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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (62 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Cierto —dijo Jean Marie—, pero aun en ese caso ustedes estarán a salvo aquí por mucho tiempo más.

—Pero no se trata de eso, ¿no es así, Jean? La idea de este valle no comenzó así, como un simple plan para sobrevivir. Porque si así fuera, ni Lotte ni yo nos hubiéramos tomado el trabajo de venir. Ni tampoco creo que se lo hubiera tomado usted. La Hermana Muerte es alguien muy familiar para nosotros y no es ni la mitad de lo terrible que la pintan. Todo esto comenzó con su visión y el mensaje que no le permitieron proclamar: centros de esperanza, centros de caridad para lo que vendrá después. Bien, y ahora que usted está aquí ¿qué haremos?

—Carl, acaba de llegar —visiblemente las frustraciones de Carl Mendelius no eran nada nuevo para su esposa—. Pero podemos en cambio contarle lo que hemos estado haciendo. Tú mismo lo has dicho mil veces: no puedes ofrecer agua si tu cántaro está vacío. De manera que cada uno de nosotros se está preparando para ofrecer el servicio en el área en que es más capaz por insignificante que ésta sea. Anneliese Meissner está entrenando a un grupo de jóvenes y muchachas en algunas técnicas de medicina práctica, aun en remedios homeopáticos que aquí pueden obtenerse de algunas plantas locales. Los ha encendido de entusiasmo con sus relatos sobre los médicos de pies descalzos que trabajan en algunas áreas rurales de China. Uno de los amigos que vino con Johann es un joven ingeniero que está estudiando un esquema para usar la caída de agua para generar energía… En cuanto a mí, he comenzado a dar clases a los niños y Carl está examinando la manera de ir conservando un archivo de todo lo que hacemos aquí y los problemas con que nos encontramos… Sé que todo esto es pequeño y muy elemental, pero es… es posible compartirlo. Aun si el mundo se derrumba, tarde o temprano tendremos que tratar de ponernos en contacto con los que hayan sobrevivido.

Y cuando lo hagamos, tendremos algo para ofrecer; de otro modo la esperanza muere y la caridad se vacía de sentido. Era el discurso más largo que Jean Marie jamás le hubiera oído y la mejor afirmación de lo que ella había madurado y asumido como mujer.

—¡Bravo, Lotte! Debiera sentirse orgullosa de esta muchacha, Carl.

—Lo estoy —dijo Carl Mendelius con su buen humor restaurado—. Sólo que me pongo muy celoso, porque ella es mucho más útil que yo. Y lo digo de veras. Soy un tipo con muchos conocimientos intelectuales. Pero, ¿de qué sirven comparados con los de una mujer que puede fabricar remedios con hierbas o un hombre que puede transformar en electricidad una caída de agua?

—Oh, estoy segura de que debe haber algo para lo que puedas servir. —Lotte se levantó y besó la frente de Mendelius. —Iré a ver los progresos que están haciendo en la cocina.

Cuando quedaron solos, Jean Marie hizo a su amigo una pregunta:

—¿De dónde diría que proviene el nombre de Atha?

—¿Atha? —Mendelius repitió el nombre unas cuantas veces y luego sacudió la cabeza. —La verdad es que no tengo la menor idea. ¿Se trata del amigo que vino con usted?

—Sí. Siempre ha sido muy vago en todo lo que se relaciona consigo mismo y sobre muchas otras cosas también. Dice que proviene del Medio Oriente. Fue educado en la tradición judía y no es creyente… Pero Carl, es un hombre único… Como ve, es joven. No puede tener más de treinta y tantos años. Y sin embargo hay en él una tan profunda madurez, una innata tolerancia. Cuando yo me encontraba en el punto más depresivo de mi enfermedad, me aferré a él como se aferraría un ahogado a una tabla de salvación. Sentía como si él me estuviera llevando sobre sus hombros hacia un lugar seguro. Todo ha sido muy extraño. Entró en mi vida tan fácilmente que me parece haberlo conocido siempre. Tratándolo se tiene la impresión de estar frente a alguien dotado de conocimientos infinitos y de una vastísima gama de experiencias. Y sin embargo jamás demuestra nada de lo que sabe. Me interesaría muchísimo saber cuál será su reacción frente a él.

—Atha… Atha… —Carl Mendelius continuaba jugueteando con el nombre. —Ciertamente no es hebreo. Pero me recuerda levemente algo… No sé qué, pero la verdad es que desde que estuve enfermo mi memoria ya no es ni la mitad de lo que era.

—La mía tampoco está muy buena —dijo Jean Marie—. El único consuelo es que en realidad hay una cantidad de cosas que es preferible olvidar.

Carl Mendelius se levantó de su silla y estiró la mano para ayudar a Jean Marie a levantarse también.

—Demos una vuelta y veamos quién anda por ahí. Y así, a la hora de la comida, no tendrá que enfrentar a una larga fila de puros desconocidos.

En la chimenea de lo que una vez había sido el comedor del pabellón, ardía un gran fuego de troncos y los cirios de adviento en sus verdes palmatorias se alineaban a lo largo del alféizar de las ventanas. El tradicional Nacimiento se desplegaba en una de las esquinas de la habitación: figuras de madera de la Virgen, José y el Cristo-niño con los pastores y los animales observando alrededor. En el rincón opuesto había un enorme pino navideño adornado con lentejuelas y chucherías. El resto del cuarto estaba lleno de bancos y mesas colocadas sobre caballetes sobre los cuales un bullicioso grupo de muchachas y de jóvenes se afanaba en disponer los cubiertos. Mendelius, luchando por recordar nombres, se decidió por una presentación general.

—Amigos, éste es el padre Jean Marie Barette… Más tarde estará disponible para confesión, consejo, o simplemente agradable compañía. Tendrán todo el tiempo que quieran para llegar a conocerlo mejor… —Llevándose a un lado a Jean Marie le susurró—: Sé que, esto, para usted es un "venir a menos", pero somos una comunidad demasiado pequeña para darnos el lujo de tener con nosotros a un papa o aun siquiera a un obispo. Y no queremos espantar a los clientes.

Jean Marie terminó por él la antigua broma en uso entre los clérigos:

—Por lo menos no mientras no recojamos los regalos de Navidad.

La cocina resplandecía con su antiquísimo horno de madera y de su media docena de ansiosas cocineras preparando aves, vegetales y pastelería. Una de ellas era Katrin, hundida hasta los codos en harina. Levantó el rostro para recibir un beso e hizo una broma sobre su estado:

—¡Parece increíble! ¡Que algo así me haya caído a mí! Al comienzo estaba aterrada pero ahora me siento realmente dichosa. También Franz está feliz. Ya lo verá. Está cortando leña en el granero. ¿Nos casará, tío Jean?

—¿Quién más hay aquí?

—Bueno, si usted no hubiera venido, habríamos cambiado nuestra promesa en una especie de ceremonia pública.

—De todos modos es lo mismo —dijo Jean Marie—. Excepto que yo aporto la presencia de un clérigo.

En el rincón más alejado de la habitación, Anneliese Meissner preparaba un revoltijo de licores en una gran fuente de cobre. Jean Marie la saludó y hundió en la fuente un dedo para probar.

—Ponche —le dijo ella—, según mi propia receta. No apto para menores de dieciocho ni para personas carentes de seguro de vida. —Le alcanzó el cucharón para que él probara—. Bien. ¿Qué le parece?

—Letal —dijo Jean Marie.

—Tendrá derecho sólo a un pequeño vaso y nada más. Espero que esté haciendo todo lo que le han prescripto.

—Lo examinó con su sagaz ojo profesional. —Luce muy bien… sólo le queda un leve rastro de la parálisis facial. Déme su mano izquierda. Apriete fuerte… ¡Y lo hace! Mañana lo examinaré más a fondo, una vez que me haya recobrado de la borrachera que voy a coger esta noche. Estoy muy contenta de verlo.

Continuaba nevando pero Carl Mendelius estaba ansioso por continuar su paseo. Proveyó a Jean Marie con un abrigo de piel de cordero y un par de botas de nieve y salió con él para una rápida visita a los alrededores del minúsculo establecimiento: el lago helado y cubierto de nieve, con los botes volcados en la orilla, la caída de agua con el agua siempre derramándose pero salpicada de pequeños trozos de hielo, la entrada de la antigua mina.

—Es un túnel muy largo que se adentra profundamente en la montaña —explicó Mendelius—. Aún pueden verse muchos ejemplares de hematites. Actualmente la usamos para almacenar nuestros pertrechos: conservas, semillas, herramientas. La mina provee la mejor protección posible contra los efectos de la explosión o de la radiación directa… La caída de las partículas radioactivas depende, por supuesto, del viento. Imagino que Munich es el blanco próximo más importante… ¿Le gustaría ver a los niños? Están aquí, en esta cabina al cuidado de algunas mujeres. No queremos echar a perder para ellos la sorpresa del árbol de Navidad.

Pero cuando Mendelius empujó la puerta y se hizo a un lado para dejarlo entrar, Jean Marie se encontró con su propia enorme sorpresa. El señor Atha estaba sentado en una silla con la espalda hacia la puerta sosteniendo sobre sus rodillas a una pequeñuela. Los otros tres niños estaban sentados en el suelo frente a él y detrás de ellos se encontraban cuatro mujeres, todos absortos en la historia que el señor Atha estaba contando. Uno de ellos hizo con la mano un ademán pidiendo silencio. Mendelius y Jean Marie entraron en puntas de pies cerrando suavemente la puerta tras de ellos. El señor Atha continuó su relación.

—…Ustedes no han estado allá, pero yo he estado. El lugar en que los pastores guardaban sus rebaños es una colina, muy desnuda y fría. No tiene árboles, como los que tienen aquí, sino solamente piedras y una hierba muy gruesa y áspera, que apenas alcanza para alimentar a las ovejas. Los pastores son gente muy solitaria. Yo he vivido algún tiempo en el desierto y puedo decirles que por las noches suele dar mucho miedo. Para combatir el miedo, un pastor canta algo y el otro, allá a lo lejos coge el tono de la canción y canta a su vez y luego el otro y el otro hasta que todos se encuentran cantando juntos como los coros de los ángeles. Y fue en un momento como aquél cuando vieron la estrella. Era grande, tan grande como un melón y estaba tan abajo en el cielo que daba la impresión de que era posible ir a cogerla y sacarla del cielo. Era brillante también, pero suavemente brillante, de manera a no herir los ojos de nadie. Y colgaba justo encima de la caverna donde acababa de nacer el niño. Y entonces los pastores siempre cantando caminaron hacia el lugar donde estaba la estrella y fueron así los primeros visitantes que la pequeña familia de Jesús, María y José tuvieron en Belén de Judá…

Por unos breves momentos, los niños quedaron en silencio y luego al ver que la historia había terminado, prorrumpieron en un largo "¡Ah!" Entonces el señor Atha se volvió para saludar a los recién llegados. La pequeña que sostenía en los brazos era la niña mongólica del Instituto de Versalles. Una de las mujeres era la dueña de la
Hostellerie des Chevalliers
; otra era Judith, la muchacha jorobada que había hecho la copa-cosmos.

El impacto de la sorpresa había hecho enmudecer a Jean Marie. Tartamudeó y balbuceó tal como lo había hecho cuando recién se recuperaba de los efectos de su ataque.

—¿Cómo… cómo han llegado aquí?

—Usted nos mandó buscar —dijo Judith—. El señor Atha trajo el mensaje.

Jean Marie se dio vuelta hacia el señor Atha.

—¿Cómo sabía la contraseña? La única persona que la conocía era Johann.

—Coja, a la niña —dijo el señor Atha—. Ella lo necesita.

Entregó la niña en brazos de Jean Marie e inmediatamente ella comenzó a acariciarlo gorjeando de placer. El reencontró su voz canturreando para ella.

—¡Eh!, mi pequeño payaso.

Sólo entonces pudo saludar a los demás y abrazarlos como un padre que los azares de la vida y un largo tiempo han separado de su familia. A la patrona le dijo:

—Ahora, madame, sí que de veras tendrá a la tonta mula y no al papa.

La voz del señor Atha lo ayudó a controlar el despliegue de su emoción.

—Estas personas son mi regalo de Navidad para usted. También invité a otros, en la misma forma. Más tarde los verá pero no los conocerá. Son clientes míos, todos necesitados de ayuda. Espero que mi pequeña estratagema no lo haya molestado, profesor Mendelius.

—Es Navidad —dijo Mendelius riendo del dichoso desconcierto de Jean Marie—. Este lugar está siempre abierto para todos.

—Gracias, profesor.

—Su nombre me interesa, señor Atha. No es hebreo. ¿Cuál es su origen?

—Sirio —dijo el señor Atha.

—¡Oh! —dijo Carl Mendelius y era demasiado cortés para forzar otra respuesta de un huésped tan lacónico.

La cena comenzó con la ceremonia de los niños. Jean Marie, llevando en brazos a su pequeña payaso le mostró el árbol de Navidad, el establo del Nacimiento y el chisporroteo de los grandes leños de la chimenea. Ella no aceptó que la separaran de él, de manera que antes que comenzara la cena su alta silla infantil hubo de ser colocada contigua a la de Jean Marie.

Johann presidía la mesa, con su madre a su derecha y Anneliese Meissner a su izquierda. Carl Mendelius ocupó el lugar al lado de su esposa y Jean Marie se sentó entre Anneliese y la niña mongólica. Al frente suyo, al otro lado de la mesa, estaba el señor Atha, con Judith a un lado y Katrin Mendelius al otro. Johann inició la cena con un pedido muy formal.

—¿Querría bendecir la mesa, tío Jean?

Jean Marie se santiguó y recitó la acción de gracias, notando al hacerlo que el señor Atha a diferencia de varios otros no hacía el signo de la cruz, pero que sin embargo se unió al "Amén" con que finalizó la oración.

En seguida comenzó la fiesta, amplia, animada, bullanguera con participación de todos en el ponche de Anneliese y en el vino del Rhin. Se había arreglado todo —según le había comunicado Johann a Jean Marie— para que el café fuera servido a las diez y media, de manera que los niños pudieran acostarse y que los adultos dispusieran de un lapso de tiempo para recuperarse de los efectos de la comida antes de la misa de medianoche. A esta hora la reunión había comenzado a ponerse sentimental. Johann Mendelius se levantó y golpeó su vaso para llamar la atención. Aun después de los efectos del vino, resplandecía de confianza y autoridad. Dijo:

—Amigos míos, familia mía. Estas palabras serán breves. Para comenzar les deseo a todos lo mejor en estas Navidades y lo mejor también después, para nuestra vida en el valle. Agradezco los esfuerzos y el trabajo de cada uno que ha permitido que nos encontremos preparados para el invierno. En seguida quiero dar la bienvenida a tío Jean y decirle cuan dichosos estamos de tenerlo entre nosotros. La última vez que estuve con él, hace unos meses tenía fuertes reservas sobre las cosas que el consideraba esenciales. Ahora desearía que él supiera que tengo mucho menos reservas y convicciones mucho más firmes sobre lo que constituye a un hombre cabal. Finalmente desearía dar las gracias al señor Atha que fue el primero que me enseñó el sendero que conducía al valle y que ahora nos ha traído no solo a nuestro más distinguido, sino a nuestro más amado ciudadano—. Hizo un gesto indicando a Jean Marie y a la niña sentada a su lado. El gesto fue seguido de un breve estallido de aplausos. El continuó—: Por una observación que hizo al pasar, he sacado la conclusión de que el señor Atha es una de aquellas infortunadas personas cuyo cumpleaños coincide con Navidad. Normalmente eso significa que en lugar de dos regalos al año, recibe solamente uno. Bien, por esta vez nos aseguraremos de que tenga dos regalos. —Levantó una botella de vino blanco y otra de vino tinto y se las pasó a través de la mesa con un saludo—: Feliz cumpleaños, señor Atha.

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