—Los Caballeros Grises. El mismo augurio que les reveló la existencia de la isla los previno de no aproximarse a ella. Intentaron persuadir a Ariakan para que la dejara en paz. Dijeron que este sitio podía significar el desastre.
El otro caballero frunció el ceño y echó una ojeada alrededor con creciente inquietud.
—Entonces ¿por qué nos enviaron aquí? —preguntó.
—Por la inminente invasión de Ansalon. Lord Ariakan creyó que esta maniobra era necesaria para proteger sus flancos. Los Caballeros Grises fueron incapaces de precisar qué tipo de desastre ocurriría con nuestra venida a la isla. Como dijo lord Ariakan, el desastre podría sobrevenir incluso si no hacíamos nada. Así que decidió seguir el viejo dicho enano: es mejor ir a buscar al dragón que el dragón vaya a buscarte.
—Buen razonamiento —se mostró conforme su compañero—. Si hay un ejército de Caballeros de Solamnia en esta isla, más vale que nos las entendamos con ellos ahora. Aunque no parece muy probable. —Señaló con un ademán la amplia extensión de la arenosa playa, las dunas cubiertas con hierba verde grisácea, y, más hacia el interior, un bosque de feos árboles deformes que se recortaban contra la silueta de las colinas semejantes a garras.
»No consigo imaginar por qué querrían venir aquí los solámnicos. Ni ninguna otra persona. Los elfos no vivirían en un sitio tan feo.
—No hay cuevas, así que tampoco les gustaría a los enanos. Si hubiera minotauros ya nos habrían atacado a estas alturas. Y en el caso de los kenders, ya se habrían largado con el bote y nuestras armaduras. Los gnomos nos habrían salido al encuentro con algún tipo de máquina atrapapeces manejada por demonios. Los humanos somos la única raza lo bastante necia para vivir en una isla tan horrible —concluyó el caballero con guasa. Recogió otro puñado de piedrecillas.
—Quizás una banda de delincuentes draconianos o goblins. O incluso de ogros. De los que escaparon hace veintitantos años, después de la Guerra de la Lanza, y huyeron hacia el norte, a través del mar, para evitar que los capturaran los Caballeros de Solamnia.
—Sí, pero ellos estarían de nuestra parte —respondió su compañero—. Y nuestros caballeros hechiceros con sus túnicas grises no estarían tan interesados en ello. Ah, ahí llegan nuestros exploradores para informar. Ahora lo sabremos.
Los caballeros se pusieron de pie. Los cafres que habían ido al interior de la isla se acercaron presurosos a sus jefes. Los bárbaros sonreían de oreja a oreja. Sus cuerpos casi desnudos brillaban por el sudor, y la pintura azul con que se cubrían y que se suponía poseía alguna clase de propiedades mágicas —como por ejemplo hacer que las flechas salieran rebotadas— se escurría en reguerillos por sus musculosos cuerpos. Largos mechones de pelo, decorados con plumas de llamativos colores, brincaban sobre sus espaldas mientras corrían ágilmente por las dunas de arena.
Los dos caballeros intercambiaron una mirada de tranquilidad.
—¿Qué encontrasteis? —preguntó el caballero al líder del grupo, un tipo gigantesco, pelirrojo, que sobrepasaba con creces la estatura de los caballeros y que probablemente habría podido cogerlos a ambos y levantarlos sobre su cabeza, pero que miraba a los dos caballeros con veneración y respeto ilimitados.
—Hombres —contestó el cafre. Aprendían con rapidez, y no les había costado trabajo adaptarse al Común, que era el lenguaje utilizado por la mayoría de las razas de Krynn. Desafortunadamente, los cafres denominaban «hombres» a toda la gente que no perteneciera a su raza.
El cafre bajó la mano hacia el suelo para indicar hombres pequeños, lo que podía significar enanos, pero que más probablemente se refería a niños. Luego la subió hasta su cintura, con lo que seguramente indicaba mujeres. Esto último lo confirmó el cafre poniendo las manos ahuecadas sobre el pecho y meneando las caderas, con lo que sus compañeros se echaron a reír mientras se daban codazos unos a otros.
—Hombres, mujeres y niños —dijo el caballero—. ¿Muchos hombres? ¿Montones de hombres? ¿Edificios grandes? ¿Ciudades?
Al parecer, esto les resultó muy divertido a los cafres, pues prorrumpieron en escandalosas carcajadas.
—¿Qué encontrasteis? —repitió el caballero con tono cortante, y el ceño fruncido—. Basta de tonterías.
Los cafres recobraron la seriedad rápidamente.
—Muchos hombres —dijo el líder—, pero no murallas. Casas. —Hizo un gesto raro, se encogió de hombros, sacudió la cabeza y añadió algo en su propia lengua.
—¿Qué significa eso? —preguntó el caballero a su compañero.
—Tiene algo que ver con los perros —contestó el otro, que ya había estado al mando de cafres con anterioridad y había aprendido algunas palabras de su idioma—. Creo que quiere decir que esos hombres viven en casas en las que sólo vivirían los perros.
Varios de los cafres empezaron a caminar de aquí para allí con los hombros hundidos, balanceando los brazos alrededor de las rodillas y gruñendo. Luego todos se irguieron, se miraron unos a otros y de nuevo se echaron a reír.
—Por su Oscura Majestad, ¿qué demonios hacen ahora? —inquirió el caballero.
—Que me aspen si lo entiendo —dijo su compañero—. Creo que deberíamos ir a echar un vistazo nosotros. —Desenvainó su espada parcialmente de la vaina de cuero negro—. ¿Peligro? —preguntó al cafre—. ¿Necesitamos armas?
El cafre se rió otra vez, cogió su propia espada corta (los cafres combatían con dos, larga y corta, así como con arcos y flechas) la hincó en el tronco de un árbol y le dio la espalda.
Alentado por el gesto, el caballero enfundó de nuevo su arma, y su compañero y él siguieron a sus guías. Dejaron la playa y se internaron en el bosque de árboles deformes. Caminaron casi un kilómetro a lo largo de lo que parecía una senda de animales y al fin llegaron al poblado.
A pesar de la grotesca pantomima representada por los cafres, los caballeros no estaban preparados para lo que encontraron. Parecía que habían topado con una gente que se hubiera quedado varada en los bajíos mientras el gran río del Tiempo seguía fluyendo y los dejaba atrás, sin tocarlos.
—Por Hiddukel —le dijo uno al otro en voz baja—. «Hombres» es un término excesivo para referirse a ellos. ¿Son seres humanos o bestias?
—Seres humanos —contestó el otro mientras miraba a su alrededor, pasmado—, pero son como los hombres que según la historia habitaron Krynn en la Era del Albor. ¡Mira! Sus herramientas son de madera. Y también lo son sus lanzas, y muy burdas, por cierto.
—Con la punta afilada, no hecha de piedra —dijo el otro—. Las viviendas son chozas de barro. Los cacharros de cocina, de arcilla. No se ve ni un fragmento de hierro o acero. ¡Qué grupo tan lastimoso! No veo cómo pueden representar un gran peligro, a no ser a causa de la suciedad. A juzgar por el olor, no se deben de haber bañado desde la Era del Albor.
—Qué seres tan feos. Más parecen monos que hombres. No te rías. Muéstrate serio y amenazador.
Aunque no era fácil distinguir su sexo bajo las pieles de animales que llevaban puestas, algunos de los hombres, si es que lo eran, echaron a andar hacia los caballeros. Los «hombres-bestia» caminaban encorvados, con los brazos balanceándose a los costados y los nudillos casi arrastrando por el suelo. Sus cabezas estaban cubiertas de pelo largo y greñudo, y unas barbas descuidadas casi les tapaban las caras. Se movieron frente a los caballeros balanceándose, arrastrando los pies y contemplándolos boquiabiertos por el pasmo. Uno de los hombres-bestia se acercó lo bastante a ellos como para extender una mano mugrienta y tocar la negra y reluciente armadura.
Uno de los cafres se adelantó para interponerse con su corpachón entre él y el caballero.
Éste hizo un ademán al cafre para que se apartara y desenvainó la espada. El acero centelleó a la luz del sol. El caballero se volvió hacia uno de los árboles achaparrados que, al igual que los demás, con sus ramas y troncos nudosos y retorcidos, guardaban bastante semejanza con la gente que vivía bajo ellos. El caballero alzó la espada y cercenó una rama del árbol de un solo tajo.
El hombre-bestia cayó de hinojos al suelo y se arrastró por el polvo al tiempo que emitía lamentos y lloriqueos.
—Creo que voy a vomitar —le dijo el caballero a su compañero—. Ni siquiera los enanos gullys querrían tener nada que ver con esta pandilla.
—En eso tienes razón. —El otro caballero continuó con la inspección—. Entre tú y yo podríamos aniquilar a toda la tribu.
—Podríamos, pero nos sería imposible quitar la peste de nuestras espadas por mucho que las limpiáramos.
—¿Qué hacemos? ¿Los matamos?
—No habría mucho honor en hacer algo así. Es obvio que estos desdichados no representan ninguna amenaza para nosotros. Nuestras órdenes eran descubrir quién o qué habitaba en la isla, y luego regresar y presentar el informe. Cabe la posibilidad de que estas gentes sean el pueblo favorecido por algún dios, que podría encolerizarse si les hacemos daño. Quizás eso es a lo que se referían los Caballeros Grises al hablar de desastre.
—Dudo que sea ése el caso —dijo el otro caballero—. No concibo que ningún dios trate así a su pueblo elegido.
—Tal vez Morgion —dijo el otro con una mueca irónica.
Su compañero asintió con un gruñido.
—Bueno, desde luego no les hemos hecho daño alguno por mirarlos. Los Caballeros Grises no pueden reprocharnos eso. Envía a los cafres a explorar el resto de a isla y volvamos a la playa. Necesito un poco de aire fresco.
Los dos caballeros regresaron hacia la playa y se sentaron a la sombra del árbol. Esperando que volvieran las restantes patrullas, pasaron el tiempo charlando sobre la próxima invasión de Ansalon y acerca de la vasta armada de negros navios con la proa tallada a semejanza de los dragones, tripulados por minotauros, que navegaba veloz a través del océano Courrain transportando miles y miles de guerreros bárbaros. Todo estaba casi a punto para la invasión del continente por dos frentes, que tendría lugar en la víspera del verano.
Los Caballeros de Takhisis no sabían con exactitud dónde atacarían; tal información había sido mantenida en secreto. Pero no dudaban de la victoria. Esta vez, la Reina Oscura tendría éxito. Esta vez, sus ejércitos saldrían victoriosos. Esta vez, la diosa conocía el secreto para alcanzar la victoria.
Los cafres regresaron al cabo de unas pocas horas y dieron sus informes. La isla no era grande, tal vez unos ocho kilómetros de longitud y otros tanto de ancho. Los cafres no encontraron más gente. La tribu de los hombres-bestia se había escabullido, probablemente escondiéndose en sus chozas de barro hasta que los extraños seres se hubieran marchado.
Los caballeros volvieron hacia el bote varado en la playa. Los cafres lo empujaron sobre la arena, y, al entrar la embarcación en el agua, se subieron de un salto y cogieron los remos. El bote se deslizó sobre la superficie del mar, encaminándose hacia el barco negro en el que ondeaba el estandarte de los Caballeros de Takhisis: el lirio de la muerte, la calavera y la espina.
Los caballeros dejaron tras de sí una playa vacía, desierta.
Pero su marcha no pasó inadvertida, como tampoco lo había sido su llegada.
La isla mágica.
Una reunión urgente.
El Dictaminador.
El barco negro desapareció en el horizonte. Cuando no quedó el menor atisbo de él, los observadores descendieron de los árboles.
—¿Regresarán? ¿Existe ese riesgo? —preguntó uno de los hombres-bestia a otro, una hembra.
—Ya los oíste. Han vuelto para informar que somos «inofensivos», que no representamos una amenaza para ellos. Y eso significa que regresarán —añadió la mujer tras un instante de reflexión—. No ahora, ni dentro de poco. Pero regresarán.
—¿Qué podemos hacer?
—No lo sé. Nos reunimos para venir a vivir todos juntos en esta isla a fin de guardar a salvo nuestro secreto. Quizá fue un error hacerlo. Quizás habría sido mejor permanecer desperdigados por todo el mundo. Aquí nos exponemos a ser descubiertos y atacados. Del otro modo al menos podíamos ocultarnos entre las otras razas. No sé —repitió con desánimo—. No puedo estar segura. La decisión está en manos del Dictaminador.
—Sí. —El hombre parecía aliviado—. Eso es verdad. Estará esperando nuestro regreso con impaciencia. Deberíamos volver enseguida.
—Pero no así —advirtió su compañera.
—No, por supuesto que no. —Dirigió una mirada descontenta al mar, los ojos entrecerrados bajo el desaseado pelo enmarañado—. Todo es tan espantoso, tan aterrador... Ni siquiera ahora me siento a salvo. Sigo viendo ese barco apareciendo en el horizonte. Veo a los oscuros caballeros. Oigo sus voces, lo dicho y lo que no se ha dicho. Conversaciones sobre conquistas, batallas, muertes. Deberíamos... —Vaciló un instante—. Deberíamos advertir a alguien en Ansalon, quizás a los Caballeros de Solamnia.
—No es responsabilidad nuestra —replicó la mujer, cortante—. Debemos ocuparnos de nosotros mismos, como hemos hecho siempre. No te quepa duda —añadió, y su tono se volvió amargo— que, en circunstancias similares, a ellos no les importaría lo que nos pasara. Vamos, recobremos nuestra forma verdadera y vayámonos.
Los dos musitaron unas palabras mágicas, unas palabras que ningún hechicero del continente de Ansalon habría podido entender y menos aún pronunciar, unas palabras por las que todos los magos de Ansalon habrían dado su alma a cambio de poseerlas. Ninguno lo conseguiría jamás. Una magia tan poderosa era un don innato, no algo que se adquiriera mediante aprendizaje.
La desastrosa y mugrienta apariencia del hombre-bestia se desprendió como cae el feo caparazón de una crisálida para descubrir la hermosa mariposa aprisionada en su interior. De los disfraces emergieron dos seres de belleza extraordinaria.
Es difícil describir tanta hermosura. Eran altos, esbeltos, de delicada estructura ósea, con ojos grandes y luminosos. Pero hay muchos en este mundo a los que podría describírselos así, muchos a los que se considera hermosos. Y lo que para unos puede ser bello, no lo es para otros. Un enano considera las patillas de una enana muy atractivas, y cree que los tersos rostros de las mujeres humanas resultan insulsos y sin carácter. Aun así, hasta un enano se daría cuenta de que estas personas eran hermosas. Tan hermosas como una puesta de sol en las montañas, como un claro de luna en el mar, como la bruma matinal levantándose en los valles.
Una palabra transformó las burdas pieles de animales que llevaban puestas en fino tejido de seda brillante. Otra palabra cambió el propio árbol en el que los dos habían estado escondidos, estirando las ramas contraídas, suavizando los nudosos troncos. El árbol se alzó recto y orgulloso, y sus hojas, de un verde profundo, susurraron con la brisa del océano. Unas flores exudaron un dulce perfume. Como resultado de otra palabra, todos los otros árboles sufrieron esta misma transformación.