Read Los cipreses creen en Dios Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (68 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
2.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Otro de los amantes del Templo era el doctor Rosselló. Cuando se colgaba el mandil y se calzaba los guantes blancos, le parecía que éstos eran de goma y que se disponía a operar sobre el cuerpo social.

Todos amaban el Atrio, el Templo, la calle del Pavo. Las tres ventanas no daban a ninguna parte. La escuadra y la regla simbolizaban el derecho, el compás y la medida. El «francmasón debe entregar su vida entera al trabajo». Todos trabajaban, cada uno en su puesto. Gerona era el taller, el cuerpo. Podía delatarse a «La Voz de Alerta», al comandante Martínez de Soria, a mosén Alberto, al notario Noguer, a Mateo Santos. Incluso a don Pedro Oriol. Incluso a Bernat, fabricante de imágenes y jugador de bochas; nadie delataría al Hermano. Podía delatarse a Joaquín Santaló; nadie al Hermano. So pena de «ver su cuello cortado, la lengua arrancada del paladar, el corazón echado a las arenas del mar en un sitio que el mar cubriera y descubriera dos veces en un día, y su cuerpo reducido a cenizas y las cenizas dispersas por la superficie del suelo».

Capítulo XLII

Mateo había elegido el camino más recto para entrar en contacto con los hijos del comandante Martínez de Soria. Se había presentado en casa de éste, fue recibido por los dos muchachos y les dijo: «¡Arriba España! Mateo Santos, de la Falange de Madrid». El carnet dio fe de sus palabras.

Un detalle llenó de gozo a los tres: jamás se habían visto, y a los cinco minutos parecían hermanos. Idénticos puntos de vista, idéntica concepción del mundo. Charlaron durante mucho rato, le presentaron a Marta, luego salieron a visitar la ciudad.

Mateo los puso al corriente de su situación personal. Hijo del director de la Tabacalera, no hablando catalán, su labor sería penosa, sobre todo en una provincia separatista que había metido en la cárcel trescientas personas y sacrificado a un diputado. De momento, no veía a nadie a quien acudir. Únicamente su hermano, desde Cartagena, acababa de mandarle un nombre: Octavio Sánchez, empleado de Hacienda. Al parecer era un chico andaluz, simpatizante, que llevaba tres o cuatro meses en Gerona. Mateo opinaba que Cataluña era un hueso.

Fernando Martínez de Soria, que disponía de un vozarrón desproporcionado a la delgadez de su cuello, dijo que, a pesar de eso, Falange en Barcelona respondía bien. Eran pocos, pero muy inteligentes y eficaces. Y además, muy valientes. «En ciertos aspectos, nos dan lecciones a los castellanos.» Los falangistas de Barcelona habían sido los primeros en apoyar la idea de fusionar Falange con las JONS, lo cual constituyó un gran acierto. Ahora, con la incorporación de estos obreros, que por cierto demostraban un entusiasmo sin límites, los cuadros quedaban mucho mejor definidos. «Con eso ya, si quieren continuar aplicando a Falange el mote de
señoritos
no les queda otro remedio que decir que pagamos una mensualidad a estos camaradas.»

Mateo estaba al corriente de aquello, y pensaba desde luego ponerse en contacto con las Escuadras de Barcelona. Tenía las señas del Jefe, J. Campistol; se las habían mandado de Madrid. Pero le preocupaba Gerona. «¡Era una ciudad tan complicada!» De un lado españolísima, arquetipo casi, con su obispo siempre alerta, capacidad emotiva, conventos, chicas guapas, gran riqueza mental, cuarteles insalubres, amor propio; en otros aspectos inabordable. Ya se lo dijo: catalanista, empezando por los curas. Insensible a las grandezas de España: sin darse cuenta, preferían influencias que ellos llamaban europeas y que Dios sabe de dónde habían salido. Comerciantes por naturaleza, no avaros, pero dándoselas de saber administrar. Al oír las palabras peligro, sacrificio, dar la vida, etc… reaccionaban violentamente: «Aquí quijotes, no». Y luego a lo mejor lo eran más que nadie. Imperio, mar azul, flechas y Falange, etc… todo ello era un lenguaje que les sonaba distante tal vez a consecuencia de la vecindad con Francia, de su idioma, menos épico que el castellano, de un sentimiento poco heroico de la tierra. Los obreros decían: «Señoritos de Madrid», aunque se hubieran fusionado con las JONS y fueran de Zamora o de Burgos. Los abogados, propietarios, grandes industriales, etc… sabían vivir. Gran solidez familiar. Difícil que emprendieran una aventura si no la encabezaban señores con barba. La juventud les aterrorizaba, y Falange era juventud. En fin, esto ocurría en todas partes. Su propio padre, con ser de Madrid, le había dicho que tuviese cuidado; y el propio comandante Martínez de Soria, al parecer los tomaba por escapados de una jaula.

Los Martínez de Soria se rieron. ¡Qué se les iba a hacer! Nunca se creyó que la labor fuera fácil. Sin embargo, arriba siempre. De momento ¿qué más quería? Él tenía una formación. Y tal vez, en Hacienda, aquel Octavio Sánchez resultara un gran camarada. El menor de los hermanos añadió:

—Tú verás lo que te conviene. A mí me parece que deberías rodearte de gente de aquí. Y desde luego, pocos militares. Ya sabes: barberías, cafés. Lástima que estés en la Tabacalera. Mejor te valdría trabajar en una fábrica.

Fernando vio una posibilidad entre los decepcionados de la revolución de Octubre.

—Tienes el ejemplo en Oviedo. Más de cien mineros se han incorporado a Falange Asturiana.

—Lástima que nos marchemos el día cinco. Te ayudaríamos muy a gusto.

Llegaron a la plaza de la Catedral. Gerona había conmovido mucho a los Martínez de Soria. San Pedro de Galligáns, los Baños Árabes. Iban recorriendo la ciudad de punta a punta. Palpaban los muros, se indignaban ante muestras de abandono. Especialmente les gustó la calle que unía la de la Barca con la Rambla, la de las Ballesterías. Estrecha calle, a los pies de la cuesta de la iglesia de San Félix, taller de artesanos en cada entrada. Pequeños símbolos surgían de las fachadas: un paraguas en miniatura, un cuchillo, una bota. Al anochecer se encendían los farolillos y con el viento éstos y los símbolos se bamboleaban. Pero no importaba; al fondo del taller, la figura del artesano aparecía inconmovible, seguro, sentado ante sus instrumentos, frente a la bombilla. Especialmente les llamaron la atención los herbolarios. Encima de uno de aquellos establecimientos trabajaba Pilar. «Casa fundada en 1769.» «Casa fundada en 1800.»

Mateo se sentía a gusto entre sus dos camaradas. Le había ocurrido como a un misionero que de repente oye por radio la voz de la Patria.

Marta los acompañaba. También la muchacha estaba enamorada de la parte antigua de la ciudad. Pero, sobre todo, le gustaba la Dehesa, que conocía palmo a palmo, gracias a su jaca, cuyo
trap-trap
resonaba por sobre los millones de hojas muertas.

La muchacha le había dicho: «¿Mateo Santos…? Me acordaré muy bien. Estoy muy contenta de que en Gerona haya alguien de Falange. Me sentiré más acompañada».

Fernando y José Luis dijeron a Mateo: «Marta es una criatura extraña». Mateo no lo creía así. Mateo observaba que aquellos de sus amigos que tenían hermanas les hacían poco caso. ¡Qué barbaridad! ¿Cómo podía ser extraña una mujer que mira a los ojos abiertamente, que sonríe a tiempo, cuyo rostro se ilumina cuando una palabra grande se introduce en la conversación? Delgada, gran cabellera partida en dos. Cuando se sentaba, unía los brazos a partir del codo. Sabía escuchar. Vestida de negro, uno la imaginaba levantándose, echando a caminar sosteniendo un libro, siempre adelante, hasta llegar a una cima donde se celebraba en la noche la Gran Fiesta de la Discreción. Mateo había estrechado con fuerza la mano de Marta y le había dicho: «Yo también me sentiré más acompañado».

A última hora, cuando oscureció, el falangista invitó a sus camaradas a su casa. Quería que vieran su despacho. «Cuando se conoce la habitación de un amigo, se es más amigo de él.» También quería enseñarles el revólver.

Don Emilio Santos, ante Fernando y José Luis, arrugó el entrecejo. «Dime con quién vas y te diré quién eres.» El pájaro disecado brincó de gozo en su rincón.

Los Martínez de Soria se sentaron en las sillas preparadas para las reuniones, inaugurándolas simbólicamente. Luego, el menor de los dos, señalando el escritorio, dijo:

—Nosotros, ahí donde el tintero, tenemos una calavera.

Fernando miró el retrato de José Antonio y explicó:

—El día quince estuvo en Valladolid.

Capítulo XLIII

El terror de Ignacio al descubrir la mancha de pus en la sábana fue tal que creyó que estaba perdido. ¡Enfermedad venérea! La imagen de Canela se le clavó en la mente como un impacto.

Fue tanta su vergüenza que, alelado, apagó la luz; pero entonces sintió aún más claramente el roer del mal.

Retardó el instante de volver a iluminar la habitación. «Señor, si todo esto fuera una pesadilla…» Prometió mil cosas a la vez, subir a pie en penitencia, a la cercana ermita de los Angeles…

Dio la luz de nuevo y con cuidado sacó las piernas de la cama y se puso de pie sobre la alfombra. Sintió una fuerte punzada. Intentó andar. Lo conseguía con dificultad. Y era evidente que a cada minuto iría empeorando.

Entonces, yerto en el centro de la habitación, levantó la vista. El espejo le devolvió su imagen, despeinada, en pijama, y al fondo los ojos de San Ignacio fijos en él.

Repentinamente decidido, se examinó el mal. Recordó ilustraciones entrevistas en folletos higiénicos. Luego examinó la sábana. ¿Cómo borrar aquello, para que su madre y Pilar no se enteraran? Su madre y Pilar, lo primero que hacían cada mañana, era entrar en su cuarto y hacer la cama.

Volvió a acostarse, volvió a pensar en Canela, y recordó la advertencia de su padre. Sollozó, agarrado a la almohada.

De pronto llamaron a la puerta. ¡Santo Dios! Daban las ocho, tenía que levantarse. La puerta se entreabrió y entró Carmen Elgazu.

—Mamá… —balbuceó.

Carmen Elgazu se acercó a la cama.

—¿Qué tienes, hijo?

Ignacio la miró con desacostumbrada intensidad. Carmen Elgazu, con temor, extendió su brazo y le tocó la frente.

—¡Tienes fiebre!

—Creo que sí.

—Pero ¿qué te duele? ¿Cuándo empezaste a sentirte mal?

—Esta noche.

El termómetro fue elocuente. Matías Alvear acudió. Y Pilar. El desfile comenzaba. Todos rodearon su cama, sin saber lo que las mantas ocultaban. Todos le querían. «No te preocupes, iremos al Banco a avisar.» «¡Vamos a traerte otra manta!» «Un poco de gripe.»

La nueva manta cubrió definitivamente su secreto. Los postigos fueron entornados y quedó solo con su oscuridad. Oía los pasos cuidadosos de los suyos, en el pasillo. Reconocía los ruidos familiares en el comedor. Un absoluto abatimiento le invadió.

* * *

Al despertar sintió en el acto que el mal avanzaba implacable. Era preciso tomar una determinación. Algo que evitar a toda costa: la visita del médico. Por desgracia él era sumamente inexperto: necesitaba actuar con rapidez, que alguien le aconsejara.

Ignacio pensó: «Lo mejor será que le confiese la verdad a mi padre». Pero no se sentía capaz. ¡Qué humillación, y qué disgusto tan grande le iba a dar! Pasó revista a cuantas personas podían ayudarle: Julio, David, La Torre de Babel… Cualquiera de los del Banco debía de conocer la manera de… ¡Ah, si su primo José, de Madrid, estuviera allí! Recordó que José le había dicho: «A mí
me han pillado
tres o cuatro veces. Pero ahora eso se cura en un santiamén».

Es… Pero ¿y si tenía algo grave?

Luego pensó en Mateo. Sí, el chico era apropiado. Serio, y guardaría el secreto. Pero… ¿y si era tan inexperto como él? Mateo siempre le había dicho: «Yo procuro contenerme. La castidad es muy importante».

El reloj del Ayuntamiento iba dando las horas. Su madre entró a verle. «¿Cómo te sientes? ¿Te falta algo?» El termómetro subió aún más. Carmen Elgazu se sentó un momento al lado de la cama. Ignacio vio su silueta recortarse contra el postigo semiabierto. «No será nada. Un poco de gripe.»

Hacia el mediodía tomó una determinación. Se lo diría a su padre. La mancha de la sábana era imborrable y acabaría por saberse. Su padre tal vez encontrara el medio de ocultarlo al resto de la familia.

Escuchando con atención, descubrió que su madre se había sentado en el comedor y que separaba en la mesa las buenas alubias de las malas. Las buenas resonaban al caer dentro del plato. Era un ruido familiar, inimitable.

Matías Alvear llegó de Telégrafos más temprano que de ordinario. Estaba impaciente por Ignacio. Colgó el sombrero en el perchero, se quitó el abrigo, le dijo a su mujer que hacía un frío insoportable. Luego entró en el cuarto de Ignacio.

—¿Qué hay? ¿Cómo estás, hijo?

—Lo mismo.

Matías se le acercó y le puso la mano en la frente. Ignacio pensó: «Ahora». Pero un miedo irreprimible le atenazaba la garganta.

De pronto, estalló en un sollozo. No pudo reprimirlo. La silueta de su padre en la semioscuridad, la tibia y entrañable silueta de su padre le había desarmado.

—Pero ¿qué te pasa, Ignacio? ¿Por qué lloras?

Ignacio sintió deseos de encender la luz, de tirar de las sábanas y gritar:

—¡Mira!

Pero se contuvo. Lloró, lloró incansablemente.

—Pero ¿qué te pasa? Habla. Cuidado, que tu madre te va a oír.

Ignacio se decidió.

—Papá… Tengo que darte una mala noticia. Lo siento.

—¿Qué mala noticia?

—No te hice caso y… tengo algo.

Matías se incorporó y dio la luz.

—¿Cómo que tienes algo?

—Sí. —Ignacio añadió—: Canela…

Matías quedó desconcertado. De pronto comprendió. Apretó los puños y los dientes. Miró a su hijo. «¡Vaya!» De pronto, sin acertar a dominarse, levantó el brazo y le pegó a Ignacio un terrible bofetón.

El muchacho estalló en un llanto sin consuelo y en aquel momento Carmen Elgazu apareció en la puerta. Ignacio se ocultó tras el embozo.

—Pero… ¿qué ocurre?

Matías dijo:

—Nada, mujer. Nada de particular.

* * *

Luego Matías se lo contó todo a su mujer. Imposible ocultar aquello, por duro que fuera. Era preciso llamar al médico, curarle.

Como un rayo había caído sobre la cabeza de Carmen Elgazu. No supo qué decir. Se quitó el delantal, se fue a la cocina.

Matías Alvear la siguió, diciendo:

—Yo se lo perdono todo, menos que haya sido un hipócrita.

Carmen Elgazu no comprendía. Se acercó a Matías. Le miró a los ojos. «Algo grave habremos hecho tú y yo, que merezcamos tal castigo.» No pensaba entrar a ver a su hijo Y sería la primera vez que ocultaría algo a mosén Alberto.

BOOK: Los cipreses creen en Dios
2.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Better to Die a Hero by Van Dagger, Michael
Sweet Cravings by Elisabeth Morgan Popolow
Gabe: The Alvarez Security Series by Maryann Jordan, Shannon Brandee Eversoll, Andrea Michelle
Brad (Threefold #2) by Sotia Lazu
Alpine Hero by Mary Daheim
An Early Grave by Robert McCracken
Desert Heat by Kat Martin