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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (12 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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Capítulo 21

E
l poeta erró por la Vacchereccia hasta que en la confluencia con la vía de Por Santa María se dejó vencer por la tentación de contemplar el Arno y dejarse llevar por el bullicio, que siempre conllevaba tomar las vías de comunicación con Oltrarno. Despacio, con la emoción contenida de saber que sus pupilas se volverían a impregnar con la imagen añorada del puente Viejo, Dante dejó que sus pies le llevaran hasta allí, sufriendo más de un empujón en su recorrido. Sabía que parte de esos empujones respondían a un vano intento por parte de los muchos ladrones que infestaban las calles de robarle por descuido una bolsa que, en realidad, no llevaba consigo.

Cuando alcanzó a divisar la imagen sesgada del puente, casi perpendicular a su posición, sus pasos se hicieron aún más lentos, provocando con ello algún que otro comentario airado por parte de los viandantes. Los reflejos del sol en la superficie en calma del Arno, la estampa del más antiguo de los puentes de Florencia, apaciguaron su espíritu y casi le forjaron la ilusión de que todo seguía igual, de que nunca había tenido que abandonar su patria, de que todo había sido un mal sueño que se esfumaba en el peculiar aroma del río. Según avanzaba el día y el sol cobraba mayor fuerza, ese aroma acababa convirtiéndose en pestilencia por los desechos orgánicos que dejaban caer en la corriente los tenderos establecidos sobre el puente; la mayoría curtidores de pieles y algunos carniceros. Desde allí, alzando la vista a la lejanía verde de las colinas del otro lado del río, podía divisar, empañado en la bruma, como si la contemplara a través de un ojo anegado por las lágrimas, la silueta frágil y blanquecina, como un fantasma, de San Miniato. Dante, casi a la altura de la cabecera del puente, contempló distraído la maltrecha estatua de Marte, El busto mutilado del primer patrón de Florencia que, aun siendo sustituido en su patronazgo por san Juan Bautista, había sido capaz de imprimir con fuerza su naturaleza belicosa en el espíritu de los florentinos. Ante sus ojos de piedra se habían escrito muchas de las páginas de la historia de su patria.

El poeta dio media vuelta desandando con calma sus pasos hasta que se encontró en la vía que había tomado su nombre del Arte de Calimala —una de las siete artes mayores que tenían el poder efectivo de la república—, donde se habían establecido numerosas tiendas especializadas en teñir y refinar ropas de lana. Dante pudo constatar que su disfraz cumplía satisfactoriamente su función, cuando pasó junto al bullicioso hormiguero del mercado Nuevo, por los continuos ofrecimientos para comprar todo tipo de objetos y, sobre todo, por los precios que le pedían, impensables para cualquiera que no fuera forastero en la ciudad. En cualquier caso, pasar desapercibido en aquellas calles del centro, repletas y agitadas en un continuo movimiento humano y animal, no era una tarea excesivamente complicada, porque Florencia entera era en la práctica un inmenso taller y mercado en casi toda su extensión.

El Comune se encargaba de habilitar lugares para las transacciones comerciales, establecía el día y el horario, los lugares asignados a cada vendedor, e incluso indicaba las dimensiones máximas de los bancos o tiendas. Pero, en la práctica, producción y comercio se desarrollaban en cualquier lugar donde hubiera sitio y oportunidad de hacerlo; lo mismo al aire libre o a cubierto, en espacios públicos o privados, frente a los talleres ubicados en la planta baja de los edificios, exponiendo las mercancías sobre rudimentarios escaparates fabricados en albañilería o madera, o sobre el propio suelo. A los numerosos vendedores que jalonaban el camino había que añadir los arrieros que transportaban mercancías y materiales de un lado a otro a lomos de muías y asnos, los inevitables mendigos que revoloteaban y acudían como moscas al reclamo del más leve tintineo de una moneda y los pregoneros y heraldos del Comune que a voz en grito comunicaban informaciones, disposiciones municipales, leyes o sentencias a los pocos que se mostraban interesados en enterarse. En aquellas condiciones, la circulación era extremadamente difícil, por lo que Dante entretuvo su lento caminar en observar cómo había cambiado la fisonomía de su ciudad.

A pesar de las medidas que el Comune había adoptado para reducir la altura de las torres, en estas vías angostas la presencia de estos gigantes de piedra y ladrillo proporcionaba una perspectiva marcadamente vertical. A los ojos de un observador como Dante, no se escapaba una evidente transformación en cuanto a las dimensiones de las viviendas más comunes. Eran bastante más reducidas, un síntoma del encarecimiento del terreno; además, solían compaginar la función de residencia y la actividad comercial o artesanal, con sus tiendas o talleres ubicados a pie de calle. La madera había desaparecido prácticamente, sustituida por materiales más sólidos y estables como el ladrillo o la piedra.

Según avanzaba, Dante se sintió paulatinamente empujado por una marea que le conducía hasta las cercanías del mercado Viejo. El espacio que éste ocupaba se asemejaba a un enjambre, con ciudadanos curiosos arremolinados en torno a los bancos y puestos. Aunque estaba dedicado principalmente al comercio de todo tipo de vituallas, gran variedad de carnes, frutas y verduras, en aquella plaza se podían encontrar todo tipo de artículos y utensilios, más o menos comunes, lujosos, pintorescos o extravagantes. Aportaban también su dosis de animación y estrépito juglares y músicos, saltimbanquis y mimos, tahúres que incitaban a los viandantes a participar en juegos de azar, partidas de
zara
con naipes, tabas…

Dante luchó por evadirse de la masa y a duras penas se abrió camino hacia la plaza de San Giovanni. En el baptisterio, su «bello San Giovanni», en su serena geometría de mármoles blancos y verdes, habían tomado forma e imagen muchos de sus delirios de retorno a su ciudad. Ahora, su visión le afianzaba en la sensación de que todo aquello siempre había formado parte de su ser sin que alejamiento alguno hubiera tenido fuerza suficiente para generar el desapego. La vida resultaba un curioso círculo en el que partir no es sino el necesario primer paso para volver al principio. Nacer y morir, principio y fin. Los lugares queridos a los que se retorna para descubrir que siempre han estado allí, esperando una vuelta, una revolución en ese círculo que nos plante de nuevo ante sus pies. Bordeó la mole octogonal del venerable edificio, conmovido, sin perder de vista a la vez el armazón cercano de la futura Santa Maria dei Fiore, llamada a ser algún día la nueva catedral de Florencia. Aquél era el verdadero corazón religioso de la metrópoli. En aquel vasto espacio rectangular que, en realidad, acogía dos plazas diferentes, residía para cualquier florentino el alma, el espíritu de aquella ciudad que tan agresiva y viril se mostraba en la masa compacta de sus piedras marrones.

El cielo oscureció levemente y Dante temió la descarga de un nuevo aguacero. Se aproximó hasta Santa Maria y sus ojos no fueron capaces de distinguir grandes variaciones en una obra cuyo comienzo, en septiembre de 1296, había conocido y seguido con bastante atención desde los primeros trabajos de construcción. El proyecto de Arnolfo era grandioso. Los amplios cimientos de su planta en forma de trébol ocuparon una vastísima zona y se llevaron por delante un buen número de construcciones anteriores. Sin embargo, la antigua Santa Reparata no había sido demolida. La nueva construcción la abrazaría con sus paredes dejándola en pie y en servicio, en tanto no finalizara la obra. Resultaba curioso ver cómo aquel antiguo templo, que apenas cubría un tercio del tamaño previsto para Santa Maria, iba siendo engullido por aquel ambicioso edificio.

En aquel momento, en el que Dante admiraba el esqueleto dormido de Santa Maria, ni siquiera se había encontrado sucesor para continuar con el trabajo que había interrumpido la muerte de Arnolfo. La paralización de las obras había dejado en pie la estructura de algunos muros en su parte inferior; por otro lado, la nueva fachada solamente estaba decorada en su mitad y sin los revestimientos completos de mármol que deberían repetir los del baptisterio. La fachada, pletórica de hornacinas y estatuas, mostraba que Arnolfo era, ante todo, un gran escultor.

Mientras tanto, alrededor de los cimientos de esta embajada de Dios reinaba un caos de piedras, losas, troncos, barras de hierro, grandes sogas retorcidas, entremezclados con todo tipo de útiles y materiales de construcción que, aun cuando la obra estaba paralizada, seguían acumulándose procedentes de toda la Toscana. Tal desbarajuste le trajo al pensamiento que en alguna de esas aglomeraciones había dejado su vida de un modo terrible el mercader Piero Vernaccia. Y de un modo súbito y cruel se le desveló el recuerdo del verdadero motivo de su presencia en Florencia: aquellos repugnantes crímenes que se le había invitado a investigar. La idea ensombreció más su alma que los negros nubarrones que flotaban sobre su cabeza. Cabizbajo y sombrío consideró que tal vez fuera el momento de retornar a su estancia, de afrontar la presencia del vicario del Rey, de responder sin demora a su propuesta. En definitiva, debía tomar una decisión y esperar que esta vez no resultara tan equivocada como otras.

Capítulo 22

L
os mismos deseos de discreción que le habían impulsado a dirigirse hacia el sur horas atrás, le impedían ahora tomar esa misma dirección. Pese a la cercanía del palacio, decidió dirigirse hacia el este dando un rodeo. Inició este recorrido en la vía Buia para callejear luego hasta acercarse a su destino, un camino plagado de reencuentros por callejuelas distantes del centro que apenas habían variado su fisonomía, ajenas a remodelaciones. Pero cuando pasó junto a la siniestra cárcel de los Stinche y divisó el peculiar trazado semicircular basado en la silueta del desaparecido anfiteatro romano que conformaban las casas de los Peruzzi, un nuevo pensamiento estalló en su cabeza. Su devenir irregular le había traído muy cerca de la plaza de Santa Croce, del convento de los hermanos menores de Francisco, que también había gozado de la mano omnipresente de Arnolfo en una controvertida rehabilitación. En su colegio religioso, el joven Dante Alighieri había completado su formación y se había impregnado con sus enseñanzas sobre la vida ascética y las profundas experiencias místico-proféticas. Sabía que en su ausencia, su buen amigo Ambrogiotto de Bondone había trabajado en la decoración de una de sus capillas. Dante no podía privarse de ver la hermosura que fluía de la mano de Giotto y que impregnaba todo aquello que tocaba.

Atravesó, pues, el estrecho peine de calles que conducía a Santa Croce, dejando a su espalda el palacio y la abadía. Penetraba en un barrio obrero popular, sucio e insalubre, cuyos habitantes se dedicaban principalmente a la tintorería y a otros pesados procesos de la lana. La extensa plaza de Santa Croce, ese enorme espacio rectangular frente a la basílica franciscana, solía alojar con frecuencia a masas de ciudadanos en variopintas manifestaciones civiles y religiosas. Competiciones, juegos o fiestas con ocasión del
Calendimaggio
alternaban con todo tipo de predicaciones, y no sólo las que llevaban a cabo los frailes menores. Circulaban por allí muchos grupos pequeños formados por personas con una condición ambigua, entre laica y espiritual, «terciarios» al margen de la disciplina y las reglas de las órdenes, pero con una vida tan austera y devota que en poco se diferenciaban de los mismos frailes. Conocidos popularmente y de forma algo despectiva como «beguinos», todos estos fervorosos hombres y mujeres, que se ganaban la vida mendigando, eran mirados con frecuente recelo por la facilidad con que se creía que en ellos prendían pensamientos y actitudes heréticos.

Dante se adentró decidido en la plaza, que mostraba los signos de actividad característicos de Florencia. La inminente caída del sol hacía que el bullicio se fuera diluyendo en grupos más o menos aislados. A media plaza, llegó a la altura de un curioso predicador que, subido sobre un grupo de rocas, atraía la atención de un nutrido y ruidoso corro, demasiado ruidoso para suponer que asistían con seriedad a una prédica instructiva. El orador era un anciano desaliñado y febril, agitado en una pasión que sobrepasaba con mucho la fragilidad de su cuerpo. Iba cubierto con los restos de un harapiento hábito marrón que más le hacía parecer un vagabundo que un ermitaño. En cualquier caso, el viejo, cuya barba vibraba con intensidad en sus esfuerzos por hacerse entender sobre tal algarabía, parecía ser muy familiar para aquel grupo, formado en exclusiva por hombres rudos y burlones.

—Gracias a Dios, nuestro Señor, que no ha consentido que en estos tiempos malditos esté todo perdido —decía el viejo con pasión—. Aún quedan hombres santos, buenos cristianos que hacen prodigios entre tanto pecador…

Sus palabras iban siempre acompañadas de un coro de comentarios impropios y risas groseras.

—Y, ¿dónde están, que no los vemos? —destacó una voz con tono de burla sobre el bullicio.

—¡Vosotros no sois capaces de ver más allá de vuestras narices! —replicó furioso el predicador—. Además, ¿por qué iban a venir a una ciudad condenada como ésta?

Los espectadores no paraban de reír. Se diría que no veían a Florencia más condenada o maldita que cualquier otra ciudad. Y si compartían su opinión, parecía importarles bien poco.

—¿A divertirse? —decía uno, burlón.

—¿A trabajar por una miseria? —apuntaba otro, diluyendo en su broma la amargura de su situación.

—¿A oírte decir tonterías? —dejaba escapar otro con algo más de agresividad.

—Tendríais que buscar fuera —continuó el viejo tratando de hacerse comprender—. En Vicenza conocí a un hombre verdaderamente elegido por Dios, fray Giovanni, a quien mis ojos pecadores vieron hacer levantar gente de entre los muertos —completó entornando esos mismos ojos con arrobo y verdadera devoción.

Pero ni siquiera ese forzado semiéxtasis detuvo el jolgorio de la peculiar audiencia, la escalada de mofas y comentarios.

—Por Dios bendito, que no le dejen venir aquí —gritó una voz en falsete imitando un tono implorante—. ¡Si ya no cabemos más en la ciudad, sólo falta que encima resucite a los muertos!

Una estruendosa risotada celebró el ingenio del desconocido y el iluminado abrió sus ojos de golpe abandonando su arrebato místico para alcanzar un estado de absoluta indignación. Dante había eludido mezclarse con estos desconsiderados espectadores, prosiguiendo su camino hacia la basílica, decidido a no prestar ninguna atención a esta sarta de incongruencias. Pero, de repente, algo le hizo frenar en seco. Unas palabras del estrafalario predicador que actuaron como un rayo en su conciencia.

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