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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (27 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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—¿Las buenas noticias hablan de la detención de los autores de los crímenes que nos ocupan? —preguntó el poeta con impaciencia.

—Desgraciadamente, no —contestó lacónico el conde.

—Entonces —replicó Dante—, o mucho me equivoco o ésa es, precisamente, la cuestión importante que condiciona vuestras buenas nuevas.

—No os equivocáis en absoluto —dijo el conde con una sonrisa.

—Siendo así, me cuesta imaginar cuáles pueden ser esas maravillosas novedades, si no me las contáis —atajó el poeta, tratando de evitar que su interlocutor se perdiera en alguno de sus circunloquios.

—Parece ser que la concordia tiene una nueva oportunidad en Florencia y que sus ciudadanos pueden empezar a pensar en vivir en paz —dijo el conde inundado de un extraño optimismo.

Dante recibió con escepticismo tales palabras. Había vivido tantas paces, tantos intentos más o menos sinceros y creíbles de concordia, que no era fácil ser optimista al respecto. Recordaba, por ejemplo, aquella memorable paz del cardenal Latino, cuando el poeta apenas contaba con quince años. Después, había conocido la supuesta pacificación tramposa del cardenal Matteo de Acquasparta, enviado en 1300 a Florencia por el ladino papa Bonifacio para beneficiar en la sombra al Partido Negro. Y la ilusionante, pero frustrada, tentativa en 1304 del cardenal Nicolás de Prato, legado del pontífice Benedicto XI, al que parecía animar un sincero afán de reconciliación que no interesó en absoluto a los gobernantes florentinos.

—Suena bonito, pero abstracto —replicó Dante sin inmutarse—. Supongo que os basaréis en algo más concreto.

El conde echó las manos a su espalda y Dante entendió con desazón que le esperaba una de aquellas largas explicaciones en las que el conde Guido Simón de Battifolle dosificaba la información con turbadora habilidad. Empezó a moverse por la estancia mientras hablaba, permitiendo que las luces y sombras moldearan alternativas siluetas con su cuerpo.

—Hoy mismo ha habido una reunión aquí, en palacio. Reunión en la que, por cierto, me hubiera encantado contar con un hombre como vos, con vuestra experiencia; de no ser por la imposibilidad misma que comprenderéis —se excusó Battifolle—. Hemos conseguido reunir a distinguidos representantes ciudadanos de las facciones que enfrentan a la ciudad. Ciudadanos de los que tienen auténtico poder de representación y pueden garantizar el compromiso de sus filas —matizó con énfasis—. También han asistido ciertos personajes muy allegados a nuestro rey Roberto.

En este punto hizo una pausa, como si estuviera seleccionando las palabras justas que debía utilizar para explicar este extremo.

—Supongo que desconocéis que en estos días la digna y nobilísima hija del rey Alberto de la Magna atraviesa nuestras tierras con destino a Puglia, donde va a desposarse con
messer
Carlos, duque de Calabria, hijo de
messer
Roberto —continuó el conde—. Algunos de los distinguidos miembros de su comitiva, como el hermano mismo del Rey,
messer
Gianni, al encontrarse cerca de Florencia, han tenido la deferencia de asistir a esta reunión para exponer el parecer regio. Es curioso —dijo el conde, que se detuvo de repente y miró a Dante con una sonrisa enigmática—, a veces pienso que vuestros conciudadanos siguen sin querer convencerse de que soy el vicario del Rey y cuento con su bendición a la hora de tomar decisiones. En fin, como quiera que la paz es lo más importante, no me causa ninguna turbación ese desplante y celebro que al menos otros personajes sean capaces de infundirles mayor confianza o respeto.

Dante asumió con silencioso escepticismo semejante arranque de humildad; sin embargo, Battifolle había conseguido prender de nuevo su curiosidad y ansiaba conocer adónde quería llegar.

—Lo importante son los resultados —insistió el conde—. Y ésos parecen ser bastante favorables.

—¿Compartiréis de una vez conmigo vuestra satisfacción? —preguntó Dante un tanto molesto con tanta retórica y aturdido por el sesgo cambiante de las luces sobre su interlocutor.

El vicario sonrió sin incomodarse por la pregunta de su huésped. Tampoco abandonó el ritmo de sus paseos.

—Os diré, ya que me pedís que abrevie, que estos ciudadanos de Florencia han llegado al común acuerdo de reformar la señoría con motivo de la próxima elección de priores. Bien sabéis que los siete que manejan en la actualidad el Gobierno son consentidores de los desmanes de ese
bargello
que amparan y que les sostiene en el poder. Por tanto, son responsables directos de que la unidad en Florencia sea una utopía —comentó con pasión—. Mediante este nuevo arreglo, otros seis se unirán a ellos. Esperamos que así haya menos divisiones y discordia.

—¿Trece priores? —dijo Dante—. ¿Han consentido los florentinos en violar sus ordenanzas de la justicia para cambiar la estructura del Gobierno?

Estaba sorprendido. La medida era extrema; además, recordaba las reticencias que el sometimiento a las normas había generado siempre. En los mismos días previos al golpe de mano de los negros y de su paladín Carlos de Valois, se había criticado con acritud un acuerdo de señoría mixta, de arreglo entre las partes, porque apenas habían transcurrido quince días desde la elección de los anteriores priores.

—Lo han hecho por el bien de la ciudad —replicó Battifolle— y porque están convencidos de lo delicado del momento.

Dante se imaginó la escena. La situación no debía de haber sido agradable para los contrarios a la señoría de Roberto; no obstante, habían asistido y eso parecía una buena muestra de que su posición iba dejando de ser tan privilegiada como lo había sido. Esa presencia de tan noble estirpe, la formaban dignos caballeros de los cuales resultaba imposible pensar que se movieran sin llevar una escolta de menos de cien jinetes por cabeza. Esto sugería que en aquel conciliábulo, a la hora de llegar a acuerdos, habían pesado menos las palabras que otras consideraciones igual de efectivas, pero bastante menos cordiales.

—¿Un acuerdo bendecido por el papa Juan? —preguntó Dante.

—¡Olvidaos de ese cahorsino ambicioso y traicionero! —exclamó Battifolle con brusquedad—. El Papa vive atrincherado en su imperio de Aviñón y cada vez atiende menos los intereses de nuestra Italia, salvo cuando suponen un beneficio para sus propios intereses. Han sido los propios florentinos los que han decidido tomar las riendas de su destino.

A Dante le chocaban esas reticencias. No podía saber si las compartía el rey Roberto. Al fin y al cabo, Jacques Duèse, que ocupaba el trono papal con el nombre de Juan XXII, había sido canciller del soberano napolitano y parecía representar claramente los intereses de una alianza angevina. Aunque no faltaban desprecios públicos del Pontífice hacia el Rey, a quien había llegado a calificar como «miserable cobarde» a los oídos de todo aquel que quisiera escucharle. Juan veía a su antiguo señor como poco más que una herramienta necesaria en sus pretensiones sobre la península.

—¿Y con eso creéis que se arreglarán definitivamente las cosas? —objetó el poeta.

—Lo que creo es que, al menos, se dará un paso importante en Florencia para la pacificación de los de dentro —respondió el conde con convencimiento—. Sólo una vez logrado tal objetivo se podrá afrontar el hacerlo también entre éstos y los de fuera.

Dante recibió esta alusión sobre el regreso de los exiliados con ánimo confuso. La premisa enunciada por Battifolle era inobjetable, pero las verdaderas intenciones del rey Roberto y de su vicario eran prácticamente imposibles de dilucidar. El conde jugaba sus cartas con maestría, exhibiendo siempre esta opción con la que presionaba a Dante. Le hacía soñar con la posibilidad de tener en su mano la gloria de acabar con los infortunios de los exiliados y alcanzar una solución política, pero, a la vez, le mortificaba su incapacidad para resolver aquel terrorífico asunto para el que le habían traído hasta Florencia, porque sabía que el vicario de Roberto cifraba todas sus promesas en un satisfactorio punto y final de aquella abominación. Dante pensó que Battifolle iba a sacar el tema de inmediato. No se equivocó.

—Pero ya os decía, al principio, que otra cuestión muy trascendente podría influir en estos buenos augurios —dijo el conde con pesadumbre—. Esos crímenes inspirados en vuestros escritos…

—Esas repugnantes imitaciones forzadas de mi obra —matizó Dante con irritación—. Ya os dije que en un caso ni siquiera se adapta literalmente.

—Llamadlos como queráis —concedió Battifolle sin alterarse—. Lo importante, de todos modos, es que seamos capaces de ponerles freno antes de que vuelvan a repetirse. Mirad —explicó con suavidad—, esos ciudadanos que han estado aquí congregados desconfían unos de otros casi tanto como lo hacen de su propia sombra. Si somos capaces de establecer un borrón y cuenta nueva, tal vez vuelvan a adquirir esa confianza perdida y tomen cuerpo las buenas intenciones. Pero —añadió con gesto serio— si la sangre de alguno de ellos vuelve a correr por las calles de Florencia de esa manera tan absurda y brutal, no tengo la menor idea de en qué puede desembocar todo esto. Y no creo necesario deciros que esa misma desconfianza de la que os hablaba se hace extensiva, aún con más fuerza, a todos los exiliados blancos o gibelinos. Y, por supuesto, a vos mismo —añadió con cruda claridad.

—A la postre, acabaré quedando como el responsable principal de esos crímenes —comentó Dante complementando por sí mismo los pensamientos del conde.

—Vos y todos los que, de alguna forma, comparten vuestras ideas y sufren el destierro —destacó, con similar rudeza, hurgando en la herida—. Si los ciudadanos de Florencia quieren reconciliarse entre sí, indudablemente deberán enfocar todos esos recelos hacia el exterior. ¿Comprendéis?

Dante asintió en silencio. Lo comprendía y de nada servía argumentar sobre la injusticia de tales conclusiones. En casos como aquél, lo sencillo y conveniente era buscar responsables entre quienes ya lo tenían todo perdido y apenas se podían defender. Dante se sentía nuevamente abrumado. La responsabilidad que había recaído en sus hombros era difícil de encajar. Había sido un hombre tozudo y luchador hasta la soberbia, poco dado a arredrarse ante las dificultades. Pero, ahora, a sus cincuenta y un años, se encontraba frente a unas circunstancias que lo superaban. Agachó la cabeza, meditabundo y sombrío.

—¿Alguna novedad sobre tales sucesos? —dijo Battifolle, rasgando el silencio.

Dante dudó por un instante. Podía lanzarse a una narración de meras especulaciones, suposiciones o hipótesis, aspectos en los que sí había acumulado un bagaje considerable; explayarse, incluso, en quejas sobre la insuficiencia de medios a su alcance o las dificultades encontradas en la investigación, todo para justificar la ausencia de pistas concretas. O podía callar, dar a entender que Dante Alighieri no había respondido de momento a las expectativas creadas en la mente de su interlocutor y que no era capaz de aportar esa luz clarificadora que se le demandaba. Por inercia o impotencia fue esto último lo que hizo.

—¿Ni siquiera algo sobre esos fantasmas o demonios de zarpas azules de que me hablasteis? —insistió el conde.

—Quizá fuera conveniente que asumierais vos mismo las investigaciones —dijo Dante, con aire derrotado.

Battifolle no respondió de inmediato. Reinició sus paseos, pensativo, y el poeta no pudo evitar dirigir la mirada hacia él con fascinación. Ya era la quinta vez que se reunía con ese hombre en los pocos días que duraba su estancia en Florencia, y a partir de esos encuentros, había llegado a verle como un ser capaz de conseguir aquello que se propusiera. Eso, cuando se trataba de él mismo, le causaba una innegable irritación; sin embargo, no disminuía la admiración que sentía hacia una personalidad fuerte en la que Dante reconocía capacidad más que suficiente para dirigir y reconducir situaciones delicadas. Roberto había elegido un buen vicario, eso estaba claro. A Dante sólo le quedaba discernir si los intereses del rey siciliano, a quien representaba Battifolle, eran totalmente compatibles con la existencia de Florencia en la forma en que él mismo la concebía. Esclarecer semejante punto entre el torrente de palabras sutiles e intencionadas del vicario no era tarea fácil. Battifolle volvió a tomar la palabra.

—Mirad —comenzó a explicar—, a los ojos de Florencia, el vicario del Rey que se ha comprometido a otorgar su protección nunca podría dejar de lado unas investigaciones de este tipo. Lo que ocurre es que esta ciudad cuenta, además, con un jefe de policía, el
bargello
Lando, con el cual, como ya sabéis, la cooperación es nula. Desde su puesto, él también debe investigar, pero sus métodos son tan rudimentarios y brutales como su propia personalidad. Dudo mucho de que fuera capaz de detener esta masacre aunque tuviera a los culpables, con las manos rojas de sangre, almorzando en su propia mesa. De momento, lo único que ha hecho es pasar por el potro o cortar una mano o las orejas a un puñado de desgraciados que no le han podido proporcionar ningún tipo de información. Peor aún, ha aumentado los recelos entre la población. Por su parte, justifica así que, al menos, sigue ocupado y preocupado en estos menesteres. Sospecho que, a un tiempo, aprovecha para atemorizar un poco más a sus enemigos. Pero en relación con este caso no ha conseguido nada. ¿Creéis que yo debo actuar de la misma forma? —dijo con repentino énfasis—. Yo no quiero hacerlo. Por eso he recurrido a vos, porque os considero una de las pocas personas capacitadas para hacer una investigación inteligente y discreta. Si vos me falláis, no os oculto que no sabría qué hacer…

El conde dejó caer los brazos con teatral desolación y quedó en silencio por un instante.

—Sigo necesitando vuestra ayuda —continuó hablando con firmeza—. Más incluso que antes, necesito vuestra ayuda. Y sigo teniendo confianza en vos, Dante Alighieri.

Battifolle permaneció observando a su invitado. Parecía esperar una respuesta que no llegó, porque Dante estaba inmerso en una de sus aturdidas cavilaciones y no sabía exactamente qué decir. Al vicario de Roberto no le valían las negativas. No era un hombre que dejara quebrar sus planes fácilmente. En realidad, el propio Dante no estaba seguro de querer rechazar la misión. Pero eso, en el fondo, era indiferente. Comprendía que ya se había puesto en marcha una espiral en la que cada vez estaba más inmerso. Tenía la creciente sensación de estar atrapado en un universo paralelo al que había creado en su propio «Infierno». Un mundo de círculos concéntricos que le empujaban más allá, sin ofrecerle más salida que una huida hacia delante. Tenía que llegar, como en su obra, hasta el mismo diablo o a quien estuviera detrás de aquello y tratar de salir con la cabeza bien alta y el alma intacta. De lo contrario, sucumbiría en el intento. Sabía de sobra que no había marcha atrás y veía bien claro que el vicario no le iba a dejar escapar. No sabía si desde que había aceptado la misión o, más probablemente, desde el momento mismo de su retorno obligado a Florencia, pero el poeta era consciente de que estaba escrito que no iba a poder abandonar tan fácilmente la ciudad. Sólo una situación muy favorable le iba a permitir volver a la normalidad. Eso era, en realidad, lo que le estaba diciendo Guido Simón de Battifolle. En cierto modo, era eso lo que siempre le había dado a entender con sus palabras abundantes y enrevesadas.

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