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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (127 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Por el contrario oyó que hablaban de ellos en términos de absoluta indiferencia.

Se mordió los labios y llamó, aparte, a la Torre de Babel. Le describió la situación del subdirector, el peligro que corría.

—Llévatelo a tu casa.

La Torre de Babel le miró desde su enorme estatura.

—¿Yo…?

—Sí. En tu casa estará seguro.

La Torre de Babel le miraba como si Ignacio estuviera loco.

—Pero ¿por qué? ¿Qué peligro corre?

—¿Qué peligro…? ¿No comprendes que ha salido con armas?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues… que los matarán a todos.

—¿Que los matarán…? —La Torre de Babel reanudó su marcha—. Anda, Ignacio. Tú confundes el pueblo con los militares.

No logró convencerle. Ignacio quedó desconcertado un momento. Pensaba otro plan, pero de pronto vio pasar a Blasco seguido de unos limpiabotas. Sus rostros resultaban extraños, sus cinturas aparecían rodeadas de pistolas y puñales. Le miraron de extraña manera. Ignacio pensó que en su propia casa estarían inquietos y tomó la dirección de la Rambla. Los himnos de la emisora de Jaca le zumbaban en los oídos.

* * *

Entretanto Mateo y Jorge, con los pantalones medio rotos, veían campanarios de Gerona a lo lejos, y humo… Humo que salía del centro de la ciudad.

Mateo le decía a Jorge:

—Sí, ya sé. España está ardiendo. Pero España ¿ves…? —Le enseñaba un mapa cosido en el interior de la camisa— es un destino en…

Jorge le interrumpía:

—Ale, Mateo, que los Pirineos son más verticales que tu Sindicato.

Capítulo XC

A las seis, Gorki fue nombrado alcalde. La multitud irrumpió en el edificio municipal, tirando a la calle los retratos de hombres ilustres cuya imagen les resultó desconocida. El perfumista vio, en el despacho que le estaba preparado, el inmenso sillón de la alcaldía rodeado de tapices heroicos. Estaba eufórico. Se dirigió a todos los que habían subido al despacho. «¡Cantaradas, los antifascistas de Gerona tendréis agua, gas y electricidad gratis! ¡El Municipio al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del Municipio!» Cosme Vila nombró los consejeros de Gorki: el catedrático Morales y el brigada Molina. En un cajón del escritorio, este último descubrió un paquete de cigarrillos rubios. Gorki lo levantó, mostrándolo a todos… «¡Pitillos rubios, pitillos rubios!» La carcajada fue unánime, dedicada al alcalde dimisionario, arquitecto Massana.

Afuera, simultáneamente, se efectuaba otra ceremonia que el instinto popular adivinó de primerísima importancia: la requisa de coches. Dos horas le bastaron a la multitud para hacerse con casi todos los coches de la ciudad. En realidad, el primero en apropiarse de uno había sido un andaluz, Alfredo, eligiendo el de don Pedro Oriol. Luego vaciaron todos los garajes de la ciudad. Porvenir requisó una camioneta que repartía café. Cosme Vila había dado orden para que lo menos tres coches fueran puestos al servicio del Partido Comunista. El Responsable había previsto por su parte muchos viajes. Murillo, cuya célula se manifestaba muy activa, se hizo con dos Buicks: el del notario Noguer y otro. ¡A Gorki le correspondía, por derecho propio, el Ford del Ayuntamiento! La valenciana estaba harta de montar en camiones que olían a ajo y esperaba que Teo dejaría de hacer bobadas y le ofrecería algo mejor. El Balilla de don Santiago Estrada fue requisado por la UGT.

En los garajes hubo altercados.

—¿De parte de quién?

—Del Comité Revolucionario Antifascista.

—¿Qué Comité es ése?

—Pronto lo sabréis.

Algunos patronos ofrecían resistencia, a pesar de todo. Los milicianos decían:

—¿Eres de los que llevaban arma o qué?

La razón era convincente. Los garajes, cerrados por la huelga, fueron abiertos violentamente, lo mismo que los particulares. Cuando el conductor en su primera maniobra mostraba ser experto, los dueños de los garajes suspiraban con un hilo de esperanza, pero con frecuencia ocurría lo contrario.

A las siete de la tarde la ciudad era un autódromo. Coches de todas marcas y tamaños iban y venían a velocidades increíbles. El pánico de los transeúntes se acentuó hasta lo inverosímil, pues en un santiamén el aspecto de los vehículos habían cambiado por completo. Ondeaban banderas sobre los chasis; en todas partes inscripciones, preferentemente macabras. Porvenir había atado a la camioneta una tibia, que iba chocando con la madera de atrás. Los limpiabotas habían irrumpido de nuevo en el primer plano y uno de ellos había dibujado, en el parabrisas de su Renault, una calavera. Pero sobre todo, los fusiles. Los cristales del coche bajos, y cañones asomando por las ventanillas laterales. De todos los coches brotaban fusiles. Imposible salir al balcón y no sentirse apuntado desde la calle por docenas de fusiles que pasaban unos tras otros. De repente, un frenazo y milicianos que se apeaban. ¿Para qué? No se sabía. Algo importante.

La posesión de los coches dio a todos una gran seguridad. Los puestos de gasolina recibieron la orden de no agotarse. Las mujeres de los milicianos empezaron a admirar a sus hombres y a creer que verdaderamente la revolución iba en serio. Pero muchos de éstos les decían: «¡Te equivocas si crees que lo he requisado para divertirme! ¡Hay mucho que hacer, mucho que hacer!» Era lo que Julio temía, coincidiendo en ello con el profesor Civil: que la necesidad de justificar el coche llevara a correrías desenfrenadas…

Cosme Vila hubiera querido organizar todo aquello sistemáticamente y al efecto había constituido el Comité Revolucionario Antifascista de Gerona bajo su presidencia y la de Gorki, con el Responsable y Porvenir en representación de CNT-FAI, Casal y David por la UGT, y Alfredo, el andaluz, en representación directa del pueblo. Este Comité tendría poderes lo mismo para dar órdenes que para castigar abusos. Y, sin embargo, toda sistematización se reveló imposible. La reunión se celebró a las siete, en el local que por la mañana era de la Liga Catalana. Todos los miembros acudieron, excepto David, y el Comité Revolucionario Antifascista redactó un mensaje que iba a ser leído por radio. Pero con sólo salir al balcón se veía que a la masa le importaban un bledo los mensajes, que los milicianos se bastaban para planear y realizar sus operaciones revolucionarias. Las noticias que llegaban de fuera eran contradictorias; algunas hablaban de resistencia feroz por parte de los fascistas y aquello desataba los ánimos más aún. Otras ocho iglesias ardían, unas enteramente, otras sólo los altares, y los Comités Revolucionarios de los alrededores iban y venían de sus pueblos al centro de la ciudad informando de las medidas que ellos habían tomado. En seguida destacó el Comité del pueblo de Salí, cuyos dos coches, eternamente uno tras otro, fueron llamados pronto los coches de la muerte, pues en la bandera unas letras negras decían «Muerte a los fascistas». Los componentes del Comité de Salt exaltaban hasta lo indecible a los de Gerona. Ellos no sólo habían quemado la iglesia sino que al cura le habían cortado lo que le hacía hombre y luego le habían colgado en la fuente de la plaza, con los pies en el agua. ¡Podían ir a verlo! Todavía estaba allí. También habían saneado el Manicomio sacando a las monjas en un carro. ¡No hacían más que embaucar a los locos con jaculatorias, aprovechando que estaban locos! Ahora hacían trabajos útiles para la población. Algunas limpiaban los
waters
del cine, del café, del local del Comité Revolucionario, otras fregaban el suelo en casas de obreros y desde luego todas tendrían que ir a la fuente de la plaza todos los días y bailar un poco ante el cura colgado en ella.

Algunos milicianos de Gerona alzaban los hombros. «¿Y eso qué es? Veréis lo que pasa aquí esta noche.» Les molestaba que se las dieran de listos porque conducían coches que eran llamados de la muerte. ¡Iban a ver los nombres que daban a los suyos! Por de pronto se procedía a completar las listas, que no lo estaban. ¿Cuántos habían salido con armas? ¿Cuatrocientos, quinientos? ¿Y los de Liga Catalana? ¿Y los guardias civiles que todavía estaban en el cuartel? ¡No tantos humos porque habían mojado los pies de un cura!

A otros les hacía mucha gracia oír hablar de listas. Como si los nombres no fueran conocidos de memoria, o como si no bastara con oler para reconocer a los fascistas.

Los criterios no eran unánimes y bastaba una frase en voz alta para que esta frase fuera repetida por la población y considerada una orden. Corrían rumores de todas clases. «¡Dicen que hay que entregar todas las radios! ¡Piden las botellas vacías, no se sabe por qué! ¡Los patronos tendrán que presentarse al Comité Revolucionario para ser juzgados!» Muchas de estas órdenes eran desmentidas luego, otras quedaban en pie.

Una de ellas quedó en pie, pues no había salido de un grupo cualquiera sino del que capitaneaba el Cojo, el cual iba respaldado por una masa considerable de anarquistas. Se refería a las imágenes que hubiera en las casas particulares. Las familias tenían de plazo hasta medianoche para llevar las imágenes a la Rambla. A medianoche se haría con ellas una hoguera monumental. Y, al efecto, el Cojo y Santi, que dirigían las operaciones, habían trazado con tiza en el suelo, en el centro de la Rambla, una inmensa circunferencia.

En las familias hubo discusiones y forcejeos. Muchas mujeres consideraron pecado mortal entregar las imágenes. Salieron con sus capazos como para ir de compras y se dirigieron a las afueras de la ciudad, a enterrar a San Antonio, o a Santa Teresita del Niño Jesús en un campo, fijando en la memoria el lugar exacto. Otras las disfrazaron. Algunos Niños Jesús se convirtieron en rechonchos muñecos de largas pestañas. Muchas vírgenes vieron que les calzaban alpargatas rojas y que cintas de bailarina se enroscaban en sus piernas. El pie pisando la cabeza de la serpiente simulaba a la perfección el paso de la danza.

Matías Alvear llegó de Telégrafos diciendo que habían empezado las detenciones y que el Comité había decidido utilizar como cárcel el Seminario, del que habían evacuado todo el material, dejando los salones y las celdas libres.

También habían empezado los registros. En la calle del Progreso los milicianos subían piso por piso y Matías había visto por sus propios ojos a Porvenir lanzando a la calle, desde el balcón de un abogado, los tomos de la Enciclopedia Espasa uno por uno. Docenas de personas contemplaban el espectáculo, como esperando que de un momento a otro lanzaran al propio abogado.

Pilar salió un momento, a comprar tabaco para don Emilio Santos, y oyó que el altavoz del Cataluña repetía sin cesar: «¡Hay que dar con el paradero de los de Falange!» «¡Atención, atención!» Y daban las señas de los afiliados, uno por uno.

A última hora Ignacio volvió a salir y, entre coches que zigzagueaban a velocidades estremecedoras, se dirigió a la calle en que estaba la UGT, con la intención de esperar a que David y Olga bajaran y preguntarles si podía ir con ellos a la Escuela, a ver a Marta.

Al cabo de mucho rato bajó David y no halló inconveniente alguno. Todo el mundo sabía que habían continuado siendo amigos. En el camino David le contó que había rehusado formar parte del Comité Antifascista de Gerona porque no le gustaba el cariz que tomaba la cosa.

Ignacio apenas hablaba. Consideraba a David gran responsable y no quería hablar. Había aceptado de sus manos el favor de ocultar a Marta, pero entendía que ello no le obligaba sino a ser correcto. De hablar, diría cosas demasiado duras.

Pero el maestro parecía no darse cuenta, como si monologara en voz alta. Su obsesión eran los coches que pasaban con los fusiles, y su gran temor la llegada de la noche.

—Esta noche van a cometer alguna barbaridad —decía—. Casal intentará impedirlo, pero no sé, no sé.

Ignacio andaba por la orilla del río, adelante, recordando los tiempos en que iba a la Escuela a estudiar Bachillerato. Mil pensamientos cruzaban su mente. Pensaba en Mateo, en las montañas. Pensaba en la iglesia de San Félix —donde se había confesado con mosén Francisco—, ahora quemada. ¿Qué había ocurrido en el mundo? «¡Cuando vea claro lucharé…!» ¡En la calle de la Rutila recordó que él mismo había conspirado con el Responsable, con el Cojo, en el comedor, con una estufa al rojo vivo! La angustia le había atenazado el corazón. Y la necesidad de rescatarse, de rescatar tanta locura. De salvar. ¡Intentaría de nuevo ver al subdirector! ¡Subiría a casa del profesor Civil y lo llevaría a otro sitio, pues siendo padre de un falangista corría peligro! Las dos ideas colosales de que hablaba Julio… frente a frente. ¡Lo malo es que no estaban frente a frente, sino una encima de otra! Cuando el comandante Martínez de Soria leía el bando declarando el estado de guerra desde el caballo, Cosme Vila estaba detenido en su casa; ahora que Cosme Vila era el astro de la ciudad, el comandante Martínez de Soria dormía sobre paja en un calabozo. ¿Todo aquello duraría poco o mucho? ¿Ocurriría algún milagro y España volvería a vivir en paz? ¡Pobre España! ¿Qué ocurrirá en Málaga… qué estaría haciendo en Madrid su primo José, qué actitud habían tomado los de Bilbao…? Llevaba impresas en la retina las expresiones de los rostros envueltos en pañuelos rojos. Todo aquello era infrahumano; el hombre había renunciado a sí mismo. Ignacio sintió que una indomable voluntad penetraba en él. Ni estaba desconcertado ni tenía miedo. ¿El fuego estaba allí, las pistolas estaban allí…? Allí estaban. Haría frente a todo y salvaría cuanto pudiera de los que de una forma u otra esperaban de él. El sentido de responsabilidad. Su padre estaba demasiado abatido y su madre tal vez cometiera alguna imprudencia. ¡Pobre Pilar, lloriqueando en la cama! Monstruosos planes le vinieron a la mente. Pensó en Cosme Vila, le recordó en el Banco Arús, tecleando a máquina, y se preguntaba si sería lícito pegarle un tiro… Y otro al Responsable… Y otro a éste, a aquél… ¿Por qué pensaba en aquellas cosas sin sentir escalofrío? ¿Y dónde estaba el arma? ¿Era lícito o no era lícito? ¿Y la infancia de aquellos seres…? ¿Y el hambre…? ¿Serviría de algo? ¿Cuántos Cosme Vila saldrían, cuántos Responsables? ¿Es que iba a matar a toda una multitud?

David, a su lado, continuaba diciendo:

—Cosme Vila y el Responsable, por desgracia, se bastarán…

Capítulo XCI

Con CNT-FAI y el Partido Comunista hubo bastante. Apenas las estrellas fueron dueñas absolutas del firmamento, sin nubarrones ni siquiera luna; apenas el montón de imágenes de la Rambla quedó reducido a un rescoldo negro y húmedo por la purpurina derretida; apenas todos los hombres de la edad de Matías Alvear oyeron, desde sus casas, dar lentamente las tres de la madrugada en la Catedral, CNT-FAI y el Partido Comunista abrieron para la ciudad la gran puerta del cementerio.

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