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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (5 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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El conde rompió un silencio tenso.

—Podéis sentaros —dijo, indicando con su mano extendida un escaño situado tras las piernas de Dante.

Sin volver la vista, con los brazos vencidos a ambos lados de su cuerpo, Dante contestó sin ningún movimiento.

—Si no os importa, permaneceré de pie. Vengo de un largo viaje, en el cual he pasado la mayor parte del tiempo sentado.

Battifolle sonrió tímidamente ante el sarcasmo de su interlocutor.

—Y yo debo pediros disculpas por las incomodidades de tal viaje —respondió, desviando la mirada hacia los pergaminos extendidos que invadían su mesa en pleno desorden—. No obstante, pronto comprenderéis que, dadas las circunstancias, no había mejor opción. Dudo mucho que hubierais querido venir de buen grado.

Dante también desvió su mirada hacia el escritorio. Un precioso crucifijo tallado en madera y plata, y un rosario de cuentas de marfil presidían un caos de documentos oficiales. El sello del Comune florentino era perceptible en algunos de ellos. Otros mostraban las trazas del característico lirio de la bandera de los Anjou. Dante sospechó que aquello formaba parte de una escena cuidadosamente preparada, una disposición que pretendía impresionar, dar una imagen de encuentro solemne. Había tomado parte en suficientes embajadas como para saber con cuánto placer se prodigaban las enseñas, sellos, lacres y emblemas entre cortes y repúblicas italianas. Las gentes de aquellas tierras se entregaban a la competición de símbolos de identidad casi con tanto ardor como empleaban en derramar la sangre de sus vecinos. Además, le resultaba poco creíble que a aquellas horas, cuando no debía de faltar mucho para que alboreara, el vicario se encontrara enfrascado en la lectura o revisión de tales documentos.

—¿Y quién querría hacerlo en manos de sus verdugos? —respondió Dante de manera casi mecánica, sin levantar la vista.

El poeta daba la impresión de encontrarse lejos de allí, en ensoñaciones o lugares muy distantes.

—¿Verdugo? —saltó el conde de inmediato, volviendo a mirar de lleno a Dante—. Yo no soy ningún verdugo. Si no me habéis reconocido aún, creo que podríais hacerlo a poco que recurrierais a la memoria.

—No debéis temer por eso —replicó Dante, cruzando su mirada con la del vicario de Roberto—. La memoria y los recuerdos son prácticamente el único equipaje que arrastro en mi peregrinar. Desde que mis conciudadanos decidieron expulsarme de mi patria he frecuentado muy diversas compañías. Algunas de ellas pasaron de ser amistosas a convertirse en hostiles; pero eso no quiere decir que me haya olvidado de ninguna de ellas.

Battifolle rehusó entrar en una confrontación dialéctica y volvió a posar la atención en sus documentos. Alzó uno de ellos entre sus manos para leer lo que allí estaba escrito.

—Durante de Alighieri, más conocido como Dante, nacido en Florencia en el año de la encarnación del Señor de 1265 en el
sesto
de San Piero Maggiore. Insigne poeta, ocupante en el pasado de notables cargos políticos, entre ellos prior de la república. En la actualidad, según propia opinión, injustamente desterrado de su patria…

El conde hizo una pausa deliberada para ver el efecto que hacía su alusión a la frase con la que Dante solía encabezar sus cartas:
exul immeritus
: «desterrado sin culpa». Después, enumeró los cargos en su contra y la terrible condena que, por ellos, quedaba pendiente de ejecución.

—¿Es por esto por lo que creéis que os he hecho venir? —dijo el conde.

El vicario se lo quedó mirando fijamente. Su gesto mostraba claramente que esta vez no iba a ser él quien rompiera el silencio.

—Eso que me habéis leído —replicó Dante sin perder la serenidad— es la máxima expresión del interés que mis compatriotas han puesto en mi persona en los últimos años. Por eso nada bueno espero de los florentinos ni de los que, no siéndolo, aquí moran.

—Pero también se os ofreció una amnistía antes de la última condena —objetó Battifolle—. Y no sólo la rechazasteis de plano, sino que lo hicisteis del modo más áspero. A través de una carta que sabíais que tendría gran eco en la ciudad. No es ésa la mejor forma de reconciliarse con los adversarios, Dante.

Ese ofrecimiento de amnistía había sido un duro ataque al orgullo del poeta. Según el proceso habitual, los amnistiados debían realizar una
oblado
, una ofrenda económica a san Juan, el patrón de la ciudad, en su festividad del 24 de junio. El procedimiento incluía algunas condiciones degradantes, como formar parte de una procesión que partía de la prisión y en la que los implicados debían ir descalzos, vestidos con un sambenito penitencial y una mitra de papel en la cabeza en la que figuraba escrito el crimen cometido. Se debía portar, además, un cirio encendido en una mano y un bolso con el dinero en la otra, hasta llegar al baptisterio, donde los reos eran ofrecidos en arrepentimiento ante el altar, para conseguir así el restablecimiento en sus derechos económicos y políticos. En el caso de los exiliados políticos, como Dante, el procedimiento estaba, en realidad, reducido al mínimo, sin la mayor parte de las humillaciones anteriores. Pero, incluso así, era excesivo para él. No podía consentir ceremonia alguna, por mínima que fuera, que implicara un reconocimiento de culpabilidad. Su rechazo contundente a través de una carta dirigida a un familiar había alcanzado gran repercusión en la ciudad y su contumacia le había valido una nueva condena de muerte.

—No debería entonces, ya que la conocéis, repetir lo escrito en dicha carta —contestó Dante, inflamado de nuevo en su castigado orgullo—. No obstante, me reafirmo en que Dante Alighieri nunca pagará de su escaso patrimonio a aquellos que le han ultrajado y jamás se ofrecerá como un vulgar delincuente a nuestro santo patrón. Por esa misma razón, por cierto, no debería extrañaros que me califique como «desterrado sin culpa», porque ni una sola de las acusaciones de mis enemigos es verdadera.

—¡Y yo estoy convencido de ello! —dijo el vicario con pasión mientras se ponía en pie. Empezó a pasear su pesada mole por la estancia con las manos en la espalda. Con cada movimiento, los múltiples recovecos del rostro de Battifolle reflejaban las luces de las velas con ambigüedad: de amistoso y franco su gesto parecía convertirse en fiero y amenazador apenas daba un paso—. Por eso os acogí sin ningún recelo en mi casa de Poppi. Por mi cabeza nunca ha pasado la menor sombra de duda sobre la honradez de Dante Alighieri. Y sin embargo, vos, todo lo que hoy veis en mí es a un verdugo.

De repente, el súbito estallido del trueno y el golpear de la lluvia en las paredes del palacio subrayaron esas palabras.

Capítulo 11

L
as palabras y movimientos de Battifolle confirmaban la solemnidad del momento. Dante volvió a guardar silencio porque sentía verdadera curiosidad por saber hasta dónde iría a parar el conde en sus devaneos.

—Sé que receláis de mi actual posición como rechazáis lo que consideráis un inaceptable cambio político —prosiguió el conde—. Sois un hombre orgulloso y tenaz en vuestras ambiciones, pero la pasión guía en exceso vuestras emociones y os lleva a adoptar a veces visiones un tanto sesgadas.

Dante asistía mudo a estos inciertos preámbulos. En estos largos años había sido objeto de innumerables acusaciones, algunas tan injustas como infundadas, pero en su fuero interno, el mismo Dante había reconocido más de una vez —especialmente en los momentos de mayor reflexión— las consecuencias negativas de algunos de sus actos y gestos desmesurados. Al menos, indicaba en el conde cierta agudeza y penetración que merecía mayor consideración que anteriores ataques de sus enemigos.

—O a olvidar que los vientos violentos que barren todas las tierras de Italia —continuó el vicario de Roberto aferrado a una sonrisa maliciosa—, lo mismo que cambian de orientación al conde Guido de Battifolle, también lo hacen con el mismísimo Dante Alighieri, desde una posición de combativo güelfo a la de representante de los más irreductibles gibelinos.

Tampoco ahora quiso el poeta reaccionar a sus palabras, encajando, sin dar muestras de impresionarse, esas alusiones directas a su propia evolución política en los exaltados años del destierro.

—Pero no es mi intención debatir sobre tal aspecto —siguió hablando Battifolle con el rostro cubierto con una máscara de seriedad—. Solamente quiero que comprendáis que mi adhesión a la causa del Emperador era tan sincera como lo podía ser la vuestra. Mi deseo ha sido siempre, tanto como lo ha sido el vuestro, la paz y la unidad de nuestra tierra; un poder fuerte capaz de frenar la anarquía y el derramamiento continuo de sangre que se extienden de norte a sur. O el éxodo masivo de miles de ciudadanos, como vos mismo, que no hace más que echar sal en esta herida que amenaza con no cerrarse jamás.

El viejo escepticismo de Dante asomó a través de una leve sonrisa, aunque ni una sola palabra que interrumpiera el monólogo de su interlocutor dejó traslucir su pensamiento. Aquéllos eran tiempos extraños. Uno podía oír a representantes de viejos linajes feudales hablar de unidad y poder centralizado, cuando habían basado su fortuna y pervivencia en la disgregación, en la inexistencia de una autoridad capaz de hacer frente a su autonomía sin límites. Tiempos en los que los más inflexibles seguidores del sacro Imperio romano germánico habían contribuido a su fracaso, restando a Enrique VII los apoyos necesarios, para dedicarlos a sus asuntos particulares.

—Y ese desafortunado alemán —continuó Battifolle refiriéndose al último emperador— parecía sinceramente capaz de realizar esos ideales. O, al menos —titubeó—, cuando contaba con el apoyo del papa Clemente y hasta el respeto y vasallaje de ciudades tan güelfas como Lucca o Siena. Y todo eso sin ser un hombre de grandes credenciales… No creo necesario recordaros las circunstancias de su elección.

La apuesta por el joven Enrique, natural del pequeño Estado de Luxemburgo, para el papel de emperador había resultado inesperada y sorprendente. El astuto papa Clemente V había maniobrado para atenuar la influencia francesa eligiendo un príncipe poco poderoso y, en teoría, con poco peligro. Además, se apresuró a ordenar a los italianos que aceptaran a su nuevo señor, prometiendo incluso que le coronaría en persona en Roma. Esto animó a Dante a cursar una de sus epístolas dirigida a «todos y cada uno de los reyes de Italia y los senadores de la santa Roma, además de a los duques, marqueses, condes y pueblos», en la que concluía que «el Señor del Cielo y la Tierra ha establecido para nosotros un rey». Después de nueve infructuosos años de exilio entre blancos y gibelinos, su corazón se había henchido de un nuevo entusiasmo, pero la realidad acabaría castigándolo con un nuevo desengaño. Clemente olvidaría sus promesas y los «malvadísimos florentinos» en el Gobierno no cedieron a sus pretensiones.

—Nuestro Enrique —siguió hablando Battifolle con cierta dosis medida de ironía—, al que vos no dudasteis en ungir nada menos que con los atributos de nuevo Cordero de Dios, recibió en sus manos una responsabilidad que excedía con mucho sus capacidades. ¡Pero si él lo que ansiaba era emprender una nueva Cruzada en tierra de infieles! Las estrellas le volvieron muy pronto la espalda. Ya visteis su misma coronación: una patética ceremonia, casi a escondidas; con Roma partida en dos, sin la presencia del Papa, y en San Juan de Letrán porque la iglesia de San Pedro estaba en poder de sus enemigos.

Ni los más acérrimos defensores de Enrique habían podido cerrar los ojos ante la dolorosa realidad. Su aventura se había convertido, desde sus inicios, en una tragicomedia absurda. Con una mezcla de vergüenza y de rabia por las chanzas de sus enemigos, Dante recordaba los elogios desmedidos que había dirigido a Enrique cuando soñaba con retornar algún día a Florencia, triunfante, entre las tropas imperiales. Había calificado temerariamente a aquel principillo luxemburgués como un nuevo «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo», parafraseando lo dicho por Juan el Bautista al ver llegar al mismísimo Hijo de Dios. Y eso, tras la estrepitosa derrota, había sido utilizado como escarnio para el propio Dante. Ni los símbolos ni las ceremonias o rituales habían sido capaces de dar seriedad a su expedición. Cuando se dirigió a Roma para recibir la corona de Augusto, las tropas imperiales tuvieron serios problemas para entrar en una ciudad ocupada por sus enemigos. Apenas fueron capaces de ocupar la mitad de la Ciudad Inmortal, en un sector en el que no se encontraban ni el palacio ni la iglesia de San Pedro. Enrique, lleno de indignación y de rabia, tuvo que resignarse a ser coronado en San Juan de Letrán, a principios de agosto de 1312, y de manos del cardenal de Prato, legado del Pontífice, que no había podido o querido salir de Aviñón. Para entonces, ya había abandonado a su suerte a un soberano con tan mala estrella.

—Vos mismo reprochasteis a Enrique su negligencia —continuó el vicario de Roberto con su monólogo, paseando ante la figura atenta de Dante—, sus errores. En una de vuestras misivas públicas criticabais su tardanza. Pronto todos nos dimos cuenta de que su aventura no podía llegar a buen puerto. Y gran parte del mérito de ese fracaso lo tuvo precisamente esta ciudad en la que ahora estamos. No busquéis responsables entre antiguos aliados, o incluso en la persona del rey Roberto, a quien ahora represento. Esta república no sólo derrota ejércitos con el hierro y el fuego. Vuestros conciudadanos han hecho de los banqueros sus mejores mercenarios. Son tan convincentes con sus créditos y florines en la tarea de comprar amistades y forzar alianzas como los más poderosos ejércitos engalanados con brillantes armaduras. —El conde se detuvo frente a la mesa inclinándose ligeramente, mientras volvía a revolver entre los documentos esparcidos—. Tanto rencor, tanto afán… Os puedo mostrar bandos que vuestros compatriotas rubricaban con la frase: «A honor de la santa Iglesia y a muerte del rey de la Magna». Y también documentos que ordenaban con saña eliminar las figuras de águila de puertas y de cualquier otro lugar donde estuvieran talladas o pintadas. Más aún, estableciendo severas penas a quienes las pintaran o no mostraran voluntad de borrarlas si ya estaban pintadas. Tras la muerte de Enrique dirigieron a las ciudades amigas cartas como ésta. —Battifolle seleccionó y alzó uno de los documentos frente al rostro de Dante—. Mensajes tan crueles como: «¡Salud y felicidad! ¡Regocijaos con nosotros!».

—No es extraño —dijo de golpe Dante, rompiendo su prolongado silencio para sorpresa del conde, interrumpido en su disertación—, si se tienen en cuenta los instrumentos tan divinos que fueron capaces de utilizar para su muerte.

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