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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (40 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Estoy seguro de que el señor Duhamel me recibirá. Y desearía ir allá inmediatamente después de la comida.

—En ese caso, llamaré a un taxi. El chofer podrá llevarlo y esperar para traerlo de regreso. 

—Gracias, madame.

—Por favor. Es un placer. —Limpió con grandes aspavientos, unas migas de la mesa y dijo suavemente:

—Por supuesto, prefiero con mucho alimentar al papa que a su mula. 

—Estoy seguro de que él estará encantado de visitarla, madame, sobre todo cuando yo le haya dado plenas seguridades sobre su absoluta discreción.

—Respecto de eso —dijo madame dulcemente— todos nuestros clientes tienen plena confianza en nosotros. El señor Duhamel nos ha enseñado que el silencio es oro… Como postre, le recomiendo las frambuesas. Vienen de nuestro propio jardín…

Terminó de comer sin prisa. Pensó que era semejante a un atleta que estuviera compitiendo provisto de una ayuda secreta que, en el momento dado, le haría triunfar en la carrera. Su consciente atención se desvió ahora de Duhamel para concentrarse en su inválida mujer. Sintió como si ella estuviera extendiendo su mano en un intento por alcanzarlo. Bebió el último sorbo de su café, caminó hacia la cabina del teléfono y marcó el número privado que Duhamel le había dado. Contestó una voz de hombre.

—¿Quién habla, por favor?

—Aquí monsieur Grégoire. Me gustaría hablar con monsieur Duhamel.

—Me temo que no es posible.

—Entonces le ruego que le diga que estaré en su casa dentro de quince minutos.

—Creo que no sería conveniente. Madame está muy enferma. El doctor está aquí con ella ahora y monsieur Duhamel está en conferencia con un visitante extranjero, 

—¿Por favor, puede decirme su nombre?

—Charlot.

—Charlot, hace dos horas el señor Duhamel lo mencionó como un hombre de confianza a quien yo podría recurrir en un momento de emergencia. Ahora se trata de una emergencia, de manera que hará exactamente lo que le dije y dejará que el señor Duhamel decida por sí mismo si mi visita es conveniente o no. Estaré allí en quince minutos.

El taxi llegó en la mitad de una tormenta. El conductor era un hombre lacónico que anunció sus condiciones para este tipo de servicio y luego se refugió en un decidido silencio. Jean Marie Barette cerró los ojos y se concentró en disponer su ánimo para lo que le sería pedido en el inminente encuentro.

La casa de Pierre Duhamel era una amplia mansión edificada en el estilo del segundo Imperio, e inserta en un pequeño parque escondido detrás de una alta verja de hierro forjado. La entrada principal estaba cerrada y un automóvil de la policía con dos hombres de guardia se encontraba estacionado allí. Inmediato dilema. En el teléfono se había identificado como el señor Grégoire. Si la policía solicitaba ver sus papeles, se revelaría que era en realidad Jean Marie Barette, un visitante muy comprometedor. Decidió recurrir a una pequeña estratagema. Bajó la ventanilla del auto y habló al policía más próximo.

—Soy el señor Grégoire. Tengo una cita con el señor Duhamel.

—Espere un minuto —el policía cogió una radio de bolsillo y llamó a la casa.

—Un cierto señor Grégoire está aquí. Dice que tiene una cita.

Jean Marie no logró oír la respuesta, pero aparentemente satisfizo al policía, que asintió y dijo.

—Lo esperan. Su identificación, por favor.

—He recibido instrucciones de no llevarla conmigo en esta ocasión. Podrá comprobarlo con el señor Duhamel.

El policía llamó de nuevo. Esta vez, antes que la voz de pase fuera por fin enviada, el intervalo fue más largo. Luego los portales se abrieron automáticamente, el policía le indicó que pasara y la entrada volvió a cerrarse tras él. El taxi no había alcanzado a llegar al pórtico de la casa cuando la puerta de enfrente fue abierta por el propio Pierre Duhamel que se estremecía de contenida ira.

—¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Qué es esto? Paulette ha tenido un colapso. Hay un hombre de Moscú en mi salón. ¿Qué demonios quiere?

—¿Dónde está su esposa?

—Arriba. El doctor está con ella…

—Lléveme donde ella.

—Vea. Ella está muy enferma.

—Lléveme donde ella.

Pierre Duhamel se quedó mirándolo como si fuera un extraño, y luego hizo un leve, cansado gesto de rendición.

—Muy bien. Sígame, por favor.

Lo condujo escaleras arriba y empujó la puerta del dormitorio. Paulette Duhamel, pálida y contraída, apoyada por todos lados por almohadones, yacía en el enorme lecho de columnas. El médico a su lado verificaba su pulso. Duhamel preguntó.

—¿Algún cambio?

El galeno sacudió la cabeza.

—La paraplejia se ha extendido. Los reflejos son más débiles. Hay fluido en ambos pulmones porque los músculos del sistema respiratorio están comenzando a fallar. Podríamos tal vez ayudarla algo más en el hospital, pero no mucho… ¿Quién es este caballero?

—Un viejo amigo. Un sacerdote.

—¡Ah! —El doctor pareció obviamente sorprendido, pero se mostró lleno de tacto. —Entonces lo dejaré con ella. Ella oscila entre la conciencia y la inconsciencia. Si hay cualquier cambio notorio, le ruego que me llame al instante. Estaré en la habitación de al lado.

Con estas palabras, abandonó el cuarto. Pierre Duhamel dijo, con helada ira:

—No quiero ritos, nada de mumbo-jumbo. Si ella pudiera hablar, también los rehusaría.

—No habrá ritos —dijo gentilmente Jean Marie Barette—. Me sentaré a su lado y tomaré su mano. Si quiere, puede esperar, a menos que su visitante se impaciente.

—Será paciente —dijo rudamente Pierre Duhamel—. Me necesita. Este invierno, se encuentra amenazado por el hambre.

Jean Marie no dijo nada. Acercó una silla a la cama, se sentó en ella, cogió la delgada y caída mano de la mujer y la sostuvo entre las suyas. Pierre Duhamel, de pie junto al lecho presenció entonces una curiosa transformación. El cuerpo de Jean Marie se puso rígido, los músculos de su rostro se tensaron de tal forma que, en la media luz de la habitación parecían tallados en madera. Y algo comenzó a suceder, que resultaba imposible traducir en palabras. Fue como si toda la vida del hombre sentado al lado de la cama se hubiera retirado de las periferias de su cuerpo para refugiarse en algún lugar secreto situado en el centro de sí mismo. Y durante todo este tiempo Paulette yacía ahí, triste y encogida muñeca de cera, con los ojos cerrados, la respiración superficial y llena de estertores, de tal manera que Duhamel llegó a desear con todo su corazón que el suplicio cesara por fin y que aquella mujer —esa mujer esencial y especial que durante toda su vida él nunca había dejado de amar— pudiera por fin liberarse y escapar, como un pájaro de su jaula, de aquella prisión.

Este deseo fue tan intenso que pareció detener el tiempo. Duhamel nunca supo, después, si se había quedado allí durante segundos, minutos u horas. Miró una vez más a Barette. Y vio que, una vez más su aspecto estaba cambiando; los músculos se habían suavizado, las marcadas facciones se relajaron en una momentánea sonrisa. Luego abrió los ojos y se dio vuelta hacia la mujer en la cama. Dijo con sencillez:

—Ahora puede abrir los ojos, madame.

Paulette Duhamel abrió los ojos e instantáneamente los enfocó en su marido al pie de su lecho. Habló claramente, con voz débil pero firme.

—Hola, querido. Parece que nuevamente he estado haciendo tonterías.

Levantó los brazos para abrazarlo y lo primero que Duhamel notó fue que el constante temblor que había sido característico de las últimas fases de la enfermedad, había cesado. Se inclinó para besarla. Cuando se desprendió de ella, Jean Marie Barette estaba en la puerta, conversando tranquilamente con el médico; éste avanzó hacia el lecho, tomó el pulso de Paulette y auscultó una vez más su pecho. Cuando se enderezó, sonreía con incertidumbre.

—¡Bien! ¡Bien! Creo que ahora podremos descansar un poco, especialmente usted, madame. Parece que, por el momento, lo peor ha pasado. De todos modos es conveniente que no se mueva. Por la mañana veremos el medio de arreglar este problema respiratorio. Pero por ahora,
Grâce à Dieu
, la crisis ha sido superada. —Al retirarse, caminando por el vestíbulo acompañado por Duhamel y Jean Marie, el galeno se tornó más expansivo y voluble—. Con estas enfermedades, nunca se sabe. Los colapsos súbitos no son demasiado comunes, pero suelen ocurrir, como ha sucedido esta noche. Luego, con igual brusquedad, cesan. El paciente regresa a un estado de euforia y la degeneración provocada por la enfermedad disminuye su ritmo… He comprobado que a menudo una intervención religiosa, como la suya esta noche, padre, o la administración de los últimos sacramentos, es susceptible de producir en el paciente una gran paz, lo cual constituye en sí mismo una terapia… Tal vez recordarán que en la antigua isla de Cos…

Pierre Duhamel lo llevó diplomáticamente hasta la puerta y luego regresó donde Jean Marie. Daba la impresión de un sonámbulo caminando en un país extraño. Al mismo tiempo se mostraba curiosamente humilde.

—Ignoro lo que hizo o cómo lo hizo, pero creo que le debo una vida —dijo Duhamel.

—No me debe nada. —Jean Marie habló con espartana autoridad—. Usted está en deuda con Dios; pero desde el momento en que está en desacuerdo con Él, ¿por qué no le paga a través de sus pequeños payasos?

—¿Qué le impelió a venir esta noche?

—A veces, así como les ocurre a los locos, oigo voces.

—No se ría de mí, monseñor. Estoy cansado, y mi noche está muy lejos de haber terminado.

—Ahora me voy.

—Espere. Me gustaría que se encontrara con mi visitante.

—¿Está seguro de que él desea verme?

—Preguntémosle a él —dijo Pierre Duhamel, conduciéndolo hacia la biblioteca para encontrar en ella a Sergei Andreivich Petrov, ministro de Agricultura de la U.R.S.S.

Era un hombre bajo, voluminoso como un tonel, medio circasiano, medio georgiano, que, habiendo nacido dentro de la autosubsistente economía del Cáucaso comprendía no obstante, casi como por un instinto animal, los problemas de alimentar a un continente que se extendía desde Europa hasta las fronteras chinas. Saludó a Jean Marie con un apretón de manos propio a quebrar huesos y una tosca broma.

—De manera que Su Santidad se ha quedado sin trabajo. ¿Qué está haciendo ahora? ¿Asumiendo el papel de eminencia gris para nuestro amigo Duhamel?

La sonrisa que acompañó estas palabras intentaba borrar la intención que comportaban, pero Duhamel se encaró bruscamente con él.

—Eso está fuera de lugar, Sergei.

—Sí, es una mala broma. Lo siento. Pero necesito obtener algunas respuestas para Moscú. ¿Comeremos este invierno o deberemos contentarnos con raciones de hambre? Nuestra discusión fue interrumpida, de manera que no estoy de muy buen humor.

—Es culpa mía —dijo Jean Marie—. Llegué sin ser invitado.

—Y me regaló un milagro privado —dijo Pierre Duhamel—. La crisis de mi mujer ha sido superada.

—Tal vez querrá hacer otro milagro para mí. Dios sabe cuánto lo necesito. —Petrov giró en redondo para enfrentar a Jean Marie Barette. —Para Rusia, dos malas cosechas seguidas significan una catástrofe. Donde falta el cereal hay que matar al ganado. Donde no hay reservas de granos nos vemos obligados a racionar a los civiles con el objeto de poder alimentar al ejército. Ahora los canadienses y los americanos han suspendido sus envíos de trigo, porque el trigo se ha transformado en material de guerra clasificado. Los australianos están vendiendo todos sus excedentes a China, de manera que aquí me tienen dando la vuelta al mundo para trocar barras de oro por trigo… ¿Y me creerá que a pesar de eso me ha sido casi imposible encontrar siquiera una fanega?

—Y si nosotros le vendemos trigo —añadió Duhamel coronando con un doloroso comentario las palabras del otro—, nos transformamos inmediatamente para nuestros vecinos y amigos, en los pérfidos franceses que rompen la solidaridad de Europa Occidental y al mismo tiempo nos exponemos a las sanciones económicas de los americanos.

—Si no consigo en alguna parte el alimento que busco, nuestro ejército tendrá la excusa final que necesita para precipitar una guerra. —Se rió sin humor y dejó caer los brazos en un gesto de desesperación—. De manera que he aquí un desafío para el hacedor de milagros.

—Hubo un tiempo —dijo Jean Marie— en que mi intervención significó algo y pudo ayudar al entendimiento entre las naciones. Pero ese tiempo pasó. Porque si tratara ahora de inmiscuirme en asuntos de Estado, se apresurarían en eliminarme, por loco.

—No estoy tan seguro de eso —dijo Sergei Petrov—. En estos momentos, el mundo entero es una verdadera casa de locos. Y usted es lo suficientemente original para representar la posibilidad de una oportunidad diferente… ¿Por qué no me llama mañana a la Embajada? Me gustaría conversar con usted antes de regresar a Moscú.

—En ese caso —dijo Pierre Duhamel—, ¿por qué no lo llama usted mejor a la
Hostellerie des Chevaliers
? A la central telefónica de su Embajada yo no le confiaría ni siquiera mi lista del lavado, y estoy tratando por todos los medios a mi alcance de proteger a mi amigo… Y ahora, Jean, le ruego que nos excuse… tenemos por delante una larga noche.

Agitó el cordón de una campanilla que estaba cerca de la chimenea y unos minutos más tarde Charlot estaba en la puerta, listo para acompañar al huésped hasta el taxi. Jean Marie estrechó las manos de ambos hombres. Petrov dijo, con una sonrisa:

—Si usted fuera capaz de multiplicar los panes, mañana mismo le daría mi cargo.

—Mi querido camarada Petrov —dijo Jean Marie Barette—, no puede esperar que, habiendo borrado a Dios de su Manifiesto Comunista, Él se haga presente cada vez que ustedes tienen una mala cosecha.

—Usted se la buscó, Sergei —Pierre Duhamel rió y luego se dirigió a Jean Marie—. Pasaré mañana a verlo llevando los documentos… Y tal vez para entonces haya encontrado las palabras para darle las gracias.

—Mañana por la mañana tengo una reunión en el banco de mi hermano. Espero estar de regreso temprano después del almuerzo. Buenas noches, caballeros.

El impasible Charlot lo acompañó hasta la puerta. El taxista dormitaba. El coche de la policía continuaba estacionado en el portal de entrada del parque. A lo lejos, más allá del jardín, oyó el ahogado ladrido de los mastines y los hombres de la seguridad, que revisaban el perímetro, espantaron a un zorro fuera de su guarida.

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