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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (10 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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El fuego se consumía entre chispas de colores, como si estuviera alimentada con leña húmeda, y su crepitar se mezclaba con lamentos y gemidos claramente audibles. El fuego estaba cercano, casi podría tocarlo por momentos si tuviera extremidad alguna con qué hacerlo; sin embargo, sentía frío: el frío desapacible de la tristeza. El perro agitó su cabeza dejando caer con desprecio los pergaminos, que volaron un instante como ánimas en fuga antes de caer entre las llamas, el tiempo suficiente para que él asumiera, sin verdadera necesidad de descifrarlo, que era su letra la que estaba grabada en ellos. Luego se consumieron lentamente y un suspiro —no sabía si era el suyo propio— acompañó su tormento. Los perros ladraron aún más fuerte. Parecían reír y quizá lo hicieran, porque allí nada parecía imposible, pero no abandonaron su solemnidad y fiereza. Seguían dando vueltas, avivaban las llamas agitando sus colas, azuzaban el miedo con sus gestos feroces. El tumulto de fondo crecía adoptando caracteres humanos: un
crescendo
de voces, una multitud exultante jaleando a los perros, vociferando desprecio desde ninguna parte, pues alrededor de aquella indigna pira no había nada sino vacío y penumbras. Otro perro apareció de pronto en la escena tirando con sus mandíbulas de un saco. Disputaba con otro su posesión, luchaban para hacerse con su desconocida carga reculando con furia siempre hacia la hoguera. Acabaron desgarrando la tela y su contenido se desparramó por los suelos. Sus ojos, esos ojos que veían, escuchaban, olían y tocaban tanto como le era imposible al resto de su ser invisible, se cargaron de lágrimas, temblorosos de angustia, cuando vieron los huesos, míseros restos humanos descarnados y sucios, que rodaron por el suelo. Después, esos canes rabiosos arrojaron los despojos al fuego. Y sintió, ahora sí, un ardor como un río de plomo fundido consumiendo los tuétanos. Y gritó; o creyó que habría gritado si tuviera con qué hacerlo. Luego, tuvo compasión de sí mismo, o la tuvo la Divina Providencia, que le permitió cerrar los ojos mientras todo se alejaba poco a poco y en su mente retumbaba, en un frenético coro de mil voces, la monótona letanía de un miserere…

La pesadilla, su recurrente delirio de los últimos tiempos, había sido el punto final del sueño agitado de Dante. Se incorporó sudoroso en el lecho y lanzó un vistazo a la estancia, ahora iluminada por el sol que penetraba a través de un gran ventanal con los postigos abiertos. La madrugada anterior, el cansancio y las revelaciones del conde de Battifolle martillearon su cerebro y le habían hecho despreocuparse completamente del aspecto de su alojamiento. Mecánicamente, se había limitado a trazar con la pluma unas frases tranquilizadoras para su entorno de Verona; palabras ambiguas, en tono críptico y hermético. Algo que no extrañaría a nadie que de veras le conociera. Después, se había deslizado en aquella suntuosa cama con dosel y su cuerpo se había hundido con urgencia en un confortable colchón de plumas. Su descanso había estado jalonado con continuas referencias oníricas a esos dolorosamente llamados «crímenes dantescos», los cuales habían dejado paso a su inexorable visión: su martirio particular que le impedía evadirse de la melancólica realidad —como hacen muchos otros mortales—, sumergiéndose en la acogedora calidez irreal de los sueños.

La estancia que le acogía debía de ser una de las mejores del palacio del Podestà, reservada a huéspedes de cierta importancia. Era una paradoja irritante aquella que le transformaba de exiliado de su patria en secreto invitado de lujo en la misma. Los suelos, finamente embaldosados, estaban parcialmente recubiertos de alfombras, a pesar de que apenas habían dejado atrás el verano. Varios arcones de madera oscura proporcionaban abundante espacio de almacenamiento. No faltaban candiles de aceite y velas de auténtica cera —nada de sebo— diseminados por toda la habitación. Por el amplio ventanal, situado a una altura que impedía asomarse, se colaba el bullicio de la ciudad en plena actividad. Dante supuso que se abría a la vía del Proconsolo. Las paredes estaban decoradas con sobrias pinturas al temple hasta media altura, simples motivos geométricos o tenues figuras realizadas a mano libre con colores suaves y algo deslucidos. Hacia abajo, los muros estaban revestidos con tablas de madera unidas; las espalderas, habituales en las casas nobles, preservaban del frío y la humedad.

Bajo el chorro de luz que filtraba el ventanal, apoyada o tal vez formando cuerpo con la misma espaldera, el poeta divisó una mesa sobre la que habían sido dispuestos de manera nada casual una serie de documentos. Dante abandonó el lecho y se encaminó hacia allá. Hizo uso de un banco, mullido por un cojín, situado junto a la mesa. No tuvo que fijarse demasiado para descubrir que aquello eran actas notariales, apuntes legales preñados de todos los formulismos pertinentes al caso. Formaban una especie de memoria con varias hojas cosidas entre sí. En ella se detallaban pormenorizadamente los hechos que ya le habían sido resumidos la noche anterior por el vicario del rey Roberto, formalizados para su posterior incorporación en un proceso. Pensó que el conde de Battifolle, tan insultantemente seguro de sus dotes de persuasión, daba casi por hecha una conformidad que en absoluto se había producido. En un acceso de rabia empujó lejos de sí aquellos documentos, que se deslizaron sobre la mesa hasta caer al suelo. Después, dirigió la mirada hacia la pared de enfrente intentando recuperar la calma. Sus ojos se clavaron en una de aquellas pálidas figuras que adornaban la estancia: una imagen de la diosa Fortuna, con el timón que representaba su función de guía del destino mundial en una mano y la cornucopia proveedora de abundancia en la otra; entonces, pensó en su propia situación.

Dante apoyó la cabeza entre las manos, abatido, sopesando sus posibilidades. De rechazar el ofrecimiento del conde su única salida era la vuelta a Verona, una solución que él reconocía como precaria. Como hombre agradecido, Dante estimaba a Cangrande, alababa su franqueza y generosidad, pero el príncipe Escalígero distaba mucho de tener la sensibilidad artística y la altura intelectual adecuada para apreciar en su justa medida el trabajo de un hombre como aquél. El poeta tenía la triste sensación de no haber sido capaz de encontrar un albergue definitivo donde atenuar la añoranza de Florencia. Ahora, ante él, si bien entremezclado con unos hechos horribles y peligrosos para su vida y su fama, se le planteaba la perspectiva de volver a su patria. La posibilidad de reunirse con los suyos, de congregarlos a su lado en un lugar estable y seguro, algo de lo que no había sido capaz durante todos esos años de incertidumbre. Eso ya casi lo había desterrado de sus esperanzas. Por eso, aquélla era una oferta que no podía rechazar sin más.

Capítulo 18

B
ajó la vista hacia los documentos que reposaban en el suelo y los recogió para extenderlos sobre la mesa. En realidad, revisar aquellas anotaciones no le obligaba a nada ni suponía, a priori, claudicación alguna. Las actas estaban ordenadas cronológicamente. Desde el primer folio, a pesar de la enrevesada jerga notarial, Dante se sintió impregnado del horror, la maldad y la violencia que destilaban aquellos sucesos. Los detalles escabrosos que completaban la narración del conde poco aportaban de nuevo, salvo constatar que los parecidos con su «Infierno» eran indiscutibles y resultaba absurdo hablar de meras coincidencias. Más aún teniendo en cuenta aquellas notas. Era la auténtica firma de los asesinos que se había hecho indispensable en las escenas de los crímenes. Hubo algo, sin embargo, que llamó su atención. La transcripción literal de esas notas ponía el colofón a cada una de las actas, después de la descripción minuciosa de los acontecimientos. Precedía a la firma y al sello del notario que la había formalizado. Pero en dicho procedimiento había una excepción. Tras releer detenidamente la reseña referente al primero de los crímenes, el horrible festín de los canes que la mente enfermiza de los criminales había elegido para sustituir a su Cancerbero mitológico, Dante encontró, a renglón seguido, tal rúbrica:

Yo,
ser
Coppo Sassolini, notario del Comune de Florencia, al servicio del
podestà
y vicario del rey Roberto, fui notificado de tales acaecimientos y rogado de labrar escritura pública. Lo que hice en Florencia en el día VIII antes de las calendas de septiembre del año del Señor de 1316.
[13]

Bajo ésta, incorporada con posterioridad, había sido transcrita la nota encontrada en el lugar del crimen:

Granizo grueso, agua negra y nieve / que se vuelca por el aire de tinieblas / pudre a la tierra que los recibe. / Cerbero, fiera cruel y aviesa, / con sus tres fauces caninas ladra / sobre la gente aquí inmersa. / Ojos bermejos, unta y negra la barba, / amplio el vientre y uñosa tiene la zarpa, / a los espíritus clava, destroza y desgarra.
[14]

Dejando al margen el ominoso parecido de tales palabras con su obra, Dante reparó con algo de sorpresa en las irregularidades formales patentes. Habitualmente, el notario daba fe de todo cuanto antecedía a su firma. Pero es que, además, existía otra particularidad que aún lo hacía más extraño. La caligrafía de este añadido no era la misma. Eso era algo que se podía apreciar a simple vista. Y tampoco resultaba difícil constatar la pluma de la que había salido. La nota había sido copiada de puño y letra por la misma persona que se había ocupado de extender las restantes actas. Otro notario distinto, un tal
ser
Girolamo Bencivenni, que firmaba ostentando los mismos cargos que su compañero. Antes de leer con más detalle el resto de la memoria, Dante revisó los restantes folios y confirmó que en todos los demás casos se había actuado del modo regular. Es decir, las notas estaban recogidas antes de la firma y sello del fedatario público.

Tras la sorpresa inicial ante lo insólito del procedimiento, Dante no concedió excesiva importancia a su descubrimiento. Probablemente se había subsanado un error sin más; una omisión por parte del primer notario que, después, se había visto incapacitado para rellenar el resto de las actas. La trascendencia era mínima si se tenía en cuenta el previsible destino de aquellos documentos. Si se conseguía llevar vivos a juicio a los responsables de aquella demencia sin sentido, de poco les iba a servir una anotación más o menos en el procedimiento. Además, los hechos en sí eran tan sumamente repugnantes que cualquier otra consideración quedaba relegada y oscurecida por esta inmensa mancha sangrienta. En varios pasajes del escrito, Dante se sobrecogió, y tuvo que interrumpir su lectura con aprensión ante tanta crueldad, tanto sufrimiento. ¡Qué doloroso resultaba verse involucrado de esa forma! Eso era algo que ni Guido de Battifolle ni nadie podía comprender. Quizás el conde consideraba que no podían impresionarle acontecimientos tan familiares que ya había proyectado para otros seres en la ficción. Y tal vez estaba convencido de que había encontrado verdadero placer escribiéndolo. Nada más lejos de la realidad. Dante había reflejado un reino de amargura, una representación literaria del Infierno cristiano en el que se castigaban los pecados. Cierto era que muchos de esos pecadores eran enemigos directos del propio Dante, que encontraba así un leve resarcimiento moral para sus padecimientos. Pero en su «Infierno», sus condenados estaban sometidos a un juicio racional con efectos simbólicos. Eran las potencias celestiales y no su voluntad caprichosa quienes establecían los castigos ateniéndose a argumentos de estricta justicia divina. Eran, en fin, espíritus, no verdaderos seres humanos, los que sufrían padecimientos y mutilaciones. Dante, ni en la zona más oscura de sus pensamientos hubiera albergado nunca la tentación de hacer sufrir a ningún ser vivo de tal forma, ni de impulsar, apoyar o llevar a cabo una
vendetta
sangrienta de tal magnitud. No habría sido el Dante Alighieri orgullosamente imparcial que había obrado con rectitud tal durante su participación en el priorato, que se había granjeado enemistades en las que él mismo encontraba la razón de su injusta pena de destierro; el mismo que había renegado de sus circunstanciales aliados de la
Universitas Alborum
por acabar descubriendo en ellos una compañía «necia y malvada». Nunca hubiera sido capaz de descender a tal bajeza. Pero había una realidad insoslayable: unos horribles sucesos que alguien, deliberadamente, quería ligar a su nombre. Dante releyó una y mil veces esas pequeñas citas incriminatorias, como si haciéndolo pudiera encontrar un indicio, una señal que le permitiera renegar de su indirecta paternidad.

En el segundo de los crímenes, el sangriento desgarramiento de Baldasarre de Cortigiani, la nota, clavada en el mismo árbol que sostenía su masacrado cuerpo, reflejaba con indiferente crueldad un pasaje del noveno foso de Malebolge:

Un tonel, cuya duela del fondo o medianera perdiera / no se vería hendido, como yo vi a uno / abierto desde el mentón hasta donde se ventea. / Entre las piernas pendíanle las tripas, / se veían las entrañas y el triste saco / que hace mierda de lo que engulle…
[15]

En el asesinato de Bertoldo de Corbinelli, el mismo artefacto diabólico que había servido para arrebatarle la vida había sido utilizado para albergar la nota correspondiente. En este caso, una cita perteneciente al círculo dantesco donde la imaginación del autor había dispuesto colocar, para su eterno penar, a los falsos adivinos:

Inclinado mi rostro abajo hacia ellos, / observé asombrado que estaban retorcidos, / cada uno entre el mentón y el pecho, / que el rostro a las espaldas tenían vuelto, / y para andar hacia atrás les era necesario, / porque ver hacia delante no podían.
[16]

Con el mercader Piero Vernaccia, la última de las víctimas de aquel macabro juego, los asesinos debían de haber puesto especial cuidado para evitar que su característica nota quedara chamuscada entre tanto rescoldo y ceniza ardiente. El texto pertenecía al séptimo círculo infernal de su obra:

Por todo el arenal, en forma lenta / llovían grandes copos de fuego / como cae la nieve en la montaña si no hay viento, / tal descendía el sempiterno ardor / y así la arena ardía, como yesca, / bajo el pedernal y duplicaba el dolor. / Sin ningún reposo era la loca danza / de las miserables manos, aquí y allá / apartando de sí el fuego renovado…
[17]

Con razón —concluyó con resignada tristeza— las gentes de Florencia habían bautizado estos asesinatos como los «crímenes dantescos». Dante, abstraído durante su lectura, volvió a ser consciente del bullicio que se colaba por el ventanal situado sobre su cabeza. Un
crescendo
de voces y sonidos diversos que hadan que las calles de Florencia fueran de todos conocidas con el calificativo de
rughe
. Especialmente, en la jornada laboral, desde que las campanas de la Badia tocaban a tercia y hasta poco después de que repicaran a nona, las calles y plazas de toda la ciudad bullían en plena actividad. Una fauna diversa y variopinta se dibujaba en el recuerdo de Dante; se agolpaba por vías angostas, compartiendo estrecheces con carros y caballos cuyos jinetes intentaban abrirse paso desplegando las rodillas y que habitualmente eran saludados con una sarta de insultos. Compraban y vendían todo tipo de objetos, animales o alimentos en los numerosos comercios de las calles, en la plaza del mercado Viejo o en las múltiples plazas de la ciudad. Dante, en su edad madura, era hombre poco amante de tales bullicios, bastante más orientado hacia ambientes tranquilos y solitarios, pero, en aquella ocasión, quizá por las especiales circunstancias que rodeaban a su nueva presencia en Florencia, con una prolongada ausencia incluida, deseaba perderse por aquellas calles atestadas. Quería redescubrir bajo su anonimato su ciudad natal, prohibida durante más de una década. Una ciudad de la que, tal vez, apenas le quedaran unos recuerdos que tenían poco que ver con la realidad.

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