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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (34 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Ese es el peor raciocinio lógico que jamás haya oído —dijo Jean Marie con una irónica sonrisa—. Usted se habría sentido muy halagado de haberme conocido y por lo demás yo era entonces una persona mucho más agradable de lo que soy ahora. Cuando fui elegido, un periodista se refirió a mí como el "príncipe moderno con mayor personalidad". Recuerde que el que hace el mal no es siempre el príncipe, porque generalmente no es lo suficientemente inteligente para desempeñar el papel de Satán. El verdadero adversario es el que vierte en el oído del amo la idea maliciosa y ofrece hacer el trabajo sucio para que él, el príncipe, pueda permanecer inmune a sus consecuencias…

—Pero quienquiera que sea el que hace el mal, la verdad es que sólo sufrimos del mal que merecemos. —Johann manejaba con deliberada prudencia como si temiera que la discusión pudiera impelerlo a hacer alguna maniobra peligrosa. Nuestro deseo es ser inocentes y guardarnos fuera del alcance de la malicia. Mi padre tomó las precauciones que le habían señalado, pero ninguna otra, porque pensó que un exceso de cuidado iría en detrimento de su dignidad. Veía las medidas defensivas como un triunfo para el terror. Yo en cambio no las considero así, ando con cuidado, con la atención vigilante, presto oídos a todo lo que se dice y nunca dejo de llevar un arma que no tengo miedo de usar. ¿Le impresiona esto, tío Jean?

—No me impresiona. Solamente me hace preguntarme cómo se sentirá usted cuando haya matado a su primera víctima humana.

—Espero no tener que hacerlo nunca.

—Y sin embargo, está constantemente preparándose para este único acto. El hombre que trató de matar a su padre lo hizo a distancia, mecánicamente, como quien hace detonar una bomba en la piedra. Pero con una pistola, usted matará frente a frente, oirá el grito de la víctima en su agonía, mirará la muerte en sus ojos, sentirá en sus narices el olor de la sangre… ¿está preparado para eso?

—Tal como ya se lo expliqué —dijo Johann Mendelius con helada simplicidad—, espero que el momento no llegue jamás, pero si llega, sí, creo que estoy preparado para afrontarlo.

Jean Marie Barette no le contestó. El problema estaba más allá de todo razonamiento. Pero él esperaba que no estuviera más allá del alcance de la gracia. Recordó el muerto, helado paisaje de su visión, el planeta que la misma humanidad había devastado de tal manera que nada ni nadie había podido sobrevivir para entregar ninguna forma de amor.

Los primeros minutos de su encuentro con Lotte fueron extraños porque ella acusó el impacto de verlo vestido con ropas laicas y trató de ocultar un sentimiento casi de desilusión que la llenó de embarazo y la llevó a retraerse aun del simple gesto de tocarle la mano. Fue él quien hubo de tomarla por los brazos y acercarla a sí. Por una breve fracción de segundo pareció como si ella fuera a rechazar el abrazo, pero luego su control estalló y ella se colgó de él, llorando como si fuera una niña.

En aquel momento llegó Katrin y Johann la presentó al tío Jean. Siguieron unos momentos de agitada e inquieta charla hasta que lograron calmarse lo suficiente para conversar con tranquilidad. Katrin traía el informe de la mañana sobre el estado de su padre,

—… Vi al doctor Pelzer. La verdad es que no está muy contento. La fiebre ha vuelto a subir. Papá no responde a las palabras tan bien como lo hacía ayer. ¿Usted sabe cómo aprieta la mano cuando entiende algo? Bueno, esta mañana sólo obtuve una que otra respuesta ocasional. El resto del tiempo parecía perfectamente inconsciente… El doctor Pelzer dijo que podía venirme. Si se produce cualquier cambio súbito, nos llamarán.

Lotte asintió y se retiró para ocuparse de los preparativos del almuerzo. Katrin la siguió a la cocina. Johann dijo bruscamente:

—Y esto es así todos los días. Vivimos en una montaña rusa: en un minuto estamos en la cima, en el siguiente en el abismo. Y es por esto que no quiero hacer nada que pueda darnos, dar a madre o a Katrin, falsas esperanzas. No deseo verlas suspender sus vidas de engañosas telarañas.

—¿Usted teme que sea yo quien les dé falsas esperanzas?

—Usted me aseguró que mi padre viviría.

—Estoy seguro de que vivirá.

—Yo no estoy tan seguro, de manera que creo preferible que mamá y Katrin aprendan a vivir en la incertidumbre. Ya sea que papá viva o muera, el dolor que nos espera será, de todos modos, muy grande.

—Soy su huésped. Y por supuesto, respetaré sus deseos.

En ese momento llegó Lotte trayendo un mantel y servilletas que entregó a Johann rogándole que tendiera la mesa. Ella misma cogió el brazo de Jean Marie y lo condujo a una habitación próxima.

—…Katrin está haciendo el almuerzo. De manera que disponemos de unos minutos de tranquilidad… Es divertido, pero no me puedo acostumbrar a verlo así. En Roma siempre se veía tan majestuoso. Y me parece tan raro oír a los niños llamarlo tío Jean.

—Me temo que Johann no aprueba ni mi conducta ni mi persona.

—Lo que sucede es que está poniendo tanto empeño en ser el hombre de la casa, que a veces se confunde un poco. Y no puede sacarse de la cabeza la idea de que, de alguna manera, usted es responsable de lo que le ha ocurrido a su padre.

—Tiene razón. Soy responsable.

—Por otra parte sabe cuánto lo quiere y lo respeta Carl, pero no puede hollar ese terreno sagrado hasta que usted o Carl mismo lo inviten… Y eso no es nada fácil. Yo comprendo a Johann, porque al comienzo fue muy difícil para mí también… Y si a esto agregamos el miedo de la guerra, el resentimiento que Johann, como miles de otros como él, siente por tener que ser llamado a luchar por una causa perdida de antemano… Tenga paciencia, con él, Jean. Sea paciente con todos nosotros. Nuestro pequeño mundo se está derrumbando a nuestro alrededor y estamos buscando desesperadamente, algo sólido a lo cual agarrarnos.

—Míreme, Lotte.

—Lo estoy mirando.

—Ahora cierre firmemente los ojos y no los abra hasta que yo se lo diga.

El buscó en el bolsillo superior de su chaqueta y sacó de él un pequeño joyero de cuero rojo. Lo abrió y lo depositó en la mesa al lado del codo de Lotte. Contenía tres objetos, trabajados en oro en el estilo florentino del siglo XVI. Había una pequeña caja redonda, una jarra diminuta, y una copa no más grande que un dedal.

—Abra los ojos.

—¿Que se supone que debo ver?

El señaló el estuche.

—Qué bellos son Jean. ¿Qué son?

—El papa goza del privilegio de poder llevar siempre consigo la Eucaristía. Y ésta es la forma de hacerlo. La caja contiene la Hostia consagrada. El frasco y la copa son para el vino. Hay además un minúsculo pañuelo escondido ahí para limpiar los sagrados objetos… Los feligreses de mi primera parroquia, me lo enviaron como regalo personal en el día de mi elección al papado… Cuando me iba de Roma para venir aquí sentí vergüenza de no tener nada para traerle de regalo, cuando yo sabía todo lo que ustedes estaban sufriendo por culpa mía. Partí entonces temprano a Fiumicino, ofrecí la Santa Misa en la capilla del aeropuerto y traje conmigo la Eucaristía para usted y para Carl. Hoy, en el hospital, les daré la comunión a ambos.

Lotte estaba profundamente conmovida. Cerró el joyero y lo devolvió a Jean Marie.

—Esto lo dice todo, Jean. ¡Gracias! Sólo espero que Carl tenga conciencia suficiente como para entender.

—Ya sea que duerma o que camine. Dios lo está sosteniendo en la palma de su mano.

—La comida está servida —dijo Katrin desde el comedor.

Mientras se sentaban, Lotte explicó a sus hijos el conmovedor regalo que Jean Marie les había traído, Johann comentó, aparentemente sorprendido.

—Pensé que mi padre había recibido la Extrema Unción.

—Claro que la recibió dijo Lotte, pero la Eucaristía es un alimento diario, una participación del pan. Una participación de vida. Es así. ¿No es verdad, Jean Marie?

—Así es dijo Jean Marie. Compartir la vida con la fuente de la vida.

—Gracias. —Johann recibió la información sin comentarios y preguntó con estudiada cortesía:

—¿Querría bendecir la mesa, tío Jean?

En el hospital, Lotte lo presentó al doctor Pelzer, al que rogó explicar a su viejo amigo la situación médica de su marido. Y así fue como Jean Marie Barette vio primero a Carl Mendelius a través de una serie de radiografías. La cabeza que había contenido la historia de veinte siglos estaba reducida allí a un cráneo de mandíbulas quebradas, a una división cerebral hecha añicos y a opacos fragmentos de bala dispersos e incrustados en la estructura ósea y en las películas circundantes de carne y tejido mucoso. El doctor Pelzer, un tipo alto y poderoso, de cabello gris acero y astuto ojo clínico, comentó:

—Como puede ver, esto es el caos. Muy semejante a las heridas producidas por estallidos de granadas durante la guerra. Pero en este caso, y hasta que el estado de nuestro enfermo no se haya estabilizado, la experiencia de aquellos pobres cuerpos no podrá servirnos de guía. Y hay muchos más desechos en la caja torácica y en el abdomen… De manera que una oración no vendría nada mal… pero por favor no permita que la familia alimente muchas esperanzas. Porque aun en el caso de que logremos salvarlo, necesitará una buena dosis de terapia de apoyo…

La próxima visión de Jean Marie fue la del hombre mismo, vivo bajo su andamiaje de bolsa de suero, máscara de oxígeno y controlador del corazón. La cabeza estaba completamente envuelta en vendas y los dañados ojos se conservaban misericordiosamente ocultos. Las cavidades oral y nasales estaban abiertas y carentes de todo movimiento, el resto de la cortada mano yacía, como un paquete de telas, sobre el cobertor. La mano que se había salvado se movía débilmente sobre los pliegues de las sábanas.

Lotte la levantó y se la besó.

—Carl, mi adorado, ésta es Lotte.

La mano se cerró sobre la de ella. Un indistinto murmullo se levantó por entre la masa de vendas.

—Jean Marie está aquí conmigo. Yo saldré ahora un momento para entregar nuestro pequeño regalo de agradecimiento a la hermana guardiana y mientras tanto él hablará contigo. Volveré en seguida.

Se oyeron sus pasos en el piso y luego el ruido de la puerta al cerrarse suavemente tras ella. Jean Marie tomó la mano de Mendelius cuyo contacto era tan suave como la seda y tan débil que parecía como si al menor apretón fuera a romperse.

—Carl, soy Jean. ¿Puede oírme?

Recibió como respuesta una presión de la mano contra su propia palma mientras el mismo desvalido, inarticulado sonido emergía de la garganta de Mendelius.

—Le ruego que no trate de hablar. Usted y yo no necesitamos de palabras. Quédese quieto y sostenga mi mano… Rogaré por nosotros dos.

No dijo nada más. No hizo ningún gesto ritual. Simplemente, se sentó al lado del lecho, apretando suavemente entre las suyas la mano de Mendelius, de tal forma que parecían no formar sino un solo órgano: el hombre que estaba entero y el que había sido mutilado, el que estaba ciego y el que veía. Cerró los ojos y abrió su mente, como un barco pronto para recibir entre sus velas el viento del espíritu, como un canal por el cual le fuera posible a este espíritu penetrar y posesionarse de la conciencia, en estos momentos compartida con él, de Carl Mendelius.

Era el único medio que conocía para expresar la relación entre la criatura y su creador. No podía pedir nada. Porque todas las peticiones estaban comprendidas, resumidas en el fiat esencial: "que se haga Tu Voluntad". No tenía nada para negociar —vida por vida, servicio por servicio—, porque no quedaba en él vestigio alguno de nada propio a lo que pudiera atribuir importancia. Lo único importante era ahora el cuerpo y el agonizante espíritu de Carl Mendelius para quien él era, en estos momentos, el cordón umbilical de la vida…

Cuando finalmente llegó el espíritu, todo fue tan sencillo y extraordinariamente suave, como la huella de un perfume en el verano de un jardín. El mensaje contenía luz y la aguda conciencia de una armonía, como si la música no hubiera sido tocada sino que se hallara escrita en la textura del cerebro. Y la paz que siguió a esta vivencia fue tan poderosa que pudo sentir el afiebrado pulso del enfermo calmarse gradualmente como se calman las olas después de una tempestad. Cuando abrió nuevamente los ojos, Lotte estaba en el cuarto, contemplándolo asustada y a la vez, maravillada. Ella habló torpemente.

—No deseo interrumpir, pero son casi las cinco.

—¿Tan tarde? ¿Querría recibir la comunión ahora?

—Sí, por favor; pero no creo que Carl pueda tragar la hostia.

—Sí, lo sé, pero creo que puede tomar unas gotas del cáliz. ¿Está listo, Carl?

Una presión en la palma de la mano le dijo que Mendelius había oído y comprendido. Mientras Lotte se sentaba al lado de la cama, Jean Marie dispuso los pequeños receptáculos de oro y colocó una estola alrededor de su cuello. Después de una breve oración alcanzó a Lotte la hostia consagrada y levantó el diminuto cáliz hasta la boca de Mendelius. Al pronunciar las palabras rituales: Corpus Domini. Lotte dijo "Amén" y Mendelius alzó la mano en un débil saludo.

Jean Marie Barette limpió entonces el copón y el cáliz con el pañuelo de damasco, dobló la estola, puso el pequeño joyero y su estola dentro de su bolsillo y abandonó la habitación.

Cuando pasaba frente a los guardias armados apostados en el corredor, fue detenido por una fea mujer de edad indeterminada, que abruptamente se presentó a sí misma como la Professor Meissner.

—…Esta noche cenaremos juntos en casa de Mendelius, pero le dije a Lotte que necesitaba conversar una hora a solas con usted. ¿Quiere venir a tomar un trago a mi casa?

—Me encantaría.

—Espléndido. Tenemos mucho que hablar.

Lo cogió del brazo y lo empujó dentro del ascensor, bajaron los tres pisos en silencio y luego, ella guiándolo, caminaron a toda prisa bajo el sol del atardecer. Y fue solamente cuando hubieron abandonado el recinto de la clínica que ella aminoró su paso; mientras bajaban hacia la ciudad vieja comenzó a relajarse, pero su conversación seguía siendo directa y áspera.

—¿Sabía usted que Carl había solicitado mi opinión y consejo clínicos sobre su carta y su encíclica?

—Bueno, él no lo expresó así, pero sí, yo sabía que usted tenía que ver con esto.

¿Y leyó las anotaciones que hice en el artículo que él escribió?

—Sí.

—Hubo sin embargo una anotación que no fue usada. Y es la que le daré ahora. Creo que usted es un hombre muy peligroso que siempre provocará disturbios dondequiera que vaya… Y comprendo perfectamente por qué sus colegas de la Iglesia se vieron obligados a desembarazarse de usted.

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