—Mosén… muchas veces he pensado hablarle de algo. —Se quitó las gafas y continuó—: Ya sabe usted que me he comprometido a salir a la calle, el día que se me ordene, con un fusil. El problema es el siguiente: ¿Qué pasa si tengo que hacer uso de él…?
Mosén Alberto trasladó su manteo de uno a otro brazo. La esposa del notario no estaba presente, lo cual facilitaba el diálogo.
—En resumen —replicó el sacerdote, después de reflexionar—, me pregunta usted si, dadas las circunstancias, es lícito matar.
—Exacto.
El sacerdote permaneció unos instantes con la cabeza baja. Luego contestó:
—A mí me parece que, por las razones que usted y yo analizamos a diario, el alzamiento militar está justificado desde el punto de vista moral. De forma que tomar parte en él es, en sí, lícito. Ahora bien —añadió—, existe el alma de cada individuo. Más claro, depende de la intención personal. Si el día señalado sale usted a la calle y mata por odio, pecará… Si lo hace en defensa propia, no pecará.
El notario Noguer se quedó pensativo.
—Sabe usted… —dijo—. Esa distinción es válida hecha aquí, en frío, tomándose unos bizcochos. Ahora bien… en el momento de apretar el gatillo…
El sacerdote entendió que aquello llevaría lejos.
—Lo que vale es el acto primero, el acto consciente de salir a la calle en defensa propia o creyendo cumplir un deber. La borrachera del combate… ¡qué quiere usted!
El notario Noguer le miró con fijeza.
—Conclusión… que puedo salir tranquilo.
Mosén Alberto se mordió los labios.
—Yo creo que sí.
Luego se pasó la mano por la cara.
—De todos modos… —añadió—, me gustaría que planteara usted el problema a otro sacerdote. A mosén Francisco, por ejemplo…
El notario Noguer le contestó:
—¡Uy, puedo hacerlo! Pero ya sé lo que va a contestarme mosén Francisco.
—¿Cómo que lo sabe?
—Mirará a los bancos del catecismo y dirá: «Puede usted salir… no tenga miedo».
Aquel día mosén Alberto se despidió del notario con preocupación. Consideraba que dar un consejo semejante no era casi «obra de hombres…» Menos mal que el notario le había dicho: «Le voy a hablar de hombre a sacerdote…»
¡Sacerdote! Mosén Alberto pensó en la palabra matar. A medida que andaba hacia el Museo, evocaba en su memoria «los motivos por los cuales…» En la calle veía por todas partes señales de violencia y peligro. Grupos en las esquinas, una bandera de la FAI inesperadamente clavada en un quiosco de periódicos.
Sacerdote… Todo aquello le situaba ante un problema moral hondo: el de que muchas personas como el notario Noguer se lanzarían a la calle más que nada para defenderlos a ellos; en resumen, para defender a la Iglesia.
Mosén Alberto sintió que unos meses antes ello le hubiera situado al borde de la vanidad. Se hubiera dicho que no era cosa despreciable ser ministro de una institución por la que tantos seres humanos ofrecerían gustosos su vida.
Ahora pensaba en la responsabilidad. Había mejorado. Lo notaba con sólo cruzar la puerta del Palacio Episcopal. Ante aquellos tapices dorados que colgaban del techo recordaba la visita a Roma, en compañía del notario Noguer, con motivo del Jubileo.
«¿Por qué tanta riqueza?», había preguntado éste al salir del Vaticano. La sombra de los primeros cristianos, pobres y descalzos, flotaba sobre la frente del notario. Mosén Alberto, entonces, le contestó: «¿Cómo querría usted que la Iglesia se defendiera si continuara en unas catacumbas, si el Papa viviera en un garaje? La Iglesia cuenta ahora con millones de prosélitos, tiene que recibirlos, hacer frente a las persecuciones, ayudarla en los países en que sufre. Nazareth era lógico cuando sólo había doce pescadores que creían en Cristo. Ahora esos doce pescadores han triunfado y el Vaticano simboliza este triunfo».
A mosén Alberto continuaba pareciéndole acertado todo eso. Sin embargo, aquel día en que había dado a un hombre licencia de armas pensaba que era preciso añadir algo: que el ministro simple y escueto de esta Iglesia triunfante debía de continuar viviendo en su intimidad como los doce pescadores. Que debía pisar las alfombras de Palacio, por mullidas que éstas fueran, con ausencia absoluta de soberbia o voluptuosidad. ¡Que, a ser posible, debía ponerse granos de arena en los zapatos!
Mosén Alberto quería ser bueno, despojarse de lo superfluo. Muchas veces, paseando solo por las salas del Museo, se detenía pensando en la bomba que estalló. ¡Qué aviso del Señor! Un ser como Murillo, con sus bigotes y su gabardina sucia, podía dar fin en un segundo a su facultad de juzgar a los demás, y situarle a él frente al Juez Supremo, frente al que le preguntaría: «¿Qué hiciste del talento que te di?» «Señor —tendría que contestarle—, lo empleé en vanagloriarme de ser perito en retablos antiguos, en deslumbrar con citas bíblicas a almas sencillas como Carmen Elgazu.» Hasta que un día, en la rueda eterna de los tiempos, vería a Carmen Elgazu ocupando en el cielo una de las sillas doradas de que ahora él gozaba en el Palacio Episcopal.
¡Arena en los zapatos, bomba en el Museo! Ahí estaban los dos hilos mediante los cuales el remordimiento tiraba de su alma para arriba. En resumen, César y la sirvienta…
Especialmente César. El muchacho, desde que había vuelto del Collell, le tenía obsesionado. ¿Qué había en aquel muchacho, cuyo lenguaje era superior al de los canónigos? Le tenía obsesionado porque había descubierto en él algo más importante que su labor en la calle de la Barca: había descubierto que César deseaba morir.
La cosa era evidente, se le notaba en los ojos y en cada palabra. César ahora decía siempre: «El pecado se ha adueñado de la ciudad». No eran las banderas las que se habían adueñado de la ciudad, ni los milicianos: era el pecado. El pecado de unos y otros, los pecados del propio César. Sintiéndose impotente para expiar todo ello con actos diminutos, quedándose sin postre o llevando cilicio, César quería realizar el acto supremo: el de dar su vida. En realidad, mosén Alberto comprendió por fin el verdadero significado de la frase que el seminarista repetía a menudo: «Tal vez dure poco todo esto». ¡Santo Dios! Era evidente que con ello no pudo referirse jamás a la unión CNT-Partido Comunista, ni al coche que llevaba a doña Amparo Campo a comprar cosas aquí y allá. Era evidente que, sin saberlo, se refería a sí mismo, a su carne flaca y estirada, como queriéndose ir al cielo. César quería ofrecer su ser insignificante por la salud espiritual de Gerona, y, sobre todo, por la salvación «de los enemigos». En realidad, César no pedía a Dios permiso para matar sino para morir. Mosén Alberto lo veía claro. ¡Sobre todo quería salvar a Teo! Siempre hablaba de él. Quería ir a la cárcel a verle, a llevarle tabaco. Le parecía que Teo, con su estatura, representaba la aparatosidad de lo que un día u otro ha de empequeñecerse para presentarse ante el Tribunal de Dios. Mosén Alberto pensaba en todo ello. Y se sentía mejor hombre y mejor sacerdote. Sólo al ver bajo los arcos al Cojo, espiándole, sentía que su corazón pertenecía aún a este mundo, que no le era fácil transformar, como hacía César, el odio en amor.
Don Emilio Santos, don Pedro Oriol, el profesor Civil, Matías Alvear y, en general, todas las personas de su edad y mayores no conseguían dormir. Pasaban la mitad de las noches prácticamente en vela. Matías Alvear oía dar las tres en la Catedral, las cuatro, las cinco. Hacia el alba conciliaba el sueño, lo mismo que Carmen Elgazu.
Los diálogos entre esposos, en la misma almohada, daban la medida de lo que ocurría, de la angustia reinante. Algo amenazante, suspendido a ras de los tejados, podía describir la parábola de un momento a otro.
Cada persona pensaba en la manera de defender lo que le fuera más querido; si las monjas trasladaban pianos y Pilar se había cosido el retrato de Mateo en el interior de los vestidos, el arquitecto Ribas, jefe de Estat Català presentía pruebas terribles para Cataluña y, por encima de todo, procuraba mantener el fuego sagrado. Temía que las demás preocupaciones alejaran de las mentes la que a su entender era la principal: el bienestar y la prosperidad de Cataluña. Si se quemaba una iglesia, pensaba: un monumento que Cataluña pierde. Si saltaba hecho pedazos un trozo de vía férrea, decía a sus colaboradores: un trozo de vía que perdemos. El arquitecto Ribas estaba seguro de que el principal objetivo del comandante Martínez de Soria era cerrar con llave las cuatro provincias catalanas. De modo que se mantenía al acecho para salvar de unos y otros cuanto pudiera; y le había dicho al arquitecto Massana: «Deberíamos conseguir permiso del Departamento de Cultura de la Generalidad para incautarnos de lo que estimáramos de valor, si vemos que la cosa huele a quemado». El arquitecto Massana estimó acertado el proyecto y consiguieron el permiso sin dificultad, con ayuda de Julio.
Cosme Vila también defendía lo que le era más querido: el prestigio del Partido. Temió que el acuerdo con los anarquistas sentara mal a la opinión y buscó la manera de distraerla, como había ocurrido cuando el incendio de los Hermanos; esta vez le pareció oportuno hablar de la célula trotskista y así lo hizo.
El Proletario
inició una campaña violentísima contra Murillo, Salvio y sus secuaces. La acusación que éstos formulaban a Cosme Vila y al Partido Comunista era concreta y opuesta a la de Pedro: había traicionado al proletario mundial, supeditando sus intereses a los de Moscú. «¡Vasiliev es el amo absoluto! ¡Si ordena darle el pico al Responsable, se hace; si ordena agotar los recursos de la provincia, se le obedece!» Murillo aportaba datos de los tiempos en que él, «ofuscado», había formado parte del Comité Ejecutivo.
Cosme Vila aseguró en
El Proletario
que Murillo, resentido por su expulsión, planeaba repartir a los suyos por las carreteras y atentar contra los camiones de víveres que continuaban asegurando el suministro. «¡Vigilad las carreteras!» En los pueblos, los propios campesinos establecieron turnos de vigilancia.
No sólo podía temerse la acción de Murillo y los suyos. «¿Dónde estaban Mateo y los demás que atacaron al doctor Relken? Imposible dar con ellos, a pesar de los registros domiciliarios. Sin duda se escondían por los campos y el hambre y el odio los llevaría a cometer cualquier barbaridad.»
El período de vigilancia se inició. Se vigilaban las carreteras y los pasos a nivel, se vigilaban las imprentas y la Cooperativa; la guadaña suspendida en los tejados; y unos a otros, los hombres. Guardias de Asalto recorrían la ciudad: «¡Documentación!» Se buscaban pistolas y revólveres. Por ello la gente de la edad de Matías Alvear no podía dormir. Por ello Cosme Vila cuidaba más que nunca de su seguridad y de su prestigio.
Algunos patronos de poca monta habían acudido a verle y le habían dicho: «Oye. Concretamente, ¿qué es lo que querrías…?» Cosme Vila se había mostrado implacable. «Las bases están claras. Que el taller sea de la comunidad.»
En la visita que Vasiliev hizo a Gerona llevó el cheque prometido, exiguo, pero en compensación recorrió las calles escoltado por el Comité en pleno; se personó en la Cooperativa, donde fue aclamado por las mujeres; subió a uno de los camiones y recorrió la provincia; la cual era, en efecto, un jardín. «Tal vez la provincia más hermosa y variada de España.»
Ya en la estación, sin embargo, al despedirse le había dicho a Cosme Vila: «Todo eso está muy bien; lleváis las cosas como es debido, en todas partes nos dais gran satisfacción. Ahora bien, he echado de menos algo… fundamental, que un jefe de partido no debe olvidar jamás». Cosme Vila había abierto los ojos con curiosidad infinita, contento de que se lo dijera a él a solas, sin que los demás le oyeran: «¡Entre los milicianos que aprenden la instrucción —prosiguió Vasiliev—, he visto que tu mujer no estaba!»
El tren partió y Cosme Vila permaneció un minuto clavado en el andén. ¡Su mujer! Vasiliev tenía razón. Se apoderó de su pecho un entusiasmo sin límites por la sagacidad de aquel hombre y de la revolución que representaba. Se sintió pequeño, un simple aprendiz…
Su mujer quedó estupefacta. «¿Yo un fusil? Pero ¿por qué? ¿No comprendes que el crío…?» Cosme Vila hundió en los suyos sus ojos, esperando, esperando, sin añadir una palabra más. Y aquel silencio dio a entender a la mujer del jefe que Cosme Vila debía de tener razón, que si él estimaba que debía ir a aprender la instrucción, por algo sería. Y dejó el biberón y se fue al primer piso del Centro Tradicionalista, donde su presencia paralizó de emoción a los dos brigadas de la guerra de África, a todos los milicianos, a la valenciana y a las demás mujeres que marcaban el paso y aprendían a desmontar y montar el cerrojo a gran velocidad.
¡Y Cosme Vila no paró ahí! Le obligó a su suegro a hacer otro tanto. «Ya cuidará del paso a nivel tu mujer.» Su suegro le miró perplejo, pero poniéndose el chaleco, dijo: «Andando».
Entonces Cosme Vila en persona se puso a vigilar a los que hacían la instrucción. La inhabilidad de su mujer le ponía nervioso y al llegar a casa le decía: «No quiero cenar». Era el castigo que le imponía. No cenar y prohibirle que le diera un beso a su hijo. El crío ya no se comía el pie; ahora señalaba con el índice los caballos, las vacas, las jirafas de un libro en colores que el suegro le trajo. A veces el niño alcanzaba con su rechoncha mano un ejemplar de
El Proletario
y lo desmenuzaba, babeándolo luego. Cosme Vila se le plantaba entonces delante y no sabía qué hacer. Le parecía raro que aquel minúsculo ser sentado en el suelo, con aquella cabeza pequeña y chata, fuera hijo suyo. No quería dejarse conmover. ¡Tampoco podía llevarle a hacer la instrucción! Pero podía mandarle a Rusia en cuanto tuviera edad de soportar las inclemencias del viaje.
La vigilancia había ganado la ciudad. Padres a hijos, vecinos a vecinos. La huelga continuaba. El doctor Relken se ofreció a los arquitectos Massana y Ribas: «Si para vigilar los monumentos y las obras de arte puedo serles útil, cuenten conmigo».
El catedrático Morales les decía a David y Olga: «¿Qué os parece el cambio dado en poco tiempo? Mi abuelo era rico. Murió sin haber empleado un cuarto de hora de vida en pensar que existía una palabra llamada pueblo. Ahora esta palabra ha pasado a primer término. Es la principal preocupación de todo el mundo. Me parece que conseguir esto bien vale mantener unas cuantas fábricas cerradas».
David y Olga le preguntaban:
—Pero, en definitiva, ¿qué os proponéis?