza, mi querido amigo, su cosmos alienado será un lugar terrible para vivir en él…".

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