Los clanes de la tierra helada (10 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—Entonces ve, traiciona a tu familia. Abandónala —espetó entre dientes Arnkel—. Eso es lo que siempre has hecho, Thorolf
el Cojo.

Thorolf le asestó una mirada iracunda, pero su hijo ya se alejaba al trote.

III

El descubrimiento de Auln y la respuesta dada por el
gothi
Snorri a los hijos de Thorbrand y a Thorolf

Ulfar fue a trabajar a Ulfarsfell y Auln se quedó en Bolstathr. Por más que le rogó que la dejara acompañarlo, él se negó.

—Ya te trajeron aquí el telar, Auln —adujo con tristeza—. Yo puedo ocuparme de todas las otras labores. Allí no hay comida que preparar ni ropa que lavar. Ya no es nuestra casa.

El
gothi
había dejado bien claro ese punto: Ulfar debía volver cada noche a tomar la última comida con la familia en la gran sala y a dormir con Auln en la zona familiar privada de la casa. Arnkel quería tenerlo muy cerca. Ulfar creía que era para protegerlos del viejo vikingo, pero Auln conocía el verdadero motivo: Arnkel todavía temía el peso de la ley y las reclamaciones de los hijos de Thorbrand. Si vivían como inquilinos en la casa del
gothi
cada día, todo el mundo acabaría considerándolos como tales y al final hasta ellos lo verían así. Así se lo expuso en voz baja la anciana Gudrid a su hijo una helada noche, hacía varias semanas. Auln se encontraba cerca en la oscuridad, cubierta con las mantas hasta la nariz, fingiendo dormir. La gente podía olvidarse de un
handsal
o ponerlo en entredicho, había murmurado la anciana, pero el que uno viviera en la casa del
gothi
era una prueba irrefutable.

Todavía veía con el corazón la horrible luz que aureolaba a Arnkel, y ahora la percibía a jirones. Aparte, como tenía la extraña certidumbre de que él obraba en contra de Thorolf, no entendía cómo podía representar un peligro cuando luchaba contra el enemigo de Ulfar. Se esforzaba pues por sofocar su aprensión hacia él, diciéndose que era su misma fuerza la que lo hacía aparecer peligroso. Tenía el semblante de un hombre capaz de matar sin miramientos y era natural que inspirase miedo.

Cuando Gudrid se encontraba confinada en cama a causa de sus ataques de tos, la vida no era mala en Bolstathr. Auln trabajaba en el telar junto con otras mujeres, escuchando sus chismes. En realidad resultaba agradable oír las voces cuando se les permitía charlar.

En condiciones normales, sin embargo, la vida en Bolstathr apenas era mejor que la esclavitud.

La esposa de Arnkel, Hildi, era una mujer discreta, dominada por su suegra. La anciana la mortificaba y la obligaba a comer constantemente, pese a que muchas veces no tenía hambre, sobre todo en los últimos meses, después de comienzos de invierno.

—¿Y mi nieto va a ser un enclenque de brazos esmirriados y hombros estrechos? —tronaba encolerizada desde su asiento, una imitación del sitial del
gothi
Arnkel desde el que se hacía atender como una reina por los criados y las esposas de Gizur y Hafildi—. ¿Cómo va a tener grandeza sin fuerza? ¡Come, hija, que estamos en invierno!

La anciana merodeaba por todos los rincones de la casa cuando podía levantarse de la cama, controlando a cada hombre que trabajaba con los barriles de comida, el estado de la olla de la cocina o la tensión de los hilos de cada telar, prodigando a su paso una sombría mirada semejante a un nubarrón.

A Auln le recordaba a su propio padre y la dureza de su mano, que se abatía cuando alguien lo contrariaba. Procuró saborear la expresión de sus ojos cuando le anunció que no iba a regresar a la tierra natal con ellos.

—O sea que al final la bruja traiciona a los de su propia sangre —vociferó su padre—. ¿Acaso habías visto siempre que acabarías haciendo eso? ¡Sí, claro que sí!

La gente se volvió a observar el altercado. Un nutrido grupo de familias ocupaba la zona sur del puerto. Arruinadas por la erupción del volcán que había destruido con su ceniza todo cuanto tenían, aguardaban en la abarrotada playa para embarcar hacia una tierra más benigna junto a los pocos animales que les habían quedado.

Un delicioso sentimiento de vergüenza le recorrió la espalda cuando su padre abrió con desmesura los ojos, tomando conciencia de que ya no tendría a nadie más a quien atormentar aparte de su anciana esposa, ni dispondría de una persona fuerte que le llevara la comida a la mesa cuando se hallara de nuevo en Noruega. Trató de pegarle, pero ya no era la niña indefensa de antes y a él lo había debilitado la edad. Auln le agarró los brazos y lo arrojó al suelo.

Fue un momento glorioso.

—No me vas a tocar nunca más —le espetó mientras él gemía de dolor a sus pies.

Auln cogió sus escasas pertenencias y se fue corriendo, con la sensación de que las capas de vergüenza, horror y miedo de su vida se iban desprendiendo de ella con el viento que la azotaba. Solo miró atrás una vez: su madre permanecía en la playa cerca del barco, haciéndole señales con los brazos. El desamparo y el terror que impregnaban su mirada regresaban para martirizarla siempre a altas horas de la madrugada.

Arnkel tenía cuatro hijas. La mayor era Halla, de catorce años, que siempre trataba de zafarse del dominio de su abuela, y Auln le tenía estima por ello. Sus disputas eran una de las principales distracciones de los hombres que comían cada día en la mesa de Arnkel. Vigdis, de once años, había renunciado a resistirse y caminaba cabizbaja, incapaz de hilvanar las palabras cuando la anciana le hablaba con mal tono. Las dos pequeñas eran Unn, de siete años, y otra de cinco a quien todos llamaban Rose, rehusando utilizar el largo y pomposo nombre que le había puesto Gudrid. Aquella niña era tan bonita que a Auln se le partía el corazón al ver su carita. Le había hecho una muñeca con trapos, lana vieja y botones de concha solo por ver el brillo de satisfacción de sus ojos.

Todas eran niñas. Ese era otro de los motivos por los que Hildi tenía que sufrir las mortificaciones de Gudrid.

Para el pequeño que llevaba en las entrañas, en cambio, solo había tiernas caricias, como si la mujer que le daba vida no existiera. Hildi permanecía recostada, con la mirada gacha, mientras Gudrid le cantaba al niño, palpaba su prominente vientre y llamaba al
gothi
Arnkel para que notara las débiles patadas. Él siempre acudía cuando ella lo llamaba. Había sido la anciana quien había atraído el favor de los elfos con el sacrificio de una cabra para propiciar un embarazo cuando estaba claro que Hildi ya se estaba haciendo vieja (eso decía Gudrid delante de los demás), y también fue ella quien depositaba cada noche ofrendas en las puertas para las criaturas del otro mundo a fin de que no acudieran a causar maleficios.

De nada sirvieron aquellas medidas.

Hildi se puso enferma. Al principio fue algo ligero, solo una pérdida de apetito. Después llegaron la fiebre y los escalofríos, seguidos por una gran sed, una constante sed. Auln se acordó de la sed y del alivio que le había procurado, cuando menos al principio, el agua caliente endulzada con miel. Gudrid fue testigo de aquella evolución durante un par de meses, durante los cuales no paró de regañar a Hildi por su mala salud, hasta que un día Auln no pudo soportarlo más.

—¡Gudrid! —le espetó con sequedad—. Ella no tiene la culpa de estar enferma.

La anciana enfocó sobre ella aquellos temibles ojos oscuros y Auln se estremeció al percibir la malevolencia que había en su mirada. En un instante comprendió que la fuerza de voluntad del
gothi
Arnkel provenía tanto o más de ella que de la descarnada violencia de Thorolf
el Cojo.

Gudrid replicó con tono calmado. Casi nunca alzaba la voz, pero sus palabras siempre sonaban bien claras.

—Tú vives aquí gracias a la generosidad de mi hijo, aunque tu mal fario haya provocado esto. Ten cuidado, no sea que tengas que buscarte una nueva casa en los meses de invierno.

Auln no respondió. Sospechaba que Gudrid podía tener razón, porque los trastornos de Hildi se habían iniciado más o menos después de su llegada y se parecían mucho a los que ella misma había padecido.

Había observado como Hildi había adelgazado, como le ocurrió a ella. Después aparecieron las manchitas en la piel, la nuca y la cara. Un día en que comenzó a perder un poco de fluido sanguinolento Hildi fue a verla, asustada. Ella le dijo que pronto cesaría y le preparó una tisana.

Cesó. Auln omitió precisar que sería algo que se reproduciría, causándole a veces un gran dolor espasmódico en el vientre.

Un día, mientras trabajaba en el telar, vio que Hildi cogía un tarro de un estante y se llevaba una cucharada de miel a la boca.

Auln la miró primero, relamiéndose con el recuerdo de la dulzura. Sí, era la miel de Thorbrand; reconoció el vidriado del tarro. Saboreando la cucharada, Hildi volvió a tapar el recipiente y se acostó en un banco a descansar, ovillada bajo las mantas. Auln volvió a reanudar su trabajo. El golpeteo del telar acompasó sus pensamientos, sofocando incluso los gemidos de Hildi. Volvió a fijar la mirada en el tarro que reposaba en el estante. Notó como si un par de lágrimas del vidriado la mirasen, al principio sin significado alguno y después con un retorcido y demencial entusiasmo, como si quisieran compartir con ella su malvado regocijo. Observó con creciente horror aquellos relucientes ojos que le dirigían guiños asentados en la penumbra del anaquel de madera.

La misma clase de tarro que Thorbrand le regaló una vez.

Miró a Hildi, reconociéndose a sí misma en la misma preocupación que padeció el invierno anterior en que mantuvo hasta el final mucho más que la gestación de un niño. Todo el peso del futuro reposaba en sus hombros para dar un heredero, un heredero varón, habiendo otros hombres cerca que deseaban que no fuera así.

Sus manos vacilaron atendiendo los hilos. El telar exigía un ritmo para que no se resintiera la calidad del tejido. Vigdis se inclinó sorteando las hebras colgadas de su propio telar para susurrar algo, temerosa de que Gudrid la oyera.

—Auln, ¿por qué lloras?

Se marchó corriendo a Ulfarsfell, haciendo caso omiso de las increpaciones de Gudrid cuando abandonó el telar, y sollozó durante todo el camino. Al encontrarse con Ulfar, que trabajaba en el corral, supo que no podía contárselo.

Las lágrimas se secaron por fin, dejando como estela una progresiva sensación de calor en su corazón.

Sabía quién había dado la miel, y por qué.

Lo sabía.

Se fue hasta el banco que le servía de cama y buscó debajo entre sus efectos personales. Allí encontró el cuchillo, un arma de delgada hoja y empuñadura de marfil de morsa y plata que le había dado su madre.

—Las mujeres deben preservar su honor —le había dicho, aunque con una voz hueca que delataba una ausencia de verdad.

Aquella fue la única protección que le prestó su madre en toda la vida.

La hoja bruñida con aceite despedía un apagado brillo y en aquel imperfecto espejo vio su cara y los ojos enrojecidos, llenos de rabia.

Los hijos de Thorbrand llegaron a Helgafell.

A Thorleif siempre le asombraba aquel terreno tan despejado. Recluido en su valle del estuario de Swan, olvidaba lo resguardada que estaba su granja, amparada por las altas montañas que formaban casi una continuidad con las paredes de tepe de la casa. En las proximidades de la costa, el viento barría sin obstáculo los pastos. La Montaña Sagrada, que no pasaba de ser una mera colina con sus menos de cien metros de altura, constituía sin embargo un punto culminante en aquel plano territorio costero. En una de sus laderas se encontraba la granja del
gothi
Snorri, de la que partía toda una red de trillados senderos semejante a una telaraña. En la cumbre estaba el altar donde el
gothi
ofrecía sacrificios a los dioses.

Cerca de la orilla había anclado un barco, por la popa y por la proa. Una barca iba y venía hasta la playa cargada con cajas y sacos, bajo la atenta vigilancia de tres marineros. Un mercante que llegaba en invierno, comentaron extrañados los hermanos, y a un sitio escasamente frecuentado por los barcos. El fiordo de Swan no era un puerto comercial. El capitán era o bien un hombre valeroso o un insensato para arriesgar en esas condiciones su barco. En cualquier caso, a los hermanos les alegró ver la embarcación, cargada a rebosar de objetos necesarios para la vida. Era una suerte, se decían unos a otros, que hubieran cargado sus mulas con un gran número de rollos de
vathmal
, destinados a agasajar al
gothi
Snorri. Thorodd y Thorfinn comenzaron a discutir cuántos podían descontar del regalo del
gothi
para usarlos como moneda de trueque. Aunque escuchaba, Thorleif no dijo nada.

El
gothi
no era un hombre dispuesto a aceptar menos de lo que le correspondía.

A él le tocaría hablar con el jefe y exponer el caso de Ulfar, cosa que en cierto sentido se le antojaba más difícil que luchar. Su padre, que los aguardaba en la cama allá en el fiordo de Swan, juzgaría cada palabra pronunciada y le achacaría a él la culpa si el coste de la ayuda de Snorri resultaba demasiado elevado. Thorleif pensó que el
gothi
Snorri y Thorbrand se parecían mucho, con la misma astucia solapada y la misma propensión a sopesar los equilibrios. Pese a que llevaba muchos días planteándose qué iba a decirle al
gothi
, Thorleif no se sentía aún preparado.

Su llegada a la granja suscitó gritos y después saludos de bienvenida. Los hombres interrumpían sus labores para correr hasta la gran mansión de tepe del
gothi
Snorri a anunciar la noticia. Uno de ellos acudió a recibirlos, sonriente. Era Falcón, un individuo ancho de hombros y provisto de recios brazos, de andar decidido, que tenía una profunda cicatriz en una mejilla. Se acercó apoyándose en una pala a modo de bastón, que plantó en el suelo para hablar con ellos.

—Hola, clientes —los saludó—. Cualquiera diría que estamos en otoño y no en los días más cortos del año, con tantos invitados como llegan a consumir nuestra comida.

—Seguro que tú habrás comido de los mejores manjares antes de que llegáramos nosotros, Falcón —contestó Thorleif.

Luego se bajó del caballo y alargó el brazo, dando inicio a su habitual pulso con Falcón, gran aficionado a derribar a quien se le presentara como diversión. Thorleif resistió en la puja mientras sus hermanos observaban sonrientes, orgullosos de su demostración de fuerza.

—Vamos —dijo por fin Falcón, dando una palmada en el hombro a Thorleif—. Veréis el barco. Ha llegado justo esta mañana. Hrafn de Trondheim trae un cargamento de cebada, lúpulo y trigo para el pan. Y muchas cosas más —añadió con un guiño, sin especificar—. Por lo visto iba hacia el norte, a Skardstron, a comprar aceite de foca a los cazadores, pero los bancos de hielo le cortaron el paso. Hasta por Dogurtharnes hay hielo a la deriva y ahora los vientos lo han desplazado al oeste. Como no está dispuesto a arriesgar su vida y su riqueza para intentar ir al oeste y luego al sur, el capitán ha venido aquí, porque hasta Noruega le habían llegado ecos de la reputación del
gothi
Snorri. Sabía que este le procuraría abrigo durante el invierno, tanto para él como para sus mercancías. Mirad, ya están bajando la última parte del cargamento. Le ayudaremos a arrastrar el barco hasta la orilla.

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