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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (29 page)

BOOK: Los crímenes del balneario
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—Más claro, agua. —Repkin se rió—. Tiene unos planes que para sí los quisiera Napoleón, lo único es que ¿quién va a dejarle ejecutarlos?

—¿Qué quiere decir? —frunció el ceño el alcalde.

—Ya se lo he dicho —sonrió Repkin—. Tratar de romper muros de piedra no sirve de nada. Se quedará con las manos hechas harina pero el muro seguirá en su sitio. Un hombre sensato utilizaría ese muro para adosar a él su casita y vivir tranquilamente a su amparo.

Lev Mijáilovich se marchó pero el alcalde continuó sentado un buen rato mirando con los ojos vacíos a la ventana. Tenía la impresión de que su vida había acabado.

Capítulo 11. El duodécimo día

Justo enfrente de la habitación 513 había un pequeño salón, con sillones y un televisor. A las ocho y media, cuando Nastia salió para ir a desayunar, vio a un niño de unos doce años que estaba sentado allí, una gran carpeta para partituras sobre las rodillas. Al oír el chasquido del cierre de la puerta se giró y su cara reflejó decepción.

—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó Nastia al pasar a su lado.

—A Reguina Arkádievna —respondió el niño—. Está desayunando y luego iremos a dar la clase.

—¿Dónde? —se sorprendió ella.

—En la sala de proyecciones. Allí hay un piano de cola, justo en el escenario. Siempre damos clases allí cuando Reguina Arkádievna viene al balneario a curarse.

¡Vaya con la vieja!, se admiró Nastia para sí. Incluso aquí se las ingenia para arañar unos dólares. No es de extrañar, Korotkov me ha hablado de los gastos a los que tiene que hacer frente.

—No te había visto antes por aquí. ¿Venías a otra hora?

—No, antes no venía. Quiero decir, no esta vez que Reguina Arkádievna está aquí para hacerse curas. Damos una clase cada dos semanas.

—¿Así que eres un chico con talento? —apuntó Nastia al recordar lo que Korotkov le había contado.

—Todos los que estudiamos con Reguina Arkádievna tenemos talento —contestó con orgullo el joven músico—. No coge otros alumnos.

—¿Sois muchos, los superdotados? —quiso meterle una pulla Nastia.

—No lo sé. —Por alguna razón, el niño se compungió e intentó cambiar de tercio—. Reguina Arkádievna es muy buena, nos da clases gratis a todos.

Ya, ya, gratis, qué me vas a contar. Lo que ocurre es que tus padres no quieren que sepas que tus dotes les cuestan un ojo de la cara. Con los hijos nunca se sabe, como se enteren de que los padres no tienen para unos téjanos o bambas de marca, son capaces de declarar que no quieren estudiar música, así que más les vale emplear ese dinero para comprárselos… Tienes unos padres inteligentes y precavidos, quieren proteger tu talento de tus errores y tonterías de adolescente.

—Escucha —le preguntó de pronto—, y ¿qué pasa con el colegio? ¿Estás haciendo novillos?

—¡Pero qué dice! —exclamó el chaval indignado—. ¡Si hoy es domingo!

—Ay, perdona, amigo —se abochornó Nastia—, cuando una no tiene que ir a trabajar, ya no sabe en qué día vive.

—No importa —replicó el niño magnánimo—, suele ocurrir. En realidad, es probable que esta semana sí tenga que hacer novillos. La rapsodia de Liszt no acaba de salirme, hoy Reguina Arkádievna me va a echar una bronca. Y cuando hay algo que no sale, quiere volver a dar clase tres o cuatro días más tarde.

El chaval se había puesto tan serio y tan preocupado que a Nastia le dieron las ganas de reír. Quiso consolarle, darle ánimos.

—No te pongas triste antes de tiempo. A lo mejor le gusta cómo la tocas.

—No —cabeceó apenado—, y a mí tampoco me gusta.

—¿Cómo te llamas, joven genio?

—Igor.

—Te deseo muchos éxitos, Igoriok. ¡Suerte!

Mientras esperaba que sonase el teléfono, Nastia volvió a revisar en su mente el esquema en que había ordenado las informaciones obtenidas. Estuvo reflexionando toda la noche, sometiendo a minucioso examen cada uno de los días que había pasado en el balneario, evocando las señales que su conciencia, alerta, le había transmitido y que con tanto éxito había conseguido ignorar. Después de su encuentro con Denísov muchas cosas empezaron a encajar, otras muchas tuvieron que ser revisadas y revaloradas para poder asignarles por fin un nuevo sitio en su estantería mental. Era asombrosa la cantidad de conclusiones erróneas que había sacado en un plazo tan breve. ¡Había batido todos sus récords anteriores! Sólo con el electricista, Shajnóvich, había metido la pata hasta la rodilla… Aunque él mismo, a su vez, se había equivocado de cabo a rabo, como luego se comprobó.

No estaba preparada para hablar con la muchacha y su acompañante escapados del incendio. Para obligar a Svetlana y a Vlad a destaparse, había que cogerlos en un renuncio, en una mentira evidente, sólo entonces se podría intentar obligarles a «cantar». Nastia ya había descubierto una inconsistencia pero no le iba a servir de mucho para hablar con Svetlana: la chica podía, simplemente, no estar al corriente. La idea se le había ocurrido a Nastia por la noche, y después de desayunar la puso a prueba. De momento, todo cuadraba.

… A primera hora de la mañana Shajnóvich le trajo a la habitación un teléfono de góndola.

—De qué le ha servido darme calabazas —bromeó— si de todas formas tenemos que ser amigos. He quitado el timbre del todo, porque tiene la costumbre de abrir la balconera cada dos por tres. En vez del timbre se enciende una lucecita roja, no se le olvide echarle una ojeada de vez en cuando.

—Oiga, usted sabe de mí tanto que me asusta —le respondió ella con otra broma—. Incluso cuando se me acercó la primera vez me dejó completamente turulata. Hasta conoce mis costumbres.

—Y cómo no —dijo Shajnóvich con gravedad, y acto seguido la sorprendió con una sonrisa amplia y burlona—. Si usted fue mi principal sospechosa. Eché los hígados para encontrar algún modo de caerle bien, y para lo que me ha valido… Pero aparece Edu de Borgoña, viejo y sabio, y la pone de su parte en un santiamén.

—Edu… perdón, ¿qué?

—Eduardo de Borgoña, uno de los descendientes de san Luis, así llamamos a Eduard Petróvich a sus espaldas. Bueno, ya está, me voy. No se olvide de mirar a la lucecita.

—Espere un segundo, Zhenia, necesito que averigüe una cosa. En el bloque de curas debe haber en alguna parte un cuarto equipado con un espejo falso que permite ver la piscina.

—¿Qué le hace pensar que lo hay? —se sorprendió Shajnóvich.

—Eh… sería largo de explicar. Pero hay un cuarto con espejo. Si no, ya pueden tirarme a la basura.

—Vale, echaré un vistazo. ¿Dice que la pared es contigua a la piscina?

—Sí. La ventana puede ser pequeñita, mire con atención.

Cuando el electricista se marchó, la mente de Nastia retornó a la piscina, a aquel malhadado día en que se le ocurrió esforzarse por ser dulce y femenina, a consecuencia de lo cual estuvo en un tris de enamorarse de Damir, suerte que se había dado cuenta de sus mentiras a tiempo y sus ardores se entibiaron… Hela aquí, caminando en el agua junto al bordillo, agarrándose de la baranda de la escalerilla, levantando la cabeza, mirando al reloj colgado justo debajo del techo, entornando los ojos deslumbrada por un escardillo. ¿Qué clase de superficie brillante podía haber en la pared de una piscina? Si, no cabía duda, tenía que ser un espejo. Pero ¿qué hacía un espejo colocado a aquella altura? ¿Quién iba a mirarse en aquel espejo? ¿Y quién miraba, en realidad, a través de aquel espejo?

Al regresar de los tratamientos, en la galería que conducía al bloque residencial Nastia tropezó con Shajnóvich.

—Tenía razón, lo he encontrado —dejó caer él sin volver la cabeza y sin detenerse, pues había mucha gente alrededor.

Nastia lamentó no haberle pedido aquella mañana otro favor. Otra vez será, pensó…

El piloto rojo se encendió y Nastia cogió el auricular de la góndola que había dejado en el suelo.

—De momento no estoy preparada para hablar con ellos. ¿Podría traerlos aquí a la piscina?… Está bien… Y por favor, dígale a Zhenia que necesito verle… ¿A las ocho? De acuerdo. Hasta luego.

Sacó la clavija del enchufe, enrolló con cuidado el cable y guardó la góndola en la bolsa escondida debajo de la cama.

Después de hablar con Kaménskaya, Denísov hizo unas llamadas más. El destinatario de la primera fue el jefe de servicios médicos del balneario, al cual solicitó que comunicara al departamento comercial de El Valle que él, Denísov, arrendaba ese día el complejo en su integridad desde las 19.30 horas hasta las 22.00. Eduard Petróvich estaba seguro de que, aun cuando hubiera reservas pagadas para la piscina y sauna, serían canceladas bajo un pretexto oportuno. En la Ciudad nadie se atrevía a decirle que no a Denísov.

La segunda llamada iba dirigida a Starkov, a quien ordenó acompañar a los dos refugiados desde el chalet hasta el balneario y de paso decirle a Shajnóvich que Anastasia le estaba esperando.

La tercera llamada fue para su hijo, quería saber cómo estaba Vérochka, que en los dos días anteriores se echaba a llorar a menudo y se quejaba de dolores de cabeza.

—Se ha ido zumbando a ver al novio —le comunicó la nuera con voz agria.

—¿Qué novio?

—El de siempre, ese precioso estudiante suyo. Había estado unos días fuera y la niña se había vuelto loca de esperarle. No puede pasar ni dos días sin él. Menos mal que es un buen chico, no trata de llevársela a la cama.

—¿Estás segura?

—Faltaría más —la nuera soltó una risita—. Soy su madre, lo habría notado en seguida.

—Que Dios te oiga. Dile que me llame cuando vuelva.

Desde el día anterior, cuando regresó de su breve exilio, Semión había tenido tiempo para desplegar una actividad febril en torno a la búsqueda de la «actriz» para el papel de la madre de Mártsev. Durante la noche había revuelto su base de datos de principio a fin, vio un montón de cintas de las candidatas que no habían aprobado las «oposiciones» y seleccionó a tres cuyo físico se acercaba al prototipo. Dos de ellas vivían en otras provincias, una era de aquí, de la Ciudad. Tras estudiar sus datos con más detenimiento, descartó con tristeza a la chica de la Ciudad, ya que no reunía las condiciones para ser utilizada en un filme de categoría B. Hacer venir aquí a las forasteras exigía tiempo, y Semión le dio muchas vueltas a la cabeza buscando un modo de acelerar los trámites. Además, necesitaba encontrar un vestido igual al que la joven Mártseva lucía en la foto, pues el que habían preparado para el rodaje se lo llevó puesto Svetlana. A ésta no se la encontraba ni viva ni muerta. ¿Dónde se habría metido?

Semión llamó a todos los hoteles de la Ciudad pero no encontró ni a Svetlana ni a Vlad. Con toda seguridad se habían marchado, pensó contrariado. Pues que les den morcilla. Lo importante era que el guión y la casete de la banda sonora que se habían quemado en el incendio no eran las únicas copias, Semión conservaba los originales, de modo que no iba a ser necesario reconstruir lo perdido. En cuanto al vestido, ya apañarían algo.

Zhenia Shajnóvich cumplió a conciencia el segundo recado de Kaménskaya. Ahora, paseando por el parque del balneario y escudriñando el ramaje de los árboles, se reprochaba no haber pensado en comprobar una cosa tan sencilla. Aunque lo cierto era que en verano, cuando el follaje estaba frondoso, le hubiera resultado casi imposible, a menos que se subiese a cada árbol. Pero le daba rabia que no se le hubiera ocurrido. ¡Era lista, no había nada que decir! No era sin ton ni son que Edu de Borgoña había apostado fuerte por ella, que había exigido estudiar sus gustos y costumbres para luego mirarla y no dar un patinazo. El asunto se lo merecía…

¡Alto! ¡Aquí está! Correcto, la había. Anda, ¿cómo se le habría ocurrido pensar en eso? Él, Shajnóvich, llevaba en el balneario cuatro meses ya y no había caído. Ella, en cambio, no había pasado aquí ni dos semanas. ¿Qué tenía, facultades paranormales o qué?

Zhenia aligeró el paso sin apartar la vista de las copas de los árboles, y llegó hasta la casita de tres plantas destinada a viviendas del personal, en una de las cuales se alojaba él mismo. ¡Curioso panorama el que empezaba a dibujarse!

Al prepararse para la reunión nocturna que se iba a celebrar en la piscina, Nastia aprovechó para pensar un modo de poner a prueba su versión del asesinato de Alferov. Había que tratar de averiguar a quién o qué pudo haber visto Nikolai en el parque o junto a la entrada de servicio del bloque residencial que le había costado la vida. Colocó sobre la mesa dos hojas de papel, encabezó una con la palabra QUIÉN y otra con QUÉ, y empezó a llenarlas de preguntas. La hoja «quién» tenía por destinatario Moscú, mientras que las preguntas anotadas en la «qué» era preciso intentar contestarlas aquí mismo, en la Ciudad.

¿Y si estaba perdiendo el tiempo? ¿De dónde había sacado la idea de que el asesinato tenía que estar relacionado con aquel otro caso? Que lo hubiese pensado antes se comprendía, antes había tantas incógnitas que era inevitable suponer que una cosa tuviera que ver con la otra. Pero ahora que parte de las incógnitas estaban despejadas, entre otras, el papel del electricista y aquellas inefables apuestas, no tenía la menor seguridad de que iba por buen camino.

Pensando en el asesinato, Nastia, sin saber por qué, recordó a Yura Korotkov y la tapadera de traductora misteriosa que le había inventado. En aquel momento la tapadera se probó innecesaria. En cambio, ahora, cuando menos se lo esperaba, le venía a las mil maravillas. Ahora que trabajaba para Denísov, le convenía evitar atraer la atención sobre sí siempre que de ella dependiera, y que los demás no la vieran como funcionaria de la policía criminal sino como un inocente ratoncito, una traductora. Pero ¡vaya con la vieja, cómo era la vieja! Había creído a Korotkov. En su fuero interno, Nastia había esperado que en cuanto Yura se hubiese marchado y se hiciese público que el caso estaba cerrado, Reguina Arkádievna viniese a verla para contarle que Yura no era ningún sobrino suyo sino un policía de Moscú que sospechaba que ella, Nástenka, estaba implicada en el asesinato de aquel pobre diablo. Y que le alegraba que por fin estuviera libre de toda sospecha y que le había sabido muy mal tener que mentir así a su vecina, y alguna cosa más por el estilo. Pero Reguina no había venido y Nastia no acababa de encajarlo. Bueno, de todos modos tenía que seguir con la tapadera, porque Reguina era propensa a irse de la lengua, aunque también era cierto que había caído en la trampa que le había tendido la enfermera Lénochka, que actuaba según las instrucciones recibidas y que con su inocua mentira se había ganado tres kilos de manzanas, obsequio del agradecido Korotkov. Si a la vecina se le ocurriese venir a llorarle a propósito de lo del falso sobrino, Nastia no podría menos que poner cara de circunstancias y darse un punto en la boca, si no, Reguina se iría con los cuentos a sabía Dios quién. Si Lénochka pudo tirarle de la lengua, otros también iban a poder. Visto así, era incluso mejor que Reguina Arkádievna no intentara aclarar las relaciones. Pero no por eso dejaba de molestarla: «Usted, Nástenka, es inteligente, bien educada, sabe idiomas, vamos a ser amigas, le presentaré a mi alumno predilecto, de talento descomunal», pero en cuanto apareció un policía y arrojó sobre ella una sombra de sospecha, se mostró dispuesta a creerse cualquier cosa, incluso lo peor. Bueno, allá ella.

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