Los crímenes del balneario (19 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: Los crímenes del balneario
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Nastia dio una rápida vuelta en redondo, corrió hasta la mesa de la secretaria y rozó con la mano los auriculares de todos los teléfonos. Ni uno solo le resultó más tibio al tacto, ni uno solo despertó sospechas de haber sido sostenido por una mano durante varios minutos y depositado sobre el aparato hacía diez segundos escasos. Por sí sola no iba a poder comprobar sus barruntos, por lo que decidió esperar la llegada de Korotkov.

—El hombre a quien estamos buscando se encuentra ahora en el balneario El Valle. Todos los indicios apuntan a esta conclusión. Primero, a la chica la llevaron a la piscina del balneario, no hay la menor duda: una portalada alta, de hierro forjado, mosaico con un paisaje en la pared de la sala. La Ciudad cuenta con cuatro piscinas solamente y nada más hay una que corresponde a la descripción. Segundo, en el mismo período de tiempo en que Svetlana visitó la piscina, Shajnóvich perdió el control sobre varias plantas del bloque a la vez. No sacó nada en claro sobre los ocupantes de las habitaciones de la trescientos cuarenta y cuatro a la trescientos cincuenta y ocho, de la cuatrocientos uno a la cuatrocientos doce y de la quinientos nueve a la quinientos diecinueve. Nunca antes se había encontrado con esta clase de dificultades. Esto nos lleva a suponer una resistencia organizada.

Tercero, una tal Kaménskaya, procedente de Moscú, que se aloja en la habitación quinientos trece, se comporta de forma extremadamente atípica para una paciente de balneario, al tiempo que corren rumores de que trabaja en el MI de Rusia. Imposible que ella no se haya enterado; sin embargo, no hace nada para salirles al paso. Esto nos da pie para pensar que ese chisme le viene de perlas, y en vista de todo lo expuesto, su comportamiento resulta aún más sospechoso. Cuarto, en el balneario se ha cometido un asesinato, y a quienes se interroga con más ahínco son la propia Kaménskaya y su amante Ismaílov. Con la excusa de que al parecer fueron los últimos en ver a la víctima con vida.

—¿Habéis enseñado a Svetlana y a Vlad la foto de Ismaílov?

—Sí. No lo habían visto en su vida.

—Qué raro. Pero creo que así, a grandes rasgos, tienes razón, Tolia. Ese hombre, Makárov, detrás de quien llevamos ya tanto tiempo, ahora se encuentra en el balneario. Hay muchas cosas que no logramos comprender, muchos cabos sueltos, hay incluso claras contradicciones, pero son prueba de que algo se está cociendo. Antes no pasaban estas cosas, ¿a que no?

—No, no pasaban, Eduard Petróvich.

—Dile a nuestro amigo de la DGI que venga a verme, hazme el favor.

Cuando Starkov se marchó, Eduard Petróvich Denísov entró en su despacho y empezó a darle vueltas a la cabeza. La muchacha y el enano eran una suerte increíble, por lo menos ahora estaba claro qué era lo que esa organización intrusa estaba haciendo allí, en los dominios de Denísov. No quedaba muy claro para qué lo hacían. Y lo menos claro del todo seguía siendo quiénes eran.

¿Pero qué era esa amante de Ismaílov, Kaménskaya? Por más que lo había intentado, Shajnóvich no pudo averiguar nada sobre ella. Resultaba llamativo. ¡Que Zhenia no pudiese ganarse la confianza de una mujer! Ésta tendría mucho que ocultar, de ahí ese retraimiento suyo. Habría que trabajar en ella a fondo. Pero la situación actual presentaba un cariz más complicado. El asesinato de El Valle tenía que ser resuelto a cualquier precio. Por un lado, a él, Denísov, le importaba ajustarles las cuentas a esa pandilla de forasteros. Por otro, dejar este crimen sin resolver le ataría de pies y manos hasta fin de año como mínimo. De las dos posibilidades pactadas en julio para organizar un asesinato con la garantía de que no sería resuelto, ya había consumido una, cuando tuvo que meter en vereda a un extorsionador de la provincia vecina que se estaba saliendo de madre. La segunda posibilidad Eduard Petróvich pensaba utilizarla contra uno de sus subalternos, siempre que los datos de la inteligencia se confirmaran y se verificara a ciencia cierta que el sujeto estaba relacionado con la mafia del narcotráfico y la ayudaba a blanquear el dinero a través de su banco. La comprobación de los datos debía concluir de un día para otro. Si tuviera que castigar al subalterno, sería imposible aplazarlo hasta los comienzos del próximo año: en los dos meses restantes se metería en tales marañas que el desembarco de un retén de lucha contra el narcotráfico se haría inminente. Era del todo inadmisible. El culpable debía ser eliminado antes de que pudiera ocasionar daños irreparables. Si no se consiguiese resolver el asesinato del balneario, qué remedio, Eduard Petróvich no violaría su pacto con la DGI de la Ciudad, preocupado como estaba de evitarles una inspección ministerial, atraída por un brusco bajón en el índice de la resolución de asesinatos. Él, Denísov, estaba obligado a poner todos los medios para que el crimen de El Valle quedara resuelto. Prestarles toda la ayuda posible —dinero, hombres, medios técnicos—, esto estaba a su alcance. De este modo preservaría la posibilidad de darle un «repaso» al subalterno desleal si es que surgía tal necesidad.

El hombre de la DGI no se hizo esperar. Serio, elegante, casi guapo de no ser por unos ojillos demasiado pequeños, perdidos en las penumbras del ceño y permanentemente ocultos tras las gafas de cristales ahumados. Sin titubeos, Denísov fue al grano.

—Primero, sigo queriendo sacar en claro qué clase de personal se ha emboscado en el El Valle. Segundo, quiero ver el asesinato del balneario resuelto. Cómo lo hará, si a conciencia o no, me trae sin cuidado. La instrucción debe cerrar el caso y pasarlo a los tribunales. Lo antes posible. Mañana me informará sobre la ayuda que necesita. Si consigue encontrar al asesino verdadero, miel sobre hojuelas. Si no lo consigue, no importa. Como comprende, pretendo mantener mi cuota intacta.

—Comprendo —asintió el hombre de las gafas—. ¿Y tercero?…

—Tercero, quiero saber quién es Kaménskaya. Es paciente de El Valle, ocupa la habitación quinientos trece. Shajnóvich se quedó con un palmo de narices. Me gustaría saber por qué.

—¿Para cuándo quiere la información sobre Kaménskaya?

—No voy a meterle prisas. Digamos que para mañana. Vendrá para ponerme al corriente de lo que ocurre con la resolución del asesinato, y de paso hablaremos de Kaménskaya.

—En este caso, hasta mañana, Eduard Petróvich.

—Hasta mañana. Venga por la noche, sobre las siete, y cenaremos juntos.

El encuentro del masajista Gatito con su patrón tuvo lugar a altas horas de la noche.

El Gatito estaba sentado en su apartamento, repantigado en el sillón, las piernas cómodamente estiradas, y sorbía cerveza negra de la botella.

—He ordenado a Semión y al Químico que abandonen la Ciudad.

—Has hecho bien. Semión empieza a perder los estribos, se está volviendo peligroso. ¿Y Damir?

—Damir tendrá que quedarse. Van a seguir interrogándolo. Creo que es sospechoso de asesinato.

—¡Qué gracia! ¿Y qué pasa con nuestra traductora?

—También a ella la han interrogado. Creo que no nos hemos equivocado. No es policía.

—Ojalá. Pero si es policía, ¿qué está haciendo aquí? Tal vez esto tiene algo que ver con el tomate que Semión ha organizado este verano.

—No es muy probable. Ha pasado tanto tiempo… ¿A qué estaban esperando?

—Tienes razón, Gatito. Es posible una tercera variante: es policía pero no ha venido aquí a trabajar sino a descansar. ¿Crees que en este caso representa algún peligro para nosotros?

—No creo.

—Convendría que Damir no la perdiese de vista. ¿Siguen viéndose?

—Hace dos días ya que Damir no sabe nada de ella.

—¡Curiosa película la de estos dos! ¿Dónde se ha metido?

—Sigue encerrada en la habitación, trabajando. Se la oye por toda la planta, teclea que te teclea. Simplemente, Damir no está interesado. ¿Para qué la quiere si lo único de que se trataba era de protegerla de Zarip?

—Esto está mal, Gatito. Un rapapolvo para ti. Tienes que meter a Damir en razón. Ocúpate de esto.

—¿Y qué le digo a Damir? Usted mismo me advirtió que no debía enterarse de que era policía.

—Dile cualquier cosa. En último caso, que es mi decisión. Explícale a esa criatura bohemia que no se puede camelar a una mujer, declararle el amor sublime y luego, sin más explicaciones, hacer mutis por el foro. Explícale bien explicado que puede ofenderse y que es la única capaz de corroborar su coartada para el momento del asesinato. No debe ponerse a malas con ella. No hay nada más temible que la venganza de una mujer abandonada. Estos argumentos sí los entenderá.

—Éstos sí, tal vez —coincidió el Gatito, que dio un largo sorbo a la botella y la colocó en el suelo.

—Hazme este favor, amigo mío. Asegura una presencia permanente de Damir al lado de Kaménskaya. Que se muestre atento con ella.

—Lo haré.

Capítulo 7. El octavo día

Yuri Korotkov fue a la Dirección del Interior de la Ciudad directamente desde el aeropuerto. Allí sus colegas de la policía criminal le informaron punto por punto sobre todo lo que habían podido averiguar en los últimos dos días, los transcurridos desde el descubrimiento del cadáver de Nikolai Alferov.

—Ayer Serguey Mijáilovich habló con sus superiores, así que nos pusimos a comprobar sobre la marcha la versión de asesinato por encargo. De momento no tenemos nada que la confirme.

—¿Hay otras suposiciones? —preguntó Korotkov.

—Los celos y el dinero. Él y su pandilla habían montado un garito clandestino. Apostaban a mujeres; cada puesta, cien mil rublos. ¿Se imagina?

—¡Qué fuerte! —se echó a reír Yura—. ¿Cuántos participaban?

—Por lo que sabemos, tres. El propio interfecto, su compañero de habitación Pável Dobrynin y un empleado del balneario, Shajnóvich.

—¿Qué tal con los testigos?

—A primerísima hora de la mañana interrogamos a todo quisquí, curramos como hormigas. La mayoría, claro está, no sabe nada ni sobre las circunstancias del caso ni sobre el propio Alferov. A aquellos que sí sabían algo, aunque fuese una miaja, al día siguiente les interrogó el juez de instrucción. Por desgracia, no son demasiados.

—Sea más concreto, por favor —pidió Yura.

El moreno, Andrei Golovín, consultó su libreta.

—Primero, Dobrynin y Shajnóvich. Luego un matrimonio de Tula, que compartían con ellos la mesa en el comedor y les habían oído discutir el reglamento y los resultados del juego. Las mujeres a las que los jugadores de apuestas cortejaban son cinco nada más. Además, hay unos cuantos que de una forma u otra habían conocido a Alferov. Aquí tiene la lista.

Golovín colocó delante de Yura una hoja con nombres, lugares de trabajo y, si se hospedaban en el balneario, números de habitaciones. Al pasar los ojos por la lista, Korotkov vio en seguida el nombre de Kaménskaya y, al lado, «DGI de Moscú, habitación 513».

—Me interesa la testigo Kaménskaya —le dijo a Golovín.

—Kaménskaya, Anastasia Pávlovna, año de nacimiento: sesenta —recitó Andrei con viveza echando ojeadas a sus apuntes—, llegó a El Valle el veinte de octubre, había reservado habitación desde Moscú con antelación, todavía en agosto. El propio Alferov también reservó la plaza en Moscú pero fue mucho más tarde, a principios de octubre, de manera que no parece probable que Kaménskaya haya venido aquí con el propósito de encontrarse con Alferov.

¿Qué disparates me está contando?, pensó Korotkov horrorizado. En esencia todo es absolutamente correcto, es así como se comprueba a los relacionados con los asesinatos por encargo. Pero no a Aska Kaménskaya… ¿Es que ella no les dijo nada?

—En mi opinión, la testigo Kaménskaya —continuaba entretanto Andrei impasible— es una de las figuras clave para ponernos sobre la pista de un asesinato motivado por los celos o la codicia.

—Explíquemelo —le ordenó Korotkov.

—Los tres jugadores de apuestas intentaron cortejarla sucesivamente y los tres, supuestamente, fracasaron. Pero a mí personalmente me resulta difícil creerlo.

—¿Por qué?

—Si la viera, a esa Kaménskaya, y si viera también a Dobrynin y Shajnóvich, tampoco lo creería. Dobrynin y Shajnóvich son tíos guapos, cada uno a su manera, uno es rubio, otro, moreno, auténticos supermanes los dos. Y haga el favor de tener en cuenta que ambos están forrados. En cuanto a Kaménskaya, es una mujer del montón: físico corriente, talante tranquilo. No tiene ningún éxito entre los hombres. ¿Creerá usted que ahora que está de vacaciones no se deje tentar por la ocasión de tener un lío con uno de esos hombres tan atractivos?

—No acabo de comprender dónde ve el engaño. Ha dicho «supuestamente fracasaron».

—Supongo que Kaménskaya sí aceptó el galanteo, cuando no de los tres, de uno como mínimo, pero por alguna razón tanto ella como su pareja decidieron ocultárselo a los demás.

—¿Y cuál sería, a su modo de ver, esa misteriosa razón? —A Yura le costaba cada vez mayores esfuerzos contenerse.

—Los jugadores habían fijado una condición según la cual si alguno perdía, la puesta sobre la mujer de marras subía el doble. Si, pongamos por caso, usted es el primero en echarle tejos a cierta señora, la puesta es de cien mil. Si no se come un rosco, la puesta será de doscientos mil para el siguiente. Si también el segundo jugador falla, para el tercero la puesta es cuatrocientos. Etcétera. Se puede incluso hacer una segunda ronda, subiendo las puestas en correspondencia.

—¿Y qué? —Korotkov seguía en blanco—. ¿Cómo puede estar esto relacionado con el falso testimonio?

—De la manera más sencilla del mundo. Supongamos que el primero en intentar cortejar a Kaménskaya obtuviera éxito. Por cierto, no descarto en absoluto que en la esfera sexual puede resultar mucho más atractiva que en su apariencia física. Ella y su primera pareja se gustaron y decidieron dársela con queso a los demás, fingiendo que él había perdido la apuesta. Claro está, al jugador le costó dinero, pues en vez de llevarse los doscientos mil tuvo que desembolsar cien. Pero al mismo tiempo, la puesta de Kaménskaya aumentaba, el siguiente jugador estaba abocado al fracaso y los demás se repartieron su puesta. El tercero conoció el mismo destino. Como resultado, y si no me he equivocado en el cálculo, gracias a esta inocente estafa, la primera pareja de Kaménskaya se habría echado al bolsillo cuatrocientos mil, siempre que consiguiera llevar el juego a la segunda ronda. Un nuevo intento por parte de cualquiera de los otros dos jugadores habría elevado la puesta a ochocientos mil y si también la hubiera podido convencer, la ganancia habría sido simplemente bestial. Esta simpática engañifa pudo perfectamente dar pie a un asesinato. Convendrá conmigo en que es mucho dinero.

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