Me duché, me afeité, elegí la camisa que se había arrugado menos dentro del bolso y a las seis y media subí puntualmente la escalerita y toqué el timbre con mi botella. La cena transcurrió con esa cordialidad sonriente, educada, algo anodina, a la que habría de acostumbrarme con el tiempo. Beth se había arreglado un poco, aunque sin consentir en pintarse. Tenía ahora una blusa negra de seda y el pelo, que lo había peinado todo hacia un costado, le caía seductoramente de un solo lado del cuello. En todo caso, nada de esto era para mí: pronto me enteré de que tocaba el violoncelo en la orquesta de cámara del Sheldonian Theatre, el teatro semicircular con gárgolas en los frisos que había visto en mi paseo. Esa noche tendrían un ensayo general, y cierto afortunado Michael pasaría en media hora a buscarla. Hubo un brevísimo instante de incomodidad cuando pregunté, dándolo casi por sentado, si era su novio; las dos se miraron entre sí y por toda respuesta Mrs. Eagleton me preguntó si quería más ensalada de papas. Durante el resto de la cena Beth estuvo algo ausente y distraída y finalmente me encontré hablando casi a solas con Mrs. Eagleton. Cuando tocaron el timbre y después de que Beth se hubo ido, mi anfitriona se animó notablemente, como si un invisible hilo de tensión se hubiera aflojado. Se sirvió por sí misma una segunda copa de vino y durante un largo rato escuché las peripecias de una vida verdaderamente asombrosa. Había sido una de las tantas mujeres que durante la guerra participaron con inocencia en un concurso nacional de crucigramas, para enterarse de que el premio era el reclutamiento y la confinación de todas en un pueblito totalmente aislado, con la misión de ayudar a Alan Turing y su equipo de matemáticos a descifrar los códigos nazis de la máquina Enigma. Fue allí donde había conocido a Mr. Eagleton. Me contó una cantidad de anécdotas de la guerra y también todas las circunstancias del famoso envenenamiento de Turing. Desde que se había establecido en Oxford, me dijo, había abandonado los crucigramas por el
scrabble
, que jugaba siempre que podía con un grupo de amigas. Hizo rodar con entusiasmo su silla hasta una mesita baja en el
living
y me pidió que la siguiera, sin preocuparme por levantar los platos: de aquello se encargaría Beth cuando regresara. Vi con aprensión que sacaba de un cajón un tablero y que lo abría sobre la mesita. No pude decir que no. Y así pasé el resto de mi primera noche: tratando de formar palabras en inglés delante de aquella anciana casi histórica que cada dos o tres jugadas reía como una niña, alzaba a la vez todas sus fichas y me asestaba las siete letras de otro
scrabble
.
En los días que siguieron me presenté en el Instituto de Matemática, donde me dieron un escritorio en la oficina de
visitors
, una cuenta de email y una tarjeta magnética para entrar fuera de hora en la biblioteca. Sólo tenía un compañero de cuarto, un ruso de apellido Podorov, con el que apenas cambiábamos saludos. Caminaba encorvado de un lado a otro, se inclinaba de tanto en tanto sobre su escritorio para garabatear una fórmula en un gran cuaderno de tapas duras que hacía recordar a un libro de salmos, y salía cada media hora a fumar en el pequeño patio de baldosas al que daba nuestra ventana.
En el principio de la semana siguiente tuve mi primer encuentro con Emily Bronson: era una mujer diminuta, con el pelo muy lacio y totalmente blanco, sujeto sobre las orejas con sapitos, como el de una colegiala. Llegaba al Instituto en una bicicleta demasiado grande para ella, con una canasta en el manubrio donde asomaban sus libros y la bolsa del almuerzo. Tenía un aspecto monjil, algo tímido, pero descubrí con el tiempo que podía sacar a relucir a veces un humor agudo y acerado. A pesar de su modestia creo que le agradó que mi tesis de licenciatura llevara como título
Los espacios de Bronson
. En nuestro primer encuentro me dejó las separatas de sus dos últimos
papers
para que empezara a estudiarlos y una serie de folletos y mapas sobre lugares para visitar en Oxford, antes —me dijo— de que empezara el nuevo semestre y me quedara menos tiempo libre. Me preguntó si había algo en particular que yo pudiera extrañar de mi vida en Buenos Aires y cuando insinué que me gustaría volver a jugar al tenis me aseguró, con una sonrisa acostumbrada a pedidos mucho más excéntricos, que eso sería algo fácil de arreglar.
Dos días después encontré en mi casillero una esquela con una invitación para jugar dobles en el club de Marston Ferry Road. Las canchas eran de ladrillo y estaban a pocos minutos de caminata de Cunliffe Close. El grupo lo constituían John, un fotógrafo norteamericano con largos brazos y buen juego de red; Sammy, un biólogo canadiense casi albino, animoso e infatigable, y Lorna, una enfermera irlandesa del Radcliffe Hospital, de pelo rojizo llameante y ojos verdes luminosos y seductores.
A la felicidad de volver a pisar el polvo de ladrillo se agregó la segunda felicidad inesperada de encontrar del otro lado, en el peloteo inicial, a una chica que no sólo era hermosa parte por parte, sino que tenía golpes de fondo seguros y elegantes y devolvía a ras de la red todos mis tiros. Jugamos tres sets, cambiando parejas, hicimos con Lorna un dúo sonriente y temible y durante la semana siguiente conté los días para volver a entrar en la cancha y luego los
games
para la rotación que la dejaría otra vez de mi lado.
Me cruzaba casi todas las mañanas con Mrs. Eagleton; a veces la encontraba arreglando el jardín, muy temprano, cuando yo salía para el Instituto, y cambiábamos un par de palabras. Otras veces la veía por Banbury Road, camino al mercado, a la hora en que yo hacía un intervalo para ir a comprar mi almuerzo. Usaba una sillita a motor con la que se deslizaba por la vereda como sobre una embarcación serena y saludaba con una graciosa inclinación de cabeza a los estudiantes que le abrían paso. Veía en cambio muy raramente a Beth, y sólo había vuelto a hablar una vez con ella, una tarde en que regresaba de jugar al tenis. Lorna se había ofrecido a dejarme con su auto en la entrada de Cunliffe Close y mientras me despedía de ella vi que Beth bajaba de un ómnibus, cargando su violoncelo. Fui a su encuentro para ayudarla en el camino hasta la casa. Era uno de los primeros días de verdadero calor y supongo que yo estaba con la cara y los brazos de un color subido después de la tarde al sol. Sonrió acusadoramente al verme.
—Bueno, puedo ver que ya estás establecido. ¿Pero no se supone que deberías estar estudiando matemática, en vez de jugar al tenis y pasear con chicas en auto?
—Tengo permiso de mi directora —dije riendo, e hice un gesto de absolución.
—Oh, es sólo un chiste: en realidad te envidio.
—¿Envidiarme, por qué?
—No sé; das la impresión de ser tan libre: dejar tu país, tu otra vida, todo atrás; y dos semanas después así te encuentro: contento, bronceado, jugando al tenis.
—Deberías probarlo: sólo hace falta pedir una beca.
Movió la cabeza, con alguna tristeza.
—Lo intenté, ya lo intenté, pero parece que para mí es tarde. Por su-puesto, ellos nunca lo van a reconocer, pero prefieren dárselas a chicas más jóvenes. Estoy por cumplir veintinueve años —me dijo, como si esa edad fuera una lápida definitiva y agregó con un tono súbitamente amargo—. A veces daría todo por escapar de aquí.
Yo miré en la distancia el verde del muérdago en las casas, las agujas de las cúpulas medievales, las muescas rectangulares de las torres almenadas.
—¿Escapar de Oxford? A mí me costaría imaginar un lugar más hermoso.
Una antigua impotencia pareció nublarle por un instante los ojos.
—Quizá... sí, si no tuvieras que encargarte todo el tiempo de una inválida y hacer todos los días algo que ya desde hace mucho no significa nada.
—¿No te gusta tocar el violoncelo?— Esto me parecía sorprendente, e interesante. La miré, como si por un instante pudiera quebrar la superficie inmóvil de sus ojos y acceder a una segunda capa.
—Lo odio —me dijo, y sus pupilas se oscurecieron—; cada vez lo odio más y cada vez me cuesta más disimularlo. A veces me da miedo que se note cuando tocamos, que el director o alguno de mis compañeros se dé cuenta de cómo detesto cada nota que toco. Pero terminamos cada concierto y la gente aplaude y nadie parece advertido. ¿No es gracioso?
—Yo diría que estás a salvo. No creo que haya una vibración especial del odio. En ese sentido la música es tan abstracta como la matemática: no puede distinguir categorías morales. En tanto sigas la partitura no me imagino una forma de detectarlo.
—Seguir la partitura... es lo que hice toda mi vida —suspiró. Habíamos llegado frente a la puerta y apoyó la mano en el picaporte. No me hagas caso —me dijo—: hoy tuve un mal día.
—Pero el día no terminó —dije—: ¿no hay algo que pueda hacer yo para mejorarlo?
Me miró con una sonrisa entristecida y recobró el violoncelo.
—
Oh, you are such a Latin man
—murmuró, como si aquello fuera algo de lo que debiera protegerse, pero aun así, antes de cerrar la puerta, me dejó mirar por última vez sus ojos azules.
Pasaron dos semanas más. El verano empezó a anunciarse lentamente, con atardeceres suaves y muy largos. El primer miércoles de mayo, en el camino de regreso del Instituto, retiré de un cajero automático el dinero para pagar el alquiler de mi cuarto. Toqué el timbre en la puerta de Mrs. Eagleton y mientras esperaba a que me abrieran vi que por el camino que ondulaba hasta la casa se aproximaba un hombre alto, dando largos pasos, con una expresión seria y reconcentrada. Lo miré de soslayo cuando se detuvo a mi lado; tenía una frente ancha y despejada y ojos pequeños y hundidos, con una cicatriz notoria en el mentón. Tendría quizás unos cincuenta y cinco años, aunque cierta energía contenida en sus movimientos le daba todavía un aspecto juvenil. Hubo un pequeño momento de incomodidad mientras esperábamos los dos junto a la puerta cerrada, hasta que se decidió a preguntarme, con un acento escocés grave y armonioso, si ya había tocado el timbre. Le respondí que sí y toqué por segunda vez. Dije que quizá mi primer timbre había sido demasiado corto y al oírme el hombre distendió sus facciones en una sonrisa cordial y me preguntó si yo era argentino.
—Entonces —me dijo, cambiando a un perfecto castellano con un gracioso dejo porteño— usted debe ser el alumno de Emily.
Respondí que sí, sorprendido, y le pregunté dónde había aprendido español. Sus cejas se arquearon, como si mirara a un pasado muy lejano y me dijo que había sido muchos años atrás.
—Mi primera esposa era de Buenos Aires —y me extendió la mano—. Yo soy Arthur Seldom.
Pocos nombres hubieran podido despertar en mí una admiración mayor en esa época. El hombre de ojos pequeños y transparentes que me estrechaba la mano era ya entre los matemáticos una leyenda. Yo había estudiado durante meses para un seminario el más famoso de sus teoremas: la prolongación filosófica de las tesis de Gödel de los años 30. Se lo consideraba una de las cuatro espadas de la Lógica y bastaba revisar la variedad en los títulos de sus trabajos para advertir que era uno de los raros casos de
summa
matemática: bajo esa frente despejada y serena se habían agitado y reordenado las ideas más profundas del siglo. En mi segunda incursión por las librerías de la ciudad yo había tratado de conseguir su último libro, una obra de divulgación sobre series lógicas, y me había enterado, con alguna sorpresa, de que estaba agotado desde hacía dos meses. Alguien me había dicho que desde la publicación de aquel libro Seldom había desaparecido del circuito de congresos y al parecer nadie se animaba a arriesgar qué estaría estudiando ahora. En todo caso, yo ni siquiera sabía que vivía en Oxford, y mucho menos hubiera esperado encontrármelo en la puerta de Mrs. Eagleton. Le dije que había expuesto sobre su teorema en un seminario y pareció agradecido por mi entusiasmo. Me daba cuenta, sin embargo, de que algo lo preocupaba y de que desviaba sin poder evitarlo su atención a la puerta.
—Mrs. Eagleton debería estar en la casa —me dijo—, ¿no es cierto?
—Yo hubiera creído que sí —dije—: allí está su silla a motor. A menos que la hayan venido a buscar en auto...
Seldom volvió a tocar el timbre, se acercó a escuchar contra la puerta, y caminó hasta la ventana que daba a la galería, esforzándose por mirar hacia adentro.
—¿Sabe si hay otra entrada por atrás? —Y me dijo en inglés:— Tengo miedo de que le haya pasado algo.
Vi, por la expresión de su cara, que estaba verdaderamente alarmado, como si supiera algo que no lo dejaba pensar sino en una sola dirección.
—Si a usted le parece —le dije—, podemos probar la puerta: creo que no la cierran durante el día.
Seldom apoyó la mano en el picaporte y la puerta se abrió serenamente. Entramos en silencio; nuestros pasos hicieron crujir las tablas de madera del piso. Se oía adentro, como un latido amortiguado, el vaivén sigiloso de un reloj de péndulo. Avanzamos a la sala y nos detuvimos junto a la mesa en el centro. Le hice un gesto a Seldom para señalarle la
chaise longue
junto a la ventana que daba al jardín. Mrs. Eagleton estaba tendida allí, y parecía dormir profundamente, con la cara vuelta hacia el respaldo. Una de las almohadas estaba caída sobre la alfombra, como si se le hubiera deslizado durante el sueño. La orla blanca del pelo estaba cuidadosamente protegida con una redecilla y los lentes habían quedado sobre una mesita, junto al tablero de
scrabble
. Parecía haber estado jugando sola, porque los dos atriles con letras estaban de su lado. Seldom se acercó y cuando le tocó con dos dedos el hombro, la cabeza se derrumbó pesadamente a un costado. Vimos al mismo tiempo los ojos abiertos y espantados y dos huellas paralelas de sangre que le corrían desde la altura de la nariz por la barbilla hasta unirse en el cuello. Di involuntariamente un paso hacia atrás y reprimí un grito. Seldom, que había sostenido la cabeza con un brazo, reacomodó como pudo el cuerpo y murmuró consternado algo que no alcancé a escuchar. Recogió la almohada y al alzarla de la alfombra vimos aparecer una gran mancha roja ya casi seca en el centro. Quedó por un instante con el brazo colgado a un costado, sosteniendo la almohada, sumido en una honda reflexión, como si explorara las ramificaciones de un cálculo complejo. Parecía profundamente perturbado. Fui yo el que se decidió a sugerir que debíamos llamar a la policía.