El médico dijo: «No es nada grave».
* * *
Una de las más grandes preocupaciones era Pilar. Era preciso impedir a toda costa que Pilar se enterara. Ello los obligaba a medias palabras, a repentinos silencios. Y aun así Pilar preguntaba: «¿Qué os pasa? ¿Es que Ignacio tiene algo grave?»
Ignacio había encontrado un consuelo: Pilar. Nunca la quiso como en aquellos días. En su ausencia, cuando la chica se iba al taller, se quedaba absolutamente solo. Sus padres no entraban a verle jamás; sólo cuando llegaba el médico o cuando cumplían sus instrucciones; pero no le dirigían la palabra. En cambio, Pilar había hallado la ocasión de demostrarle su cariño. No se movía de su lado. Le contaba cosas, le arreglaba la cama, le llevaba tazones de leche haciendo tintinear la cucharilla en el camino. Ignacio, para no llorar de agradecimiento, simulaba quedarse dormido. Entonces Pilar suspiraba y con frecuencia se sentaba en la cama de César y permanecía inmóvil.
En cuanto al muchacho, soportaba difícilmente su situación. Una sensación de miedo le invadía. Las visitas del médico eran una tortura, la vergüenza le mataba. Y cualquier gesto de sus padres, cualquier palabra, le parecía una alusión. A veces pensaba que no le perdonarían nunca. El médico estaba serio. Ignacio hubiera preferido el doctor Rosselló…
A veces pensaba que nunca más podría dar sangre para el Hospital… Sus libros de Derecho, quietos encima del armario.
Una cosa deseaba y le molestaba a un tiempo: las visitas. Del Banco habían acudido la Torre de Babel, el cajero y el de Impagados. «Una gripe. No será nada.» Al de Impagados le dijo. «Lo siento por el trabajo». «No te apures —le contestó éste—. Nos arreglaremos entre todos. Aunque trabajo no falta.» El cajero llevaba una franja negra en el antebrazo, y siempre hablaba de Paco, su hijo adoptivo.
Julio García le ofreció: «¿Quieres algún libro? ¿Quieres la gramola?» Mosén Alberto bromeó. Viéndole la barba le dijo: «¡Te advierto que yo también manejo la navaja!» Pero Ignacio, ante la expresión de su madre, sentía tanta vergüenza que no acertó a contestar.
Don Emilio Santos le visitó el primer día. Y luego no dejaba de telefonear a Matías todas las mañanas, a Telégrafos, preguntándole por Ignacio.
En cuanto a Mateo, le dijo:
—He visto al profesor Civil. No reanudaremos las clases hasta que estés restablecido.
No pasaba día sin que Mateo le hiciera una visita, antes de cenar. Si le parecía que Ignacio no se fatigaba, se quedaba una hora a su lado; si no, se iba en seguida.
El peso de Ignacio era tan fuerte —el de su soledad—, el corazón le daba tal vuelco cada vez que Matías Alvear, después de abrir la puerta del piso, pasaba frente a su habitación sin detenerse, que un día, el día de Reyes, al ver entrar a Mateo sonriente, con un pliego de revistas debajo del brazo le dijo:
—Tú crees que tengo la gripe, ¿verdad?
—Claro…
—Pues… No es cierto. Tengo una enfermedad venérea.
Mateo quedó estupefacto. Sacó el pañuelo azul.
—Pero… ¿cómo ha sido? No comprendo. ¿Algo grave?
—No. Hace unos años lo hubiera sido. Ahora se cura.
—Pero… ¿quedarás bien…?
—Completamente.
Mateo no sabía qué decir.
—No me sermonees —cortó Ignacio—. Sé que es culpa mía. Soy un imbécil.
Mateo estaba afectado. Después de un silencio preguntó:
—¿Conocías a la mujer…?
—Sí. Hacía medio año que duraba la broma.
—Eso es peor.
—Ya lo sé.
Luego Ignacio añadió:
—Mis padres están desesperados.
Mateo había reaccionado.
—¡Bah! —dijo—. Tu madre te perdonará pronto. —Luego añadió—; A tu padre, claro está… le costará un poco más.
Ignacio dijo:
—Menos mal que Pilar…
—¿Qué?
—Siempre está aquí, acompañándome y contándome cosas.
Luego añadió que lo que más difícil veía de todo aquello era perdonarse a sí mismo.
Mateo le contestó:
—Yo, en cuanto estuviera curado, iría a confesarme.
* * *
Mateo le había adivinado el pensamiento. ¡Confesar! ¡Cuánto tiempo llevaba sin hacerlo! Cuando estuviera curado, cuando dejara definitivamente el lecho y pudiera andar como los demás hombres, iría a tomarse un baño, que se llevara todo su sudor y sus impurezas; luego iría a confesar. Como en los tiempos en que correteaba con César por las murallas y Montjuich. Entrar en cualquier iglesia y arrodillarse ante un hombre que hiciera sobre él la señal de la cruz. En realidad, aquélla había sido su primera idea en los instantes del gran miedo, cuando prometió subir a pie a la ermita de los Ángeles si se curaba; ahora Mateo se lo recordaba, y tenía razón. La idea de un templo silencioso, semioscuro, con una mano comprensiva puesta en su hombro, le reconfortaba.
Aquel día era el de Reyes. Mateo había traído, además de las revistas, una caja de bombones para Pilar. Pilar apenas si había osado tocar el papel celofana que la envolvía; tanta fue su emoción. Era la primera caja de bombones que recibía en su vida. Pilar ignoraba totalmente que Marta, hija del comandante Martínez de Soria, había recibido de Mateo una caja similar.
Matías y Carmen Elgazu agradecían a Mateo sus visitas y aquellas muestras de delicadeza. Y al verle tan sano y con tanta expresión de juventud en el rostro, no podían menos de compararle a Ignacio, hundido y sudoroso en la cama.
Lo que ocurría era que cinco eran pocos días para perdonar… Porque, en cuanto a pensar, no cesaba de pensar en su hijo, solo en la habitación, con la luz apagada. Pero Ignacio tampoco hacía nada para precipitar los acontecimientos, como no fuera su silencio y su postración.
Al octavo día ocurrió algo inesperado. Carmen Elgazu se había quedado sola en el comedor, repasando la ropa. Era media tarde y de pronto la puerta de la habitación de Ignacio se abrió. De reojo le vio salir en pijama, con una bufanda al cuello, los hombros caídos. Ignacio avanzó hacia el comedor, arrastrando sus zapatillas. Agotado, pero sin dificultad. Carmen Elgazu no levantó la cabeza; sin embargo, sintió que su hijo se había detenido y que se había quedado mirándola. Aquella bufanda al cuello y aquellos hombros caídos la habían impresionado. Le vio solo, absolutamente solo. Algo en su corazón estaba a punto de romperse. Entre ella —sentada junto a la ventana— y él —en el pasillo— se interponían la estufa, la mesa. ¿Cómo hacer para no levantar la cabeza? De repente, sintió que Ignacio había reanudado su marcha. Las zapatillas habían cruzado el umbral del comedor, era evidente que daban la vuelta a la mesa. Tal vez fuera a la cocina, a beber agua… El olor de su hijo —olor a enfermo, a fiebre, a habitación cerrada— le llegó. Y súbitamente, las zapatillas se detuvieron. Comprendió que su hijo se había detenido detrás de ella. Tal vez mirara al río… Pero no. Sintió que una mano se posaba en su cuello, inclinado. Y que luego otra mano, inhábil, se posaba sobre su cabeza. Carmen Elgazu no se movió, la respiración de Ignacio le llegaba. De pronto Ignacio la abrazó decididamente, aplicando su mejilla a su cabellera; y entonces los ojos de Carmen Elgazu se llenaron de lágrimas y soportó sin protestar la lluvia de besos. Pronto se encontraron las húmedas mejillas de uno y otro. Y no se sabía cuál de los dos lloraba más. Y no se sabía cuál de los dos acertaría a articular la primera palabra.
Ninguno de los dos. Ignacio dio media vuelta y se volvió, arrastrando las zapatillas. Cruzó el umbral del pasillo, agotado. Carmen Elgazu no le miraba, pero le veía. Hubiera podido describir con exactitud cada pliegue del pijama, la caída de cada mechón de pelo. Llevaba la silueta de su hijo clavada en las entrañas.
Ignacio volvió a encerrarse en su cuarto. No había salido con aquella intención, pero así ocurrió. Tampoco Carmen Elgazu se había puesto a coser pensando en aquello; sin embargo, ahora se daba cuenta de que zurcía unos calcetines de Ignacio. Ya todo tenía otro color, otra dulzura con la tarde cayendo. Se oía la vida secreta, monótona y crujiente de la estufa encendida. Un gran silencio reinaba en la casa. El rostro de Carmen Elgazu había quedado inmóvil como una talla de madera; pero tenía la sensación de que acababa de separar las buenas alubias de las malas.
Un solo deseo: que llegara Matías Alvear. ¿Cómo le contaría aquello? Matías era duro, no quería oír hablar de Ignacio. Radio de galena, periódico, dominó. Pero Carmen Elgazu sabía que desde primeros de enero perdía en el Neutral todas las partidas.
Al día siguiente, Matías Alvear, sentado a la mesa del comedor, se desayunaba, preparándose para ir a Telégrafos. Y de pronto vio frente a sí, afeitado y vestido, a Ignacio. Las canosas sienes de Matías temblaron, lo mismo que la mano que sostenía la taza. Pero continuó bebiendo, como si tal cosa.
Por la noche le había dicho a Carmen Elgazu: «No le hagas caso. Es un hipócrita». Sin embargo ahora, al intentar levantarse por el lado opuesto al que se encontraba Ignacio, las piernas se le enredaron en la silla y no podía. Entonces oyó la voz de su hijo:
—Padre, te pido perdón.
Las pequeñas arrugas que Matías tenía entre los ojos y las sienes se le acusaron como nunca. Se detuvo. Consiguió ponerse en pie y miró a Ignacio. Pilar se había asomado a la puerta de su habitación. Ignacio repitió: «Padre, te pido perdón», al tiempo que leía en los ojos de Matías Alvear indicios de lucha. Entonces inclinando la cabeza se le echó al cuello y le abrazó; y su padre se halló dándole golpes en la espalda.
Carmen Elgazu había salido de compras. Pilar no sabía si unirse al dúo. Se le ocurrió gritar, al ver que los dos hombres se separaban: «¿Catarros…?» Pero en vano esperó que uno de los dos le contestara: «Neumáticos Michelin». Matías Alvear e Ignacio tenían un nudo en la garganta que les impedía hablar.
Y en medio de todo aquello. Pilar continuaba preguntándose qué pecado había cometido su hermano.
Gran júbilo en la familia. Júbilo que devolvió a Ignacio las fuerzas, que le permitió salir al balcón aprovechando los tenues rayos de sol del mediodía. Al día siguiente, bajó las escaleras. Las piernas le flaqueaban, se paseaba como un viejo. Al otro le dijo a su madre:
—Hoy, si me acompañas, iremos a confesar.
Poco a poco la savia de la juventud le iba penetrando.
En la tarde del domingo habían acudido a verle David y Olga. Le encontraron excesivamente desmejorado. «Tendremos que volver a San Feliu.» Los maestros le contaron que habían conseguido recuperar casi todos sus alumnos. Iban a reanudar las clases. Se acordaban mucho de la cárcel… pero ya todo había pasado.
—Todo pasa. Ya lo ves. La reclusión, las enfermedades.
Matías Alvear, en Telégrafos, había vuelto a hablar de su hijo. «Ya sale al balcón a tomar el sol.» Y en el Neutral dijo, ante las fichas de dominó: «Me parece que se ha acabado la mala racha». En efecto, emparejado con don Emilio Santos, su lápiz no cesaba de anotar tantos a su favor, en el mármol de la mesa. Julio García y el doctor Rosselló tenían que pagar las consumiciones de los cuatro.
Y en cuanto a Ignacio, cumplió lo prometido. Del brazo de Carmen Elgazu salió a media tarde, para ir a confesar.
—¿Dónde quieres ir?
—Con mosén Francisco.
Carmen Elgazu se alegró de la elección. Y tomaron la dirección de la parroquia de San Félix, cruzando la calle de las Ballesterías.
La elección de sacerdote había sido un acto consciente. Ignacio quería alguien que le comprendiera y le consolara, que le diera ánimos para empezar una nueva vida. César le había hablado tantas veces del vicario, que no vaciló.
Entraron en el templo y no había nadie. Ignacio se arrodilló y Carmen Elgazu fue ella misma a la sacristía. Allá estaba mosén Francisco, que llegaba de un entierro. Dos hombres le esperaban, no se sabía para qué. «Soy la madre de César. Mi hijo mayor, Ignacio, está ahí. Quiere confesar con usted.» Mosén Francisco abrió sus grandes ojos con entusiasmo. «¡Es usted la madre de César!» Le estrechó la mano con las dos suyas. La miraba con gran curiosidad y afecto. «Voy enseguida. Déjeme despachar a ese par de granujas.» Los dos hombres sonrieron. Cada vez que le veían salir para un entierro le esperaban luego en la sacristía y le pedían un par de pesetas.
Ignacio se preparaba como mejor podía, el rostro entre las manos. Estaba dispuesto a hacer una confesión general. Su madre le dijo: «En seguida te atenderá». Cuando el muchacho vio que el vicario salía de la sacristía y se arrodillaba un instante para rezar y luego se encerraba en el confesionario, el corazón le dio un vuelco. Se levantó y echó a andar. Entonces fue Carmen Elgazu quien se llevó las manos al rostro.
¡Qué confesión! Fue algo perfecto. Cierto que el vicario le facilitó mucho la tarea: parecía que le iba leyendo el espíritu. Era su gran «experiencia de confesor». Le arrancó hasta la última verdad, sin que Ignacio se diera cuenta. Insistiendo sobre las circunstancias. El confesionario estaba en un rincón, una cortina morada caía sobre la espalda de Ignacio, ocultándole la cabeza.
En cuanto el muchacho hubo hablado y dijo: «Eso es todo», el sacerdote hizo un gesto de familiaridad, que estableció una corriente de optimismo.
—Bien, ya lo ves. Eres un poco rebelde. Pero no te desanimes. Todos cometemos barbaridades: ahora yo acabo de escatimar una peseta a un par de pordioseros. Te costará mucho vencerte; te costará tanto como me cuesta a mí. Pero no te desanimes. Se trata de que pongas un poco de orden en tu vida, que no te des por vencido. Lo terrible es el hábito de pecar. Se adquiere el hábito de pecar como se toma el hábito de cualquier otra cosa.
»Soy muy joven para darte consejos. Sin embargo, voy a decirte lo que pienso, ya que has tenido la amabilidad de venir, ya que Cristo te ha tocado el corazón. Primero, basta de mujeres. Trata de resistir un mes, dos. Te costará mucho y algún día dirás: «¡No puedo más!» Cuando eso ocurra procura resistir unas horas, unos minutos aún. A lo mejor en ese último minuto llega el milagro. Y si no llega, pues… lo dicho: a confesarte cuanto antes, conmigo o con otro. El recuerdo de la enfermedad puede ayudarte; pero no mucho, no creas. Los hombres escarmentamos muy poco. Yo creo poco en el miedo, creo más en la hombría.
»Y luego, procura ordenar tu vida. No estaría de más, creo —y no te sorprendas por lo que voy a decirte—, que hicieras algún ejercicio-violento. Jugar a algo, o hacer gimnasia. Y desde luego, ducharte con frecuencia. La higiene me parece esencial. Para ordenar tu vida creo que dispones de todo lo necesario, según me has contado. Trabajas mañana y tarde, luego clase; después de cenar, estudio. ¿Qué más quieres? Ya verás que es sólo cuestión de sacar provecho de esas obligaciones. Yo te aconsejaría una cosa, que a lo mejor te parecerá que no tiene nada que ver: una cura de silencio. Prueba, ya me dirás el resultado. Procura pasar unos días, unas semanas, hablando lo menos posible. Trabaja en silencio en el Banco, estudia en silencio, economiza cuantas palabras puedas. Ya verás los efectos. En seguida te sentirás más sereno. Verás que prestas atención, que ves las cosas mucho más claras. Las palabras distraen mucho, no puedes imaginar. Hay hombres que, oyéndolos hablar, creerías que son enemigos. Y en el fondo están de acuerdo, sin que ellos mismos lo sepan. Otros, en cambio, hablan creyendo que se comprenden, y en el fondo continúan siendo irreconciliables.