Usha ya no escuchaba. Sabía que el Protector hablaba sin parar llevado por la desesperación. Siendo un hombre silencioso, retraído, afable, dulce, todas esas palabras eran más de las que le había dirigido durante meses, y probablemente lo estaba haciendo sólo para procurar algún consuelo a ella y a sí mismo. Usha lo supo porque, cuando el hombre cogió una muñeca con la que había jugado de niña, de repente dejó de hablar, la apretó contra su pecho y la sostuvo como lo había hecho con ella antaño.
A Usha se le llenaron los ojos de lágrimas. Se volvió con rapidez para que no la viera llorar.
—Así que se me envía a Palanthas, ¿no? Bien. Sabes que hace tiempo que quería marcharme. Tenía planeado todo el viaje. Pensaba dirigirme a Kalaman, pero... —se encogió de hombros—, Palanthas servirá. Da igual un sitio que otro.
No había pensado en ir a Kalaman en ningún momento. Era el primer nombre de ciudad que le había venido a la cabeza, pero lo dijo de forma que parecía que llevara años planeando el viaje. La verdad era que estaba asustada. Terriblemente asustada.
»¡Los irdas saben dónde estuve anoche!», pensó, sintiéndose culpable. «Saben que estuve en la playa. ¡Saben lo que estuve pensando, soñando!»
Sus sueños habían evocado las imágenes de los caballeros: sus jóvenes rostros, su cabello húmedo de sudor, sus fuertes y flexibles manos. En sus sueños se habían encontrado con ella, le habían hablado, se la habían llevado en su barco con cabeza de dragón. Le habían jurado que la amaban; habían renunciado a la guerra y a las armas por ella. Una estupidez, lo sabía. ¿Cómo podía un hombre amar a alguien tan feo como ella? Pero podía soñar que era hermosa, ¿no? Al recordar ahora sus sueños, Usha se ruborizó. Se avergonzaba de ellos, de los sentimientos que despertaban dentro de ella.
—Sí, los dos sabemos que ha llegado el momento de que te marches —dijo el Protector con cierta torpeza—. Ya habíamos hablado de ello antes.
Cierto, Usha había hablado de marcharse durante los últimos tres años. Planeaba el viaje, decidiendo qué llevarse consigo; incluso llegó a marcar una fecha de partida, una fecha imprecisa, como la Víspera del Solsticio de Verano, o el Día de las Tres Lunas. Esas fechas llegaron y pasaron, pero Usha siempre se quedaba. El mar estaba demasiado agitado, o el tiempo era demasiado frío o el bote resultaba inadecuado o los augurios desfavorables. El Protector siempre se mostraba de acuerdo con ella, afablemente, del mismo modo que estaba de acuerdo con todo lo que ella decía o hacía, y el tema quedaba zanjado. Hasta la próxima vez que Usha empezaba a planear su viaje.
—Tienes razón. De todas formas pensaba marcharme —repuso, confiando en que el temblor de su voz fuera tomado por excitación—. Tengo mi equipaje hecho a medias.
Se pasó una mano por los ojos y se volvió para mirar al hombre que la había criado desde la infancia.
—¿Pero qué haces, Prot? —inquirió dirigiéndose a él por el nombre con que lo llamaba de pequeña—. No pensarás que voy a ir a Palanthas llevando mi muñeca, ¿verdad? Déjala aquí. Te servirá de compañía mientras yo estoy ausente. Los dos podréis hablar hasta que vuelva.
—No volverás, pequeña —dijo el Protector con voz queda.
No la miró, pero acarició la usada muñeca. Luego, en silencio, se la tendió a la joven.
Usha lo miraba fijamente. El temblor de la voz dio paso a un nudo en la garganta, y éste provocó que las lágrimas volvieran a sus ojos. Cogió la muñeca con brusquedad y la arrojó al otro lado del cuarto.
—¡Se me está castigando! ¡Se me castiga por decir lo que pienso! ¡Porque no me da miedo ese hombre! ¡El Dictaminador me odia! ¡Todos vosotros me odiáis! ¡Me odiáis porque soy fea y estúpida y... y humana! ¡Vale! —Usha se limpió las lágrimas con el dorso de las manos, se atusó el cabello e inhaló honda, temblorosamente—. De todos modos no tenía planeado regresar. ¿Quién querría volver aquí? ¿A quién le importa un sitio aburrido en el que nadie le dirige la palabra a otro durante meses? ¡A mí, no! ¡Me marcho esta misma noche! ¡Al infierno con el equipaje! ¡No quiero nada de vosotros! ¡Nada! ¡Nunca más!
Ahora lloraba sin disimulo... Lloraba y observaba al mismo tiempo para ver el efecto que causaban sus lágrimas. El Protector la miraba con impotencia, como había hecho siempre cuando ella lloraba. Cedería. Siempre cedía. Haría cualquier cosa para apaciguarla, para consolarla; le daría lo que quisiera. Siempre lo había hecho.
Los irdas no están acostumbrados a mostrar sus emociones a menos que sean extraordinariamente fuertes. En consecuencia, los desconcertaban las extravagancias tempestuosas del temperamento humano. No podían soportar ver a nadie en un estado de profunda angustia emocional. Resultaba embarazoso, mal visto, falto de dignidad. Usha había aprendido muy pronto que las lágrimas y las rabietas le proporcionaban lo que quisiera, fuera lo que fuera. Sus sollozos se hicieron mas fuertes; se atragantó y se ahogó mientras se regocijaba para sus adentros. No tendría que marcharse. Ahora no.
»¡Me marcharé!», pensó con resentimiento. «Pero sólo cuando yo lo diga y esté dispuesta.»
Había llegado al estado de dolorosos hipidos y pensaba que era el momento de parar y dar al Protector una oportunidad de disculparse humildemente por disgustarla, cuando oyó algo asombroso:
El ruido de la puerta al cerrarse.
Usha tragó saliva, cogió torpemente un pañuelo para limpiarse los ojos y cuando pudo ver miró a su alrededor, estupefacta.
El protector se había marchado. La había dejado plantada.
Usha se sentó en la pequeña casa, silenciosa y vacía, que había sido suya durante todos los años que habían pasado desde que la trajeron aquí siendo un bebé. En una ocasión había intentado llevar las cuentas, marcar los años desde el día en que el Protector le dijo que había nacido. Pero dejó de contarlos alrededor de los trece. Hasta entonces fue como un juego, pero a esa edad —por alguna razón— el juego se volvió doloroso. Nadie le contaba gran cosa acerca de sus padres o por qué no estaban allí. No les gustaba hablar de esas cosas. Los ponía tristes cada vez que ella sacaba a colación el tema.
Nadie quiso decirle quién era... sólo lo que no era. No era una irda. Y así, en un acceso de rabia, había dejado de marcar los años, y cuando volvieron a ser importantes para ella, había perdido la cuenta. ¿Habían pasado cuatro o cinco años? ¿Seis? ¿Diez?
Tampoco es que importara mucho. No importaba nada.
Usha sabía que esta vez sus lágrimas no le servirían.
* * *
Al día siguiente, cuando el sol estaba en su cénit, más o menos, los irdas volvieron a reunirse —dos veces en dos días era algo prácticamente sin precedente en su historia— para decir adiós a la «pequeña» humana.
Ahora Usha estaba protegida por la cólera; la cólera y el resentimiento. Sus palabras de despedida fueron distantes y formales, como si estuviera diciendo adiós a algunos primos lejanos que habían venido de visita.
—No me importa —fue lo que el Protector le oyó decir, y no en voz demasiado baja, para sí misma—. ¡Me alegro de marcharme! No me queréis. Nadie me quiso nunca. No me importáis ninguno, puesto que yo no os he importado.
Pero a los irdas sí les importaba. El Protector deseó poder decírselo, pero le costaba pronunciar esas palabras, si es que era capaz de decirlas. Los irdas se habían encariñado con la chiquilla alegre, que reía y cantaba, que los había sacado de sus estudios contemplativos con sobresalto, obligándolos a abrir sus corazones cerrados a cal y canto. Si la habían mimado y malcriado —y lo habían hecho, de eso no le cabía duda al Protector— había sido sin intención. Se sentían felices al verla feliz y, por lo tanto, habían hecho todo lo posible para que siguiera así.
El Protector empezó a pensar, vagamente, que quizás esto era un error. Al mundo al que la empujaban de un modo tan brusco no le importaba Usha ni poco ni mucho. Estuviera triste o alegre, muerta o viva, no era asunto del mundo. Se le ocurrió ahora —un poco tarde— que quizás Usha debería haber recibido cierta disciplina, haber aprendido a afrontar tal indiferencia.
Claro que jamás pensó en realidad que tendría que dejar libre al silvestre pájaro cantor. Ahora que había llegado ese momento, aunque no se demostraron emociones abiertamente, los irdas mostraron sus sentimientos del único modo que sabían hacerlo: dándole regalos.
Usha los aceptó dando las gracias con descortesía, cogiéndolos y metiéndolos a empujones en una bolsa de cuero sin siquiera echarles un vistazo. Cuando el que le entregaba el objeto intentaba explicarle su utilidad, Usha cortaba las explicaciones con un ademán. Estaba dolida, profundamente dolida, y tenía intención de causarles el mismo daño a todos ellos. A decir verdad, el Protector no podía culparla.
El Dictaminador pronunció un conmovedor discurso que Usha escuchó en un silencio gélido, y después llegó el momento de la partida. La marea era la correcta; el viento, también. Los irdas musitaron sus plegarias y buenos deseos. Usha les dio la espalda y echó a andar hacia el bosque, encaminándose a la playa, aferrando los regalos contra su pecho con fuerza.
—¡No me importa! ¡No me importa! —repetía una y otra vez en lo que el Protector confiaba que fuera un mantra fortalecedor.
Fue el único que la acompañó hasta el bote. La muchacha se negó a hablar con él, y el irda empezó a preguntarse si quizá la habría juzgado mal. Quizás era una más de esos humanos a los que nada les importaba y carecían de sentimientos. A mitad de camino de la playa, cuando los dos estuvieron solos en el bosque, Usha se frenó de sopetón.
—¡Prot, por favor! —Le echó los brazos al cuello y lo estrechó contra sí, una muestra de afecto que no hacía desde que había dejado atrás la infancia—. ¡No me alejes de ti! ¡No me obligues a marcharme! ¡Seré buena! ¡No volveré a causar ningún problema! ¡Te quiero! ¡Os quiero a todos!
—Lo sé, niña, lo sé. —El Protector, cuyos ojos también estaban empañados, le palmeó la espalda con gesto torpe. Acudió a él con fuerza el recuerdo de hacer esto mismo con ella cuando era un bebé, acurrucada en sus brazos, y él hacía cuanto estaba en su mano para darle el amor que su madre nunca pudo darle.
Cuando los sollozos de Usha se apagaron, el Protector la apartó para mirarla a los ojos.
—Pequeña, se supone que no tendría que decirte esto, pero no puedo dejarte marchar pensando que ya no te queremos, que nos has decepcionado de algún modo. Eso no podría pasar nunca, Usha. Te amamos mucho. Tienes que creerme. La verdad es... que vamos a realizar magia, una magia muy poderosa en un intento de evitar que los caballeros malvados regresen. No puedo explicártelo, pero esta magia podría dañarte, Usha, porque no eres irda. Podría ponerte en peligro. Te hacemos marchar porque nos preocupa tu seguridad.
Una mentira, quizá, pero era una mentira inofensiva. En realidad, a Usha se la hacía partir porque podía poner en peligro la magia. La humana, Usha, era una mácula en la perfecta estructura cristalina del encantamiento que los irdas planeaban utilizar para contener el poder de la Gema Gris. El Protector sabía que ésta era la verdadera razón de que el Dictaminador decretara la marcha de Usha.
La muchacha sollozó bajito. El Protector le limpió la nariz y la cara, como había hecho cuando era una niñita.
—¿Esa..., esa magia os pondrá a salvo? —Usha tragó saliva—. ¿A salvo del mal?
—Sí, pequeña. Es lo que dice el Dictaminador, y no tenemos motivo para dudar de su buen juicio.
Otra mentira. El Protector había dicho más mentiras en este día que en toda una vida de incontables siglos. Estaba profundamente asombrado de que se le diera tan bien mentir.
Usha hizo un débil intento de sonreír.
—Gracias por ser sincero conmigo, Prot. Siento..., siento haber sido tan brutal con los demás. Díselo, por favor. Diles lo mucho que los voy a echar de menos y que pensaré en vosotros todos los días... —Las lágrimas amenazaron con desbordarse otra vez. Tragó saliva y las contuvo.
—Se lo diré, Usha. Y ahora, vamos. El sol y la marea no esperan a nadie, o eso es lo que dicen los minotauros.
Caminaron hacia la playa. Usha iba muy callada. Parecía aturdida, incrédula, conmocionada.
Llegaron al bote, una embarcación grande, de dos mástiles, de fabricación y diseño de los minotauros. Los irdas la habían conseguido varios años antes, para utilizarla en la adquisición de la Gema Gris. Una vez completada la tarea, los irdas no tenían otra utilidad para la embarcación y habían dado permiso al Protector para enseñar a Usha cómo navegar en ella. Aunque la idea lo horrorizaba, siempre había temido que este día acabaría llegando.
Entre los dos colocaron cuidadosamente los dos bultos de equipaje: uno pequeño, en el que guardaba objetos personales y que podría llevar a la espalda, y una bolsa más grande, que contenía los regalos de los irdas. Usha llevaba puestas lo que los irdas juzgaban ropas adecuadas para viajar con calor: pantalones hechos con ligera seda verde, sueltos y ondeantes, fruncidos en los tobillos, y sujetos a la cintura con una banda bordada; una túnica a juego, abierta por el cuello y atada a la cintura con un fajín dorado; y un chaleco de terciopelo negro, con bordados de vivos colores. La cabeza se la cubría con un pañuelo de seda.
—Con tantos paquetes pareces una kender —intentó bromear el Protector.
—¡Una kender! —Usha se obligó a soltar una risa—. Me contaste historias sobre ellos, Prot. ¿Crees que llegaré a conocer a uno?
—Será más fácil conocerlos que librarte de ellos. Oh, sí, pequeña. —El Protector sonrió al evocar ciertos recuerdos—. Conocerás a los alegres y despreocupados kenders de ágiles dedos. Y a los severos y secos enanos; a los astutos e ingeniosos gnomos; a los audaces y apuestos caballeros; a los elfos de voces argentinas. Los conocerás a todos...
Mientras hablaba, el Protector observó que Usha apartaba los ojos de él y dirigía la mirada hacia el mar. La expresión de su rostro cambió, dejando de ser aturdida, conmocionada. Ahora advirtió ansia, el anhelo de ver y oír y probar y tocar la vida. En el horizonte unas nubes blancas iban formando un cúmulo más y más alto, pero Usha no veía nubes, sino ciudades, blancas y brillantes al sol. El Protector tuvo la impresión de que si el océano hubiese sido de pizarra la joven habría echado a correr por él en ese mismo instante.
El irda suspiró. La parte humana había tomado control de la huérfana finalmente. La excitación brillaba en sus ojos; sus labios se entreabrieron. Se inclinó hacia adelante, en un gesto inconsciente de ansiedad, dispuesta —como lo estaban todos los humanos— a zambullirse de cabeza en el futuro.