Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
El muchacho no lo quiso escuchar.
El esclavo que había huido volvió, asomado por la loma, y Falcón lo instó a acercarse con enojo. Luego le propinó un bofetón y lo mandó a sujetar la reata.
Llegaron al bosque.
En un claro reciente había apilada una docena de segmentos de troncos, de una longitud superior a dos veces la altura de un hombre. En derredor había una multitud de trozos de corteza y virutas.
—Aquí fue donde encontraron a Thrain —explicó Falcón a Thorleif—. Nos llevaremos estos que están cortados. Así nos ahorraremos un día.
Los esclavos hicieron entrar los caballos y los ataron a estacas clavadas en el suelo. Después sacaron las hachas y se fueron a cortar los árboles más próximos. Los talaban entre dos hombres, descargando los hachazos en lados opuestos, aplicando una leve diferencia de altura en el corte para orientar el sentido de la caída del tronco. Falcón se quedó con Oreakja y Kjartan, con la lanza en mano, escrutando la densa maraña de ramas y arbustos entre la que a duras penas se perfilaban las cimas de las colinas. En aquel silencio no turbado siquiera por el viento los hachazos resonaban con fuerza, propagándose por el bosque.
—La última vez que vinimos aquí no pasó nada —señaló Oreakja a Falcón, advirtiendo la recelosa tensión con que este observaba el entorno.
—Ahora no es lo mismo, chico —contestó Falcón sin descuidar la vigilancia, en especial del lado de la colina. Por el suroeste se prolongaba un largo pasillo despejado, paralelo a un arroyo, que posiblemente constituía un camino en el bosque, por el cual se divisaba claramente la cumbre del altozano más elevado—. Entonces Thorolf estaba vivo. Ahora calla y mantén los ojos bien abiertos. —Lanzó una ojeada a Thorleif, que seguía montado—. ¿Te vas a quedar allá arriba todo el día o qué? Si no te bajas, ve a bordear un trecho ese río para montar guardia.
—Me marcho —anunció Thorleif.
Se quedaron mirándolo y hasta el ruido de los hachazos cesó, pues los esclavos interrumpieron su labor para escuchar, alarmados.
—¿Cómo? —preguntó Falcón—. ¿Qué dices?
—Me marcho. Le dije al
gothi
que vendría contigo al Crowness, y así lo he hecho.
Thorleif reparó con desazón en la cara de Falcón y en la inmensa decepción de Oreakja y Kjartan, que lo observaban boquiabiertos.
—Bájate de ese caballo —le ordenó con tono desabrido Falcón—. Es propiedad del
gothi.
Thorleif desmontó y dio una palmada al animal para alejarlo.
Falcón aplicó la punta de la espada al pecho de Thorleif. Este sintió dolor mientras le traspasaba la ropa. Se mantuvo inmóvil, pese a que la sangre del corte empezaba a empaparle la camisa, con el escudo colgado del brazo.
—No pienso volver a luchar por los derechos del
gothi
hasta que él luche por los míos. Dile eso. Sabes muy bien que él ha abandonado a mi familia, Falcón.
Falcón mantuvo la presión de la punta un momento y al final la dejó caer.
—Vete de aquí —le espetó, antes de darle la espalda.
Thorleif se alejó a pie del claro por el pasillo que conducía a la colina, tratando de acallar la honda desesperación que lo atenazaba. Tras él volvieron a sonar los rítmicos hachazos, cada vez más apagados a medida que avanzaba. El agua que fluía a su lado le hablaba, mofándose de él, tildándolo de cobarde bajo los gorgoteos de la corriente. Sentía a los elfos al acecho bajo los arbustos, arracimados para alimentarse del hedor a traición que despedía su alma, y les iba descargando distraídamente el palo de la lanza mientras caminaba, sin levantar la cabeza.
—Vosotros no sabéis nada —les susurró hoscamente—. ¡Dejadme en paz!
Salió al linde de la espesura e inició el ascenso de la pendiente, abriéndose camino entre los riscos de piedra suelta y arena, contento de abandonar el opresivo ambiente del bosque. Era una dura subida por aquel escabroso terreno, pero al final llegó a lo alto, justo en el momento en que el sol asomaba entre las nubes y la niebla, llenando la tierra de luz. Un ligero viento lo acarició, fresco y suave. Los senderos de montaña que acabarían conduciéndolo a la seguridad del estuario de Swan quedaban más al oeste, ocultos en las sombras de la lejanía. La caminata de regreso a casa sería larga, sobre todo porque tendría que subir por las colinas a fin de evitar el bosque y Bolstathr, y luego pasar por el valle de Thorswater. Aún no se fiaba de Arnkel.
Estaba solo y aquello supondría una enorme tentación para su enemigo.
Al volverse, por el barranco del arroyo alcanzó a ver las diminutas figuras que talaban la madera y también un árbol que caía. En el suelo había otros abatidos, cuyas ramas se ocupaban en retirar los esclavos.
Frunció la nariz, percibiendo un olor especial, y miró el suelo. Vio la piel de un salmón ahumado, que alguien había dejado ahí, todavía flexible y aromática. Thorleif se agachó y la tocó con curiosidad con la punta del dedo. Tenía restos de cuajada debajo. Alguien había estado allí poco antes y había dejado los restos de su comida. No lejos, en la bajada del siguiente altozano, advirtió excrementos de caballo. Un hombre había estado espiando, un hombre que se había alejado a caballo. Miró hacia el sur y se le heló el corazón.
Se acercaba un jinete.
Vio a un individuo, todavía diminuto en lontananza, que cabalgaba en lo alto de los acantilados, cerca de donde había muerto Agalla Astuta.
Pese a la distancia, distinguió la lanza enhiesta y la forma redonda del escudo prendido del brazo. El sol hacía relumbrar la armadura de metal y el yelmo.
Era el
gothi
Arnkel.
Gizur llegó al galope a Bolstathr y se bajó con precipitación del caballo. Entró como una exhalación en la sala, donde encontró al
gothi
sentado en compañía de su madre y su esposa, jugando con su hija.
—¡
Gothi
! —gritó—. Están en el bosque. —Jadeó, cansado por la carrera—. Iré a llamar a los demás.
—No.
Arnkel se puso en pie y cogió a su hija en brazos. Luego le hizo unos arrumacos hasta que la niña se echó a reír y le agarró con fuerza la barba con sus manitas.
—¿Vas a volver a hacer una lucha contra los malos? —le preguntó con los ojos muy abiertos.
Él asintió, depositándola en el suelo.
—¿Vas a ganar? —preguntó.
Arnkel le despeinó el cabello hasta que ella le apartó la mano con retadora expresión.
—Yo siempre gano, hija —le aseguró Arnkel—. Ahora ve con tu madre.
Se encaminó a un arcón que había junto a la pared y lo abrió.
—¿Cuántos son, Gizur? —preguntó sin volverse.
—Cuatro con armas, que yo haya visto,
gothi
. Otros que cortaban árboles, tres o cuatro esclavos quizá. —Gizur calló, confuso—. ¿No quieres que llame a los demás,
gothi
?
—Iré solo.
Gudrid manifestó de inmediato su oposición. La vehemencia de sus palabras le ocasionó un ataque de tos que la dobló en dos. Gizur dejó oír su desacuerdo en medio de la tos, mientras Hildi se llevaba la mano a la boca.
Sin hacerles caso, Arnkel sacó del baúl un pesado paquete envuelto en piel y lo desenvolvió. Encogiendo los hombros, se puso la cota de malla que había encontrado en casa de Thorolf. Luego vinieron los guantes de recio cuero, que recubrían el antebrazo, y después las grebas de bronce, que ató detrás de la pantorrilla. Se volvió hacia ellos, con el yelmo en la mano, y todos se quedaron mirándolo en silencio.
Gudrid permaneció muda como los demás, pero al cabo de un instante se fue a descolgar la espada de la pared y el cinto que colgaba debajo. Los llevó hasta Arnkel y después de ceñirle la correa en torno a la cintura, le entregó la espada. Él la enfundó. En el orificio de salida de humos, la luz del sol cobró de repente brillo. Percatándose de ello, el
gothi
sonrió a su madre.
—¿Ves? El propio Odín me anima. —Le tocó la mejilla con un dedo del guante—. Ahora reposa. Debes reposar. Estás muy pálida.
—Descansaré cuando vuelvas a casa. Einar te está sonriendo ahora, hijo.
Hildi le tocó el brazo cuando pasó junto a ella de camino a la puerta y él le dedicó una sonrisa. La mujer movió la cabeza, resuelta a no dejar aflorar las lágrimas.
Fuera en el campo, los hombres lo observaron con asombro y enseguida retrocedieron atemorizados cuando salió por la puerta, tocado con el yelmo, y se subió al caballo de Gizur. Repuesto ya, el animal anhelaba ahora volver a cabalgar. Gizur salió corriendo para entregar al
gothi
su escudo y la lanza.
Quiso decir algo, desearle suerte, pero la potencia de Arnkel hacía parecer inútil tal precaución, de modo que solo lo miró mientras se alejaba.
Desde lo alto de los acantilados la vista era espléndida. Arnkel la absorbió con fruición, disfrutando de una extraordinaria nitidez de visión. Veía cada pájaro que revoloteaba en el cielo, cada mota de polvo que levantaba en su carrera hacia el bosque, como si la visera del yelmo fuera del más transparente cristal. El ritmo de los cascos le mecía el alma, despertando ecos del pasado. Al compás de la rabia que se instalaba en su corazón, recordó las palabras que le había dicho mucho tiempo atrás Thorolf, un día en que se pusieron a descansar contra la pared de la casa de Hvammr, sosteniendo apenas la espada, cubiertos de sudor.
—Después de la batalla, nada es como antes —había dicho el Cojo con la mirada perdida. Sus palabras resonaron en el oído de Arnkel como si el hombre las aspirase del mismo aire que soplaba junto a su cara—. La cerveza es menos dulce, el cielo es menos luminoso y la sangre nunca es tan caliente como la primera vez en que uno lucha hasta la muerte. Después de eso, hay un ansia que no se sacia nunca. Aunque uno sepa que lo va a acabar destruyendo, le da igual.
«Tenías razón, bellaco, por una vez en tu miserable vida», pensó.
Quería volver a paladear aquella sensación.
Al otro lado del fiordo divisó la mole de la punta de Vadils donde estaba sepultado Onund, con el cráneo partido y vacío bajo la capa de piedras, reducido a nada, y alzó la lanza para saludar su espíritu, dándole las gracias por su muerte.
«Los voy a matar a todos —se dijo—. Hasta el último.»
—¡Odín!
Lanzó el grito hacia el cielo, deseoso de que el dios le viera la cara y supiera que era él.
Vio a un hombre que agitaba frenéticamente los brazos en la cima de la colina de la izquierda, comunicándose con alguien que se encontraba abajo en el bosque. Él no le prestó la menor importancia. Con la vista encauzada hacia delante por el yelmo, buscaba tan solo el estrecho sendero que lo conduciría al lugar donde Gizur había dicho que trabajaban. Ya comenzaba a oír los hachazos.
La espesura del bosque se cerró a su alrededor, componiendo una borrosa masa verde y amarilla.
Su caballo surgió entre la maleza al espacio del claro. Bajó de la silla, descolgó el escudo y se volvió de cara a los hombres.
Estos lo miraban, atónitos. Tres estaban apiñados cerca del centro del claro, armados con lanzas y escudos. Se encaminó hacia ellos. En el borde de su ángulo de visión, otros dejaron caer las hachas y se fueron corriendo por el bosque, mientras los hombres armados les reclamaban a gritos que regresaran.
Vio a Falcón.
El capataz de Snorri acudió a su encuentro, sin dejar de dirigir órdenes a los demás girando la cabeza, con expresión de rabia y de miedo, la espada en alto y el escudo pegado al cuerpo. Arnkel levantó a su vez el suyo y encaró la lanza. Justo antes del choque, oyó que Falcón gritaba algo a sus dos acompañantes.
—¡Huid!
La colisión fue ruidosa. Los escudos de ambos se abollaron por la fuerza que cada cual imprimió a la lanza. Falcón efectuó un movimiento circular con el escudo con la intención de usar su filo para cortar, pero erró su objetivo y Arnkel volvió a atacar con la lanza, que topó con la madera. Retrocedieron un instante y, tras un breve tanteo, volvieron a abalanzarse uno contra el otro igual que dos osos enfurecidos. La punta de la lanza de Arnkel penetró entre la intersección de metal y madera del borde del escudo de Falcón y el asta se quebró en dos. Falcón arremetió y oprimió su lanza contra el hombro de Arnkel.
La malla detuvo la punta. Emitiendo un gruñido de dolor, Arnkel agarró el asta de la lanza de Falcón. Con inhumano vigor la alejó de sí, partiéndola detrás de la cabeza.
Luego arrojó tras de sí los inservibles restos. Desenvainaron las espadas y, jadeantes, se pusieron a evolucionar en círculo, espiando agachados la intención del otro. Ninguno de los dos reparó en el forcejeo que tenía lugar cerca de ellos. Cwern y Kjartan contenían a Oreakja, inmovilizándole los brazos al tiempo que lo arrastraban en dirección a los caballos.
Arnkel advirtió enseguida la inexperiencia de Falcón con la espada. La mantenía demasiado baja, a la manera de un cuchillo, estirando excesivamente el brazo. Arnkel dirigió una finta horizontal hacia su escudo. Cuando Falcón lo levantó a fin de parar la estocada, él varió levemente la trayectoria de la hoja, sorteando el escudo. La punta le causó un tajo en la mano con que empuñaba la espada. Tras el ruido metálico y el resplandor de las chispas, esta cayó al suelo, junto con el pulgar de Falcón, que empezó a perder sangre por la horrenda herida recibida. Con una exclamación que era casi un grito, Falcón retrocedió tambaleante, levantando a ciegas el escudo.
Arnkel avanzó y le propinó un tajo bajo el borde inferior del escudo, que hundió la hoja hasta el hueso del muslo. Falcón cayó de espaldas, tropezando con una maraña de ramas de abedul. Trató de seguir hacia atrás moviendo frenéticamente la pierna sana, agarrándose la otra con la mano, mientras la sangre manaba a chorros, dejando un reguero en el follaje. El
gothi
siguió adelante, despacio, como si saboreara el momento. Luego apartó el escudo de Falcón de un puntapié y se plantó delante de él. Yacía muy pálido, aturdido por la pérdida de sangre y el dolor, la mano mutilada temblorosa, posada cerca del pecho.
Falcón escupió al
gothi
cuando este asestó el golpe final. La saliva que le cubrió la cara se mezcló con la sangre que brotó del cráneo partido de Falcón. Volvió a descargar el arma, dos veces, y luego se irguió para observar cómo se disipaba la vida del cuerpo estremecido.
Entonces, como llegados a través de un largo túnel subterráneo, oyó los gritos, maldiciones y coléricos sollozos.
Oreakja se había zafado casi del todo al ver morir a Falcón. Cwern a duras penas le retenía un brazo y Kjartan se aferraba con desesperación a su lanza.