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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (60 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—No demasiado —dijo el señor Atha—. Antes que el año termine, todo eso habrá sido olvidado.

—Desearía compartir su confianza.

—No se trata aquí de confianza, sino simplemente de hechos. Antes del Año Nuevo estaremos en guerra.

Jean Marie espantado se quedó mirándolo con la boca abierta.

—¿Cómo puede decir eso? Todas las estimaciones que he oído hasta ahora hablan de la próxima primavera, tal vez incluso del próximo verano.

—Porque —explicó pacientemente el señor Atha— todas las estimaciones están basadas en evaluaciones lógicas, textuales: primero una guerra convencional por tierra, mar y aire que iría escalando hasta un uso limitado de armas nucleares tácticas mientras las armas importantes se guardarían en reserva para negociar. La lógica de la historia dice que una guerra así no debe ni puede comenzar en el invierno, ciertamente no entre Rusia y Europa o entre Rusia y China. Pero me temo, amigo mío, que la lógica de la historia ha sido echada por la ventana. Esta vez las potencias iniciarán la guerra con los grandes voladores de luces, sobre la premisa de que el primero que ataque tiene todas las posibilidades de ganar y que se tardará más de una semana en conocer los resultados… ¡Qué poco saben en realidad!

—¿Y cuánto sabe usted? —En la cortante pregunta de Jean Marie subyacía una súbita sagacidad—. ¿Y que pruebas puede ofrecer de lo que está afirmando?

—Ninguna —dijo calmadamente el señor Atha—. Pero, ¿qué pruebas puede ofrecer usted sobre su visión o por lo que escribió en las "Últimas cartas desde un pequeño planeta"? Crea en lo que le digo. Sucederá y sin aviso ni advertencia alguna. Lo que ahora estamos presenciando, movimientos de tropas, ejercicios de defensa civil, reuniones de ministros, todo eso pertenece a la gran ópera que se está representando. Es la tradición. El pueblo espera que las cosas ocurran así, de manera que los gobiernos están ofreciendo al pueblo lo que éste pide. Pero la realidad es muy distinta: hombres escondidos en cavernas de concreto hundidas en las profundidades de la tierra, hombres encerrados en cápsulas suspendidas muy por encima de la tierra, esperando todos el momento de la última orden… ¿Escuchó las noticias de la tarde?

—No, las perdí.

—El presidente francés llega aquí mañana, para una reunión de emergencia en Downing Street. Su amigo, Duhamel viene con él.

Jean Marie dejó caer estruendosamente su tenedor.

—¿Cómo sabe que Duhamel es amigo mío?

—Se menciona el hecho en El Fraude.

—¡Oh! —dijo Jean Marie, confuso—, nunca he leído el libro… Me pregunto si Duhamel estaría de acuerdo con su interpretación de los acontecimientos.

—No creo que eso tenga ninguna importancia.

—Tiene importancia para mí —dijo Jean Marie con testarudez. Pero instantáneamente se disculpó—. Perdone, fue grosero decir eso. Entre Duhamel y yo media una larga historia con la que no desearía aburrirlo.

—Nunca me aburro —dijo el señor Atha—. Amo demasiado a este pequeño mundo. Cuénteme lo de Duhamel.

Le tomó mucho tiempo contarle todo, desde el momento de su primer llamado desde la oficina del hermano Alain hasta la resolución de Duhamel de terminar con su vida y la de su esposa en el día del Rubicón y la copa-cosmos que era el símbolo del lazo que los unía. Cuando la historia hubo terminado, el señor Atha añadió esta postdata.

—…De manera que lo que usted desearía es que todo fuera ordenado y atado con una cinta rosada: Duhamel y su esposa a salvo en las manos de la Eterna Misericordia. ¿No es así?

—Sí —dijo llanamente Jean Marie—. Sería muy bueno saber que algo está muy ordenado en la economía de la salvación.

—Me temo que nada es muy ordenado allí —dijo el señor Atha—. Las matemáticas son demasiado complicadas para ser manejadas por los hombres… Debo dejarlo ahora. Mañana vendré a buscarlo a las diez y media y espero encontrarlo vestido y con la mente clara.

Era extraordinario constatar cómo, bajo la suspendida amenaza evocada por la predicción del señor Atha, los placeres más sencillos se transformaban en algo infinitamente precioso: los niños jugando en el parque, los rostros de las mujeres mirando escaparates, el tintineo y el resplandor de las decoraciones de Navidad, aun el mismo helado viento gris que los obligó a buscar refugio en la comodidad de un pub inglés.

Entre el señor Atha y él se había producido el mismo tipo de fácil camaradería que había caracterizado los primeros años de su amistad con Carl Mendelius. Sin embargo, había una diferencia. Con Mendelius subyacía siempre la posibilidad de una explosión, ya fuera de ira ante una injusticia, de excitación ante una nueva idea que pugnaba por nacer, de emoción ante el resplandor de alguna belleza escondida. El señor Atha, por el contrario, conservaba siempre la misma inexorable calma, como una gran roca en un mar turbulento. No comunicaba la emoción, pero la comprendía plenamente, absorbiéndola por decir así. Lo que daba en cambio era una sensación casi física de paz y de reposo. Si Jean Marie se sorprendía de algo, Atha, de alguna manera ensanchaba esta sorpresa hasta transformarla en algo maravilloso y luego en serena iluminación. Si Jean Marie se entristecía —como por momentos le ocurría— ante la vista de un inválido, de un niño dando pruebas de mal trato o de negligencia, el señor Atha transmutaba esa tristeza en una esperanza que, aun bajo la amenaza de Armageddon, no parecía sin embargo, incongruente.

—… En países más pobres y más sencillos que éste respetamos a los mendigos y honramos a los dementes. Los mendigos nos recuerdan nuestra buena suerte y los dementes son hombres honrados por Dios con visiones negadas a otros. Un cataclismo es para nosotros signo de continuidad más que de término de algo… Lo extraño es que el hombre que ha revelado los secretos del átomo y de la hélice usará ahora estos secretos para destruirse a sí mismo…

—¿Qué hay en nosotros que nos lleva inevitablemente hacia el precipicio?

—Cuando usted era niño le enseñaron eso. El hombre fue creado a imagen de su Creador… Eso significa que es una criatura de recursos casi increíbles o de aterradoras potencialidades.

—Las que siempre usamos mal.

—Porque el hombre no quiere adaptarse y aceptar su propia mortalidad. Siempre está creyendo que puede burlar a la muerte.

—Pensé que me había dicho que no era creyente.

—No lo soy —dijo el señor Atha—. La fe es imposible para mí.

—¿Relativa o absolutamente? —La pregunta teológica de Jean Marie hubiera podido ser molesta.

—Absolutamente —dijo el señor Atha—. Ahora tomemos un taxi. Waldo Pearson quiere que usted esté en el Carlton Club a las doce cuarenta y cinco en punto.

—Usted también está invitado.

—Lo sé y me siento debidamente halagado; pero estoy seguro de que Pearson y Duhamel desearán disfrutar de su compañía tranquilos y solos.

—¿Duhamel? No sabía que estaría también allí.

—Yo sugerí la idea —dijo el señor Atha amablemente—. Después de todo se trata de un almuerzo de despedida… Pasaré a buscarlo a las dos treinta.

Era muy extraño estar de regreso en la sala donde había sufrido el ataque, y un tanto embarazoso intercambiar saludos o comentarios de bienvenida con los hombres que habían presenciado su colapso. Este almuerzo era un nuevo testimonio, un respaldo ofrecido a la manera inglesa, como restándole importancia y sin embargo constituía, para quienquiera estuviera familiarizado con los rituales del reino, la más clara y resonante de las declaraciones. Waldo Pearson estaba diciendo ante todos: este hombre sigue siendo mi amigo; lo que ustedes han leído sobre él son sólo mentiras; si alguno de ustedes piensa de otra forma, que levante la voz y me lo diga.

La presencia de Pierre Duhamel era también otro poderoso testimonio rendido a su honorabilidad. El presidente de la República estaba almorzando en Downing Street. Su consejero de mayor confianza estaba ahí, muy visible, en el Carlton Club, desmintiendo el libelo lanzado contra Jean Marie Barette. Pero Duhamel, cuando comenzaban recién a almorzar y tomaban la sopa, descartó el asunto con desprecio.

—…¡Pouf…! ¡Nada! Una obscenidad escrita en unas ruinas donde no quedará nadie para leerla. ¿No piensa lo mismo, Waldo?

—Desgraciadamente sí —dijo Waldo Pearson—. Nos esperan unas Navidades tristes y un Año Nuevo muy dudoso. Podría usted haber sido tan villano como los Borgias, Jean, y créame que a nadie le importará nada.

—Me han dicho —dijo Jean Marie cuidadosamente— que tal vez no veamos el Año Nuevo.

Pearson y Duhamel intercambiaron ansiosas miradas. Duhamel preguntó, con seca ironía.

—¿Otra visión?

—No —dijo Jean Marie encogiéndose de hombros con humildad—, esta vez ha sido el señor Atha, mi terapista.

—En ese caso —dijo Waldo Pearson con evidente alivio— podemos disfrutar del almuerzo. Recomiendo la pierna de cordero y una botella del borgoña del club. Es lo que yo escogí y no creo que en la mesa del Presidente tengan nada mejor.

Pero Jean Marie no estaba dispuesto a permitir que su pregunta fuera descartada con tanta facilidad, aun por el mismo Waldo Pearson. Dirigiéndose a Pierre Duhamel, le planteó la espinosa interrogante:

—¿Cuánto falta para el día del Rubicón?

—No falta mucho —contestó Duhamel sin vacilar—. En Europa las tropas del Pacto de Varsovia ya han comenzado a movilizarse y a lo largo de las fronteras de China, Irán, Irak y Turquía los ejércitos soviéticos también se están desplegando en profundidad. Las disposiciones y las fuerzas corresponden a lo que sabemos sobre su orden de batalla para el nivel dos de la disponibilidad de combate.

—¿Y qué significa lo del nivel dos?

—Básicamente implica que ellos están preparados para rechazar cualquier ataque durante el invierno y que pueden ser rápida y fácilmente reforzados para una ofensiva mayor en cuanto llegue la primavera. Lo que, por lo demás, es lo que todos estamos esperando.

—Están actuando de acuerdo a los manuales —dijo Waldo Pearson—, siguiendo a los manuales al pie de la letra.

—Pero supongan que hay otro manual que no conocemos —dijo suavemente Jean Marie—. Supongamos que el orden de la batalla se invierte y que las bombas grandes se lanzan primero.

—La forma en que los rusos se están preparando indica claramente que no harán eso—. Waldo Pearson habló con la convicción de un sólido John Bull.

—Bien. ¿Y qué pasa si, al contrario, somos nosotros los que nos ceñimos a un texto diferente?

—Sin comentarios —dijo Pierre Duhamel.

El camarero trajo el vino, Waldo Pearson lo olió, lo probó, anunció que continuaba mereciendo su reputación y ordenó que lo sirvieran. Levantó su copa en un brindis a Jean Marie:

—Que se conserve tan bien como está ahora y que el libro continúe su carrera de éxitos.

—Gracias.

—Lo leí. —Pierre Duhamel estaba ansioso de ofrecer sus felicitaciones—. Paulette también. Las reflexiones de su pequeño payaso la hicieron llorar y reír. ¿En cuanto a mí? Comencé por admirar la astucia de su invención y la elegancia de su estilo. Después de eso descubrí que me había engarzado en una discusión con Juanito, a veces a favor de él, a veces en contra. En fin de cuentas, bueno —¿cómo decirlo?—, el libro no soluciona los problemas de este miserable siglo veinte, pero deja un buen sabor en la lengua… Como su vino, Waldo.

—Gracias a ambos por todo. —Jean Marie levantó su propia copa—. He sido bendecido en mis amigos.

—El cordero —dijo Waldo Pearson—. Obtuvimos el primer corte, Es por eso que me gusta llegar aquí temprano. Jean Marie estaba completamente desconcertado. La forma en que Pearson había insistido en hablar de las trivialidades de la comida le parecía fuera de carácter en un hombre tan enérgico e inteligente. Pero más tarde, cuando Pearson se levantó para hacer un llamado telefónico, Duhamel explicó, en una confidencia muy parisiense, la actitud de su amigo:

—¡Tan británico! Sabe que esto es una despedida y no encuentra la forma de decirlo. De manera que habla sobre los cortes del cordero. ¡Dios del cielo! ¡Qué gente!

—Soy un idiota —dijo Jean Marie y para ocultar su embarazo se apresuró en preguntar—: ¿Qué ha oído de Roberta?

—Nada. Sigue fuera de Francia.

—Si la ve, le ruego que le transmita todo mi afecto.

—Lo haré.

—Lo mismo que a Paulette.

—Jean, amigo mío, permítame ofrecerle un último consejo.

—Adelante.

—Piense un poco más en sí mismo. No se preocupe tanto por mí, Roberta, Paulette o quien sea. Todos nosotros tenemos nuestras líneas privadas para comunicarnos con Dios, no importa de qué Dios se trate. Y si Él está realmente aquí, en un momento dado nos hablará. Si no nos habla, todo el juego no es sino una blague. ¡Ya! Ahora tomemos otro poco de vino…

—…¿Fue un buen almuerzo? —preguntó el señor Atha.

—Fue una despedida —dijo Jean Marie Barette—. Salimos del recinto del club, nos dimos la mano. Yo dije: "Gracias por un almuerzo muy agradable". Waldo dijo: "Encantado de haber podido estar con usted mi querido amigo". Duhamel dijo: "Qué horribles líneas finales", con lo cual los tres nos reímos y nos fuimos cada uno por su lado.

—Sin embargo parece muy apropiado —dijo el señor Atha—. Pasé a recoger nuestros pasajes y contraté un auto para que nos lleve al aeropuerto. El vuelo sale a las once. Si calculamos la acostumbrada hora de retraso, estaremos en Munich a las dos de la tarde. Cuando regresemos esta tarde al hospital tendrá que firmar los cheques para pagar la atención médica y otros de regalo para las personas que lo atendieron. De esta manera no habrá prisas de última hora.

—Y luego todo esto habrá terminado. Se cerrará otro capítulo de mi vida. Así, tan simplemente.

El señor Atha se encogió de hombros.

—Partir es siempre morir un poco y morir es algo muy sencillo. La gente del desierto suele decir: "Nunca digas adiós a una caravana, porque muy pronto la seguirás…" Ahora tenemos que comprar alguna ropa de invierno, porque de otro modo, se helará en ese valle Alpino.

Cuando desembarcaron en Munich nevaba copiosamente y el de ellos era el último avión que aterrizaba antes que cerraran el aeropuerto. Una larga cola se había formado frente al control de los pasaportes y todos los extranjeros estaban siendo cuidadosamente revisados por la policía fronteriza. Jean Marie se preguntó si su nombre se hallaría en la lista negra de los indeseables, pero finalmente pudo cruzar sin problemas la barrera y se encontró en la sala de la aduana junto a grandes grupos de agotados pasajeros. El señor Atha lo acompañó hasta la salida y luego regresó a esperar el equipaje. Momentos después se sintió cogido en un fuerte abrazo por Johann Mendelius.

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