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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (35 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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La cruda brutalidad de este ataque lo privó, por unos momentos del uso de la palabra. Cuando recuperó la voz, lo único que pudo decir fue:

—Bueno… ¿y qué puedo yo contestarle a esto?

—Puede decirme que soy una bruja, y lo soy. Pero eso no cambia en absoluto ni una coma de lo que acabo de declararle: usted es un hombre muy peligroso.

—No es la primera vez que me hacen ese cargo —dijo suavemente Jean Marie—. Mis hermanos en el Vaticano me acusaron de ser una bomba de tiempo en dos pies. Pero me gustaría saber en qué forma se representa usted el peligro que dice que yo soy.

—He meditado mucho sobre ello. —Anneliese Meissner se había dulcificado—. He leído mucho, he estado escuchando numerosas cintas grabadas por colegas que tienen experiencia clínica en casos de manía religiosa e influencias ejercidas por cultos extraños. Finalmente he llegado a la conclusión de que usted es un hombre dotado de una percepción especial de lo que Jung llama el "'inconsciente colectivo". En consecuencia produce sobre la gente un efecto mágico. Es como si tuviera acceso a los pensamientos, deseos, miedos más íntimos de cada persona, lo que en realidad le ocurre a propósito de este asunto de los Últimos Días. Porque este problema hunde sus raíces en el más remoto subsuelo de la memoria humana. De manera que cuando habla o escribe sobre ello, la gente siente como si usted penetrara en su interior, como si ejerciera una función dentro de sus propios egos… El resultado de esto es que todo lo que usted hace o dice tiene profundas, y a veces, terribles consecuencias. Usted es el gigante que duerme debajo del volcán. Y cuando en su sueño se mueve o se da vuelta, la tierra tiembla.

—¿Y qué cree que debo hacer con este poder que poseo?

—Usted no puede hacer nada —dijo atrevidamente Anneliese Meissner— y es ahí donde sus cardenales se equivocaron. Si le hubieran permitido permanecer en el poder, el peso mismo del cargo y de los métodos tradicionales habrían necesariamente temperado las manifestaciones mágicas que usted posee y está en condiciones de producir. Lo habrían mantenido a prudente distancia de la gente corriente. Pero ahora no hay nada que pueda temperar o atenuar lo que haga. No hay distancia que lo separe de nadie. El impacto que usted produce es instantáneo y puede ser catastrófico.

—¿Y no ve nada positivo en este poder que yo tengo o en mí mismo?

—¿Positivo? ¿Bueno? Oh sí, pero es lo bueno que llega después del desastre, como el heroísmo en el campo de batalla o la abnegación de las enfermeras en medio de los enfermos contagiosos.

—Usted dijo que esto era magia. ¿Es el único nombre que ha encontrado para esto? ¿No tiene acaso otro?

—Déle el apelativo que desee —dijo Anneliese Meissner—, no importa el nombre que usted lleve: sacerdote, vendedor de ilusiones o lo que sea, así como tampoco importa el nombre de aquél a quien usted dice servir: "espíritu del más allá", "Dios-Hombre" o "Eterno-Uno", de todos modos el hecho es que usted estará siempre en el epicentro mismo de todo terremoto… Aquí vivo yo.

Habían llegado a la parte más alta del Burgsteige y se encontraban frente a una vieja casa del siglo XVI, enteramente construida con vigas de roble y ladrillos hechos a mano. Anneliese Meissner abrió la puerta y lo hizo subir a través de dos largos tramos de escalera hasta su apartamento, cuyas estrechas ventanas miraban hacia las torrecillas del Hohentübingen y hacia los apretados pinares de las tierras altas de Suavia. Retiró una pila de libros que se encontraban sobre una silla e indicó con un gesto a Jean Marie que se sentara en ella.

—¿Qué desea tomar? ¿Vino, cerveza o whisky?

—Vino por favor.

Mientras ella limpiaba un par de polvorientos vasos, destapaba una botella de vino del Mosela y abría un tarro de nueces, él la contemplaba conmovido por el espectáculo de aquella poderosa inteligencia y de aquella enorme y oculta ternura encerradas en un cuerpo tan feo. Ella le alcanzó el vino e hizo un brindis.

—¡Por la recuperación de Carl!


Prosit!

Ella bebió la mitad del vino de un solo trago y dejó el vaso. Luego hizo un escueto anuncio, en apariencia irrelevante: —La clínica posee un aparato que controla, desde un puesto central, a todos los pacientes de cuidado intensivo.

—¿Verdaderamente? —Jean Marie se mostró cortésmente interesado.

—Sí. Todos los signos vitales del paciente se transmiten constantemente hacia este control central, donde hay siempre una enfermera de turno elegida por su experiencia a la vez que competencia… Mientras usted estaba con Carl, yo me hallaba en el cuarto de control junto con el doctor.

Jean Marie Barette esperó. No estaba seguro de si ella deseaba continuar con su relato o se sentía embarazada para hacerlo. Finalmente se vio obligado a solicitarle:

—Por favor. Estaba en el cuarto de control. ¿Y entonces…?

—Cuando usted llegó la temperatura del Carl era de 38,8º; con un pulso de 120 y una pronunciada arritmia cardiaca. Usted permaneció a su lado cerca de dos horas. Durante todo este tiempo, excepto por las palabras que pronunció al llegar, no dijo nada hasta que Lotte llegó. Para entonces, la temperatura de Carl había bajado, su pulso era casi normal y el ritmo del corazón se había regularizado. ¿Qué hizo usted?

—Bueno, en cierta forma, oré.

—¿En qué forma?

—Supongo que usted llamará a eso meditación… Pero si está tratando de atribuir algún tipo de milagro a esta visita, por favor, no.

—No creo en milagros. Sin embargo me interesan profundamente los fenómenos que las leyes naturales no pueden explicar… Además… —Lo miró de soslayo, con una curiosa mirada, como si, súbitamente temiera comprometerse, luego, bruscamente, se decidió y se lanzó de lleno en su confesión—. Es preferible que lo sepa. Todo lo que toca a Carl, me toca a mí. Hace diez años que estoy enamorada de él. El no lo sabe y nunca lo sabrá. Pero ahora mismo necesito llorar sobre el hombro de alguien y lo he elegido a usted porque es el culpable de todo lo que le ha ocurrido… Carl siempre dijo que usted poseía una gracia especial para la comprensión. Por eso tal vez, creo que comprenderá que, por lo que a mí se refiere, el cuento de hadas se ha realizado al revés. Yo no he sido la bella princesa y él el príncipe feo. Yo he sido, al contrario, la princesa fea esperando que el hermoso príncipe con su beso, le otorgue la belleza que le falta. Sé que eso es un sueño imposible y he aprendido a no sufrir demasiado. Sé que no soy una amenaza para nadie, y ciertamente no para Lotte. Pero ahora que he visto al pobre Carl rodeado de ese andamiaje de sistemas para mantenerlo vivo, conociendo como conozco todo lo que le están inyectando con el objeto de disminuir sus dolores y para que sus órganos continúen funcionando, créame que desearía poder confiar en milagros.

—Yo creo en ellos —dijo gentilmente Jean Marie; y todos comienzan siempre por un acto de amor.

—Pero el amor es terrible, del mismo modo que usted es terrible. Si uno lo comprime demasiado tiempo puede estallar y hacerlo volar por los aires… Demonios, no lo he traído aquí para jorobarlo o contarle mi vida amorosa —se sirvió más vino y cambió de tema—. ¿Sabe que Johann Mendelius puede estar en graves aprietos?

—¿Qué clase de aprietos?

—Está dedicado a organizar, en forma clandestina, a un grupo de estudiantes, para que, llegado el momento, resistan el llamado a las armas, obstruyan la vigilancia de los servicios de seguridad y provean rutas de escape para los desertores.

—¿Cómo se ha enterado de esto?

—Porque él me lo dijo. Su padre había mencionado que yo estaría dispuesta a apoyar a movimientos de resistencia clandestina entre los miembros de la facultad… ¡Pero estos muchachos son tan ingenuos! No se dan cuenta de cuán estrechamente vigilados están, no sospechan cuan fácil es para las autoridades penetrar estas organizaciones juveniles con espías y provocadores. En estos momentos están comprando y almacenando armas, lo que ya en sí constituye un acto criminal… Sólo es cuestión de tiempo antes que la policía comience a sospechar lo que está ocurriendo. Tal vez ya lo sabe pero no quieren actuar hasta que el alboroto formado alrededor del atentado de Carl disminuya y se extinga.

—Johann me prometió que me pondría al corriente de la forma que tomaría su protesta. Tal vez esté planeando llevarme a una reunión de su grupo.

—Es muy posible. Debido al hecho de que usted es francés, han bautizado a su grupo con el nombre de
La Jacquerie
, en recuerdo de la revuelta de los campesinos franceses después de la guerra de Cien Años… Pero si quiere oír mi consejo, manténgase alejado de estos muchachos.

—Desearía más bien mantener la mente abierta con respecto a esto. Puede que me sea posible hacer entrar en razón a Johann y a sus amigos.

—No olvide lo que le dije al comenzar. Usted es un hombre muy especial. Sin saber cómo ni por qué, pero el hecho es que de usted emana una magia muy potente; y la juventud es muy sensible a toda forma de brujería… Ahora desearía que escuchara una grabación.

—¿Qué hay en ella?

—Es parte de una grabación clínica de uno de mis pacientes. Se la estoy comunicando bajo secreto profesional, tal como Carl me comunicó a mí el material suyo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—La mujer tiene veintiocho años, es divorciada y sin niños, hija mayor de una familia muy conocida de aquí. Su matrimonio duró tres años. Hace ya un año que está divorciada. Da muestras de agudos síntomas depresivos e incluso ha habido algunos episodios de índole alucinatoria, probablemente secuelas de experiencias con LSD, en las que admite haber participado durante su matrimonio… Esta grabación fue hecha ayer, forma parte de una sesión que duró una hora y media.

—¿Y que podrá decirme a mí?

—Eso es precisamente lo que quiero descubrir. A mí me dice una cosa. Tal vez a usted le diga otra.

—Mi querida profesora —se rió con auténtico buen humor—, si lo que realmente desea tener es un perfil de mi personalidad, ¿por qué no comienza con algo más sencillo, por ejemplo con el test de Rorschach?

—Porque ya tengo su perfil —la respuesta fue brusca, mostrando la irritación que esto le producía—. Hace ya semanas que lo tengo archivado entre mis casos. Y puedo decirle que es un fenómeno aterrador: un hombre definitivamente sencillo. Dice lo que cree. Y cree lo que dice. Vive en un universo empapado, penetrado por un Dios inmanente con el que mantiene una relación directa y personal. Yo no tengo nada que ver con semejante universo, y sin embargo, aquí estamos los dos en este cuarto con una grabación. Deseo conocer su reacción a ella. ¿Me permite, pues, comenzar?

—Como quiera. Estoy a su disposición.

—El lugar en que se efectuó la grabación es mi consultorio. La hora: cuatro de la tarde. El trozo que oirá comienza cuarenta minutos después de un discursivo a la vez que defensivo relato hecho por la paciente…

Puso en marcha el aparato. Una voz de mujer, de tonos bajos y con pronunciado acento suavo, pareció coger lo que era, obviamente, un nuevo tema en su narración:

"… Lo encontré una mañana en la plaza del mercado. Yo estaba comprando uva. El tomó una de las que estaban sobre el mostrador y la empujó dentro de mi boca y aunque yo sé cuan malo puede ser él, sin embargo me hizo reír. Me preguntó si me gustaría tomar una taza de té. Dije que sí y entonces él me llevó a aquel salón de té cerca del convento… Usted sabe… Aquel lugar en que ofrecen té de todas partes del mundo, incluso el mate argentino… El se mostraba muy agradable y no me sentí en absoluto amenazada. La tienda estaba llena de gente que no hacía sino entrar y salir. Yo accedí a tomar algo que no había probado nunca: una infusión especial de Ceilán… Me pareció que era buena, pero nada para entusiasmarse. Hablamos de una cosa y de otra: mi trabajo, mis padres, y de cómo él, por el momento, se mantenía alejado de las mujeres… Me pregunté si no habría cogido alguna infección de la última que yo le había conocido, que era una pequeña prostituta de Frankfurt. No dije nada, pero supe que él había leído mis pensamientos… Me lanzó a la cara la taza de té que salpicó completamente mi blusa y entonces mientras la gente en la tienda miraba y se reía, me arrancó la blusa. Y luego todos los que estábamos allí nos tomamos de la mano y bailamos alrededor de la tienda cantando Boom-Boom-Boom en tanto que los grandes tarros de té comenzaban a explotar por todos lados. Pero no era el té lo que explotaba, eran los fuegos artificiales, azules y verdes y rojos, montones, montones de rojos… Luego nos encontramos en la calle. Yo estaba desnuda y él me arrastraba tras de sí y le iba contando a la gente… "¡Miren lo que los turcos hicieron con mi mujer! ¡Monstruos! ¡Violadores sanguinarios…!" Pero cuando llegamos al hospital los policías que estaban en la puerta no me permitieron entrar, porque dijeron que yo tenía gonorrea y los servicios secretos no emplean jamás a personas que tengan enfermedades venéreas. Dijeron que él podía matarme si lo quería; pero él dijo que yo carecía de importancia y entonces comencé a llorar…

"Después de eso me llevó a su casa y me dijo que me limpiara. Me di un largo baño caliente, me empolvé y me perfumé y me tendí desnuda en la cama, a esperar por él. Sólo que no era mi cama. Era otra cama, circular, suave y confortable y oliente a perfume de lavanda. Y luego después de un rato, él vino. Entró al cuarto de baño y cuando salió estaba desnudo y limpio como yo. Besó mis senos y con sus manos me excitó y luego me penetró y tuvimos un gran orgasmo que fue igual a la explosión de los tarros de té en aquella tienda. Cuando tengo un orgasmo yo siempre cierro los ojos. Esta vez, cuando los abrí, él estaba tendido a mi lado cubierto de sangre. Su mano descansaba sobre mi pecho, pero era solamente una mano, sin brazo ni cuerpo. Traté de aullar pero no pude. Luego le vi la cara: ya estaba tan vacía como una gran salsera roja. Y la cama ya no era una cama, sino una gran caja negra con nosotros adentro de ella…"

Anneliese Meissner cortó la grabación y dijo:

—Bueno. Así es la cosa.

Jean Marie Barette permaneció por un largo rato en silencio, y luego preguntó.

—¿Quién es el hombre del sueño?

—Su ex-marido. El vive también aquí en la ciudad.

—¿Lo conoce usted?

—No muy bien. Pero sí, lo conozco.

Jean Marie no dijo nada. Cogió su vaso que ella volvió a llenar. Luego ella preguntó, tentativamente.

—¿Algún comentario sobre lo que acaba de oír?

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