—Acaban de dejar algo en mi casillero —dijo—; es raro porque el cartero ya pasó esta mañana. Espero que el teniente Sacks todavía esté por algún lado. Aguárdeme un instante que voy a fijarme.
Giré en mi silla y vi que efectivamente desde el ángulo donde Seldom estaba sentado podía verse la última columna de un gran casillero de madera oscura empotrado en la pared. Allí había sido entonces donde había recibido también el primer mensaje. Me llamó la atención que toda la correspondencia del College quedara expuesta tan abiertamente en ese pasillo, pero al fin y al cabo, también en el Instituto de Matemática los casilleros estaban sin vigilancia. Cuando Seldom volvió revisaba un libro adentro del sobre y tenía una gran sonrisa, como si hubiera recibido una alegría inesperada.
—¿Recuerda el mago del que le hablé, René Lavand? Estará hoy y mañana en Oxford. Tengo aquí entradas para cualquiera de los dos días. Aunque debería ser esta noche porque mañana iré a Cambridge. ¿Piensa unirse a la excursión de matemáticos?
—No —dije—, no creo que vaya: mañana es el día libre de Lorna.
Seldom alzó levemente las cejas.
—La solución del problema más importante de la historia de la matemá-tica contra una chica hermosa... todavía gana la chica, supongo.
—Pero sí quisiera ver esta noche la función del mago.
—Claro, claro que sí —me dijo Seldom con una vehemencia extraña—, es absolutamente necesario que lo vea. La función es a las nueve. Y ahora —me dijo, como si me estuviera entregando una tarea escolar, hasta esa hora vuelva a su casa y trate de concentrarse en las fotos.
Cuando llegué a mi cuarto preparé una jarra de café, tendí la cama y sobre el cobertor estirado puse una a una las fotos que había en el sobre. Recordé al mirarlas lo que había escuchado decir una vez como un tranquilo axioma a un pintor figurativo: hay siempre menos realidad en una foto de la que puede capturar una pintura. Algo en todo caso parecía haberse perdido definitivamente en ese cuadro dislocado de imágenes nítidas e irreprochables que había formado sobre la cama. Traté de darles un orden distinto, cambiando algunas de lugar. Algo que yo había visto. Intenté otra vez, disponiendo las fotografías de acuerdo a lo que recordaba haber visto cuando entramos en la sala. Algo que yo había visto y Seldom no. ¿Por qué solamente yo, por qué él no hubiera podido verlo también? Porque usted es el único que estaba desprevenido, me había dicho Seldom. Sí, quizá era como esas imágenes tridimensionales, generadas por computadoras, que se habían puesto de moda en las plazas de Londres: totalmente invisibles para un ojo atento y que sólo aparecían de a poco, huidizamente, al dejar de prestarles atención. Lo primero que había visto era a Seldom, caminando rápidamente hacia mí por el sendero de grava. No había ninguna imagen de Seldom allí, pero recordaba nítidamente la conversación junto a la puerta, y el momento en que me había preguntado por Mrs. Eagleton. Yo le había señalado la silla a motor en la galería. Esa silla él también la había visto. Habíamos entrado juntos en la sala; recordaba su mano al girar el picaporte y la puerta que se había abierto silenciosamente. Después... todo era más confuso. Recordaba el sonido del péndulo, pero no estaba seguro si había mirado el reloj. De todos modos, aquella debería ser la primera foto de la secuencia: la que mostraba desde adentro la puerta, el perchero de la entrada y el reloj a un costado. Esa imagen, pensé, era también la última que habría visto el asesino al salir. La volví a su lugar y me pregunté cuál debía ser la próxima. ¿Había visto algo más antes de que encontráramos a Mrs. Eagleton? Yo la había buscado, instintivamente, en el mismo sillón floreado donde me había saludado la primera vez. Volví a alzar la foto que mostraba los dos silloncitos sobre la alfombra de rombos. Detrás del respaldo de uno de ellos asomaba el brillo de cromo de las empuñaduras de su silla. ¿Había reparado en la silla detrás del respaldo? No, no podía asegurarlo. Era desesperante, de pronto todo se me escapaba, el único foco en la memoria era el cuerpo de Mrs. Eagleton tendido en la
chaise longue
y sus ojos abiertos, como si aquella imagen irradiara una luz demasiado intensa que marginaba a la sombra todo lo demás. Pero sí había visto, mientras nos acercábamos, el tablero de scrabble y los dos pequeños atriles con letras de su lado. Una de las fotos había congelado sobre la mesita la posición del tablero. Estaba tomada de muy cerca y con algún esfuerzo podían distinguirse todas las palabras. Ya habíamos discutido una vez con Seldom sobre las palabras del tablero. Ninguno de los dos creía que pudieran revelar nada interesante, ni que pudieran ligarse de algún modo con el símbolo. El inspector Petersen tampoco les había dado ninguna importancia. Coincidíamos en que el símbolo había sido elegido con anterioridad al crimen y no por una inspiración del momento. Miré de todos modos con curiosidad las fotos de los dos atriles. Estaba seguro de que esto no lo había visto. En uno de ellos había sólo una letra, la A. En el otro había dos: la R y la O, esto significaba sin duda que Mrs. Eagleton había jugado hasta el final, hasta agotar todas las letras de la bolsa, antes de dormirse. Me entretuve un rato tratando de pensar palabras en inglés que pudieran formarse todavía sobre el tablero con esas últimas letras. No parecía haber ninguna y en todo caso, pensé, Mrs. Eagleton seguramente la hubiera descubierto. ¿Por qué no había visto los atriles antes? Traté de recordar la posición en que estaban sobre la mesa. En una de las esquinas, donde Seldom se había quedado de pie sosteniendo la almohada. Quizá, pensé, lo que debía buscar era justamente lo que yo no había visto. Volví a repasar las fotografías, para detectar otros detalles que se me hubieran pasado por alto, hasta llegar a la última, la cara todavía aterradora de Mrs. Eagleton sin vida. No parecía haber nada más allí que no hubiera visto. De modo que eran aquellas tres cosas: las letras en los atriles, el reloj en la entrada, la silla de ruedas. La silla de ruedas... ¿No sería aquella la explicación del símbolo? El triángulo para el músico, la pecera para Clark, y para Mrs. Eagleton... el círculo: la rueda de su silla. O la letra O de la palabra omertá, había dicho Seldom. Sí, el círculo podía ser todavía casi cualquier cosa. Pero era interesante que hubiera justamente una letra O en uno de los atriles. ¿O no era interesante en absoluto, sólo una estúpida coincidencia? Quizá Seldom sí hubiera visto la letra O en el atril, y por eso se le había ocurrido esa palabra, omertá. Seldom había dicho después algo más, el día que entramos al Covered Market... que confiaba en la mirada mía sobre todo porque yo no era inglés. ¿Pero qué podía significar una manera no inglesa de mirar?
Me sobresaltó de pronto el ruido de un sobre atrancado que alguien no conseguía pasar debajo de la puerta. Abrí y vi a Beth, que se erguía rápidamente, con las mejillas coloreadas. Tenía varios otros sobres en la mano.
—Pensé que no estabas —dijo—, si no hubiera golpeado.
La hice pasar y levanté el sobre del suelo. Adentro había una tarjeta con uno de los dibujos de Alicia y Humpty Dumpty y una inscripción imitando un bando real que anunciaba: Invitación a un no casamiento.
La miré, con una sonrisa intrigada.
—Es que no podemos casarnos todavía —dijo Beth—. Y el juicio de divorcio puede ser muy largo... pero queremos hacer de todos modos una fiesta. —Vio por detrás de mi espalda las fotografías sembradas sobre la cama.— ¿Fotos de tu familia?
—No, no tengo familia en un sentido clásico. Son las fotos que tomó la policía el día que mataron a Mrs. Eagleton.
Pensé que Beth era indudablemente inglesa y que su mirada podía ser tan representativa como cualquier otra. Más aún, Beth había sido la última en ver a Mrs. Eagleton con vida y tal vez pudiera detectar cualquier cambio en la pequeña escena. Le hice una seña para que se acercara y vi que vacilaba con una expresión de horror. Finalmente dio dos pasos al borde de la cama y las recorrió rápidamente, como si temiera detenerse en cualquiera de ellas.
—¿Por qué te las dieron después de tanto tiempo? ¿Qué creen todavía que pueden averiguar de aquí?
—Quieren encontrar la conexión del primer símbolo con Mrs. Eagleton. Quizá al mirarlas ahora puedas darte cuenta de algo más, algo que falte o esté en una posición distinta...
—Pero es lo que ya le dije al inspector Petersen: no puedo acordarme de cómo estaba exactamente cada cosa en el momento en que me fui. Cuando bajé la escalera vi que se había quedado dormida y salí lo más silenciosamente que pude, sin ni siquiera mirar otra vez hacia allí. Ya pasé una vez por esto: esa tarde, cuando tío Arthur me fue a avisar al teatro, ellos me estaban esperando aquí arriba en la sala, con el cadáver todavía allí —levantó, como si se propusiera vencer un antiguo terror, la foto en la que se veía el cuerpo de Mrs. Eagleton estirado en la
chaise longue
—. Lo único que pude decirles —dijo, tocando con un dedo la fotografía— es que faltaba la manta de los pies. Nunca, ni aún en los días más calurosos, se recostaba sin ponerse la manta sobre los pies. No quería que nadie pudiera ver sus cicatrices. La buscamos ese día por toda la casa pero la manta no apareció.
—Es verdad —dije yo, asombrado de que se nos hubiera pasado aquello por alto—. Nunca la vi sin esa manta. ¿Por qué querría el asesino que quedaran expuestas las cicatrices? O tal vez, se llevó la manta como un souvenir y también tenga guardados recuerdos de los otros dos crímenes.
—No sé, no quisiera tener que volver a pensar en nada de esto dijo Beth dirigiéndose a la puerta—. Ya fue una pesadilla para mí... quisiera que ya hubiese terminado todo. Cuando vimos morir a Benito en el medio del concierto y apareció Petersen en el escenario, creí que moriría yo también allí mismo. Lo único en lo que podía pensar es que querría, de algún modo, volver a culparme a mí.
—No: descartó de inmediato que pudiera ser alguien de la orquesta, tuvo que ser alguien que trepó para atacarlo por detrás.
—Como sea —dijo Beth moviendo la cabeza—, sólo espero que lo atrapen pronto y todo termine. —Puso una mano en el picaporte, y se dio vuelta para decirme:— Por supuesto, tu novia puede venir a la fiesta también. Es la chica con la que jugabas al tenis ¿no es cierto? Cuando Beth se fue volví a guardar lentamente las fotos en el sobre. La tarjeta de invitación había quedado abierta sobre la cama. El dibujo correspondía, en realidad, a una fiesta de no cumpleaños. Una de las trescientos sesenta y cuatro fiestas de no cumpleaños. El lógico que era Charles Dodgson sabía que siempre es abrumadoramente más extenso lo que queda afuera de cada afirmación. La manta era un mensaje de alerta pequeño y desesperante. ¿Cuánto más había en cada uno de los casos que no habíamos sabido ver? Esto era tal vez lo que Seldom esperaba de mí: que imaginara lo que no estaba allí y hubiéramos debido ver.
Busqué en mi cajón la ropa para ducharme, pensando todavía en Beth. Sonó el teléfono. Era Lorna: le habían dado un franco adicional y también tenía libre aquella noche. Le pregunté si quería acompañarnos a la función de magia.
—Claro que sí —dijo—, no pienso perderme ninguna otra de tus salidas. Pero seguramente, ahora que voy yo, sólo vamos a ver estúpidos conejos saliendo de galeras.
Cuando llegamos al teatro no quedaban ya entradas en las primeras filas, pero Seldom se ofreció gentilmente a cambiar con Lorna la suya y quedarse más atrás. El escenario estaba en sombras, aunque se alcanzaba a distinguir una mesa sobre la que sólo había una gran copa de agua y un sillón de respaldo alto enfrentando al público. Apenas más retiradas, una docena de sillas vacías rodeaban en un semicírculo la mesa por los costados y por atrás. Habíamos entrado en la sala unos minutos después de hora y cuando ocupamos nuestros asientos las luces empezaron a bajar. El teatro quedó a oscuras por lo que me pareció apenas una fracción de segundo. Al encenderse de nuevo un foco sobre el escenario, vimos al mago sentado en el sillón, como si hubiera estado desde siempre allí, tratando de escrutar al público con la mano como una visera sobre la frente.
—ĄLuz! ĄMás luz! —ordenó, mientras se ponía de pie, rodeaba la mesa, y se acercaba con la mano todavía sobre la frente al borde del escenario para recorrernos con la mirada.
Una luz cruel de quirófano alumbró su figura encorvada. Recién entonces reparé con sorpresa en que era manco. El brazo derecho le faltaba limpiamente desde el hombro, como si nunca lo hubiera tenido. Su brazo izquierdo volvió a alzarse en un gesto imperioso.
—ĄMás luz! —repitió. Tenía una voz ronca, poderosa, sin ningún acento—. Quiero que lo vean todo, que nadie pueda decir: era un efecto de humo y penumbras... Aun si se ven mis arrugas. Mis siete pliegues de arrugas. Sí, soy muy viejo ¿no es cierto? Casi increíblemente viejo. Y sin embargo, tuve una vez ocho años. Tuve una vez ocho años, tenía dos manos, como todos ustedes, y quise aprender magia. No, no me enseñe trucos, le decía yo a mi maestro. Porque yo quería ser mago, no quería aprender trucos. Pero mi maestro, que era casi tan viejo como lo soy yo ahora, me dijo: el primer paso, el primer paso es saber los trucos. —Abrió los dedos de la mano y los extendió como un abanico frente a su cara.— Puedo decirles, porque ya no importa, que mis dedos eran ágiles, velocísimos. Tenía un don natural y muy pronto estaba recorriendo todo mi país, el pequeño prestidigitador, casi como un fenómeno de circo. Pero a los diez años tuve un accidente. O quizá no fue un accidente. Cuando me desperté estaba en una cama de hospital y sólo me quedaba esta mano izquierda. A mí, que quería ser mago, a mí, que era diestro. Pero allí estaba otra vez mi viejo maestro y mientras mis padres lloraban él sólo me dijo: este es el segundo paso, quizá, quizá seas mago algún día. Mi maestro murió, nunca nadie me dijo cuál era el tercer paso. Y desde entonces cada vez que me subo a un escenario, me pregunto si habrá llegado ese día. Tal vez sea algo que sólo ustedes pueden decir. Por eso siempre pido luz, y pido que pasen, que pasen y vean. Aquí, por aquí —hizo subir de a uno al escenario a la mitad de la primera fila para que se sentaran alrededor de él en las sillas vacías—. Más cerca, bien cerca, quiero que vigilen mi mano, que no se dejen sorprender, porque recuerden que hoy yo no quiero hacer trucos.
Extendió la mano desnuda sobre la mesa, sosteniendo entre el índice y el pulgar algo blanco y diminuto que no se alcanzaba a ver desde donde estábamos nosotros.