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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (42 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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El hombre del Crédit Lyonnais apretó los labios como si un ácido le estuviera quemando la lengua.

—Hay una gran cantidad de rumores circulando. Algunos están basados en hechos, pero los hechos no siempre pueden ser claramente comprendidos. Si se calcula que una simple bomba atómica matará a un millón de personas y contaminará al mismo tiempo una periferia mucho mayor que el lugar destruido por la bomba misma, entonces es preciso pensar en alguna forma de muerte misericordiosa para los sobrevivientes sin esperanza… En el caos general ¿quién trazará las líneas divisorias entre el bien y el mal? Será preciso dejar la decisión en manos de aquél que esté a cargo del área, quienquiera que sea.

El hombre del Barclay fue algo más sutil y también más cortés:

—Mi querido señor, el escenario del caos que describe tan bien en sus propios escritos, guarda una notable semejanza con aquél que han preparado nuestros gobiernos. La diferencia está en que nuestros gobernantes han sido elegidos y en consecuencia están llamados a proveer los remedios prácticos para el caso, de manera que no pueden darse el lujo de moralizar con respecto a este caos. Usted mismo, si se encontrara en la primera línea de recepción de heridos en un hospital de guerra, no estaría en condiciones de moralizar sobre las prioridades en la atención que se les puede conceder. El cirujano que camina a lo largo de la fila de heridos, es, en este caso, el único dueño de la vida y de la muerte. Operen a este porque sobrevivirá; este otro, segundo de la lista, puede sobrevivir, y a este tercero, que se le dé un cigarrillo y una inyección de morfina, porque morirá. Y ahora, a menos que usted se encuentre aún bajo la tremenda tensión de semejante adjudicación, considero que no tiene nada que decir ni que hacer en este caso inmediato…

Antes que Jean Marie alcanzara a rebatir este último argumento, madame Saracini acudió en su ayuda. Dijo, con suave humor:

—Mi querido monsieur Barette, como puede ver, hasta este momento usted ha llevado una vida muy protegida. Pero debe comprender que hace ya algunos millones de años que Dios dejó de fabricar nuevas tierras. De manera que si tiene alguna propiedad que defender, defiéndala. El petróleo, así como todos los combustibles fósiles, se está acabando. Rembrandt ha muerto y también Gauguin. No hay más cuadros de ellos que los que pintaron. Pero nosotros, los seres humanos, la verdad es que ¡puf! ¡Somos demasiados! Estamos preparados y casi implorando por un genocidio, y si la matanza es un tanto exagerada, pues bien, muy pronto comenzaremos a reverdecer de nuevo, con la ayuda de algunas espermas bancadas que para eso mismo están guardadas en las bóvedas de nuestros bancos.

Había logrado transformar la discusión en esta comedia negra con tanto acierto, que no tuvieron otra alternativa sino la de reírse; luego, cuando la tensión se hubo relajado, ella se sumió en la explicación del informe que dejaba muy en claro que Jean Marie podía vivir como un rey con las rentas de que disponía. El agradeció su cortesía, pidió disculpas por su falta de modales y les comunicó que sólo sacaría el dinero necesario para sus necesidades personales y dejaría que el resto se multiplicara a sí mismo hasta el día del juicio final.

Los hombres del Barclay y del Chase se despidieron. Madame Saracini se quedó. Alain la había invitado para que formara el cuarto en el almuerzo con Odette, Jean Marie y él mismo. Mientras esperaban a Odette, Alain sirvió cherry y los dejó solos para hacer un llamado a Londres. Madame Saracini levantó su vaso en un silencioso brindis y luego le administró un frío reproche:

—Se mostró realmente muy desagradable con nosotros. ¿Por qué?

—No lo sé. Repentinamente fue como si estuviera viendo, en una pantalla dividida, dos imágenes al mismo tiempo: todas esas computadoras muy protegidas en sus cavernas subterráneas y, arriba, los cuerpos de los niños quemados frente a una heladería.

—Mis colegas no le perdonarán. Usted los hizo sentirse culpables.

—¿Me perdonará usted?

—Sucede que yo estoy de acuerdo con usted —dijo Madame Saracini— pero yo no puedo hacer ataques frontales. Soy la muchacha que primero los hago reír y sólo en seguida les muestro la verdad. Así, su virilidad no se siente amenazada.

—La información que les comuniqué ¿es verdadera o falsa?

—¿Acerca de la eutanasia para los incompetentes? Verdadera, por supuesto, pero jamás estará en condiciones de probarlo, porque, en alguna forma extraña y subconsciente, toda Europa está participando de esta conspiración. Cuando las cosas se pongan demasiado horribles queremos tener alguna puerta de salida, alguna forma de escape para nosotros y para los que amamos.

—¿Tiene hijos, madame ?

—No.

—¿Y su marido?

—Murió un año después de nuestro matrimonio.

—Perdóneme. Nunca fue mi intención entrometerme en lo suyo.

—No se preocupe. Me alegro al contrario de que se haya interesado lo suficiente como para preguntar por mi vida. Y a propósito, creo que conoció a mi padre.

—¿Lo conocí?

—Se llamaba Vittorio Malavolti. Está en la cárcel, cumpliendo una sentencia de fraude bancario. Según mis recuerdos, gestó una serie de transacciones para el Vaticano y les costó a ustedes una buena cantidad de dinero también…

—Sí, recuerdo. Espero que usted haya podido olvidar.

—Por favor. No sea formal conmigo. No quiero olvidar. Amo a mi padre. Era un genio financiero y fue manipulado por unos cuantos hombres a los que aún continúa protegiendo. Yo trabajé con él. Y él me enseñó todo lo que sé sobre negocios bancarios. El me dio la limpia base de donde partir, con dinero limpio. Compré el Banco Ambrogiano All'Estero en el momento en que no era, en Chiasso, sino un barco que hacía agua por todos lados. Lo refloté, lo puse en orden, hice algunas alianzas importantes y cada año pago un cinco por ciento de las deudas personales de mi padre, de manera que cuando salga de prisión, si es que llega a salir, pueda caminar por la calle como un hombre…

“Y esto me recuerda que debo decirle que no se atreva a sentirse superior a su hermano. El me ayudó a partir, él me colocó en este cargo de confianza de su complejo financiero. Si a veces se comporta como un tonto es porque está casado con la mujer inadecuada. Pero papa o no papa, esta mañana él lo puso a usted en su lugar. Eso merece el respeto de cualquiera.

La vehemencia de ella lo impresionó. Le temblaba la mano y un hilillo de licor se derramaba por el borde de su vaso. El le ofreció su pañuelo para limpiar el vaso y preguntó blandamente:

—¿Por qué está tan enojada conmigo?

—Porque no tiene idea de lo importante que usted es, especialmente ahora que ha dejado su cargo. Esos artículos que se publicaron sobre usted en los diarios, le han granjeado el cariño de la gente. Aun los que no están de acuerdo lo respetan y lo escuchan. Sansom, el hombre del Barclay, le citó esta mañana sus propias palabras, y créame que él escasamente lee algo que no sean las páginas financieras de los diarios adecuados… De manera que cuando usted dice algo desagradable, hace que mucha gente se sienta desilusionada.

—Trataré de recordarlo —dijo Jean Marie. Y agregó con una sonrisa—. Hace ya mucho tiempo que nadie me pegaba en los nudillos.

Ella enrojeció como una colegiala y se disculpó.

—Tengo una lengua demasiado viva y además una especie de interés de propietario.

—¿Lo tiene, realmente?

—Por allá por el siglo XIV la familia de mi marido y la mía eran amigos y corresponsales de los Benincasa y de la misma Santa Catalina. Ellos la ayudaron en los esfuerzos que ella hizo para obtener que su homónimo Gregorio XI regresara de Avignon… ¡Ocurrió hace tantos años! Pero nosotros, los de Siena, hemos sido siempre muy celosos de nuestra historia, y a veces, incluso algo místicos en lo que a ella se refiere —dejó el vaso sobre la mesa, buscó en su cartera y extrajo de ella una libreta de notas—. Déme su teléfono y su dirección. Quiero hablar de nuevo con usted.

—¿Sobre algo en particular?

—¿Sería mi alma inmortal un tema suficientemente importante?

—Con toda seguridad. —Con una sonrisa él reconoció la derrota y le dio la información pedida.

Y, por el momento al menos, ese fue el fin de su conversación. Alain llegó acompañado de Odette, elegante, cara, dejando caer nombres como gotas de lluvia de verano. Alain dio una mirada cómplice a Jean Marie y luego lo dejó a cargo de soportar el monólogo de Odette hasta que llegaron al restaurante. El almuerzo transcurrió en un ambiente desasosegado e incómodo. La charla fue completamente dominada por Odette, con esporádicas y débiles intervenciones de Alain para impedir o atenuar algunas de las más evidentes manifestaciones de la vanidad de su esposa. Madame Saracini se fue antes del café. Odette dio un respingo y emitió un desdeñoso comentario.

—Extraordinaria mujer. Bastante atractiva. A la manera italiana, por supuesto. Me pregunto cómo habrá arreglado su vida doméstica y privada desde la muerte de su marido.

—Lo que ella haga con su vida no te concierne en absoluto —dijo Alain—. Concentrémonos más bien en ser una familia reunida. ¿Qué planes tienes, Jean, de aquí en adelante? En el caso de que te dispongas a quedarte en Francia, necesitarás algún sitio de residencia permanente, un apartamento, una dueña de casa…

—Cualquier arreglo de ese tipo sería ahora prematuro. Todavía soy una figura pública y obviamente, comprometedora para mis antiguos amigos. Al menos por un tiempo creo preferible continuar viajando.

—Creo que también es preferible que, por el momento, guardes silencio —dijo Alain caprichosamente—. Estabas acostumbrado a las grandes declaraciones hechas desde la cima de la montaña, pero ya no te es posible continuar haciéndolas. Lo que dijiste en nuestra reunión de esta mañana será esta noche el comentario de la ciudad. Y es por eso que te ataqué como lo hice. No puedo correr el riesgo de verme asociado a ningún tipo de charla subversiva… Es mucho más peligroso de lo que tú crees.

Odette intervino, positiva y omnisciente como siempre.

—Alain tiene toda la razón. Justamente la noche pasada estaba conversando con el ministro de Defensa, que es un hombre muy atrayente, aunque su mujer sea imposible. Dijo que lo que necesitábamos ahora no era controversia sino mucho trabajo razonable y sensato, del orden, de mucha diplomacia y negociaciones tranquilas, mientras las fuerzas armadas se preparan.

—Entendámonos —dijo firmemente Jean Marie Barette—: yo me hice sacerdote con el objeto de predicar y dar a conocer la palabra de Dios, la buena nueva de la salvación. Y eso no es algo que pueda ser manejado de manera prudente o segura o aun bondadosa. Y debo darles a ustedes el mismo mensaje que intento predicar al resto del mundo. La batalla entre el bien y el mal ya ha comenzado, pero el hombre bueno es mirado como un tonto, en tanto que el mal se esconde tras el rostro de un hombre prudente y sabio y justifica el asesinato con estadísticas impecables.

—No es eso precisamente lo que dice nuestro cardenal. —Odette, como siempre, estaba lista para la controversia—. El domingo último dio por televisión un sermón sobre el dinero que había que pagar al César. Explicó que era un problema de prioridades. Obedecemos a la ley como una forma de servir a Dios, y si al hacerlo, cometemos errores, pero en toda buena fe, Dios comprende.

—Estoy seguro de que Dios comprende, querida mía —dijo Jean Marie— y estoy asimismo seguro de que el cardenal tiene sus propios y poderosos motivos para ser tan blando, pero eso no basta. No es ni siquiera la mitad de lo que se necesita.

—Debemos irnos —dijo Alain diplomáticamente—. A las dos y media tengo una reunión con el ministro de Finanzas. Desea nuestras recomendaciones e ideas sobre la mejor forma de lanzar una emisión de Bonos de la Defensa.

Se había prometido a sí mismo que se ofrecería una tarde de agrados sencillos y privados, una hora registrando libros a lo largo de los muelles, una pequeña caminata entre los artistas de la Place du Tertre. Hacía mucho tiempo que estaba ausente y este era su hogar. Y el hecho de que su propia familia se mostrara difícil no era motivo suficiente para impedirle disfrutar de lo que pudiera ofrecerle su propia patria.

Su exploración de los libreros del Sena resultó todo un éxito. Encontró una primera edición de las
Fêtes Galantes
de Verlaine, con un cuarteto autografiado en el interior de la cubierta. Siempre se había sentido atraído por Verlaine cuya imagen, evocada, despertaba en él dormidos fantasmas: el triste y perdido borracho que escribía cantos dignos de un ángel y vivía con Rimbaud en el infierno y quien, si en el mundo existiera alguna justicia, debería más bien encontrarse sentado en un escaño a los pies del Altísimo cantando himnos de gozo.

La Place du Tertre comenzó por ser una desilusión. Los pintores necesitaban comer y los turistas tenían que llevar a casa algún recuerdo de París. La consecuencia se reflejaba en las pinturas, que eran cínicamente vulgares. Pero en el último y menos favorecido rincón de la plaza dio con una novedad: una muchacha de unos veinte años, enana y contrahecha, vestida de pantalones y camisa, dibujaba sobre un plato con una punta de diamante. En una mesa, a su lado, reposaban algunos ejemplares de su trabajo: un copón, un espejo, una fuente redonda. Jean Marie cogió el copón y lo examinó. La muchacha le advirtió ásperamente.

—Si se le cae y lo quiebra, deberá pagármelo.

—Tendré mucho cuidado. Es muy hermoso. ¿Qué representa el dibujo? —preguntó Jean Marie.

Ella vaciló un momento, como temerosa de una burla, y luego explicó.

—Lo llamo la copa del cosmos. La copa misma tiene forma de círculo, símbolo de la perfección. La parte de abajo representa el mar, olas y peces; la de arriba significa la tierra, trigo y vino. Es así una representación del cosmos…

—¿Y dónde están los hombres en este cosmos?

—Los hombres beben de la copa.

La imaginación demostrada por la muchacha le gustó. Se preguntó hasta qué punto sería ella capaz de embellecer su propio cuento. Volvió a interrogarla.

—¿Figura también Dios en este dibujo?

Ella le lanzó una rápida, suspicaz mirada.

—¿Es importante?

—Por lo menos, es interesante.

—¿Es usted cristiano? —Jean Marie rió.

—Sí, lo soy, aunque no lo parezca.

—Entonces debe saber que el pez, el vino y el pan son símbolos de Cristo y de la Eucaristía.

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