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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (18 page)

BOOK: Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin
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Todavía pronunciaba las últimas palabras cuando… ¡se apagó la luz! Y una voz hablo en la oscuridad:

—¡Quietos! Un solo movimiento y disparo.

Jorge se quedó boquiabierto. ¿Qué pasaba? ¿Habían regresado los hombres de improviso? ¡Oh! ¿Por qué
Tim
no les había prevenido? Ella le había estado acariciando las orejas. Acaso se había distraído con sus caricias y no había oído nada.

Agarró el collar de
Tim,
temiendo que quisiera saltar sobre su enemigo en la oscuridad y que este le matase. La voz habló de nuevo.

—¿Se ha decidido o no a confiarnos su secreto?

—No —contestó el tío Quintín en voz baja y tensa.

—¿Prefiere entonces que toda la isla, todo su trabajo, y usted mismo y los demás vuelen por los aires?

—¡Si! Puede usted hacer lo que quiera —chilló de pronto Jorge—. Ustedes volaran con nosotros. Nunca podrán escapar en bote. Se estrellarían contra las rocas.

El hombre rió.

—No se preocupen por nosotros —anuncio—. Ahora, váyanse al fondo de la caverna. Les estoy apuntando con mi revolver.

Todos se agazaparon en el fondo.
Tim
gruñó, pero Jorge lo retuvo y lo hizo callar. No sabía si los hombres se habían dado cuenta de que
Tim
estaba libre.

Pasos cautelosos resonaron a través de la cueva en la oscuridad. Jorge escuchó aguzando el oído. ¡Dos pares de pasos! De manera que los hombres estaban atravesando la caverna… Ella sabía hacia donde se encaminaban. Pensaban huir por el pasadizo submarino y abandonar la isla, que estallaría tras ellos.

Tan pronto como dejaron de percibirse los pasos, Jorge encendió su linterna.

—¡Papa! Esos hombres están escapando ahora por el subterráneo. Debemos huir nosotros también, pero no por ese camino. Mi bote está en la playa. Vayamos rápidamente allí y escapemos antes de que se produzca la explosión.

—Si, vamos —respondió su padre—. Sin embargo, si pudiera acercarme a mi torre, podría desbaratar su malvado plan. Habrán colocado allí los explosivos, lo sé. Si lograra subir a la galería, podría destruir todos sus proyectos.

—¡Oh! ¡Hazlo de prisa entonces, papá! —gritó Jorge, llena de pánico—. Salva mi isla, si puedes.

Atravesaron todos la cueva en dirección al pasadizo que conducía hasta el tramo de escalones que llevaba a la pequeña habitación de piedra. Una nueva y amarga desilusión les esperaba. ¡La piedra no podía abrirse desde dentro! Los hombres habían alterado el mecanismo de modo que ahora solo podía manejarse desde el exterior.

En vano el tío Quintín movió la palanca arriba y abajo y de un lado a otro. No pasó nada. La piedra no se movió.

—Solo puede abrirse por fuera —dijo desesperado—. Estamos atrapados.

Se sentaron en los escalones en ruinas. Se sentían helados, hambrientos y tristes. ¿Que podían hacer ahora? ¿Volver a la cueva y seguir el pasadizo submarino?

—Sería muy peligroso —dijo el tío Quintín—. Temo que, si se produce la explosión, el lecho del mar, que forma su techo, pueda resquebrajarse, inundándolo. Y sería espantoso que eso sucediera estando nosotros dentro.

—¡Dios mío! No. No podemos dejarnos atrapar así —dijo Jorge estremeciéndose—. ¡Moriremos todos!

—Esperad. Se me ocurre una idea. Quizá consiga hacer saltar esta roca —dijo su padre al cabo de un rato—. Tengo material suficiente aquí. Lo malo es que estamos escasos de tiempo.

—¡Escuchad! —exclamó Julián de pronto—. Oigo algo al otro lado de la pared. Callad.

Guardaron silencio.
Tim
gimió y escarbo bajo la roca, pero esta no se movió.

—Son voces —dijo Dick—. Muchas voces. ¿Quién puede ser?

—¡Callaos! —interrumpió Julián con fiereza—. Debemos averiguar quienes son.

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —dijo Jorge bruscamente—. Son los pescadores que han venido en sus barcas. ¡Por eso los hombres no esperaron hasta las diez y media! ¡Por eso se han ido tan de prisa! ¡Han visto venir las barcas de los pescadores!

—¡Ana los ha traído! —gritó Dick—. Debió de marcharse corriendo a casa, contárselo todo a tía Fanny y dar la noticia a los pescadores. Y estos han venido a rescatarnos. ¡ANA! ¡ANA! ¡ESTAMOS AQUÍ!

Tim
empezó a ladrar desaforadamente. Los demás le animaron a continuar, pues el ladrido de
Tim
era más potente que sus gritos.

—¡GUAU! ¡GUAU! ¡GUAU!

Ana oyó el ladrido y gritó a su vez, tan pronto como llegó al cuarto de piedra:

—¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis?

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Mueve la roca! —chillo Julián, gritando tan fuerte que los demás que estaban junto a él dieron un violento brinco.

—Apártese, señorita. Ya veo que piedra es —dijo una voz profunda.

Palpó el contorno de la piedra, seguro de que acertaría porque era más inteligente que los demás.

De pronto, toco en el lugar exacto y encontró una pequeña clavija de hierro. La empujó hacia el fondo y la palanca desapareció, apartando la roca hacia un lado.

Todos se precipitaron hacia afuera. ¡Unos sobre otros! Los seis pescadores, que permanecían en el cuartito, los contemplaron atónitos. También estaban allí tía Fanny y Ana. Tía Fanny corrió junto a su marido tan pronto como este apareció, pero, ante su sorpresa, este la empujo rudamente.

Corrió hacia el exterior y se precipitó en dirección a la torre. ¿Tendría tiempo de salvar a la isla y a todos los que se encontraban en ella? ¡Oh! ¡De prisa, de prisa!

CAPITULO XXI

El fin de la aventura

—¿Adónde ha ido? —preguntó tía Fanny, verdaderamente ofendida.

Nadie contestó. Julián, Jorge y Martín vigilaban con ansiedad la torre. ¡Si al menos el tío Quintín apareciera en lo alto! ¡Ah! Allí estaba.

Sostenía con sus manos una gran piedra. Y, a la vista de todo el mundo, rompió con ella el cristal que rodeaba la torre: ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!

Los alambres fijados entre los cristales se partieron y desconectaron cuando los vidrios que los sostenían saltaron en fragmentos. Ahora los explosivos no podrían actuar. El tío Quintín se asomó a la destrozada galería y gritó con exaltada alegría:

—¡Todo va bien! ¡Llegue a tiempo! He destruido lo que podía hacer volar la isla. ¡Estamos a salvo!

Jorge notó de pronto que sus rodillas temblaban. Tuvo que sentarse en el suelo.
Tim
se acercó y le lamió la cara cariñosamente. Luego se echó a su lado.

—¿Por qué rompió el cristal de la torre? —preguntó un voluminoso pescador—. No entiendo nada de nada.

El tío Quintín bajo de la torre y se reunió con ellos.

—Diez minutos más y hubiéramos llegado tarde —explicó—. ¡Gracias a Dios! Llegasteis a tiempo, Ana.

—Corrí a casa, hable con tía Fanny y pedimos a los pescadores que nos trajeran tan pronto como tuvieran preparadas sus barcas —explicó Ana—. No conocíamos otro camino para rescataros. ¿Dónde están los bandidos?

—Tratando de huir por el túnel submarino —respondió Julián—. ¡Ah! Es verdad. Tú no sabes nada de esto, Ana.

Y se lo explicó todo, mientras los pescadores le escuchaban con la boca abierta.

—Mirad —dijo tío Quintín, cuando Julián hubo terminado—. Puesto que los botes están aquí, los hombres podrían llevarse todos mis trastos. He terminado mi trabajo. Ya no necesitare más la isla.

—¡Que bien! Entonces queda libre para nosotros —exclamó Jorge, alborozada—. Y podremos disfrutar lo que queda de vacaciones. Te ayudaremos a transportar lo que quieras, papá.

—Creo que deberíamos volver lo más rápido posible para capturar a los hombres cuando lleguen al otro extremo del túnel, señor —propuso uno de los pescadores.

—Sí, soy de la misma opinión —dijo tía Fanny.

—¡Cielos! Me había olvidado de que el señor Curton se quedó allí, con una pierna rota —dijo Ana, recordándolo de pronto.

Los demás la miraron con sorpresa. Era la primera vez que oían que el señor Curton estaba en la cantera. Ana lo explicó todo. «Y le dije que era un canalla», remacho, terminando triunfalmente su relato.

—¡Estupendo! —respondió tío Quintín, riendo—. Quizá será mejor dejar el traslado de mis cosas para otra ocasión.

—No hay necesidad. Dos de nosotros pueden encargarse de ello —respondió el voluminoso pescador—. La señorita Jorge ha dejado su barca en la ensenada y usted también tiene allí la suya, señor. Cabrán todos en ellas. Tom y yo llevaremos sus cosas a tierra firme más tarde y, si es necesario, haremos otros viajes.

—Bien —dijo el padre de Jorge, complacido—. Háganlo así entonces. Encontraran mis cosas abajo, en las cuevas. No tienen más que seguir por ese túnel de detrás de la piedra.

Descendieron a la ensenada. Hacía un día maravilloso y el mar estaba en calma, excepto los consabidos rompientes alrededor de la isla. Muy pronto los botes estuvieron navegando hacia tierra.

—¡La aventura terminó! —exclamó Ana—. ¡Que raro! Mientras estaba sucediendo, no me pareció una aventura. Pero ahora comprendo que lo es.

—Otra para añadir a nuestra larga lista —comentó Julián—. Anímate, Martín. No estés tan triste. Ocurra lo que ocurra, nosotros te protegeremos. Tú nos ayudaste, y por tanto, a partir de ahora, has entrado a formar parte de nuestra pandilla. Nosotros nos preocuparemos de que no te pase nada malo, ¿verdad, tío Quintín? Nunca habríamos logrado atravesar los montones de rocas derrumbadas sin Martín y sus azadas.

—¡Gracias, muchas gracias! —exclamó Martín—. Si podéis separarme de mi tutor y evitar que lo vuelva a ver en toda mi vida, me considerare feliz.

—Me temo que el señor Curton será puesto a la sombra por mucho tiempo, de manera que no podrá molestar a sus amigos en años —respondió burlón el tío Quintí—. Por lo tanto, creo que no debes preocuparte por él.

Tan pronto como las barcas llegaron a la orilla, Julián, Jorge, Dick,
Tim
y el tío Quintín se encaminaron a la cantera con objeto de comprobar si el señor Curton seguía allí y esperar la salida de sus cómplices por la boca del túnel.

El señor Curton estaba efectivamente allí, gimiendo y pidiendo socorro de vez en cuando. Nadie le había oído, excepto Ana. El tío Quintín le habló con severidad:

—Conocemos su papel en este asunto, Curton. Será entregado a la policía. No tardará en llegar.

Tim
husmeo alrededor del señor Curton y luego se aparó con el hocico levantado, como diciendo: «¡Que hombre más desagradable!»

Los demás se sentaron alrededor del agujero, dispuestos a esperar con paciencia, pero no apareció nadie. Pasó una hora y luego dos más, y nadie salía por aquella boca.

—Me alegro de que Martín y Ana no hayan venido —comentó el tío Quintín—. ¡Lástima que no se nos haya ocurrido traer unos cuantos bocadillos!

En aquel momento llego la policía. Bajaron por las rocas, a lo largo de la ladera. El médico forense venía con ellos. Examinó la pierna del señor Curton y luego, con la ayuda de los policías, subió al hombre con dificultad hasta el borde superior de la cantera.

—Julián, ve a casa y tráenos bocadillos —ordeno el tío Quintín—. Al parecer, tendremos para rato. La espera se hace larga.

Julián marcho corriendo y pronto regreso con grandes paquetes de bocadillos de jamón y termos de café caliente. Los dos policías que se habían quedado con ellos aseguraron que ellos solos podrían encargarse de la guardia y que el señor Quintín podía regresar a su casa si lo deseaba.

—De ninguna manera —replicó él—. Quiero ver el rostro de esos dos tipos cuando salgan del túnel. Será uno de los momentos más agradables de mi vida. La isla no ha sido volada, mi secreto permanece intacto, mi libro está a salvo y mi obra ha terminado. Siento la necesidad de proclamar todo esto a la cara de esos dos individuos, de esos dos «queridos amigos».

—¡Oye, papá! —exclamó de repente Jorge—. Estoy pensando que a lo mejor se han extraviado en los subterráneos. Julián nos contó que había muchos pasadizos diferentes y que
Tim
los condujo por el verdadero, guiado por su instinto, pero que de seguro se habrían perdido sin la compañía del perro.

La cara de su padre se ensombreció al pensar que los hombres se hubiesen perdido en el laberinto. ¡Había deseado tanto ver sus caras desengañadas al llegar a la cantera!

—Podíamos enviar a
Tim
en su busca —propuso Julián—. Solo él será capaz de encontrarlos y guiarlos hasta la salida. ¿Verdad que si,
Tim?

—¡Guau! —contestó
Tim
en señal de afirmación.

—¡Estupendo! Es una gran idea. No le harán daño si se hallan perdidos y comprenden que solo con su ayuda pueden alcanzar el buen camino para salir al exterior. Adelante,
Tim,
búscalos, encuéntralos y tráelos aquí.

—¡Guau! —volvió a ladrar el perro, dispuesto a demostrar su habilidad. Y desapareció bajo el dosel que formaba la roca.

Aguardaron, en tanto despachaban los bocadillos y bebían el café. Al cabo de un rato, oyeron de nuevo los ladridos de
Tim,
surgiendo de las profundidades.

Se percibió un ruido semejante a un jadeo. Luego, alguien que parecía escarbar y, por último, apareció por debajo de la roca un hombre. Al levantarse, divisó al silencioso grupo que le esperaba. Quedo petrificado.

—Buenos días, Johnson —dijo el tío Quintín con voz amable—. ¿Qué tal está?

Johnson palideció. Abatido, se sentó en una roca cercana.

—Usted gana —balbuceó.

—¡Y tanto! —contestó Quintín—. Pero además gano con limpieza. Vuestro pequeño y diabólico plan ha fracasado. Mi secreto sigue a salvo y dentro de un año será entregado al mundo entero para bien de la humanidad.

Otro ruido dentro de la roca anunció al segundo hombre. Se irguió y, como su compañero, se quedó boquiabierto ante el grupo numeroso que rodeaba la salida, esperándole tranquilamente:

—¡Buenos días, Peters! —le saludó el tío Quintín—. Me alegro de volverle a ver. ¿Cómo le fue su paseo subterráneo? Nosotros hemos preferido hacer la travesía marítima.

Peters miró a Johnson y se dejó caer sobre la roca.

—¿Que ha ocurrido? —preguntó a Johnson.

—¡Todo se ha ido al diablo! —contestó este.

En aquel momento hizo su aparición
Tim.
Moviendo su rabo, orgulloso del deber cumplido, se acercó a Jorge.

—¡Apuesto a que se alegraron cuando tropezaron con el perro! —exclamó Julián.

Johnson le miró.

—Sí, nos perdimos por esos endemoniados túneles. Curton prometió venir a nuestro encuentro, pero aun lo estamos esperando.

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