De golpe, Vlad se paró.
—¿Conoces bien la ciudad de donde has venido? —preguntó.
—Por supuesto. Crecí allí.
—¿En cuántos sectores está dividida tu ciudad?
—¿Cómo que sectores? —preguntó Sveta sin comprender—. ¿Querrás decir distritos?
—¿Cuántos grupos mafiosos controlan tu ciudad? —dijo él desgranando cada palabra sílaba por sílaba.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? —se soliviantó ella—. ¿Qué te pasa, has perdido la chaveta?
—Atiende, niña, en la ciudad de donde yo vengo tenemos cuatro. En otras ciudades puede haber dos, sé de algunas donde hay diez. ¿Ves ahora lo que quiero decir?
—No. No veo nada —respondió sollozando de nuevo.
—Si nos hemos liado con una mafia, es imprescindible que encontremos otra. Nos ayudarán, esto no falla.
—¿Por qué querrían ayudarnos?
—La competencia. ¿Lo pillas? Si un grupo nos persigue, el otro nos cogerá bajo su tutela. Con toda seguridad tienen cuentas pendientes, y para esta clase de juego valen todas las bazas. Nosotros vamos a ser sus bazas. Lo malo es que somos extraños en la Ciudad. Nos costará orientarnos. Pero no perdemos nada con intentarlo. Vamos a empezar por la geografía. ¿Recuerdas dónde se encuentra el despacho donde te han «entrevistado»?
—No, ni siquiera tengo la dirección. El anuncio sólo ponía un apartado de correos, y no era de aquí, de la Ciudad, sino de otro pueblo. La carta que recibí decía que tenía que venir aquí pero antes había que avisar sobre la fecha de la llegada escribiendo a aquella otra dirección. Cuando llegué, estaban esperándome y me llevaron en coche a ver a Semión.
—¿Por dónde habéis ido?, ¿te acuerdas?
—No. Siempre he tenido un pésimo sentido de la orientación. Cuando fuimos a la piscina ya era de noche, todo estaba a oscuras. También aquí me han traído al anochecer.
—Mal asunto. No tenemos prácticamente nada de información. A mí también fueron a recogerme al aeropuerto para traerme aquí. Aunque fue por la mañana, yo tampoco me fijé por dónde íbamos, para qué iba a fijarme. Intentemos llegar a la solución desde otro lado.
—¿Cómo has podido dejar que esto ocurriese?
—No me quedaba otro remedio. Me había reconocido. Pasamos cinco años sudando la camiseta en el mismo equipo, dormimos mil veces en la misma tienda. Ese tío estaba seguro de que me habían enchironado, que me habían caído quince años como mínimo.
—Ha pasado tiempo suficiente, pudiste haber salido en libertad.
—¡Que se cree usted eso! ¿Con una condena por asesinato y violación? ¡Qué narices iban a soltarme! El asunto levantó una polvareda, todo el equipo estaba al corriente. Cuando me escabullí de la instrucción, a los chicos y al entrenador los llamaron para interrogarlos una decena de veces a cada uno, por si sabían dónde podía haberme escondido. Desde entonces ni me acerco a Moscú, he desaparecido del mapa, vivo con otros papeles. Creía que ya había pasado la tormenta, hasta ahora nadie me había encontrado. Pero tenía que ser, voy y me doy de bruces con Kolia Alferov, mi amigo del alma.
Item plus
, el hijo de puta me ha reconocido, increíble, con los años que han corrido. Si regresaba a Moscú, le contaría a todo bicho viviente que me había visto en la Ciudad. ¿Cree usted que la buena nueva no iba a alcanzar los oídos de la policía? Siempre hay algún gilipuertas que se chiva. Ya sea por principios, ya sea por pura mala baba. Para colmo, Alferov me vio con Zarip.
—¿Antes de…?
—En el momento justo. Tengo a Zarip boqueando en mis brazos cuando Alferov sale de los arbustos y se me echa al cuello como si yo fuera su mejor amigo. ¿Qué podía hacer? Ve a Zarip y se queda tieso de la impresión, y yo le miro y me pregunto cómo me las apaño ahora. Así pues he tenido que romperle la crisma.
—Esto lo complica todo. Gatito, ¿qué dices?
—No pudimos deshacernos del cadáver de Alferov por el procedimiento habitual. Era un paciente, le buscarían. Así que lo hemos subido a su habitación y allí lo hemos dejado. La compartía con un cretino que se pasa los días rodando de cama en cama. La instrucción se las tomará con él antes que con cualquier otro, intentarán hacerle tragar el marrón del asesinato por celos o como consecuencia de una reyerta de borrachos. Lo hemos hecho todo limpiamente. Hemos entrado por la puerta de servicio, lo hemos subido en el montacargas y nadie nos ha visto.
—¿Y Zarip?
—A Zarip de momento lo hemos metido en el bungaló, no íbamos a dejarlo allí, tirado en medio de la alameda. Han llevado el coche a repostar. En cuanto esté de vuelta, lo trasladaremos al plató.
—¿Estás seguro de que no buscarán a Zarip? ¿Sabe su familia adónde ha ido?
—Su familia sabe que tenía problemas mentales, por lo que no aguantaba mucho tiempo en ningún sitio. Iba y venía, de la Ciudad al pueblo y del pueblo a la Ciudad, a menudo ocurría que estaba ausente durante semanas y a nadie le preocupaba, nadie le buscaba. Ése iba a su bola. Cuando nos dimos cuenta de que se nos estaba yendo de las manos y que teníamos que deshacernos de él, pensamos un montaje para que pareciera un suicidio por si a alguien se le ocurría, a pesar de los pesares, buscarlo. En casos de psicosis aguda el suicidio es la cosa más normal del mundo. Pero ahora, dado lo de Alferov, creo que más nos vale no correr riesgos. En la Ciudad, tan tranquila, dos cadáveres que aparecen en un mismo día levantarían sospechas.
—¿Y si lo llevamos fuera de la provincia? Que lo encuentren allí…
—No hay tiempo. Tal como están las cosas, hay que descartar el traslado del cuerpo a otra provincia. No sabemos nada sobre lo que hay que hacer para que un cadáver parezca legal, no merece la pena ni intentarlo. Me temo que lo de Alferov es una chapuza pero ya no tiene solución. Hasta ahora hemos podido ocultar todos nuestros trabajitos y la policía no ha investigado ninguno. Un montaje de suicidio chapucero sólo empeoraría las cosas. Procederemos a la liquidación en el plató, como de costumbre.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro menos cinco. No creo que encuentren el cadáver de Alferov antes de las siete. Si su vecino no estaba en la habitación a la una de la madrugada, una de dos: o volverá más tarde y, sin percatarse de nada, se acostará a oscuras, o si no, llegará por la mañana. Tiene que darnos tiempo.
—¿Tú crees? —dijo el Gatito levantándose con garbo del diván y mirando por la ventana.
Acababan de franquear la portalada del balneario dos coches policiales lanzando destellos azules.
—No parece que nos vaya a dar tiempo para nada. Se levanta la sesión. Gracias a Dios, por lo menos Assánov ya se ha marchado.
El joven inspector sentado delante de Nastia tenía el aspecto cansado, la cara gris y los ojos apagados. No hay nada extraño, pensó ella, llevan trabajando en El Valle desde las cuatro y ya son casi las doce. Tenía ganas de ayudarle. Y sabía que podía hacerlo.
—¿Apellido, nombre, patronímico?
—Kaménskaya Anastasia Pávlovna.
—¿Año y lugar de nacimiento?
—Moscú, mil novecientos sesenta.
—¿Domicilio?
—Moscú, carretera de Schelkovo, cuarenta y dos, apartamento cincuenta y uno.
—¿Lugar de trabajo?
—La DGI de Moscú.
Había esperado ver cómo el funcionario de la policía local alzaba los ojos, sorprendido, cómo una cálida sonrisa le distendía el rostro, después de lo cual todo entraría en el cauce habitual: se pondría a trabajar en el caso, analizaría las informaciones… En una palabra, haría todo lo que sabía y le gustaba hacer. Ahora mismo…
—¿Conoce a Nikolai Alferov?
—Sí.
—¿Cuándo le ha visto por última vez?
Al principio Nastia contestaba a las preguntas con diligencia, citando los mínimos detalles e incluso permitiéndose avanzar conclusiones. Pero el inspector, que se había presentado como Andrei Golovín, no parecía advertir sus esfuerzos. Como tampoco intentó discutir con ella sus tesis. Se limitó a hacer preguntas. De acuerdo, pensó Nastia, estará cansado, ha interrogado a tanta gente, no tengo motivos para enfadarme con él.
Al terminar la conversación, le insinuó midiendo cada palabra:
—Teniente, si puedo serle útil, con mucho gusto…
—Está bien, disfrute de las vacaciones, ya nos las apañaremos sin su ayuda —dijo Golovín agitando la mano. Su voz estaba teñida de tal desdén que Nastia tuvo la impresión de que le habían dado un papirotazo en las narices.
De que la habían apartado de un puntapié como se ahuyenta a un cachorro callejero que osa meter los hocicos en el cuenco de comida de un doberman con pedigrí.
Para la comida faltaba mucho todavía, por lo que decidió ir a correos, recoger el giro que su padrastro le había prometido enviar y, de paso, llamarle.
En Moscú, en Petrovka, 38, la sede de la Dirección General de la Policía, el coronel Gordéyev estaba celebrando la reunión operativa de la mañana.
—Hemos recibido un comunicado procedente de la Ciudad relativo al hallazgo del cadáver de Nikolai Alferov, vecino de Moscú y empleado de la sociedad anónima Nord Trade Limited. ¿Alguno de vosotros ha oído hablar de ella?
—En nuestro negociado no consta —replicó con prontitud el guasón de Kolia Seluyánov, uno de los funcionarios con más experiencia del departamento de Gordéyev—. Habrá que preguntárselo a los vecinos.
Los «vecinos» eran los del Departamento de Delitos Fiscales.
—Averígualo —cabeceó su asentimiento Víctor Alexéyevich—. Ve ahora mismo, es probable que tengamos que adoptar decisiones.
Diez minutos más tarde, Seluyánov estaba de vuelta.
—La situación, mi coronel, es nebulosa. Conocen bien la compañía, llevan rondándola como el gato la escudilla de leche pero no tienen por dónde agarrarlos. Aun así, están seguros de que no juegan limpio. Admiten la hipótesis de que el asesinato del conductor del director general pueda tener sus raíces en Moscú.
—Pero ¿solicitan nuestra ayuda? —preguntó Gordéyev, y se sacó de la boca la patilla de las gafas que tenía la costumbre de mordisquear cuando meditaba una decisión importante.
—Bueno… —sonrió Seluyánov—. Han hecho alguna alusión.
—Así que han hecho alguna alusión. —El Buñuelo suspiró, volvió a meterse la patilla en la boca, reflexionó y luego retornó a la realidad—. Por cierto, en el balneario El Valle de la Ciudad está descansando nuestra Anastasia. ¿Dónde está ese telefonograma? Si acabo de tenerlo en las manos. ¡Aquí! Así es, también Alferov seguía un tratamiento en El Valle. Y fue asesinado allí mismo. ¿Qué os parece, eh? Tomemos buena nota.
Eduard Petróvich Denísov no estaba simplemente furioso. Estaba fuera de sí de cólera.
—¿Hay alguien que me explique de una vez qué está pasando en el dichoso Valle? Tenéis allí a un hombre desde hace cuatro meses, y como si nada. Resultado: un asesinato. No te calles. No te me calles, Tolia, di algo.
El jefe de la inteligencia, Anatoli Starkov, estaba mordisqueándose los nudillos con mucha dedicación. Esa noche Zhenia Shajnóvich le había hecho llegar todo un caudal de informaciones nuevas aunque ciertamente fragmentarias y desordenadas… Necesitaba tiempo para digerirlas pero, ¡lo que faltaba!, hete aquí el asesinato de un moscovita. El moscovita en cuestión había andado detrás de esa misma Kaménskaya a la que Shajnóvich no acababa de coger el truco. ¿Había relación entre ambas cosas?
Cabizbajo, Starkov miró al representante de la Dirección del Interior de la Ciudad. Y ése, ¿por qué no decía nada? Había que exigirle cuentas a él también. Starkov le profesaba tanta antipatía como respeto. Se daba muchos aires, cierto, pero trabajaba a conciencia y cuando era preciso les echaba una mano sin rechistar, aun cuando se trataba de absolutas naderías. Estaba claro que Eduard le tenía bien metido en cintura. Vale, pues, como no decía nada, Starkov iba a descubrir su naipe, por incomprensible que ese naipe le pareciese, no más alto que un ocho pero, cualquiera sabía, igual era un triunfo.
—Están presentes en la Ciudad dos personas que intentan esconderse de alguien. Hace una hora me ha llamado Ígor, el responsable de los hoteles, para comunicarme que a primera hora de la mañana, a eso de las seis, cuando las fulanas empiezan a marcharse de las habitaciones, una de ellas ha sido abordada por una joven acompañada de un niño de ocho a nueve años que le ha pedido ayuda. Es una profesional y se encuentra en la Ciudad por motivos que prefiere no divulgar. El piso donde la habían instalado se incendió. No quiere poner en evidencia a sus protectores por lo que no ha pedido ayuda a la policía. Su dinero, documentos y ropa se quedaron en el piso quemado. Le habían recalcado especialmente que no debía «dar la nota», que no se la viese por las calles. De ahí que solicite cobijo hasta que pueda avisar a sus protectores para que vengan a buscarla. Nuestra chica no le ha dicho que no, pues entre ellas tienen cierto sentido de la solidaridad. Pero, por descontado, se lo ha hecho saber a Ígor sin pérdida de tiempo. Lo he comprobado, en efecto, ha habido un incendio. Los bomberos llegaron al lugar de los hechos a las cuatro y media.
—Curioso —dijo el hombre de la DI—. A las tres cuarenta de esta noche desde El Valle llamaron a nuestro puesto de guardia para comunicar que habían descubierto un cadáver. Y aproximadamente media hora más tarde en otro extremo de la Ciudad se declara un incendio. Da que pensar.
—¿Dónde se encuentran ahora la mujer y el niño? —preguntó Denísov.
—Están con nosotros. Fuimos a buscarlos en seguida —informó rápidamente Starkov.
—Traedla aquí, quiero hablar con ella personalmente. En cuanto a usted —le dijo Denísov al hombre de la DI—, se lo advierto: déjese la piel en esto pero resuelva el asesinato del balneario. Usted lo necesita tanto como yo. Si la competencia ha llegado a la Ciudad, debo tener las manos desatadas para luchar contra ellos. No pienso compartir mis oportunidades con nadie. Además, tengo que comprender qué demonios está sucediendo aquí.
La primera parte del plan había salido bien. Cuando el piso se llenó de humo, Sveta y Vlad salieron corriendo a la calle, llamaron a los bomberos desde la primera cabina que encontraron y esperaron a que se formase el corro de los curiosos. Obviamente, a esa hora de la madrugada, los curiosos no abundaban, pero se reunieron los suficientes para enterarse sin llamar la atención de dónde estaba situado el hotel más caro. Vlad había inventado toda la historia pensando reducir los riesgos al máximo, por si la suerte les daba la espalda y volvían a caer en las garras de aquellos a quienes querían eludir. Si hubiesen abandonado el piso sin más habrían dejado patente que habían concebido ciertas sospechas, que estaban con la mosca detrás de la oreja, y se los quitarían de en medio como fuera. En cambio, marcharse para escapar al incendio parecía la cosa más natural del mundo. Vlad había hecho especial hincapié en la necesidad de resaltar, en pro de su propia seguridad, que no querían perjudicar a sus patronos.