«La Dirección del cementerio del Este, de Madrid, ha comunicado al Ayuntamiento que, sobre las cinco de la madrugada, ha sido dejado allá un cadáver que ha resultado ser el del señor Calvo Sotelo.»
La sorpresa se la llevó la esposa del comandante, al ver que las manchas del rostro de éste adquirían un tono violáceo. Y Carmen Elgazu, al ver que Matías se sentía incapaz de continuar con el periódico en las manos y se levantaba y salía a la calle.
La sorpresa se la llevó el alférez Roma al ver llegar al comandante al cuartel, en contra de su decisión de no salir sin escolta.
—¿Qué ocurre?
El comandante no le contestó:
—¿A qué día estamos hoy? —preguntó.
—13 de julio.
13 de julio. Las radios dieron los consabidos detalles. Guardias de Asalto se habían presentado en el domicilio de Calvo Sotelo invitándole a que los siguiera. En la camioneta le atravesaron la nuca de un balazo. David y Olga lamentaban el hecho. Casal lo atribuía a un acto de venganza de los guardias. «Falange había asesinado al teniente Castillo, de su compañía, y han querido vengarle.»
El comandante no se avenía a razones. Por primera vez había gritado: «¡Asesinos!» Los periódicos publicaban fotografías del incesante desfile, en Madrid, por la casa mortuoria. El comandante Martínez de Soria fue el primero en patentizar desde Gerona su adhesión. Mandó un telegrama de pésame. Don Pedro Oriol le imitó y don Santiago Estrada. Pronto se formó la caravana. Matías Alvear, con el lápiz en la oreja, le dijo a Jaime: «Esto me recuerda aquellos días de octubre».
Carmen Elgazu vivía un poco ajena a los datos concretos y desconocía la real importancia que podía tener Calvo Sotelo. Cada día desconfiaba más de las mujeres que para defenderse o defender a sus maridos decían: «¿No ha leído usted…?» A ella le parecía que lo bueno y lo malo estaban perfectamente delimitados en el fondo de cada uno; y cuando existían dudas, no cabía sino mirar las Tablas de la Ley.
Así que en aquel momento no preveía la dirección precisa de los cambios políticos que podía haber, y entendía que, en realidad, el hecho de ser presidente de un Consejo no alteraba las bases por las cuales un hombre no debía amenazar a otro. Había preguntado a Ignacio: «¿Calvo Sotelo era católico…?» E Ignacio le había contestado: «Sí».
Aquello le bastó. Creyó comprenderlo todo. Por un momento imaginó una desgracia que abarcaba a la Patria entera. Pero, de pronto, el espacio le dio vértigo. Algo instintivo la obligó a ceñir el problema a lo que pertenecía de forma inmediata a sus entrañas. Como si su corazón le dijera: «¿Qué entiendes tú de los demás?»
Tuvo el presentimiento de que se avecinaba una catástrofe no en el cementerio del Este de Madrid, sino en el seno de su familia. Tal vez ello ocurriera porque se encontraba sola en el piso, porque ninguno de sus hijos estaba allí y Matías se había marchado de aquella manera.
No sabía qué hacer. Podía leer el periódico para enterarse mejor; pero no quiso. Miró afuera. Un maravilloso cruce de sombras iba envolviendo los tejados. En las casas de enfrente se encendían luces. Se veían mujeres preparando la mesa.
La mesa. La mesa eterna. Hubiera querido ver a todos los suyos en la mesa. ¿Qué hora era? Entró en el cuarto de Ignacio y encendió una mariposa ante la imagen de la mesilla de noche.
Sonó el timbre. Era Pilar. Carmen Elgazu sonrió al verla. Le dio un beso con fuerza desacostumbrada «¿Qué te ocurre?» —le preguntó la chica—. «Nada, hija, nada. No me pasa nada.»
Llamó Ignacio. Carmen Elgazu le dio un beso como siempre.
—¿Ha venido Marta? —preguntó el muchacho.
—No, hijo.
Regresó Matías. Habría ido al Neutral. Miró afuera, al río. Carmen Elgazu pensó: «Todos van llegando». Quitó el periódico de la mesa y puso el mantel. Un mantel amarillo, con flores en cada esquina.
Faltaba César. Probablemente andaría por la parroquia. Reunía a los chicos y jugaba con ellos. A veces interrumpía los juegos y les daba una explicación plástica de la muerte de Cristo. Arrimaba sus espaldas a la pared, pegado su cuerpo a ella desde los tacones y extendía los brazos en cruz. Su actitud era tan dramática, que los chicos perdían la respiración.
El timbre sonó. Pilar fue a abrir deslizándose por el mosaico del pasillo. Carmen Elgazu, al ver a César, suspiró. Se le acercó y le dio un beso, que el seminarista le devolvió.
—¡Fuerte, fuerte! —reclamó Carmen Elgazu.
César la miró con aire extrañado.
—¿No te lo he dado fuerte? —preguntó.
Matías se puso los auriculares de la galena. Ignacio vio sombras en los muros.
—¿Qué es eso?
—He encendido la mariposa en tu cuarto.
—Es poco divertido.
Del 18 al 30 de Julio de 1936
Julio comprendió que los dados estaban echados. No era de prever que los militares esperaran hasta noviembre. Aprovecharían el clima creado por los últimos sucesos para intentar dar el golpe. El policía lamentaba que Gerona fuera tan pequeño. Imposible esquivarse unos a otros. Sabía que si pasaba por la Rambla se encontraría con el alférez Roma; si daba la vuelta, se encontraría con el teniente Delgado.
Leía en los rostros de éstos una sonrisa irónica. Le miraban a la cabeza. Julio se decía: «No seáis bobos; en casa, Wagner y no folklore andaluz…»
Se entrevistó con el general y con el coronel Muñoz. Les manifestó sus temores: sería preciso entregar armas al pueblo.
El general supuso que Julio se había vuelto loco. Le rebatió los argumentos uno por uno, por centésima vez. ¿Sanjurjo, Franco? ¿Qué podían hacer? Uno en Portugal, el otro en Canarias. Lo de las armas al pueblo era una propuesta inaudita, dadas las circunstancias. «Tengo entendido que los campesinos organizan una concentración aquí. ¿Por qué no les damos un par de cañones?»
Julio les dijo:
—Viven ustedes en el limbo. Un día de éstos se encontrarán en el calabozo. El comandante Martínez de Soria arengará a la tropa y la repartirá por la ciudad. Supongo que cuenta con unos doscientos paisanos, quizá trescientos. Nos fusilará a todos. ¡A todos!
Las tres hijas del general llamaron a éste por teléfono. Aquello salvó a Julio de encontrarse en los sótanos del cuartel haciendo compañía al teniente Martín, quien les decía a los centinelas que lo más duro de la cárcel era verse privado de mujeres.
Julio no se arredró. Tenía su plan y lo pondría en práctica. ¡Un general era poco para echar las cosas a rodar! No podía confiar en nadie. «Tendré que salvar personalmente la ciudad.»
Comprendía que era el único enlace posible con Cosme Vila, con el Responsable, con Casal y con todos. Hizo un rápido cálculo de los hombres. Pensó en Mateo. «Mateo cree que sólo ellos están dispuestos a dar la vida. Va a ver los que surgen en el otro lado. Me gustará darle una lección a ese crío.»
Doña Amparo Campo admiraba la calma de su marido. Con tantos quebraderos de cabeza, y nada le impedía hacer su vida normal: tomarse su baño diario, escuchar unos discos, leer a Voltaire. A veces permanecía con el doctor Relken, hablando de filosofía, hasta las tres de la madrugada. «Las dos ideas, las dos ideas de que yo hablaba —decía el policía—. El mundo se está dividiendo en dos bandos.» El doctor Relken entendía que los problemas eran más complejos. Se reía de él. «Así, pues, las partes del mundo ya no son cinco —bromeaba—; son dos.»
El doctor Relken también era partidario de armar al pueblo. «Y debería usted encarcelar al resto de Falange.»
Julio negaba con la cabeza al oír esto último.
—Se han alistado otros muchos. Las familias se exasperarían más aún. Los padres de los falangistas irían a ofrecerse al Ejército.
Julio no perdía la cabeza porque tenía la seguridad de que la sublevación sería un fracaso. Tal vez provisionalmente, y por sorpresa, los militares ganaran en alguna plaza; pero en la mayoría sería un desastre. Por lo tanto lo que le preocupaba era el aspecto individual. Salvar a Gerona. Porque veinticuatro horas les bastarían al comandante o al alferecillo aquel para acabar con su baño y su discoteca…
Al doctor Relken le aconsejó que se marchara. «Váyase a Barcelona. Se lo ruego. Hasta que todo haya pasado. De la primera escapó usted; de la segunda no sé…» El doctor estimó que Julio le aconsejaba razonablemente.
—Pero… ¿no cree usted que podría serles útil?
—No lo veo. Usted ya cumplió su misión cuando las elecciones.
El doctor quedó pensativo.
—Siento marcharme porque me interesaba lo de las minas —añadió.
—¿Qué quería hacer? ¿Meter baza en el asunto?
—Pues… ¿por qué no? Es un asunto muy importante para todos.
Julio le dijo:
—¡Pero no sea idiota! Ya volverá. Cuando todo esté despejado; y entonces sacaremos del Pirineo hasta platino si le place.
Cosme Vila y el Responsable acudieron al llamamiento de Julio. Y éste quedó estupefacto al ver la naturalidad con que ambos le contestaron: «Nosotros daríamos la vida en el acto».
Julio les preguntó si sus afiliados estarían dispuestos a hacer lo propio. El Responsable se indignó, consideró que la duda era humillante. En cambio, Cosme Vila movió la cabeza. La sugestión le pareció interesante.
Imposible contestar. ¿Por qué no enterarse?
Cosme Vila no pensaba nunca en la muerte. Le parecía que ello paralizaría sus acciones. La doctrina por la que luchaba era tan grandiosa, que se perpetuaba en el tiempo. Por lo tanto ¿a qué pedir más? Él podía disolverse en la tierra; su obra se habría realizado.
Y, sin embargo, la pregunta de Julio le recordó que el peligro era colectivo y que su decisión personal no bastaba. Era preciso conocer uno por uno los granos de arena para calcular su resistencia. En realidad, el fichero de su despacho indicaba que unos hombres estaban dispuestos a vivir, y querían que este vivir se desarrollara dentro de un orden nuevo; pero no especificaba si estaban dispuestos a morir. ¡Diablo de Julio! Cosme Vila pensó en ello. Habló con el catedrático Morales. A Morales la idea le entusiasmó. Era preciso completar el fichero. No podía hacerse con rapidez. Sería preciso arrancar verdades sin que dolieran, mirar profundamente a los ojos, en medio de una conversación.
—¿Preguntar a quién?
—A los afiliados. A los hombres de más de veinte años.
Cosme Vila reflexionó. Le parecía un poco espectacular. Y sin embargo… Pensó que no bastaba con saber que sus afiliados obedecerían una orden. La verdadera potencialidad radicaba en la disposición previa, arrebatada y ciega.
Cosme Vila salió del despacho y miró al azar entre los militantes. Gorki y Morales podían realizar la labor. ¿Qué importaba? La conciencia no podía ser un secreto.
Morales empezó al día siguiente, al regresar de la redacción. El local estaba lleno a cualquier hora, gracias a la huelga. Todos los camaradas, al verle, le saludaban. «¡Hola, Lope de Vega!»
Habló con un hombre de unos cuarenta años, cojo, accidente del trabajo en las canteras. Hablaron en un rincón. El hombre vivía enfurecido ante la inminencia de la sublevación militar y juraba que él lo había previsto hacía tiempo.
Morales asentía con la cabeza. De pronto le preguntó:
—¿Tú estarías dispuesto a dar la vida para derrotarlos?
El hombre no titubeó un solo instante.
—Desde luego.
Morales hizo un signo de satisfacción. Luego dijo:
—A mí me llena de orgullo todo eso. En el fondo soy novato en el Partido y vuestro ejemplo me infunde mucho valor.
—Yo tengo el carnet 120 —explicó el hombre.
Morales le miró con fijeza.
—A veces pienso una cosa —prosiguió—. Los momentos son graves. ¿Qué haríamos si el Partido nos pidiera el máximo de sacrificio? Por ejemplo… —añadió, después de una pausa— si nos pidiera dar la vida, no por los militares sino… sin explicarnos la causa. ¿Qué haríamos?
El hombre quedó perplejo. Se pasó la mano por la cabeza.
—¿A qué viene eso?
—A nada. Me lo pregunto.
El hombre marcó a su vez una pausa. Luego dijo:
—Eso no se sabe nunca. Yo… creo que la daría.
El catedrático Morales pareció emocionarse.
—¿Eres casado o soltero?
—Soltero.
Gorki no había oído aquella conversación. La misión le gustaba, pero le daba miedo. «Preguntarle a un hombre si estaría dispuesto a morir es mucho preguntar…» Sin embargo, Cosme Vila le había dicho: «¿Qué importa? Total, la conciencia no debe ser un secreto».
Sin saber cómo, se encontró en el balcón interrogando al carnet número 171. Un muchacho de unos treinta años, empleado de una tintorería. Estudiaba ruso hacía tiempo, sin resultado. «¿Darías la vida por el Partido?»
—Desde luego.
—¿Casado o soltero?
—Casado.
Gorki invitó a su interlocutor a fumar. Recordó los consejos de Cosme Vila.
—¿Y si el Partido nos pidiera algo peor? —prosiguió Gorki, en tono distraído.
El militante sonrió.
—No sé qué puede haber peor que dar la vida.
Gorki echó una bocanada de humo.
—Pues… hay algo peor… Dar la vida de otro.
—¿De otro?
—Sí. De otro.
El militante no comprendía.
—No comprendo.
—De cualquiera —prosiguió Gorki—. De cualquier camarada… de Víctor. —Se reclinó en la barandilla. Luego añadió, en el mismo tono—: Dar la vida de tu mujer.
El militante se echó para atrás Por un momento supuso que aquello iba en serio.
—¿Qué ha hecho mi mujer? —preguntó.
Gorki le tranquilizó.
—No, no, no tengas miedo. No se trata de que haya hecho nada. Tenemos una conversación, ¿no es eso?
Cosme Vila se acercó a ellos. El militante daba vueltas a la gorra con una sola mano. La idea de la mujer le obsesionaba.
—Pues… para mi mujer —dijo, mirando súbitamente a Cosme Vila— querría saber el porqué.
Cosme Vila disimuló. Hizo un gesto como denotando que ignoraba de qué estaban hablando. Y, sin embargo, arrugó imperceptiblemente el entrecejo. Al sugerir la pregunta a Gorki y Morales lo hizo por un placer casi exclusivamente intelectual. Ahora, al tener ante sí un hombre de carne y hueso, casado, comprendió que la cosa tenía verdadera importancia. Hasta tal punto que se preguntó a sí mismo si sacrificaría a su mujer. Recordó sus facciones, su pálido rostro después del parto, su manera inhábil de manejar el fusil en el Centro Tradicionalista. Le pareció que la sacrificaría. Se reclinó en la barandilla. El militante se había marchado, nervioso. Cosme Vila pensó en su hijo, en el crío que ya señalaba con el índice caballos y vacas en el libro en colores. «Al crío, no. Al crío no —se dijo—. También querría saber de qué se trata.»