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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (73 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Los comunistas gerundenses supieron, gracias a su jefe, que Marx fue el teórico de la doctrina, Lenin su principal intérprete, Stalin el continuador. Que en España las primeras células se formaron en 1920, en Madrid y Barcelona. Que lo que persiguieron estas células era lo mismo que perseguían en la actualidad: incorporación de Portugal, formando la Unión de Repúblicas Socialistas, nacionalización de la tierra, de los trenes, de la marina, de las industrias —incluyendo las de los Costa—, de las clínicas dentales —incluyendo la de «La Voz de Alerta»— de la Banca —¡incluyendo el Banco Anís!—. Jornada de seis horas, cada trabajador un fusil… hasta que no quedara un solo capitalista en el mundo. El plan inmediato en Gerona tenía que ser encontrar un local digno, editar un periódico y nombrar un Comité. Personalmente, cada afiliado tenía que imprimir en su corazón una hoz, un martillo, etc.

Oyendo a Cosme Vila, y viéndole, Ignacio hubiera comprendido hasta qué punto la luz que despedía su cabeza se parecía a la de César. Tantos años de rumiar ante su máquina de escribir, tanto entusiasmo acumulado, tanta soledad y sequedad en aquel piso sin muebles, desnudas las paredes… Al modo como el patrón del Cocodrilo se sentía en presencia de César más próximo del reino celestial que de su bar, los oyentes en presencia de Cosme Vila, sintieron que Rusia estaba mucho más próxima de sus penas que la nación en que habían nacido. Gorki el perfumista, con su pequeña barriga, decía siempre que él no vivía en Gerona, que prácticamente él ya vivía, desde hacía muchos años en Moscú.

Sólo un par de afiliados —Salvio y Pedro, ambos marmolistas— al oír a Cosme Vila dijeron para sí que iba a convertir el comunismo en una organización burocrática.

Cuando el Responsable se enteró de que Cosme Vila andaba discurseando con tanto éxito, cogió un berrinche y convocó en el acto nueva Asamblea General, en el Gimnasio. Fue en esta Asamblea donde Porvenir se reveló, alcanzando un triunfo poco menos que apoteósico.

El joven anarquista era la viva estampa de José, de Madrid, pero con más poder personal y habiendo pasado más penalidades. Tenía veinte años. Había nacido de padres desconocidos en el puerto de Barcelona, en 1915, en plena guerra europea.

Un librero de lance de Atarazanas, junto al puerto, le enseñó a leer, a ratos perdidos. Un viejo barbudo que por una peseta permitía ver en telescopio la luna le enseñó quiromancia y juegos de manos. Porvenir un día extendió el brazo izquierdo, horizontalmente, y le dijo al librero: «Agárrate aquí»; le sostuvo un minuto en el aire. Otro día extendió el derecho y le dijo al viejo del telescopio: «Ahora tú». Y le sostuvo otro minuto. El día en que consiguió, bajo la estatua de Colón, sostener a ambos viejos a la vez, uno en cada brazo, las chavalas se murieron por él.

Conoció al Responsable en la FAI de Barcelona. Congeniaron, pues Porvenir, que había recibido lecciones de
jiu-jitsu
de un marinero japonés, al decirle al Responsable que sería capaz de hacerle dar dos volteretas con sólo asirle la muñeca de determinada manera, obtuvo una curiosísima respuesta: «Yo sería capaz de hacerte quitar los pantalones en plena Plaza de Cataluña, y hacerte abrazar a un fotógrafo como si fuera Greta Garbo». Porvenir comprendió que el Responsable hablaba de hipnotismo y aquello le entusiasmó. Reunió a sus camaradas de la FAI de Barcelona y les dijo, echando una moneda al aire: «Si sale cara, me quedo; si sale cruz me voy con ése a Gerona». Salió cruz y se fue con el Responsable.

Y Gerona le gustó, porque en seguida se hizo el amo. A Blasco le deslumbró contándole anécdotas de los «limpias» de Barcelona; al Cojo, con los juegos de manos; a las hijas del Responsable, por su musculatura, la brillantina de sus cabellos y la quiromancia. Sobre todo a la mayor de ellas le leyó inmediatamente el futuro: «Tú te chiflarás por mí». Ella sonrió. Y, gracias a ello, en aquella segunda Asamblea la muchacha ocupaba, en el inmenso gimnasio, encaramada en un potro de madera, un puesto de honor, fascinada por la elocuencia del hijo del puerto de Barcelona.

El discurso que Porvenir hizo en esta reunión sería considerado para siempre como una de las páginas más gloriosas en los anales anarquistas de la ciudad. Dijo que en 1814, en un pueblo ruso llamado Torjok, nació el primer anarquista, Miguel Bakunin… cuyo padre había tenido 1.200 esclavos. Que «un tío llamado Max quiso hacerle la santísima, sin conseguirlo…» Que uno de sus herederos fue el italiano Malatesta, quien aconsejó «la acción directa». Que España asimiló en seguida las teorías de Bakunin y Malatesta y que ahora, después de lo ocurrido en Asturias y del asesinato de Joaquín Santaló, era la hora de ir incluso más allá de lo que éstos aconsejaran.

—¡Camaradas, tenemos millón y medio de afiliados! En cabeza, Cataluña; luego, el campo andaluz. Nuestros enemigos son los burgueses y los comunistas. ¡Qué más da! Bemoles no nos han faltado ni para zumbar a los reyes —que lo diga Alfonso XIII— ni para amotinarnos contra Cristóbal Colón. ¡Adelante, pues! A instaurar el anarquismo en España. En Gerona, fuera tanto municipio y tanta sotana. Hasta para casarse hay que firmar cinco veces. Nosotros predicamos la ley natural. ¡Y nada de Bancos ni monedas! Yo hago juegos de manos y Blasco me limpia las botas. Otro te lleva en coche y el Cojo le hace un huevo frito. ¡La camaradería elevada al cubo! Gerona será la gran fiesta, en verano todo el mundo a la Dehesa, en tiendas de campaña. No habrá que mantener al obispo, de manera que todo fácil. Y una vez muerto, ale, al cementerio. Ahora va a hablaros el Responsable. Yo no tengo más que decir. No me las doy de pincho ni de nada. Cuando toquen a dar, daré como los demás, si me dan, mala suerte. Si alguien quiere algo de mí, ya sabe dónde vivo. Esto es el anarquismo. ¡Vive la CNT! ¡Viva la FAI!

La ovación fue ensordecedora. Blasco agitaba a un tiempo el cepillo negro y el cepillo rubio. El gimnasio resplandecía de alegría y libertad. Un tipo pequeño se subió por la cuerda hasta el techo. «¡Soy Bakunin!», gritó.

En el Partido Socialista, Antonio Casal consiguió también enardecer a sus afiliados. Tipógrafo de
El Demócrata
, de 36 años, casado y con tres hijos, Casal había sido socialista desde su primera juventud. «El camino del poder», de Kaustky, le había convertido a la doctrina, pero nunca había aceptado ningún cargo. Mas la Logia Ovidio se lo ordenó y Casal, a pesar de la oposición de su mujer, aceptó.

Su anárquica cabellera contrastaba con la prematura calvicie de Cosme Vila y con las brillantes ondas de Porvenir. Le fascinaba la lucha de clases; pero la idea de dictadura proletaria le ponía furioso, así como el hecho de convertir el terrorismo en una religión. Nariz prominente, boca pequeña y apretada, su particularidad consistía en llevar siempre algodón en una de las dos orejas. «Para hacerme el sordo si conviene.»

Su triunfo fue también clamoroso porque usó un lenguaje directo y enérgico, al que en Gerona, y sobre todo en la UGT, no estaban acostumbrados. Empezó diciendo que lo primero que tenían que hacer los afiliados, antes que pedir aumento de salario, era ponerse al corriente de pago… Luego añadió que nadie tenía que estar en el Sindicato porque sí, ni a disgusto; que si alguien, al salir, se ponía a leer a Santa Teresa perdía el tiempo, se lo hacía perder al Sindicato e incluso a Santa Teresa… que mientras el comandante Martínez de Soria se paseara a caballo por la Dehesa y el Museo Diocesano obtuviera enormes subvenciones del Ayuntamiento, pocas esperanzas había de mejorar las condiciones de vida de los distintos oficios adscritos; que lo que importaba, por lo tanto, era forzar las elecciones antes de fin de año… ¡y ganarlas! Nada más.

León Blum, desde la pared, sonrió. Canela quería sindicarse, la Torre de Babel aplaudió a rabiar. Casal se abrió paso entre los grupos y salió, porque su mujer y sus hijos le estaban esperando.

Capítulo XLVIII

Los hermanos Costa reabrieron Izquierda Republicana con todos los honores, y todo el mundo quedó en su puesto. Mateo e Ignacio, a la salida de casa del profesor Civil, veían a los militantes de los distintos Partidos bajar las escaleras, discutir y por fin dispersarse.

Los dos muchachos ya se llevaban bien, y, por tácito acuerdo, muy raramente hablaban de política. Estaban al corriente de todo cuanto ocurría en la ciudad —sobre todo Mateo—, de todas las fuerzas que se movilizaban; pero el curso les absorbía —sobre todo a Ignacio—. Éste estudiaba mucho, de acuerdo con el eficaz plan de vida que se había trazado. Todas las noches se sumergía en los libros de texto hasta quedarse dormido. Desde la mesilla de noche, San Ignacio parecía querer también estudiar, pues miraba por encima de su hombro el libro abierto.

Lo primero que Ignacio había hecho, después de sentirse absolutamente curado, había sido olvidar su promesa de subir a pie a la ermita de los Ángeles. En cambio no olvidó acompañar al Neutral a Matías Alvear, de vez en cuando, y a Carmen Elgazu a hacer alguna visita a la Iglesia del Sagrado Corazón. Tampoco olvidó mandar a Canela un recado que decía: «Muchas gracias».

Sabía por
El Demócrata
que, a pesar de las consignas de Unión, los anarquistas se negaban a colaborar con los comunistas, y que Cosme Vila y Casal rehusaban hacerlo con los Costa. A unos y otros les faltaba, por lo visto, platicar un rato con mosén Francisco; tal vez descubrieran la fórmula de la armonía. Sabía por el rubio ex anarquista que grandes sesiones de zarzuela popular sucederían a la lucha libre y al boxeo; zarzuelas en que el tenor sería el Bueno y el barítono el Malo o viceversa, para no variar. Había leído el discurso del notario Noguer, pero… pensaba poco en ello. Por de pronto, se preocupaba de Pilar, correspondiendo a la compañía que la chica le hizo durante la enfermedad. Bromeaba con ella sobre el taller de costura, o sobre su Diario íntimo y le hacía contar cosas de las monjas, riéndose a pleno pulmón, lo cual encantaba a su hermana. A veces le pagaba el cine, o castañas, o churros; nunca faltaba una pequeña atención. Luego, además, había escrito a César, agradeciéndole el libro sobre Teresa Neumann. Larga carta, que dejó al seminarista estupefacto. «¿Qué le ha ocurrido a Ignacio?», se preguntó. La carta era la de un muchacho sensato, creyente, magnífico. César la enseñó a su profesor de latín, el cual le contestó, sonriendo, que la había leído antes que él… El seminarista sintió una alegría inmensa. «¡Ignacio convertido, Ignacio convertido!» Sus súplicas habían sido escuchadas. Ello le consoló en parte del disgusto por el cierre del taller Bernat.

Pero, sobre todo, Ignacio había escrito con inesperada emoción a Ana María. Empezó por cortesía y luego se halló reviviendo lo de San Feliu: la espontaneidad de la chica, sus verdes ojos, el balón azul, la conmovedora expresión de disgusto cuando él se puso grosero en la playa. Le escribió: «No, todavía no soy alcalde —lo es un notario— ni abogado; pero lo seré. Y entonces —¡sí, sí, Muntaner, 180, ya me acuerdo!— te nombraré concejal, o tal vez mi primer pasante. Acaso ganemos, juntos, muchos pleitos perdidos. Por de pronto yo acabo de ganar uno; gracias, primero, a una enfermedad y luego a un vicario de sombrero espantoso». Ana María le contestó con sello de urgencia, emocionada. Aquel día se puso sus mejores pendientes.

* * *

Mateo, en edad militar, obtuvo, gracias a Marta, que el comandante Martínez de Soria apoyara su petición de prórroga por estudios. Así que quedó libre, de momento, y respiró; y con él respiró Pilar. No lo hizo por comodidad: servir a la Patria le parecía muy honroso; pero al igual que J. Campistol, jefe de las escuadras de Barcelona, a quien visitó, entendió que su puesto por el momento estaba en Gerona, bajo la camisa azul, y no en cualquier cuartel de la península bajo el uniforme caqui.

Don Emilio Santos se alegró de conservarle a su lado, Carmen Elgazu le hubiera echado de menos; el profesor Civil, más que orgulloso de sus dos discípulos, se hubiera llevado un gran disgusto; para no hablar de Raimundo, quien tenía en Mateo uno de los pocos clientes de recorte de bigote y masaje.

—Cuando tú necesites prórroga —le dijo Mateo a Ignacio—, hablaremos con Marta y el comandante también te lo arreglará.

Una cosa le estaba preocupando a Mateo: el corazón. No acertaba a explicarse lo que le ocurría, pero lo cierto era que al entrar en casa de Ignacio, llena la cabeza de «valores eternos, de mar azul y de yugos y flechas», sin contar con el Derecho Romano y la Economía, la espléndida juventud de Pilar, sus pómulos tersos y rosados, sus alegres vestidos cosidos y cortados por ella misma, su nariz respingada y sus ojos maliciosos le producían una gran sensación de bienestar. Antes de entrar en el cuarto de Ignacio, para estudiar con él cualquier lección difícil, se sentaba en el comedor, junto a la estufa, unos minutos, al lado de Carmen Elgazu, frente a Pilar. Y el júbilo de la muchacha en estos casos, lo hacía suyo, sin querer. Se iba interesando por sus pensamientos. Todo lo de la chica se le iba haciendo familiar y le parecía lógico saber a qué hora fue al taller, a qué hora salió, qué hizo luego, si volvió directamente a casa. Matías Alvear, con los auriculares de la galena en la cabeza, o leyendo el periódico, pensaba: «A ver si una de las flechas de que habla don Emilio Santos cruza este comedor y engarza a esos dos chicos». Carmen Elgazu, haciendo calceta, tenía aire de preparar la venida al mundo de un nuevo ser.

Todo aquello preocupaba a Mateo porque en un principio pensó que, en todo caso, le interesaría Marta. Perfil castellano, montaba a caballo, iba a Bellas Artes, se conmovía cuando alguna gran palabra se introducía en la conversación. Y, sin embargo, lo más que sentía por ella era admiración y estima, la consideraba una magnífica camarada. Podría fundar la Falange femenina en la ciudad; mirando a Pilar, nunca se le ocurrió preguntarle qué opinaba de José Antonio.

—¿Y de qué habláis en el taller?

—Pues… de nada. De chicos.

—¿Y de cine…?

—Naturalmente.

—Y… ¿de qué chicos habláis?

—¡Toma! De ti, si te parece.

—Yo no he dicho eso… Ignacio abría por tercera vez la puerta de su cuarto y decía:

—Mateo, que nos espera el Romano.

* * *

Los discursos de Cosme Vila, Porvenir y Casal habían sido publicados íntegros por
El Demócrata
. Todo el mundo los leyó. En general se consideró que su tono era de una gran violencia; y sin embargo, el profesor Civil comentó que esta violencia era pálida comparada con lo que verdaderamente pensaban los tres hombres que los habían pronunciado. A su entender los objetivos de Cosme Vila iban mucho más allá de lo que dijo, y Porvenir sólo por ser la primera vez que habló evitó hacerlo de bombas, que en realidad era lo que se había traído de Barcelona. En cuanto a Casal, el profesor aseguró que su cerebro era tal vez el más incendiario de la ciudad. «Ya lo veréis. Es una caja de explosivos.»

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