—Un momento, un momento —susurró, mirando a los costados—. ¿En tu país hacen el amor en las canchas de tenis? —Me entrelazó la mano para apartarme suavemente y me dio otro beso rápido.— Vamos a mi casa. —Se puso de pie, arreglándose como pudo la ropa y sacudiéndose el polvo de ladrillo de la falda.— Si vas por tus cosas, no te duches —murmuró—: yo te espero en el auto.
Manejó en silencio; de tanto en tanto sonreía para sí y giraba un poco la cabeza para mirarme. En uno de los semáforos estiró la mano y me acarició la cara.
—Pero entonces —le pregunté en un momento—. Lo de John y Sammy...
—ĄNo! —dijo riendo, pero con un tono menos convincente que la primera vez—, no tuve nada que ver. ¿No creen acaso los matemáticos en las casualidades?
Estacionamos en una de las calles laterales de Summertown. Subimos dos pisos por una pequeña escalerita alfombrada; el departamento de Lorna era una especie de buhardilla en la parte alta de una gran casona victoriana. Me hizo pasar y nos besamos otra vez contra la puerta.
—Voy un momento al baño, ¿sí? —me dijo, y caminó por el pasillo hacia una puerta con vidrio esmerilado.
Me quedé en la pequeña sala mirándolo todo alrededor; había un desorden abigarrado y simpático, fotos de viajes, muñecos, afiches de películas y muchísimos libros en una bibliotequita que en algún momento había dejado de dar abasto. Me incliné a mirar los títulos. Eran todas novelas policiales. Me asomé un instante al cuarto; la cama estaba prolijamente tendida, con un cobertor que rozaba el piso a los costados.
Sobre la mesa de luz había un libro abierto boca abajo. Me acerqué y lo di vuelta. Leí el título y más arriba el nombre del autor con una especie de estupor congelado: era el libro de Seldom sobre las series lógicas.
Estaba furiosamente subrayado, con anotaciones ilegibles en los márgenes. Sentí el ruido de la ducha que se abría, y luego el roce de los pies descalzos de Lorna en el pasillo y su voz que me llamaba. Volví a dejar el libro como estaba y regresé a la sala.
—Y bien —me dijo desde la puerta, dejándome ver que ya estaba desnuda—, ¿todavía con los pantalones puestos?
—Hay una diferencia entre la verdad y la parte de verdad que puede demostrarse: ése es en realidad un corolario de Tarski sobre el teorema de Gödel —dijo Seldom—. Por supuesto, los jueces, los forenses, los arqueólogos, sabían esto mucho antes que los matemáticos. Pensemos en cualquier crimen con sólo dos posibles sospechosos. Cualquiera de ellos sabe toda la verdad que interesa: yo fui o yo no fui. Pero la justicia no puede acceder directamente a esa verdad y tiene que recorrer un penoso camino indirecto para reunir pruebas: interrogatorios, coartadas, huellas digitales... Demasiadas veces las evidencias que se encuentran no alcanzan para probar ni la culpabilidad de uno ni la inocencia del otro. En el fondo, lo que mostró Gödel en 1930 con su teorema de incompletitud es que exactamente lo mismo ocurre en la matemática. El mecanismo de corroboración de la verdad que se remonta a Aristóteles y Euclides, la orgullosa maquinaria que a partir de afirmaciones verdaderas, de primeros principios irrebatibles, avanza por pasos estrictamente lógicos hacia la tesis, lo que llamamos, en una palabra, el método axiomático, puede ser a veces tan insuficiente como los criterios precarios de aproximación de la justicia —Seldom se detuvo sólo un momento para extender la mano hacia la mesa vecina en busca de una servilleta de papel. Pensé que se proponía escribir una de sus fórmulas allí pero simplemente se la pasó con un gesto rápido por el costado de la boca antes de seguir hablando—. Gödel mostró que aun en los niveles más elementales de la aritmética hay enunciados que no pueden ser ni demostrados ni refutados a partir de los axiomas, que están más allá del alcance de estos mecanismos formales, enunciados sobre los que ningún juez podría dictaminar su verdad o falsedad, su culpabilidad o inocencia. La primera vez que estudié el teorema no estaba todavía graduado, Eagleton era mi tutor formal, y lo que más me llamó la atención, una vez que logré entender y sobre todo aceptar lo que realmente decía el teorema, lo que me pareció sobre todo curioso fue que los matemáticos se hubieran manejado perfectamente, sin sobresaltos, durante tanto tiempo, con una intuición tan drásticamente equivocada. Más aún, casi todos creyeron al principio que era Gödel el que había cometido algún error y que pronto aparecería alguna grieta en su demostración; el propio Zermelo abandonó todos sus trabajos y dedicó dos años enteros de su vida a tratar de invalidarla. Esa fue la primera pregunta que me hice: ¿por qué los matemáticos no tropezaron durante siglos con ninguno de estos enunciados indecidibles, por qué también después de Gödel, ahora mismo, la matemática puede seguir su curso tranquilamente en todas las áreas?
Nos habíamos quedado solos en la larga mesa de los
fellows
en Merton College. Delante de nosotros, en una hilera adusta, colgaban los retratos de los hombres destacados que habían sido alguna vez estudiantes del College. En las placas de bronce debajo de los cuadros yo sólo había reconocido el nombre de T. S. Eliot. Los mozos recogían discretamente a nuestro alrededor los platos de los profesores que ya habían partido a sus clases. Seldom rescató su vaso de agua antes de que lo retiraran y tomó un largo trago antes de seguir.
—En esa época yo era un comunista bastante ferviente y estaba muy impresionado con una de las frases de Marx, supongo que de
Contribución a la crítica de la economía política
, que decía que la humanidad no se plantea, históricamente, sino aquellas preguntas que puede resolver. Durante algún tiempo pensé que esto podía ser el germen de una explicación: que en la práctica los matemáticos quizá se estuvieran formulando únicamente aquellas preguntas para las que tuvieran de algún modo parcial la demostración. No por supuesto para facilitarse inconscientemente las cosas sino porque la intuición matemática —y esta era mi conjetura— estuviera ya compenetrada de forma indisoluble con los métodos de comprobación y dirigida de una manera, digamos, kantiana, hacia lo que es o bien demostrable o bien refutable. Que los saltos de caballo de ajedrez que corresponden a las operaciones mentales de la intuición no fueran, como suele pensarse, iluminaciones dramáticas, e imprevisibles, sino más bien modestas abreviaturas de lo que puede ser siempre alcanzado con los pasos de tortuga posteriores de una demostración. Fue entonces que conocí a Sarah, la mamá de Beth. Sarah había empezado a estudiar Física; era ya en esa época la novia de Johnny, el único hijo de los Eagleton, íbamos siempre a jugar al
bowling
y a nadar los tres juntos. Sarah me habló por primera vez sobre el principio de incertidumbre en la física cuántica. Usted sabe, por supuesto, a qué me refiero: las fórmulas claras y prolijas que rigen los fenómenos físicos en gran escala, como la mecánica celeste, o el choque de bolos, ya no tienen validez en el mundo subatómico de lo infinitamente pequeño, donde todo es muchísimo más complejo y aparecen incluso, otra vez, paradojas lógicas. Eso me hizo cambiar de dirección. El día que me habló sobre el principio de Heisenberg fue un día extraño, en muchos sentidos. Creo que es el único día de mi vida que podría recrear hora por hora. Apenas la escuché tuve la intuición, el salto de caballo, si usted quiere —dijo sonriendo—, de que exactamente la misma clase de fenómeno ocurría en la matemática, y de que todo era, en el fondo, una cuestión de escalas. Los enunciados indecidibles que había encontrado Gödel debían corresponder a una clase de mundo subatómico, de magnitudes infinitesimales, fuera de la visibilidad matemática habitual. El resto fue definir la noción adecuada de escala. Lo que probé, básicamente, es que si una pregunta matemática puede formularse dentro de la misma "escala" que los axiomas, estará en el mundo habitual de los matemáticos y tendrá una demostración o una refutación. Pero si su escritura requiere una escala distinta, entonces corre el peligro de pertenecer a ese mundo sumergido, infinitesimal, pero latente en todos lados, de lo que no es ni demostrable ni refutable. Como puede imaginar, la parte más dura del trabajo, lo que me llevó treinta años de mi vida, fue mostrar luego que todas las preguntas y conjeturas que formularon desde Euclides hasta ahora los matemáticos pueden rescribirse en escalas afines a los sistemas de axiomas que se consideraron. Lo que probé en definitiva es que la matemática habitual, toda la matemática que hacen diariamente nuestros esforzados colegas, pertenece al orden visible de lo macroscópico.
—Pero esto no es casualidad, supongo —lo interrumpí. Estaba tratando de relacionar los resultados que yo había expuesto en el seminario con lo que escuchaba ahora y encontrar el lugar que les correspondía en la gran figura que Seldom trazaba para mí.
—No, por supuesto. Mi hipótesis es que tiene que ver con la estética que se propagó de época en época y que fue esencialmente invariable. No hay un condicionamiento kantiano, pero sí una estética de simplicidad y elegancia que guía también la formulación de conjeturas; los matemáticos consideran que la belleza de un teorema requiere de ciertas divinas proporciones entre la simplicidad de los axiomas en el punto de partida, y la simplicidad de la tesis en el punto de llegada. Lo dificultoso, lo engorroso, se reservó siempre para el camino entre ambos, la demostración. Y bien, en tanto esa estética se mantenga no hay razón para que aparezcan naturalmente enunciados indecidibles.
El mozo había regresado con una jarra de café y aún después de que las dos tazas estuvieron llenas Seldom quedó en silencio por un instante, como si no estuviera muy seguro de hasta dónde lo había seguido, o lo avergonzara un poco haber hablado tanto.
—Lo que a mí me llamó sobre todo la atención —le dije—, los resultados que expuse yo en Buenos Aires, fueron en realidad los corolarios que usted publicó un poco más tarde sobre los sistemas filosóficos.
—Eso fue en el fondo mucho más fácil—dijo Seldom—. Es la extensión más o menos obvia del teorema de incompletitud de Gödel: cualquier sistema filosófico que parte de primeros principios tendrá un alcance necesariamente limitado. Créame, fue mucho más sencillo perforar a todos los sistemas filosóficos que a esta única matriz de pensamiento a la que se aferraron desde siempre los matemáticos. Simplemente porque cualquier sistema filosófico se propone demasiado; todo es en el fondo una cuestión de balance: dime cuánto quieres saber y te diré con cuánta certeza podrás afirmarlo. Pero en fin, cuando todo estuvo terminado y miré otra vez hacia atrás después de treinta años, me pareció que al fin y al cabo aquella primera idea que me había sugerido la frase de Marx no estaba tan descaminada. Había quedado, como dirían los alemanes, a la vez suprimida y recogida dentro del teorema. Sí; el gato no analiza simplemente al ratón: lo analiza para comérselo. Pero también: el gato no analiza como futura comida a todos los animales, sólo le gustan los ratones. Del mismo modo, el razonamiento histórico matemático está guiado por un criterio, pero ese criterio es en el fondo una estética. Esto me resultaba una sustitución interesante e inesperada respecto de la necesidad y los a priori kantianos. Una condición menos rígida y quizá más elusiva, pero que tenía igualmente, como había mostrado mi teorema, la consistencia suficiente como para poder, todavía, decir algo y dividir aguas. Ya ve —dijo, como si se disculpara—: no es tan fácil liberarse de esa estética: a los matemáticos siempre nos gusta tener la sensación de que podemos decir algo con sentido. Como sea, me dediqué desde entonces a estudiar, en otros ámbitos, lo que llamo para mí la estética de los razonamientos. Empecé, como siempre, con lo que me pareció el modelo más sencillo o, por lo menos, más cercano: la lógica de las investigaciones criminales. La analogía con el teorema de Gödel me parecía verdaderamente llamativa. En todo crimen hay indudablemente una noción de verdad, una única explicación verdadera entre todas las posibles; por otro lado, hay también indicios materiales, hechos que son incontrastables o están, al menos, como diría Descartes, más allá de toda duda razonable: éstos serían los axiomas. Pero entonces ya estamos en terreno conocido. ¿Qué es la investigación criminal sino nuestro juego de siempre de imaginar conjeturas, explicaciones posibles que se amolden a los hechos, y tratar de demostrarlas? Empecé a leer sistemáticamente historias de crímenes reales, revisé los informes de los fiscales a los jueces, estudié la forma de valorar las evidencias y de vertebrar una sentencia o absolución en las cortes judiciales. Volví a leer, como en mi adolescencia, cientos de novelas policiales. Empecé a encontrar de a poco una multitud de pequeñas diferencias interesantes, la estética propia de la investigación criminal. Y también errores, quiero decir, errores teóricos de la criminalística, quizá mucho más interesantes.
—¿Errores? ¿Qué clase de errores?
—El primero, el más evidente, es la sobrevaloración de la evidencia física. Pensemos solamente en lo que está ocurriendo ahora, con esta investigación. Recuerda usted que Petersen envió a un oficial a recuperar la nota que vi yo. Aquí aparece otra vez esa grieta típica e insalvable entre lo que es verdadero y lo que es demostrable. Porque yo vi la nota, pero esa es la parte de verdad a la que ellos no pueden acceder. Mi testimonio no sirve de mucho para sus protocolos, no tiene la misma fuerza que el pedacito de papel. Y bien, este oficial, Wilkie, hizo lo más concienzudamente posible su trabajo. Interrogó a Brent y le preguntó varias veces todos los detalles. Brent recordaba perfectamente el papel doblado en dos en el fondo de mi cesto, pero por supuesto, no se había interesado en lo más mínimo en leerlo. Recordó también que yo había ido a preguntarle si había alguna manera de recuperar ese papel, y le repitió lo que me dijo a mí: había volcado el cesto en una de las bolsas casi llenas, que sacó poco después al patio. Cuando Wilkie llegó a Merton College el camión de la basura hacía ya casi media hora que había pasado. Petersen intentó todavía algo más y envió un patrullero para que lo interceptaran en su recorrido. Pero al parecer el camión tiene un sistema continuo de compactación y en definitiva la última esperanza de recobrar la nota quedó literalmente hecha papilla. Ayer me llamaron para que diera la descripción de la letra al dibujante, y pude notar que Petersen estaba mortificado. Se supone que es el mejor inspector que tuvimos en muchos años, yo pude tener acceso a las anotaciones completas de varios de sus casos. Es minucioso, exhaustivo, implacable. Pero todavía es un inspector, quiero decir, está formado de acuerdo con los protocolos: pueden anticiparse sus operaciones mentales. Desafortunadamente se guían por el principio de la navaja de Ockham: en tanto no surjan evidencias físicas en contrario prefieren siempre las hipótesis simples a las más complicadas. Este es el segundo error. No sólo porque la realidad suele ser naturalmente complicada sino, sobre todo, porque si el asesino es realmente inteligente, y preparó con algún cuidado su crimen, dejará a la vista de todos una explicación simple, una cortina de humo, como un ilusionista en retirada. Pero en la lógica mezquina de la economía de hipótesis prevalece el otro razonamiento: ¿por qué suponer algo que consideran extraño y fuera de lo común, como un asesino con motivaciones intelectuales, si tienen a mano explicaciones quizás más inmediatas? Casi pude sentir físicamente cómo Petersen retrocedía y reexaminaba sus hipótesis. Creo que hubiera empezado a sospechar también de mí, si no fuera porque ya había verificado que di clases de consulta a mis alumnos de doctorado de una a tres esa tarde. Supongo que también habrán corroborado la declaración de usted.