Read Los Cinco se escapan Online

Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco se escapan (3 page)

BOOK: Los Cinco se escapan
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por eso Jorgina era el «señorito
Jorge»
y estaba muy orgullosa con sus jerseys y
shorts
cuando iba a la playa y remaba tan bien como cualquier pescador y nadaba mejor que todos sus primos.

—Iremos a la isla mañana, entonces —dijo Julián—. Hoy merendaremos en la playa. Luego daremos un paseo.

Merendaron en la arena, con
Tim
a su lado, el cual compartía más de la mitad del ágape. Los bocadillos no estaban muy buenos. El pan era demasiado rancio; no tenían dentro bastante mantequilla y, en general, estaban duros. Pero eso a
Tim
le traía sin cuidado. Engulló todos los que pudo, moviendo el rabo tan frenéticamente que echaba arena encima de los chicos.


Tim,
saca el rabo de la arena si quieres moverlo —dijo Julián quitándose arena de la cabeza por cuarta vez.
Tim
volvió a mover el rabo con gran fuerza desparramando gran cantidad de arena. Todos rieron.

—Vamos a dar un paseo ahora —dijo Dick—. Mis piernas tienen ganas de hacer ejercicio. ¿A dónde vamos?

—Podemos ir a la parte más alta de las rocas, desde donde podemos ver bien la isla. ¿Qué os parece? —dijo Ana—.
Jorge,
¿está todavía allí el barco?

Jorge
movió la cabeza. Los chicos una vez tuvieron una excitante aventura con un viejo navío hundido que había en el fondo del mar. Una gran tormenta lo había sacado del fondo de las aguas, incrustándolo firmemente entre las rocas. Entonces pudieron explorar el barco, donde encontraron un plano del castillo con indicaciones de dónde se hallaba un tesoro escondido.

—¿Os acordáis cómo encontramos el viejo mapa en el barco y cómo buscamos los lingotes de oro y los encontramos? —dijo Julián con los ojos brillantes—. ¿No se ha desmoronado todavía el barco,
Jorge?

—No —dijo
Jorge
—. No lo creo. Está metido entre las rocas del otro lado de la isla, y por eso no se puede ver desde aquí. Pero podremos echarle un vistazo mañana.

—Sí, lo haremos —dijo Ana—. ¡Pobre viejo barco! Supongo que no durará allí muchos inviernos.

Fueron por la parte alta de las rocas con
Tim
haciendo cabriolas delante de ellos. Pudieron ver la isla fácilmente, así como el castillo que se destacaba en medio.

—Allí está la torre de los grajos —dijo Ana mirando—. La otra torre se vino abajo, ¿verdad? ¡Mira los grajos volando en círculo alrededor de la torre,
Jorge!

—Sí. Construyen sus nidos todos los años —dijo
Jorge
—. ¿No os acordáis de los montones de palitos que había alrededor de la torre de los grajos, dejados por éstos cuando construían sus nidos? Cogimos unos cuantos e hicimos fuego.

—Me gustaría hacerlo otra vez. Ya lo creo que me gustaría. Lo haremos todas las noches si nos pasamos una semana en la isla.
Jorge,
¿le pediste permiso a tu madre?

—Oh, sí —dijo
Jorge
—. Dijo que creía que podíamos ir, pero que ya veríamos.

—No me gusta que los mayores digan que ya veremos. Muchas veces eso quiere decir que no nos dejan hacer lo que queremos, pero que no quieren decírnoslo por el momento.

—Bueno, pero espero que al final nos dejará —dijo
Jorge
—. Al fin y al cabo, somos mucho mayores que el año pasado. Julián ya ha pasado de los doce años, y yo pronto, lo mismo que Dick. Sólo Ana es pequeña.

—No soy pequeña —repuso Ana, indignada—. Soy tan fuerte como tú. Pero no puedo impedir ser algo más joven.

—¡Ea, ea, nena! —dijo Julián dando palmaditas en la espalda a su enfurecida hermanita—. ¡Hola, fijaos! ¿Qué es eso que veo en la isla?

Había notado algo extraño en la isla mientras daba palmaditas a Ana. Todos se pusieron a mirar la pequeña isla Kirrin.

—¡Seguro que es! ¡No puede ser!

Jorge
profirió una exclamación.

—¡Caramba, una columna de humo! ¡Humo! Hay alguien en mi isla.

—Oh,
nuestra
isla —corrigió Dick—. Ese humo debe de provenir de algún barco que esté detrás de la isla. Lo que pasa es que no lo podemos ver, eso es todo. Pero apuesto a que el humo es de un barco. Sabemos que nadie puede ir a la isla, salvo nosotros. Los demás no conocen el camino.

—Si alguien ha ido a mi isla —empezó
Jorge,
hecha una fiera—, si alguien ha ido a mi isla, yo… yo… yo…

—Tú estallarás y te convertirás en humo —dijo Dick—. Ahora ya no se ve. Estoy seguro de que se trataba de un barco que echaba humo.

—¡Si mi bote estuviera ya arreglado! —dijo
Jorge,
impaciente—. Esta tarde iré por él. Estoy dispuesta a llevarme el bote aunque la pintura esté húmeda todavía.

—¡No seas idiota! —dijo Julián—. Sabes muy bien qué bronca nos llevaríamos si volviéramos a casa con las ropas y las cosas manchadas de rojo. Ten sentido común,
Jorge.

Jorge
olvidó la idea. Escudriñó el horizonte para ver si aparecía algún barco de vapor por uno u otro lado de la isla, dispuesto a entrar en la bahía, pero el barco no apareció.

—Probablemente ha anclado en cualquier sitio —dijo Dick—. ¡Vámonos ya! ¿Es que vamos a pasarnos el resto del día aquí plantados?

—Creo que lo mejor será volver a casa —dijo Julián, consultando su reloj de pulsera—. Es casi la hora del té. Espero que tu madre se haya levantado,
Jorge.
Es mucho más divertido cuando ella está en la mesa.

—Oh, espero que se haya levantado —dijo
Jorge
—. Vámonos ya. Regresemos.

Mientras regresaban seguían contemplando la isla Kirrin, pero lo único de particular que podían ver eran los grajos y las gaviotas inundando el cielo, pero nada de humo. Seguramente se trataba de un barco.

—De todas formas, mañana iré a echar un vistazo —dijo
Jorge
firmemente—. Si alguien ha entrado en mi isla, lo echaré.


Nuestra
isla —corrigió Dick—.
Jorge,
quisiera que recordaras que dijiste que la repartirías entre nosotros.

—Sí, lo haré —dijo
Jorge
—. Pero no puedo impedir el sentir que todavía es mía. ¡Vamos aprisa! Empiezo a tener hambre.

Por fin llegaron a "Villa Kirrin". Pasaron por el vestíbulo y se metieron en el cuarto de estar. Ante su sorpresa, Edgar estaba allí, leyendo uno de los libros de Julián.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Julián—. Y ¿quién te ha dicho que puedes coger mi libro?

—No estoy haciendo daño a nadie —dijo Edgar—. Si quiero leer un rato tranquilamente, ¿no puedo hacerlo?

—Espera a que mi padre regrese y te encuentre aquí —dijo
Jorge
—. Y si has estado en su despacho, verás cómo lo sentirás.

—Sí, he estado allí —dijo Edgar, sorprendido—. He visto esos instrumentos tan bonitos con los que trabaja.

—¡Cómo te has atrevido! —exclamó
Jorge
poniéndose pálida de rabia—. Ni siquiera nos permiten a nosotros que entremos allí. ¡Y, además, haber tocado sus cosas!

Julián observó a Edgar con curiosidad. No podía imaginar cómo era posible que el muchacho se hubiera vuelto de pronto tan insolente.

—¿Dónde está tu padre,
Jorge?
—preguntó—. Creo que será mejor que lo llamemos para que departa un poco con Edgar. Edgar parece que está loco.

—Llamadlo si queréis —dijo Edgar, todavía recostado en el sofá y pasando las hojas del libro de Julián insolentemente—. Él no vendrá.

—¿Por qué lo dices? —preguntó
Jorge,
asustada de pronto—. ¿Dónde está mi madre?

—Llámala a ella también, si quieres —dijo el chico con aire socarrón—. ¡Venga! ¡Llámala!

Los chicos, de pronto, se sintieron asustados. ¿Qué era lo que quería decir Edgar?
Jorge
salió corriendo escaleras arriba hacia el dormitorio de su madre, llamándola a grandes voces.

—¡Madre! ¡Madre! ¿Dónde estás?

Pero la cama de su madre estaba vacía. No estaba hecha, pero sí vacía.
Jorge
se metió en los otros dormitorios, llamando desesperadamente:

—¡Madre! ¡Madre! ¡Padre! ¿Dónde estáis?

Pero no hubo contestación.
Jorge
corrió escaleras abajo con la cara blanca como el papel.

Edgar le hizo un gesto.

—¿Qué te había dicho? —dijo—. Te dije que podías llamar todo lo que quisieras, que ellos no vendrían.

—¿Dónde están? —preguntó
Jorge
—. ¡Dímelo en seguida!

—A ver si los encuentras —dijo Edgar.

Se oyó una sonora bofetada y Edgar se incorporó, guareciéndose la mejilla izquierda con la mano.
Jorge
lo había abofeteado con todas sus fuerzas. Edgar levantó la mano para devolverle el bofetón, pero Julián se le encaró.

—No pelearás con
Jorge
—dijo—. Es una chica. Si quieres pelea, aquí estoy yo.

—No importa ser una chica —dijo
Jorge
intentando apartar a Julián—. Voy a pelear con Edgar y le voy a golpear. Ya verás si no.

Pero Julián la apartó a un lado. Edgar empezó a acercarse a la puerta, pero allí estaba Dick.

—Un momento —dijo Dick—. Antes de que te vayas, ¿dónde están nuestros tíos?

—Gr-r-r-r-r-r —gruñó
Tim
con voz amenazadora, cosa que hizo espantarse a Edgar. El perro enseñaba sus enormes dientes, con el pelo del cuello erizado, y tenía un aspecto sobrecogedor.

—Coged al perro —dijo Edgar con voz temblona—. Parece que quiere abalanzarse sobre mí.

Julián cogió a
Tim
por el collar.

—¡Quieto,
Tim
! —dijo—. Ahora, Edgar, cuéntanos lo que queremos saber, y cuéntanoslo en seguida, o lo vas a pasar mal.

—Bien, no hay mucho que contar —dijo Edgar sin separar la vista de
Tim.
Miró a
Jorge
y siguió—: Tu madre se ha puesto de pronto muy enferma, con terribles dolores; han llamado al doctor y se la han llevado a una clínica. Y tu padre ha ido con ella. ¡Eso es todo!

Jorge
se sentó en el sofá, con la cara tan pálida que parecía enferma.

—Oh —dijo—. ¡Pobre madre! Ojalá no hubiéramos salido esta mañana. ¿Cómo nos enteraremos de lo que ha ocurrido?

Edgar había salido de la habitación cerrando la puerta tras él.
Tim
no lo había seguido. Se oyó también un portazo en la cocina. Los chicos quedaron mirándose unos a otros, con aire abatido. ¡Pobre
Jorge
! ¡Pobre tía Fanny!

—Seguramente han dejado una nota en cualquier sitio —dijo Julián echando un vistazo por todo el rededor. Vio una carta puesta en el borde del gran espejo que había en la habitación, dirigida a
Jorge.
Se la dio a ella. Era del tío Quintín.

—Léela rápido —dijo Ana—. ¡Oh, querida, esto es realmente un mal comienzo para nuestras vacaciones!

Capitulo IV

UN PEQUEÑO TRASTORNO

Jorge
leyó la carta en voz alta. No era muy larga y a todas luces se veía que se había escrito apresuradamente.

Querida Jorge:

Tu madre se ha puesto muy mala. Voy a llevarla a una clínica. No pienso dejarla hasta que no se encuentre mejor. Esto podrá tardar varios días o tal vez una semana. Te telefonearé todos los días a las nueve de la mañana para decirte cómo se encuentra. La señora Stick se cuidará de todos vosotros. Trata de que todo vaya bien hasta que esté de vuelta.

TU PADRE.

—¡Oh, querida! —exclamó Ana viendo qué apenada estaba
Jorge. Jorge
quería mucho a su madre, y por una vez aparecieron lágrimas en sus ojos.
Jorge
nunca lloraba, pero era terrible volver a casa y encontrarse con que su madre había tenido que marcharse porque estaba muy enferma. ¡Y también su padre se había marchado! Sólo quedaban en la casa la señora Stick y Edgar.

—Qué pena me da que mi madre se haya tenido que ir —sollozó
Jorge,
de pronto, apoyando la cabeza en un cojín—. Ella… ella a lo mejor no vuelve jamás.

—No seas tonta,
Jorge
—dijo Julián sentándose y rodeándola con el brazo—. Claro que volverá. ¿Por qué no iba a hacerlo? Ya has visto que tu padre estará sólo unos días con ella hasta que se encuentre mejor, cosa que ocurrirá pronto. ¡Animo! No es propio de ti encontrarte de esa manera.

—Pero ni siquiera les he dicho adiós —sollozó la pobre
Jorge
—. Y yo le encargué a mi madre que convenciera a la señora Stick para que hiciera los bocadillos en lugar de hacerlo yo. Necesito ir a ver a mamá y ver por mí misma cómo está.

—No sabes dónde se la han llevado, y aunque lo supieras, seguramente no te dejarían entrar a verla —dijo Dick—. Vamos a tomar el té. Así nos encontraremos mejor.

—Yo no puedo comer nada —dijo
Jorge
fieramente.
Tim
puso la nariz entre sus manos e intentó lamerla, mientras lloriqueaba un poco.

—¡Pobre
Tim
! No lo puede entender —dijo Ana—. Está terriblemente trastornado al verte llorar,
Jorge.

Esto hizo que
Jorge
se calmase. Se restregó los ojos con las manos y dejó que
Tim
le lamiera las mejillas humedecidas. Pareció sorprenderse del sabor salado. Entonces intentó lamer las rodillas de
Jorge.

—No seas tonto,
Tim
—dijo
Jorge
con voz normal—. No estés trastornado. He tenido una emoción, eso es todo. Ahora estoy mejor,
Tim.
No lloriquees así, tontuelo. Estoy muy bien. No me duele nada.

Pero
Tim
estaba seguro de que
Jorge
estaba muy apenada y siguió lamentándose y apoyándose con las patas en
Jorge,
intentando lamerle las rodillas.

Julián abrió la puerta.

—Voy a decirle a la señora Stick que queremos ya el té —dijo, saliendo de la habitación. Los otros pensaron que era bastante valiente al enfrentarse con la señora Stick.

Julián se dirigió a la puerta de la cocina y la abrió. Edgar estaba allí sentado, con una mejilla encarnada, allí donde
Jorge
le había dado la bofetada. La señora Stick estaba allí, con aire avinagrado.

—Si esa chica le pega a mi Edgar otra vez, se las entenderá conmigo —dijo, amenazadoramente.

—Edgar se merecía lo que le ha ocurrido —dijo Julián—. ¿Podemos tomar ya el té, por favor?

—Tengo muy buenas razones para no haceros nada —dijo la señora Stick. El perro estaba en pie mirando a Julián desde su rincón y empezó a gruñirle.— ¡Eso está bien,
Tinker
! ¡Ladrarle a las personas que le pegan a Edgar! —dijo la señora Stick.

BOOK: Los Cinco se escapan
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Night Voice by Barb Hendee
Centaur Legacy by Nancy Straight
The Harper's Quine by Pat Mcintosh
El arte de la ventaja by Carlos Martín Pérez
Second Sight by Maria Rachel Hooley