Los clanes de la tierra helada (36 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—Gothi…
—dijo Hafildi, con voz tensa.

—Coged las lanzas —ordenó Arnkel con aspereza, al tiempo que desenvainaba la espada.

Los clientes se precipitaron hacia la entrada del desfiladero para recuperar las lanzas. Thorleif y sus acompañantes habían mantenido los escudos y lanzas en una mano mientras cargaban el trineo, por la desconfianza que aún les inspiraban los de Bolstathr. Freystein empuñaba el garrote con respiración anhelante, aterrado.

Llegaron a la cueva.

La tosca pared de piedras estaba desmoronada y las ramas desparramadas. Las hojas secas se habían diseminado por encima del suelo y la nieve.

El terror se adueñó de todos. Los que tenían lanzas las esgrimían con ambas manos, agazapados como si esperasen un inminente ataque proveniente del oscuro interior de la caverna. Freystein se mantuvo pegado contra Thorleif como un perro asustado, hasta que este le dio una palmada en el hombro y le acarició la cabeza para calmarlo. El
gothi
mandó traer a Hafildi tres antorchas, que encendieron con pedernal y metal. Una de ellas la entregó a Thorleif y la otra a Hafildi, que la aceptó de mala gana. Sosteniendo la tercera, indicó a los demás que lo siguieran mientras traspasaba los restos del muro y penetraba en la cueva. Thorleif, Thorfinn y Freystein lo secundaron, y después de ellos entró Hafildi. Tres de los clientes se negaron a seguir, sacudiendo la cabeza con espanto, pero los otros sí avanzaron, abucheando a los tres cobardes, aunque solo con susurros. Una vez en el interior se apresuraron a ir en pos de la luz de las antorchas, recelando de la oscuridad.

La cueva hedía a carne putrefacta.

Arnkel se acercó al cadáver, con la espada en una mano y en la otra la antorcha. Thorleif se situó a su lado y los demás se arracimaron en derredor, para mirar.

La cara estaba seca. Los ojos abiertos aparecían hundidos y lechosos a causa de la descomposición. En torno al cuello seguían los jirones del saco que Arnkel le había atado, sujetos por un cordel.

—Por la sangre de Odín, es como si llevara solo un mes aquí —susurró Hafildi, con ojos desorbitados—. ¡Yo pensaba que solo quedarían los huesos!

—Si solo lleva medio año aquí, necio —le dijo al oído Gizur—. Y casi todo el tiempo ha sido invierno.

Thorleif movió la antorcha y entonces quedaron visibles los pies. Las botas del cadáver estaban cubiertas de una costra de nieve.

La luz de la antorcha arrancó un destello en algo que había al lado del cuerpo, por debajo del brazo. Arnkel envainó la espada y después levantó un poco la cadera de Thorolf para ver de qué se trataba. Era un hacha, con una capa de sangre coagulada en la hoja.

Los congregados retrocedieron con exclamaciones de temor, a excepción de Arnkel y Thorleif.

—¿Tú no tienes miedo? —preguntó el
gothi.

—Las huellas de la nieve son viejas —contestó Thorleif—, como también lo es la sangre de esta hacha. —Tocó el jubón de cuero—. Me habían contado que Thorolf erraba vestido con armadura.

—Así es como lo enterré aquí —dijo Arnkel.

Entonces Thorfinn intervino para plantear una rápida demanda, a la que accedió Arnkel. Del bolsillo extrajo una aguja curva e hilo, y con ellos cosió los párpados, sellando las lechosas órbitas, y después cerró con hilo la boca y la nariz; a continuación estiró las orejas y las dejó aplanadas con unas puntadas. Con una mueca de repugnancia por el pútrido olor que había exacerbado su manipulación, indicó a Thorleif que juntara los pies y a Arnkel que atara las manos encima del cuerpo.

El
gothi
ordenó que los cuatro hombres que disponían de lanzas las colocaran en el suelo, a corta distancia unas de otras. Bajaron el cadáver de la repisa tirando de él. La caída resultó escabrosa. Las tripas produjeron un audible ruido debajo del jubón y la pestilencia se intensificó aún más, tanto que uno de ellos se puso a vomitar con violentas arcadas. Thorfinn acabó de disponer el cadáver encima de las lanzas con gran esfuerzo y después lo levantaron entre cuatro. La lanza situada debajo de las caderas se arqueó con un crujido, pero resistió mientras se dirigían con afanosos pasos y respiración jadeante a la boca de la cueva.

—Por la sangre de Thor, pesa aún más que antes —gruñó Gizur.

El obstáculo constituido por la pared desmoronada de la salida casi los deslomó. Lo superaron, con todo, y dando traspiés llegaron al trineo y depositaron pesadamente el cadáver.

—Dejad las lanzas —ordenó Arnkel cuando los hombres quisieron sacarlas de debajo del cuerpo—. Después tendremos que volver a levantarlo.

Emprendieron el largo camino de regreso. Thorleif situó el caballo junto al del
gothi
, que seguía el lento avance del trineo.

—¿Dónde lo vas a enterrar?

—En la punta de Vadils —repuso Arnkel. A su alrededor los hombres pusieron cara de consternación, intimidados por el largo y brutal ascenso que les esperaba, conscientes de que los bueyes no podrían efectuar la mayor parte del trayecto por la montaña. El
gothi
los miró, malhumorado—. ¿Acaso preferís que lo entierre en Bolstathr, justo en el campo de delante de casa? Necesitamos un sitio desde donde no encuentre el camino para regresar.

Nadie osó replicar nada.

Cuando llegaron a Hvammr los bueyes estaban moribundos. Nadie podía llamarse a engaño. Solo la experta mano de quien los conducía lograba hacerlos seguir adelante, ora con latigazos, ora con halagos. El hombre decidió no parar a descansar en la granja para aprovechar las últimas energías de los animales antes de que se vinieran abajo, pero el
gothi
le ordenó detenerse.

Mandó a dos esclavos al establo y estos volvieron acarreando gruesos recortes de tepe todavía húmedos. No se trataba de tepe para construcción, extraído del pantano, sino de tierra normal.

—Los he sacado del pasto de allá —explicó Arnkel—. Para hallar un verdadero reposo, la persona debe estar enterrada en su propia tierra.

Los otros asintieron, considerando que el razonamiento tenía sentido. La voluminosa pila de tepe que colocaron al lado del cadáver, suficiente para cubrirlo, volvería sin embargo aun más pesado el trineo.

Llegaron a lo alto de la loma, a la puerta que franqueaba la pared de piedra que dividía la mitad del prado de Ulfar de la de Thorolf. Entonces los bueyes comenzaron a plantarse y a dar vueltas, haciendo caso omiso del látigo, con bocas espumeantes y una secreción verduzca entre las ancas. Arnkel desenvainó la espada y cortó las correas un momento antes de que las bestias se fueran enloquecidas pendiente abajo.

Se quedaron mirando cómo los animales dejaban atrás Bolstathr en su desbocada carrera para desaparecer por el lado del mar, en los acantilados donde había hallado la muerte Agalla Astuta.

—Esta mañana parecían tener buena salud —comentó Hafildi sombrío.

—¿Voy a buscar los otros dos al establo,
gothi
? —consultó Gizur—. No tardaré casi nada. Bolstathr queda aquí mismo.

Arnkel negó con la cabeza mientras envainaba la espada.

—No voy a perder más animales por la ira de Thorolf. Lo arrastraremos nosotros mismos en el trineo.

Los hombres cambiaron miradas de consternación.

—Poned aquí las armas y los abrigos y escupid en vuestras manos —dijo el
gothi
, antes de quitarse el cinto y depositar su espada—. Ahora coged las correas, entre seis, y nos relevaremos para tirar.

De este modo bajaron con el trineo la ladera del prado hacia el mar.

Con el paso de los años aquello se convirtió en una historia repetida un sinfín de veces, y todos cuantos tiraron de aquel trineo aseguraban que el espíritu de Thorolf obró en contra de ellos ese día. Su peso parecía aumentar a medida que tiraban y bajo sus pies surgían piedras. Los tramos planos cubiertos de hierba se llenaban de repente de rocas. Se levantó, además, un violento viento que les azotaba la cara, de tal suerte que todos refunfuñaban, convencidos de que los mismos dioses se habían despertado ese día para luchar del lado de Thorolf.

Pugnando con la carga del trineo, después de mediodía llegaron por fin a Ulfarsfell, exhaustos, justo en el límite del campo, a bastantes metros aún de las aguas del fiordo. Los hombres se desperdigaron, para sentarse unos en la pared o para postrarse de rodillas otros, jadeando.

Arnkel tendió la vista hacia el noreste, donde la punta de Vadils se recortaba en el cielo.

Gizur y Hafildi se pusieron de pie de un salto cuando repararon en ello.

—¿Tendremos que subir esa cuesta,
gothi
? ¿Cargando a Thorolf? —preguntó Hafildi entre desesperado e indignado.

—Si lo pusiéramos en una barca y lo trasladásemos al otro lado del fiordo, hasta el pie del acantilado, nos ahorraríamos bastante trecho —comentó Arnkel sin inmutarse—. Lo malo es que ese camino es empinado. Otra alternativa es rodear el estuario de Swan hasta el vado para después subir al acantilado por el sendero de la montaña. —El
gothi
se volvió hacia Thorleif—. Podríamos llevarlo en barca hasta el vado desde el promontorio de aquí, si nos dierais permiso para cruzar vuestras tierras.

—Desde luego —concedió Thorleif.

Arnkel asintió con la cabeza y luego se puso a rascarse la barba, meditabundo.

—Te agradezco la ayuda que nos habéis prestado hoy, Thorleif —dijo en voz baja—. Eso es lo que los vecinos deberían hacer unos por otros. —Calló un instante y luego su voz se volvió dura, agresiva incluso, como si no pudiera contenerse para agregar algo más—. Eso, y no atacarlos cuando se dedican a su trabajo.

—Ni robarles su herencia mediante artimañas —añadió con aplomo Thorleif—, y mediante asesinato.

En los ojos del
gothi
asomó un destello de furor, pero Thorleif no retrocedió un ápice. En lugar de negar la acusación o responder a gritos, el
gothi
avanzó un poco más.

—Dicen que tu hermano Illugi está interesado en mi hija Halla —acabó diciendo.

Thorleif se lo quedó mirando, tratando de disimular la sorpresa para contestar con fingida despreocupación.

—Tiene diecisiete años y ella es la chica que hay más cerca en todo el fiordo. ¿Qué otra cosa se podía esperar?

—Pues yo creo que la cosa va más allá de una fiebre pasajera —afirmó el
gothi
—. El asunto puede esperar. Pero ahora que llega la primavera y se acerca la asamblea de Thorsnes, quizá sea el momento de dejar a un lado nuestro conflicto para que los nuestros puedan vivir sin agobios.

Tendió la mano a Thorleif y los demás los observaron en vilo, dirigiendo una plegaria a los dioses.

Thorleif miró al
gothi
Arnkel a la cara, lamentando tener que doblar el cuello para ello, extrañado de que un ser humano pudiera ser tan fornido y tan alto. Sentía el inmenso peso de su voluntad, de la fría mirada escrutadora de sus ojos azules.

La negativa subía en su interior como una marea de rabia, potente y abrasadora. Quería demostrar a aquella gente y a sí mismo que no era un cobarde, sino un hombre, un guerrero que se despreocupaba de las consecuencias. Quería negar el influjo de la voluntad del
gothi
y probar así que se hallaba a su misma altura.

De repente se dio cuenta de algo que lo dejó anonadado: tenía miedo de Arnkel. Su necesidad de desafío era una consecuencia de ello.

«Por la sangre de Odín, es la misma situación que cuando éramos niños», pensó horrorizado. Muerto de miedo y fingiendo lo contrario, incluso ante sí mismo, cuando su misma alma temblaba al ver a aproximarse a Arnkel. Recordaba la contundencia de aquellos puños descargados en su cabeza, cuando la pelea de infancia se transformaba en prueba de fuerza.

De improviso se vio a sí mismo a través de los ojos del
gothi
, como un ser despreciable, fácil de manipular. El
gothi
, que esperaba un claro insulto a su honor que pudiera vengar allí mismo, en el acto, matándolo… El
gothi
, satisfecho de desarmarlo por completo a través del miedo con el ultimátum de su mano tendida en el aire, a fin de lograr una dócil rendición.

El silencio era absoluto.

—Los vecinos pueden compartir su riqueza —señaló Thorleif con la boca seca—. El heno de Ulfar ocupa un gran volumen, y tú solo necesitas una parte.

El
gothi
siguió con el brazo tendido, observándolo con el mismo aire calculador.

—Entonces mi vecino Thorleif tendrá la mitad del heno del prado de Ulfar —contestó.

—Tres cuartas partes sería más apropiado —replicó Thorleif.

Los hombres los miraron alternativamente. Tres cuartas partes era algo más que mera generosidad. Constituía un pago, y todos lo sabían. Thorfinn apoyó la mano en el hombro de su hermano con la intención de recomendarle cautela, pero Thorleif no le hizo caso. Seguía sosteniendo la mirada de Arnkel, cuya manaza seguía en suspenso entre ambos. El
gothi
frunció el entrecejo y luego asintió.

—De acuerdo, tres cuartas partes.

Thorleif esbozó una amplia sonrisa y dio un paso al frente para apretar el antebrazo del
gothi.

—También yo deseo la paz —declaró en voz bien alta, para que fuera audible para todos—. Que no haya más violencia entre nosotros.

Estrechó con fuerza el brazo, mostrando su sonrisa a los demás y al
gothi.

A su alrededor estalló una gran ovación y todos lanzaron los sombreros de lana al aire. Los dos hombres quedaron rodeados y los demás se pusieron a aporrearles la espalda, mientras ellos se miraban, conscientes de que aquella paz era pura fachada.

Nada quedaba resuelto. Thorleif lo sabía y también lo sabía el
gothi
. Un poco de heno no compensaba la propiedad de la tierra.

Cuando disminuyó el alboroto, Arnkel señaló el cuerpo de Thorolf, que yacía bajo el sol de la tarde.

—Debemos ocuparnos de mi padre antes de que lo despierte el anochecer. —Los hombres se calmaron, atemorizados por aquellas palabras—. ¿Podemos usar vuestra nueva barca para trasladar a Thorolf hasta el vado?

Thorleif asintió, pero enseguida levantó la mano.

—Nuestro objetivo es impedir que yerre el fantasma de Thorolf. Para eso no es necesario llevarlo a la punta de Vadils. —Señaló la larga lengua de tierra que sobresalía en el mar desde el terreno de Ulfar—. Podemos enterrarlo allí, en la punta, cubrirlo de piedras y luego reforzar con una pared. Los muertos no caminan sobre el agua, ¿verdad, Thorfinn?

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