Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
—¿Ah, sí? —preguntó Agalla Astuta extrañado.
—Sí —confirmó Thorgils—. Solamente necesita alguna muestra de tu lealtad para que se consolide una verdadera amistad —declaró con tono monótono y poco convincente.
Agalla Astuta adelantó el torso como si fuera a hablar, pero al final dejó escapar por la boca un largo hilo de saliva que cayó en el suelo cerca del pie de Thorgils.
—Aparta la mano de mi rienda —le dijo con frialdad—. ¿Crees que no me doy cuenta de tu falsedad, Thorgils? Siempre has hablado mal de mí, y de repente te interesa mi compañía. Tu padre fue un esclavo y tú casi estás a la misma altura. ¡Yo soy
bondi
, por mi padre! Ah, y ahora voy a ser cliente del
gothi
. ¡Qué honor!
Thorgils soltó la correa mientras su ira se encendía como una repentina hoguera.
—¡Mi padre era un liberto, maldita sea!
—Un esclavo, como tú —replicó Agalla Astuta con obstinación.
Thorgils se le abalanzó con un brillo asesino en la mirada. Arnkel apareció de improviso, lo retuvo por el brazo y se lo retorció sin miramientos. Había permanecido oculto escuchando.
—¿Estás loco? —musitó—. ¡Contente!
Thorgils retrocedió sin decir nada. El
gothi
se volvió hacia Agalla Astuta con la mirada fija todavía en Thorgils.
—Querría hablar contigo, amigo —le dijo.
—Basta ya de estas pamplinas de amigos,
gothi
. Tú necesitas algo de mí y yo no necesito lisonjas. Aquí solo estamos los tres, así que habla claro.
—Agalla Astuta, te tienes bien ganado tu apodo. —El
gothi
sonrió, sin dar muestras de ofenderse por la aspereza de sus palabras—. Te diré pues qué necesito de ti. Quiero entregarle a Ulfar unos presentes, un escudo y una espada que me dio hace tiempo mi padre Thorolf. Quiero que tenga esos regalos para que le sirvan de protección y para agradecerle sus canciones y el cuidado que dispensa a las ovejas de la casa. Son armas finas, de gran valor. Solo la espada debe de valer al menos veinte onzas, pero yo ya tengo una espada y varios escudos, de modo que no necesito más.
Agalla Astuta guardó silencio y extendió las manos, como si dijera ¿y a mí que me importa todo eso?
—Thorolf se enojará mucho cuando Ulfar reciba esas armas. Estoy seguro de que intentará matarlo cuando se entere.
—De manera que invitas al Cojo a tu sala para que presencie la entrega del presente —señaló Agalla Astuta con un despreciativo bufido—. Pues no se me ocurre otra manera más rápida de ver muerto a Ulfar.
De repente se le desorbitó la mirada y observó, boquiabierto, a Arnkel.
—¿Cómo puedes decir tales cosas, Agalla Astuta, cuando yo siempre he tratado a mi cliente Ulfar con honores y magnanimidad? Solo pretendo protegerlo de la ira de Thorolf y avisar a mi padre para prevenir acciones desconsideradas.
El
gothi
había hablado con tono afable, pero lo miraba sin pestañear, con los ojos muy abiertos, duros como el hielo. El viento barrió a su espalda la larga hierba del tepe del tejado, exhalando un sibilante susurro de voces de elfos.
Agalla Astuta tendió la mirada hacia la colina que conducía a Hvammr y después hacia la suave pendiente que mediaba hasta Ulfarsfell, antes de centrar de nuevo la vista en Arnkel.
—Yo no tengo ningún deseo de que mi padre cargue con el peso del asesinato de un hombre —prosiguió el
gothi
—. La culpa resultante y las complicaciones legales y de herencia serían excesivas para su débil corazón. —Arnkel avanzó y agarró la rodilla de Agalla Astuta con su manaza—. Para Thorolf sería una suerte tener un amigo que le quitara esa carga de la espalda. Ese hombre se ganaría mi favor y mi amistad, además de mi protección. Ese hombre sería digno de ocuparse de la granja de Hvammr una vez que Thorolf hubiera abandonado este mundo, y se demostraría la persona más indicada para poseer la espada y el escudo que llevaría Ulfar.
Permanecieron en silencio un buen momento. El viento arreció, agitándoles el pelo trenzado con sus rachas. El olor de la tormenta flotaba en el aire y en el cielo corrían las nubes llegadas del mar.
Agalla Astuta asintió con la cabeza.
—De acuerdo —aceptó.
—Ven a verme cuando esté hecho —dijo Arnkel.
Agalla Astuta se fue en dirección a Hvammr y desapareció por la cresta.
Los dos hombres permanecieron en silencio fuera, contemplando el temporal que se avecinaba desde el mar.
—¿No hay otra manera posible? —preguntó por fin Thorgils.
—Sé que puedo confiar en ti, amigo Thorgils, y que harás lo que hay que hacer —repuso el jefe.
Thorgils siguió a Arnkel hacia el interior de la sala sin añadir nada. Los escrúpulos le impidieron dirigirle la palabra a Ulfar.
El Cojo no estaba en Hvammr.
Su esposa le dijo a Agalla Astuta que estaba fuera, con la mirada baja, creyendo que debía dispensarle una buena acogida.
—¿Dónde está, Helga? —le preguntó él sin rodeos.
—Ha dicho que se iba a su bosque —respondió la mujer, señalando hacia el norte—. A Crowness. Unos hombres han estado cortando árboles allí, hombres de Snorri, y ha ido a verlos.
Agalla Astuta suspiró. Aquello suponía una larga ida y venida a caballo antes de que pudiera volver a disfrutar de la carne y la bebida en Bolstathr. Después de dar las gracias a la mujer, volvió grupas.
La ruta entre Hvammr y el bosque de Crowness pasaba por el lado occidental de la cresta que separaba la granja del Cojo de Bolstathr. El bosque había cubierto antaño la totalidad de la cresta, en cuyas pendientes todavía sobresalían de vez en cuando desmenuzados cadáveres de tocones, pero ahora todo estaba cubierto tan solo de hierba. Las ovejas formaban en las laderas amarillentas manchas. Se detuvo cuando los árboles se hicieron visibles encima de un altozano.
No tenía ningunas ganas de entrar allí. Todo el mundo sabía que los elfos se arracimaban en el suelo de la foresta, y no había forma de saber la clase de poder que tenían. A veces traían suerte y otras infortunio, y él no llevaba nada encima para ofrecerles a modo de sacrificio antes de entrar, tal como constató después de haber registrado las alforjas en busca de algún bocado de carne o de queso. No había más que polvo. Hincó levemente los talones en el flanco de la montura, que reanudó camino.
—Tranquilo, bruto —le susurró al animal, acariciándole la enmarañada crin.
El caballo lo miró con nerviosismo.
En el siguiente otero se perfiló un jinete. Su larga cabellera pelirroja flotaba en el aire a causa de la velocidad, pero cuando vio a Agalla Astuta refrenó el caballo y se acercó.
—Yo a ti te conozco —dijo—. Eres un amigo del padre del
gothi
. ¿Agalla, no es eso? ¿Te acuerdas de mí? Soy Svein Haraldson.
—Sí. ¿Vas a la fiesta?
—Exacto —asintió con vehemencia el hombre—. Se me puso enferma una vaca anoche y por eso me retrasé. ¿Queda algo de comida?
—A montones —lo tranquilizó Agalla Astuta.
El hombre se dispuso a continuar y luego se volvió.
—Hablando del padre del
gothi
, está justo arriba del camino. No me ha dicho ni una palabra. ¿Oyes cómo cortan árboles?
Svein Haraldson sonrió sin recato. No había ni una persona en toda la península de Snaefells que no estuviera enterada del precio que le hizo pagar Snorri a Thorolf. Después agitó la mano y desapareció por el sendero.
En el otro lado del bosque resonaban, con rítmica regularidad, los hachazos. Agalla Astuta se desvió para rodear el bosque, tomando la ruta más larga. El Crowness cubría una larga franja del terreno plano del fiordo, desparramándose a ambas orillas de un pequeño río, con algún que otro fleco en las zonas altas. Para atravesarlo a caballo se tardaba una hora al paso. La sola noción de aquella riqueza, materializada en millares de árboles, le produjo vértigo.
Qué necio había sido Thorolf al ceder aquello por el placer de herir a su hijo, pensó.
Encontró al Cojo en uno de los flecos. Inmóvil sobre el caballo, el viejo miraba a media docena de hombres que abatían el árbol más recio de un bosquecillo a una distancia que no superaba la de un tiro de arco. Estaban cortando los troncos caídos en largos leños y les retiraban las ramas antes de ponerlos a curar apilados con cuñas. Ya habían talado por lo menos veinte árboles. Una docena de caballos aguardaban cerca, algunos ensillados y listos para montar y otros cargados ya con leños recortados de abedul.
Agalla Astuta se aproximó al Cojo. Los trabajadores pararon para mirarlo y después observaron el camino, como si esperaran ver llegar otros jinetes. No obstante, al comprobar que iba solo, reanudaron su labor.
Thorolf lo miró. Estaba encorvado y ojeroso, con la tez cenicienta y enfermiza. Tenía la espalda cubierta con una gruesa túnica de piel de foca pese a la buena temperatura.
—Están destrozando mi bosque, Agalla —gimió—. Lo están destrozando.
Agalla Astuta situó el caballo junto al del Cojo y se puso a observar a los leñadores. Dos hombres montaban guardia, provistos de armaduras de cuero, escudos y lanzas. Estaban encarados hacia Thorolf. Cerca de ellos había otro individuo que empuñaba un hacha de doble hoja con largo mango. Era un hacha de guerra que no servía para la madera. En la cabeza llevaba un yelmo.
—Ese de allí es el
gothi
Snorri, con hacha y acero en la cabeza, cuando debería estar dando un festín a sus clientes —dijo, sorprendido, Agalla Astuta—. Todo el mundo decía que no tenía arrestos para sacar madera de este sitio.
—Y ese de allá es el canalla de Falcón, dispuesto a clavarme una lanza si me acerco —añadió el Cojo—. El de al lado es el hijo del
gothi
, y también están los dos pescadores que mantiene. Aunque tuviera mi armadura y mis armas a mano… malditos sean. Malditos sean.
Estuvieron observando un rato, sin decir nada, pero era evidente que los leñadores ya habían acabado casi. Después de cortar y pelar el último árbol lo añadieron a la pila, que dejarían allí hasta al cabo de un año, cuando la madera estuviera bastante seca para trabajarla. Falcón dirigió un afable saludo al Cojo mientras se colocaban las armas al hombro y montaban en los caballos.
—Bribones —volvió a gemir el Cojo.
Agalla Astuta tiró del brazo de Thorolf y al final lo convenció para que se alejaran de allí.
—Lo he intentado, Agalla —dijo ya en el camino de regreso a Hvammr—. He intentado detenerlos. Snorri se ha reído de mí cuando le he dicho que solo le había prestado el bosque y ese condenado de Falcón me ha apuntado la lanza a la cara. —Thorolf descargó un débil puñetazo en la silla, sobresaltando al caballo—. Yo nunca renuncié a él, nunca. Ese maldito ladrón…
Le temblaban los labios. Agalla lo miró, asombrado de ver su decadencia. Si era a eso a lo que reducía la enfermedad, prefería no acabar de esa manera.
—Te traigo más noticias malas, Thorolf —anunció con cautela, distanciando un poco el caballo, con la aprensión de que el Thorolf de antaño aflorase bajo aquel caparazón de flojedad.
Se oyeron unos quedos truenos del lado del mar, donde el cielo se había oscurecido adoptando una tonalidad gris.
Le habló a Thorolf de los regalos previstos para Ulfar y de la invitación que le hacía llegar el
gothi
Arnkel.
Por un momento pensó que tal vez Thorolf no lo había oído bien, de tan absorto como estaba en su congoja por el bosque de Crowness. Después le vio los ojos y supo que era la cólera lo que le impedía hablar.
Llegaron a Hvammr. El Cojo llamó con un bramido a su esposa y al Calvo, el único esclavo que le quedaba. Estos acudieron a la carrera, arrastrando una gran tina de madera que colocaron boca abajo junto a su caballo. Thorolf levantó su gran pierna sobre la silla y se deslizó hasta la bañera como una morsa que se introdujera en el mar desde una piedra mojada. Viéndolo, Agalla Astuta agachó la cabeza, riendo para sus adentros. Luego Thorolf recibió ayuda para bajar de la bañera, pero en cuanto tocó el suelo se desprendió de sus brazos y se fue con paso torpe hasta la sala. Por la puerta llegó un ruido de choque de metal.
Salió arrastrando su cota de malla y también una lanza y una espada. Encima del hombro llevaba un escudo.
—Ayúdame a ponerme esto, majadero —ordenó al esclavo—. Rápido. ¿Acaso perdiste el cerebro cuando se te cayó el pelo?
Después de un prolongado forcejeo lograron hacerle entrar la cota por la cabeza y los hombros. Esta se quedó, empero, formando una especie de acordeón encima de la barriga, como un vestido arremangado. Viendo que no había forma de estirarla ni hacerla bajar, el Cojo lanzó un berrido con la cara roja de cólera.
—¡Quitadme esto de encima!
El esclavo y la mujer tiraron con desesperación mientras Thorolf permanecía arrodillado en el suelo, con el cuello doblado y los brazos estirados. Agalla Astuta acudió a ayudar, casi enfermo por el esfuerzo de retener la risa. Finalmente lograron desprendérselo, como si despellejaran un inmenso conejo de metal.
El Cojo se levantó trabajosamente, resoplando, y entonces se le enturbiaron los ojos. Se agarró el brazo izquierdo y, pálido y tambaleante, se sentó encima de la bañera. Su esposa se precipitó, alarmada, hacia él.
—Estoy bien… Estoy bien —murmuró.
Agalla Astuta se agachó al lado de Thorolf.
—Con calma, amigo. Mi padre también padecía del corazón. Tienes que descansar y estar tranquilo, porque si no te matará la tensión.
—Sí… sí… voy a descansar. Agalla, ayúdame a ir a la cama.
Con un brazo de Thorolf apoyado en su hombro y el otro en el hombro del esclavo, lo arrastraron casi hasta la sala. Su peso los dejó casi destrozados, pese a que él trasladaba aún una buena parte con sus temblorosas piernas. Luego se acostó en las pieles del banco mientras Helga añadía leña al fuego. Agalla Astuta la mandó a buscar agua afuera y acto seguido ordenó al esclavo que llevara el caballo de su amo al establo y lo almohazara.
Una vez a solas con el Cojo se agazapó a su lado.
—Thorolf, ¿qué quieres que haga por ti? —le susurró al oído—. ¿Qué quieres que haga por ti que no puedas hacer tú mismo?
El Cojo abrió los ojos en la penumbra y volvió la cabeza para mirarlo.
—Estoy débil, Agalla. Nunca había estado así y se me hace insoportable. —Desenfocó la mirada, como si no tuviera delante a su amigo—. Debí haber muerto hace mucho. Quizás hubiera valido más que Einar me traspasara el corazón con la espada y no la pierna. Habría sido mejor que esto.