Los crímenes del balneario (15 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: Los crímenes del balneario
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Habían encontrado refugio. Ahora faltaba averiguar a merced de quién se habían entregado, si eran los mismos que los habían contratado para el rodaje o si era la competencia. Las posibilidades eran cincuenta contra cincuenta pero aun esto era mejor que la garantía de ciento por ciento de una muerte inminente. Vlad no tenía la menor duda de que Svetlana no sería la única en perder la vida. Si sus suposiciones eran ciertas, la matarían en su presencia, lo cual significaba que también él tendría que irse de este mundo.

Cuando los trasladaron del piso de la prostituta local a otro sitio, Vlad, desconfiando del cacumen de su compañera, procedió a aleccionarla.

—De la película, ni palabra. ¿Comprendido? Contarás lo del anuncio, la entrevista, la piscina, el sultán de Turquía. No te inventes nada, diles la verdad pura y dura. Excepto lo de la película, aquí cierras la boca.

—¿Por qué? —se extrañó Svetlana.

—Porque no sabemos en qué manos nos hemos puesto. Los anuncios de los periódicos y el apartado de correos son cosas que sabe otra gente, además de tú y yo. Son cosas perfectamente legales, no hay ningún peligro en que las conozcamos. Las películas, esto ya es diferente. Si las mencionamos, no se sabe qué ideas tendrán. Me faltan argumentos sólidos, ni yo mismo sé por qué no debemos hablar del rodaje pero tengo la sensación de que no debemos.

—Vale, no diré nada —aceptó Svetlana con docilidad.

En las pocas horas que llevaba al lado de Vlad ya se había acostumbrado a confiar en él. Ese hombrecillo diminuto se hacía cargo de ella, era más inteligente, tenía las ideas más claras e iba a salvarla. Ojalá que no le diera el mono. Sveta pensó que estaría dispuesta a desprenderse de su última joya, a acostarse con quien fuera, con tal de conseguirle a Vlad su dosis. Si él se había comprometido a salvarla, a ella le correspondía cuidar de él. Además, es un actor auténtico, pensó Svetlana con admiración. Mientras andaban mezclados con los mirones, delante del apartamento en llamas, y luego, cuando encontraron el hotel, no se había separado de ella ni por un instante, se mantuvo pegado a su lado en todo momento, abrazado a sus caderas y con la cara escondida entre los pliegues de su vestido. Un niño asustado, en toda regla. Desde luego, a la luz del día hubiera sido imposible ocultar la edad de Vlad pero, aun así, si los estaban buscando, habían ganado algo de tiempo. Una mujer con un niño no era lo mismo que una prostituta y un enano, eso seguro.

Nastia Kaménskaya estaba tecleando en la máquina a toda velocidad, de tarde en tarde echando una ojeada al texto inglés. Se había «sumergido» en el estilo de McBain, había asimilado su manera característica de construir las frases, su vocabulario. La traducción avanzaba con fluidez, sin sentir, la intriga era interesante, y Nastia ponía toda su voluntad en no pensar más que en el trabajo. Sin embargo, algo le impedía disfrutar del libro. Y ella sabía qué era. El enfado.

Estaba alegando toda clase de excusas en favor del inspector Andrei Golovín, pero sin remedio acababa por recordar la espera infructuosa en el andén de la estación de la Ciudad, bajo la fría llovizna de octubre, los esfuerzos por sobreponerse al dolor mientras arrastraba la bolsa con los diccionarios en una mano y la máquina portátil en otra, el soborno a la recepcionista y, una vez dentro de la habitación, las lágrimas de humillación y dolor. También recordaba la cara congestionada de Gordéyev pidiéndole al jefe de la policía criminal de la Ciudad que le echase una mano a una joven, a ella. Todo esto convergía en un gran enfado, tan fuerte, tan lacerante que Nastia dejaba de reconocer su yo calmoso y racional, indiferente y frío, el yo que estaba acostumbrada a atribuirse desde tiempos inmemoriales. Hay que ver, se le ocurrió pensar, resulta que soy capaz de experimentar las emociones de una persona normal. Me compadezco de Reguina Arkádievna, una profesora anciana y solitaria, engañada sin el menor escrúpulo por su alumno favorito. Siento incluso algo de lástima por ese Kolia Alferov, un chico bueno y simple, un pánfilo. Pero lo más importante es que me he enfadado. Jamás habría dicho que tuviera esto en mí. ¡Bien por Kaménskaya!

Estaba un poco extrañada porque en todo el día Damir no había dado señales de vida. Desde luego que no estaba enamorado, pero ayer y anteayer por algún motivo la había buscado. ¿Qué pasaba, acaso hoy su necesidad había desaparecido? Le gustaría saber por qué. Por lo demás, era probable que a esta hora estuviese con Reguina. Después de comer, la anciana había venido a verla, le mencionó que iba a ver a Damir y la invitó a acompañarla. Nastia encontró un motivo verosímil para disculparse: la verdad era que ya había visto la película y quería evitarle a la viejecita el disgusto de enterarse de que su precioso Damir había mostrado su trabajo a alguien antes que a ella. El trasiego que se había organizado en torno al asesinato no le preocupaba gran cosa a su vecina. Reguina Arkádievna le recordaba una tortuga, vieja y sabia, a la que los menesteres de este mundo hacía tiempo que habían dejado de sorprenderla. Probablemente, ahora estaría sentada en la suite de Damir sorbiendo un buen coñac y poniendo peros a la película que tanto le había gustado a Nastia. Bueno sería saber qué faltas le sacaría.

En los dos días anteriores había ido a dormir pasada la medianoche. Ahora el cansancio acumulado se hacía notar. Nastia había cumplido con su cuota diaria de la traducción y tenía la conciencia limpia cuando se fue a la cama algo antes de lo habitual.

Capítulo 6. El séptimo día

Víctor Alexéyevich Gordéyev dio las últimas instrucciones a Yura Korotkov, a quien se había decidido delegar a la Ciudad con el fin de esclarecer las circunstancias del asesinato de Nikolai Alferov, vecino de Moscú. El día anterior, trabajando de consuno con los chicos del Departamento de Delitos Fiscales, habían recabado informaciones sobre el interfecto. No habían descubierto nada sustancial pero el asunto tenía todas las trazas de ser un asesinato «por encargo».

Gordéyev llamó a la Ciudad y habló con su amiguete, Serguey Mijáilovich, jefe de la policía criminal local.

—¿Qué sabes de mi colega? ¿Va bien su descanso? —se interesó para empezar.

En el auricular se instaló el silencio. Gordéyev se puso alerta.

—¿No se te habrá olvidado, Serguey Mijáilovich? Me habías prometido ir a buscarla y ayudarla a conseguir una habitación individual. ¿Qué hay de esto?

—Voy de cráneo, Víctor, ya sabes qué clase de vida llevo. Le había pasado el recado a mi segundo, él tenía que encargarse de todo.

—¿Pero has comprobado si se había encargado o no? Oye, Serguey Mijáilovich, no me des estos sustos. Si la chica no está contenta, en mi vida lavaré mi culpa con ella. He sido yo quien le vendió la moto de vuestro balneario.

—No te preocupes, Víctor. Es un joven muy cumplidor, seguro que hizo todo lo que se le había dicho. Espera un momento, se lo voy a preguntar.

Gordéyev oyó a Serguey Mijáilovich marcar un número en otro teléfono.

—¿Dónde está Stepán? Que venga a verme.

—Oye, mientras esperas al dichoso Stepán, dime una cosa, ¿qué sabes de ese moscovita de El Valle? —metió baza Gordéyev.

—Ya te has enterado —refunfuñó Serguey Mijáilovich contrariado—. ¿Es cliente tuyo?

—No. ¿No habéis averiguado nada en caliente?

—De momento, no. ¿Por qué? ¿Tienes alguna idea?

—Hay motivos para suponer un «encargo» realizado desde Moscú. ¿Qué tal si os mando a uno de mis sabuesos?

—Vale, venga, mándamelo. Espera, Stepán está aquí.

Sobrevino un silencio sordo, y Gordéyev comprendió que su interlocutor había tapado el auricular con la mano. La conversación se estaba prolongando ominosamente. Al final oyó la voz de Serguey Mijáilovich, que ahora sonaba compungida.

—Lo que ocurre, Víctor… Resulta que a esa muchacha nadie ha ido a buscarla. Hubo un desbarajuste. No quedaba ni un solo coche, todos estaban de servicio.

—¿Tampoco quedaba un solo tío con dos brazos? —dijo Gordéyev seriamente enfadado.

En momentos como éste, cuando se llenaba de ira, de una ira tensa, que buscaba abrirse paso al exterior, de veras parecía redondo como un buñuelo, lo que refrendaba el mote que arrastraba desde la primera juventud.

—Yo, por cierto, no te había pedido ningún coche. Sólo que fueran a recogerla y que la acompañaran hasta el balneario. Te advertí que no debía cargar con el equipaje, que tenía la espalda lesionada. ¿Le habéis reservado la habitación individual al menos?

—Eso sí. Aunque la verdad sea dicha, no pudimos avisarla de por quién tenía que preguntar, pero supongo que se le habrá ocurrido decir que iba de nuestra parte.

—¿Cómo iba a ocurrírsele si no sabía si habíais tenido a bien llamar al balneario? No me esperaba eso de ti, Serguey Mijáilovich, te juro que no me lo esperaba. Menudo chasco me has dado. Vale, vayamos al grano. Mañana llega a la Ciudad el comandante Korotkov. No hace falta ir a buscarlo, os encontrará él solo. Eso es todo.

Víctor Alexéyevich arrojó el auricular con rabia. Yura Korotkov esperó en silencio a que amainase la tormenta. Cuando el Buñuelo dejó de garabatear pequeños rombos sobre una hoja en blanco y alargó la mano hacia las gafas, Yuri se atrevió a retomar la conversación.

—¿Cree que en el balneario saben que Nastia pertenece a la policía criminal?

Gordéyev se encogió de hombros.

—Si han llamado de parte de la Dirección de la Ciudad por lo de la habitación, es probable que sí. Aunque es posible que la administración lo sepa pero los pacientes no. Habría que averiguarlo. Tenemos que utilizar a Nastasia sin falta, seguro que ha visto y oído muchas cosas interesantes. Lo único que deberíamos decidir es si queremos que participe en la investigación como funcionaria nuestra o si la mantenemos, por así decirlo, «en situación ilegal». De esta decisión dependerá tu método de trabajo en El Valle.

—Propongo actuar a través de Leonid Petróvich.

—Buena idea —aprobó el Buñuelo inclinando la cabeza—. Lionia es un veterano de la investigación, en seguida sabrá por dónde van los tiros. Pero deberíamos pensar cómo advertir a Anastasia de tu llegada sin dar tu nombre. Sabe Dios qué teléfono utilizará. Si nos llama desde una cabina, no habrá problema. Pero no podemos correr riesgos. Vamos, anda, piensa un poco, ¿qué sabe de ti? Tiene que ser algo anodino, como un hobby o un plato favorito.

Yura quedó pensativo. ¿Qué? Si no se podía mencionar el nombre, el apellido, las señas particulares o el lugar de trabajo, ¿qué quedaba?

—Sabe cómo se llama una amiga íntima mía —dijo titubeando.

—¿Muy íntima? —sonrió el Buñuelo con regocijo.

—Mucho.

—Aceptado. Ve a tramitar los papeles para el viaje, yo entretanto llamaré a Lionia.

El padrastro de Nastia, Leonid Petróvich, tenía buena amistad con Gordéyev. Había trabajado en la policía criminal durante muchos años y desde hacía algunos impartía clases en la Academia de Estudios Jurídicos Superiores de enseñanza a distancia. Le merecía a Víctor Alexéyevich la más plena confianza.

El masajista Gatito poseía un olfato verdaderamente animal. Con la excusa de jugar una partida de
whist
había reunido en una habitación desocupada a Damir, Semión y al Químico con el fin de analizar la situación y valorar los peligros que ésta representaba para ellos. Ya habían sido informados sobre el incendio y la desaparición de Svetlana Kolomíets y del renacuajo de Vlad. Había que decidir si valía la pena buscarles o si, teniendo en cuenta las recientes complicaciones, convenía abandonarles a su suerte. Justamente en el curso del debate, el Gatito tuvo la desagradable intuición de que Semión se estaba callando algo.

—Mártsev es un hombre sensato, no nos va a meter prisas con su pedido. Ha tenido un ataque hace un mes y no cree que se repita hasta dentro de dos o tres. Nos da tiempo para localizar al personal que nos pide y hacer todo el trabajo. Ahora supongamos por un momento que la chica y el enano, tras salvarse del incendio, se han perdido y acuden a la policía para que los ayuden a dar con nosotros. ¿Pueden hacerlo?

—No tienen por qué —afirmó Semión convencido—. No tienen ni direcciones ni números de teléfono. No tienen nada, excepto el apartado de correos en otra ciudad, pero allí utilizamos a tantos testaferros que ni en cien años llegarían hasta nosotros. Al renacuajo lo traje del aeropuerto en mi coche pero tenía las placas cambiadas, y tampoco vio a ninguno de nuestros chóferes. A la chica la acompañamos tanto yo como Gárik pero siempre por la noche, cuando empezaba a oscurecer o cuando la oscuridad ya era completa. Difícilmente recordará algo concreto.

—Estos dos aparte, ¿hemos dejado algún otro rastro en la Ciudad? ¿Algo que llame la atención de la policía?

La voz de Semión parecía transmitir la misma seguridad pero junto con algo más… El Gatito se puso tenso. Aquí había peligro. Concentró la atención en el Químico.

—¿Estás seguro de tu niña? ¿No nos dará una sorpresa?

—Qué dices, Gatito. Esto no viene de ayer. Si en todo este tiempo Vera no ha dicho palabra, ¿a santo de qué iba a hablar ahora?

—Creo que la última vez hubo ciertas tiranteces. ¿Me equivoco?

—No te preocupes. Caprichitos de las niñas, ya sabes. No le gustó Assánov, ya ves tú. Está metida en la porquería hasta las orejas, si le colocas en la cama un cocodrilo, se lo cepillará tan tranquila.

—Bueno, tendremos que fiarnos de ti. ¿Y tus amores cómo van, Damir? ¿Cómo se siente tu amiga?

—No creo que sienta nada. Es más fría que una piedra —respondió guaseando el realizador—. No hay por dónde cogerla. Pero una cosa puedo aseguraros: nosotros no le interesamos. No hubo ni una pregunta, ni una indirecta. Lo que la ocupa son su salud y su traducción. Tengo la certidumbre de que no ha notado nada sospechoso.

—¿Puedes garantizar que no ha visto a Zarip?

—En el parque, cuando la llamé, chillé tanto que no creo que alguien oyera algo en un kilómetro a la redonda. Vino en seguida y no parecía ni pizca asustada. Más bien, pensativa. Desde el momento en que Zarip se puso a buscarla procuré no dejarla ni a sol ni a sombra. Por un lado, para protegerla de ese maníaco, por otro, para cerciorarme de que no le viera. Para nada, está absolutamente tranquila, no tiene miedo a la oscuridad, ni siquiera de forma instintiva, le da igual pasear sola por los pasillos sin luz o por el parque a altas horas de la noche. Si algo la hubiese alarmado, aunque fuese inconscientemente, de alguna forma lo habría manifestado.

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