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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (70 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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»Sobre todo, esto que te digo: la atención. Pon atención a cuanto hagas, a cuanto oigas. También descubrirás mundos nuevos. Los trabajos más humildes te enseñarán algo. Atención a los objetos de tu casa, a los sucesos del Banco, a lo que ves por la calle, a cuanto te rodea. No hay nada ni nadie que no pueda enseñarnos algo. Ahora te ocurre como a la mayoría: no fijas tu atención. Nos movemos como autómatas. Y no es eso. Hay que reflexionar. Cuando oigas una teoría no digas: ¡Mentira! Piensa que hay miles de cerebros que han pensado sobre ella antes que tú. Y tampoco digas: ¡El Evangelio! Evangelio no hay más que uno: amar a Dios y al prójimo.

»Si prestas atención —y no creas que todas estas teorías son mías: son de San Agustín—, descubrirás matemáticamente algo muy importante: la armonía. Te darás cuenta de que todo tiene armonía, de que todo forma parte de un conjunto armonioso. Los mismos sucesos que a primera vista sorprenden, comprenderás que son lógicos, que contribuyen a algo armonioso y grande. Descubrirás la armonía en los más pequeños detalles. Y esto te ayudará mucho a ordenar tu vida cotidiana. Tu espíritu se sentirá fortalecido, formando parte de ese conjunto armónico.

»En cuanto a otros consejos prácticos… no sé qué decirte. Creo que ya falta poca cosa. En realidad, tal vez debieras hacer honor a la familia que Dios te ha dado. Quiero decir… ¡qué sé yo!, unirte a ella, sin que ello signifique que tengas que hipotecar tu libertad. Pero en fin, no cuesta nada jugar alguna partida de dominó con el padre: e incluso salir algún día de paseo con la madre. Acompañarla alguna vez.

No sabes la alegría que les proporcionarás. Es algo de lo que no tenemos idea. Luego da buenos ejemplos a tu hermana. No la conozco, pero tengo la impresión de que haces como la mayoría de los chicos: no la tomas muy en serio. Y en realidad no hay ninguna razón para ello. Muchas veces las hermanas, en momento de dificultad, nos producen grandes sorpresas. Esto lo sé por experiencia.

»Me has hablado de los amigos… Chico, en eso yo no soy quién para meterme. Tú los conoces y sabrás escoger, o saber qué hacer con ellos. Sólo te aconsejaría que por lo menos eligieras, entre tantos, uno con ideas cristianas. Eso de apartarse de las malas compañías tiene un aspecto antipático, cobarde. En realidad ¿qué quiere decir? Porque, si todo el mundo cumpliera este consejo muchos nos encontraríamos solos, abandonados. Lo que hay que hacer es dar ejemplo a cuantos nos rodean. Tú tienes ocasión de hacerlo; fuerza no te faltará, si quieres.

»En cuanto a las ideas políticas, ni hablar. En eso aún puedo meterme menos. Entiendo muy poco de política. Sólo te aconsejaría volver a lo dicho: ante cualquier doctrina, hay un método infalible para aquilatar su valor: la armonía. Conocerás el valor de las doctrinas por su armonía.

»Bien, creo que ya basta. Si quieres, ven a verme otras veces. Siempre me encontrarás. Cuando quieras. Y reza cada noche por lo menos tres avemarías. No te olvides de eso: es esencial.

»Ahora, en penitencia… rezarás… Una, una sola avemaría. Pero… empezando a cumplir con lo dicho: procura rezarla con atención. Y verás como en este simple acto descubrirás que te sientes mucho mejor.

Hora y media. Exactamente hora y media le costó confesarse. Al levantarse del confesionario, las piernas le temblaban mucho más que antes y las rodillas le dolían como si le hubieran incrustado granos de arena.

Se arrodilló ante el altar del Santísimo, oscuro, y rezó el avemaría, inclinada la cabeza. Y luego buscó a su madre con la mirada. Carmen Elgazu disimulaba su felicidad. Durante la hora y media iba pensando: «¡Gracias, Señor!» A cada minuto que transcurría pensaba: «Que dure, que dure…»

Salieron los dos: él la cogió del brazo. Al echar a andar, se sintieron protegidos por un gozo mutuo y solemne. Empezaba a oscurecer y hacía frío. Ignacio, con su mano derecha, apretaba el antebrazo de su madre: los altos tacones de ésta resonaban sobre el empedrado crac-crac, crac-crac.

Capítulo XLV

En aquellas vacaciones de Navidad, no quedaron en el Collell más que algunos catedráticos y los criados. César se había pasado la noche del 31 de diciembre prácticamente en vela, arrodillado, y quiso esperar despierto a que en el monasterio sonaran las doce campanadas. Tan intensamente se sumergió en la meditación del momento, que le ocurrió algo extraordinario: no sólo no se acordó de Ignacio —de su cumpleaños—, sino que ni siquiera oyó las campanadas. Cuando volvió en sí, era el alba. Se encontraba en 1935.

Su profesor de latín llevaba unas cuantas noches atento a la vigilia de César, que en aquella ocasión alcanzó el máximo. Este profesor era un experto en problemas de ascetismo y misticismo. Quería escribir una Antología de autores ascético-místicos españoles, ¡y había descubierto que las obras pasaban de tres mil, sólo en la Edad de Oro! Franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, jesuitas, etc… autores no pertenecientes a Órdenes Religiosas, como Servet. Encabezando a los ascetas, Fray Luis de Granada y Fray Luis de León; encabezando a los místicos, Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

El profesor creía ver en César huellas de misticismo, y se decía que acaso en sus rezos, de intensidad creciente, se acercaba sin saberlo al estado extático. Cualquiera de los fenómenos corporales concernientes a los extáticos —elevación del suelo, aureola luminosa, emisión de perfumes o presencia de estigmas—, lo juzgaba posible en el seminarista. No olvidaba que César, de pequeño, al andar parecía que saltaba.

En todo caso, en aquel 31 de diciembre el profesor se pasó la noche entera vigilándole por el ojo de la cerradura, soportando el frío intensísimo del corredor. Pero César permaneció arrodillado e inmóvil… No se acostó ni un momento, y cuando oyó la campana salió para lavarse.

En la sacristía, después de la misa, el profesor se le acercó y le interrogó sobre el particular. El muchacho abrió los ojos atónito y asustado.

—¿He faltado al reglamento? —preguntó.

El profesor le contestó que eso no importaba.

—Lo que me interesa saber es si te sientes fatigado.

—No… Ciertamente… no.

—¿Qué meditabas?

—Pues… pedía perdón.

—¿Experimentaste… algún consuelo especial?

César se pasó la mano por la rapada cabeza.

—Pues… no sé, padre. Hubo un momento… Una gran paz.

El profesor le tiró de la oreja y le aconsejó que no abusara. «Tienes que dormir. Piensa que no eres fuerte.»

Una gran paz. El hombre entendió que César cruzaba las vías del ascetismo, pero que por el momento no había recibido ninguna manifestación mística, de matrimonio espiritual. Pero estaba seguro de que las recibiría un día. Y entonces, dichosos los que hubieran estado a su lado.

César se había turbado mucho con las preguntas: hasta el día de Reyes, estuvo en la enfermería; el día de Reyes, las monjas le pusieron dentro del zapato un libro sobre la estigmatizada Teresa Neumann y una bolsa de caramelos. «Te lo ha dado el Rey negro.» Las monjas sabían que César le tenía al Rey negro un cariño especial. Veía en él el símbolo de que el cristianismo no distinguía entre colores y razas. El muchacho se llevó los regalos a la celda, y se pasó el día leyendo el libro, de cabo a rabo, y comiendo caramelos.

A la mañana siguiente mandó a Pilar los que aún quedaban en la bolsa y el libro a Ignacio. «Léelo —le dijo a éste—. Ya verás qué prodigios más grandes. ¡Y Teresa Neumann vive aún, en Konnersreuth! Y uno de mis proyectos es ir un día a verla…»

Las fiestas habían terminado para todo el mundo, en el Collell y en la ciudad.

Los hijos del comandante Martínez de Soria se habían marchado la víspera de Reyes. Mateo había sido su inseparable camarada, además de Marta. Juntos habían visitado a Octavio Sánchez, quién resultó en efecto un simpatizante de Falange. El empleado de Hacienda —andaluz, que ceceaba con mucha gracia— escuchó con atención a los tres muchachos y al final, dirigiéndose a Mateo, le dijo: «Cuenta conmigo», en tono escueto y prometedor.

Luego… la ciudad reemprendió su vida y su muerte. La tregua había terminado.

E inmediatamente apareció con claridad un hecho: el paro forzoso roía como un cáncer la base de muchas familias. Metalurgia, construcción, la gran fábrica Soler —cintas y productos de goma—, Industrias Químicas y tartáricas, las imprentas, en todas partes decían: sólo tres jornales, sólo dos. Muchos obreros recibían una papeleta: «Hasta nuevo aviso». Las fábricas de bebidas veraniegas morían de frío; las de alpargatas, debido al mal tiempo, no vendían nada. Las perfumerías contemplaban intactas sus inmensas garrafas. ¡Hasta las viejas que vendían castañas —en verano mantecados— se quejaban! En la provincia, Portugal daba golpes mortales a la industria del corcho. En el resto de la nación, David y Olga no habían mentido: setecientos mil obreros parados.

El bar Cataluña estaba abarrotado de hombres sombríos lo mismo que el café Gran Vía. Algunos habían invadido el fondo del Neutral. En las barberías nadie tenía prisa. Obreros acostumbrados a madrugar se quedaban en cama hasta las once. Luego entraban en la cocina, dando un empujón a su mujer.

Sólo los Costa hicieron algo para remediar la situación. No sólo no despidieron a nadie, sino que, utilizando las energías acumuladas en la cárcel, inauguraron, contiguo a las canteras, un taller de marmolista para labrar las lápidas del cementerio. Ocuparon a tres hombres: un muchacho llamado Pedro, de una gran timidez, que había ido a pedirles trabajo; un tipo gordo —Salvio de nombre— que resultó ser el novio de Orencia… y Bernat. Bernat, dueño del taller de imágenes.

En efecto, uno de los afectados por la gran crisis había sido Bernat. Imposible continuar. Cuando vio que en la revolución de Octubre las iglesias no ardían se consideró perdido. En los Bancos le retiraron el crédito. «Otra revolución será.»

Bernat labraba ahora lápidas de cementerio como simple jornalero, junto a Salvio y Pedro, clientes uno y otro de la barbería comunista. Y si por alguien lamentaba el cierre del taller era por César.

Los Costa tuvieron otro rasgo aún: decidieron construir el inmueble de siete pisos, para aliviar el paro en la construcción. Encargaron el proyecto a los arquitectos Massana y Ribas, que colaboraban habitualmente.

Cuando su hermana Laura fue a pedirles explicaciones, le contestaron:

—Hay una razón que esperamos te convencerá: nos casamos.

—¿Cómo…?

—Como lo oyes. Nos casamos.

Era cierto. No se casaba uno solo, sino los dos. Con dos hermanas, hijas de un importante arrocero del pueblo de País. Laura quedó perpleja. A los muchos amigos que les felicitaban y luego les pedían que les reservaran uno de los pisos del inmueble en construcción, los industriales contestaron: «Los pisos que queráis, excepto entresuelo y principal. Éstos son para nosotros. Y el primero para Laura, si acepta…»

Para redondear su acción benéfica, a los Costa no les faltaba sino que se diera el permiso de reapertura de los locales políticos clausurados. Pensaban dotar a Izquierda Republicana de una serie de comodidades, para reagrupar a los afiliados. Sin embargo, el permiso no llegaba de momento.

La clausura originaba que el paro obrero apareciera más espectacular, que los afectados se sintieran más indefensos. Según estadística, eran 343 los obreros sin trabajo. Muchos hombres para una ciudad como Gerona. ¿Qué hacer en todo el día?

Surgió un hombre, decidido a amenizar la situación: el coronel Muñoz. El coronel Muñoz, al ver a los parados aburridos por calles y cafés, se dijo que era preciso imaginar algo. Algo para distraerlos, y al mismo tiempo para hacerlos aprovechar el tiempo, para instruirlos.

Empresario de espectáculos, dio con la solución. Para instruirlos organizó la proyección gratuita de documentales de cine en el Albéniz; para distraerlos, sesión diaria, a precios populares, de boxeo y lucha libre.

Los obreros acudieron en masa a ambos espectáculos, y su reacción ante uno y otro fue entusiasta. Los documentales les impresionaron mucho. Los tres hombres-anuncio de César pasaban al mediodía por la Rambla llevando los títulos sobre sus cabezas. Todos estos títulos giraban, por regla general, en torno a los arcanos de la naturaleza. El documental que cerró la primera sesión representaba la vida, en el fondo del mar, de un carnívoro de mil bocas y tentáculos devorando sin cesar docenas de indefensos crustáceos. Los obreros llegaron a odiar de tal modo aquel carnívoro que algunos le amenazaron con el puño cerrado.

En cuanto al boxeo y la lucha libre, nunca el coronel Muñoz hubiera podido soñar con un éxito parecido. El Albéniz, convertido en
ring
, se abarrotaba todas las tardes. Los hombres robaban a sus mujeres los dos reales que costaba la entrada. El boxeo los excitaba en la medida que las cejas de los contendientes manaban sangre; excepto algunos entendidos, atentos al juego de piernas, a la esgrima, a la técnica. Pero, sobre todo, la lucha libre. La lucha libre era prácticamente desconocida en Gerona. Fue una gran revelación. Los rivales subían al
ring
con albornoces vistosos, que ponían: Pantera, el Ogro, el Pirata. Enormes tanques humanos, que de repente quedaban desnudos y se precipitaban uno contra otro. Todo permitido excepto golpes con el puño cerrado, tirón de pelo, mordisco y asfixia. Lo demás —cabezazos, puntapiés, salto contra el pecho, retorcimiento de miembros, partir al rival por la mitad— no sólo permitido sino aconsejado. El público ululaba porque ocurría algo curioso: en el
ring
—como en el fondo del mar— se encontraban siempre el Malo y el Bueno, elegidos por el empresario coronel Muñoz. Una Pantera que descuartizaba a su adversario empleando malas artes; un adversario noble, resistente, que luchaba en silencio, con ciencia y sufriendo sin protestar. Inmediatamente los obreros odiaban a la Pantera; muchos le amenazaban también con los puños, lo cual a los espectadores les estaba permitido. Si al final la Pantera doblaba la espalda al Bueno, la gente desfilaba —Blasco en cabeza— inconsolable; si en última instancia el Bueno se llevaba la victoria, el cine amenazaba con venirse abajo.

Con frecuencia Matías Alvear, al salir de Telégrafos, veía la multitud haciendo cola para entrar en el local. Y su sorpresa era grande al advertir que en las filas abundaban las mujeres, y personas de las que nunca se hubiera podido creer que asistirían a tal espectáculo. Por ejemplo, el teniente Martín; por ejemplo, Julio García. A veces, Salvio, el novio de la criada de don Emilio Santos.

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