Los crímenes del balneario (6 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: Los crímenes del balneario
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¿Y si había ofendido al rubio de ayer por nada? ¿Y si de alguna forma había detectado su discreta belleza y de veras lo único que quería era cortejarla sin segundas intenciones? Sobre todo porque la sonrisa que Nastia empleó para deslumbrarlo era realmente soberbia, con la sonrisa Nastia se había empleado a fondo. ¿La edad? El chico tendría unos veinticinco, quizá veintisiete, mientras que ella, treinta y tres, aunque con un chándal deportivo y con el pelo recogido en una coleta aparentaba muchos menos. Probablemente, no tenía que haber sido tan dura con él. Aunque, por otra parte… Alguien había registrado su habitación y se daba la circunstancia de que había ocurrido justamente mientras el rubio la estaba mareando en el bar. Era poco probable que fuera cuando deambulaba por el edificio de tratamientos en busca del reloj. Nastia recordaba muy bien que antes de marcharse al bar había abierto el diccionario de Webster para mirar una palabra, y colocó la goma de borrar, rectangular y alargada, justo debajo de la línea para volver a leer las acepciones. Pero al inspeccionar minuciosamente la habitación encontró la goma colocada con la misma precisión, justo debajo de la línea, sólo que la línea era otra, inferior. La palabra de esta línea era homónima de la otra: se escribía igual pero su significado era completamente distinto.

Le gustaría saber una cosa: ¿habían entrado en su habitación por la puerta o desde el balcón? Por la mañana le preguntaría a Reguina Arkádievna si había oído algo. No, decidió Nastia, tenía que quitarse esas cosas de la cabeza y descansar. No poseía nada que mereciera la pena ser robado, ella misma no podía interesar a nadie, así que más le valía no calentarse la cabeza con esas sandeces.

Éste fue su segundo error.

Capítulo 3. El cuarto día

Al despertar, Nastia decidió comenzar una vida nueva y al mismo tiempo comprobar en la práctica la teoría según la cual la realidad determinaba el pensamiento. Dicen que a veces los actores llegan a identificarse tanto con su papel que empiezan a pensar y a sentir como los personajes a los que encarnan. Voy a intentar ser mujer, pensó, y entonces tal vez consiga derretir algo del hielo que me congela las entrañas, que me ha enfriado el alma.

Antes de ir a desayunar, aplicó el rímel sobre las blanquecinas cejas y pestañas, dio un toque de carmín a los labios, se puso una camiseta de colores chillones y encima, en vez de la cazadora que venía con el conjunto deportivo, un chaquetón negro, largo y peludo, que transformó el color clarucho de su melena en rubio platino. Sostuvo en la mano el frasco de Clima pero volvió a dejarlo en su sitio: había leído en alguna parte que perfumarse antes de desayunar era de mal gusto.

Mientras bajaba al restaurante, con los cinco sentidos puestos en la postura de su cuerpo y en la forma de caminar, Nastia sintió un alegre entusiasmo. La medicina parecía surtir efecto.

Al preparar la bolsa para ir a la piscina, fue al cuarto de baño a buscar el bañador, reflexionó y de un movimiento resoluto volvió a colgarlo. Hay que ser consecuentes, se riñó a sí misma cogiendo en su lugar un traje de baño sin estrenar y muy atrevido que su madre le había enviado desde Suecia el año pasado pero que aún seguía dentro de la bolsa de plástico sellada. Si te apetece practicar la pantomima erótica, elige el vestuario apropiado.

Al probarse el bañador, Nastia dudó: tenía el aspecto de chica de una revista «para hombres». Vale, allá vamos, en todo caso, pasadas las once en la piscina no había nadie y hacía los ejercicios completamente sola. La mayoría de los pacientes nadaba a primera hora de la mañana o de cinco a siete de la tarde. A las once empezaba el tiempo «muerto» que duraba hasta la hora de comer, razón por la que Nastia lo había escogido para sus sesiones diarias de gimnasia.

Una vez en la piscina, cumplió escrupulosamente con el programa de ejercicios completo y con los largos que le habían prescrito; después le dio por hacer un rato el indio. Subir los peldaños, salir de la piscina, acercarse al otro extremo, bajar, cruzar por el agua hacia los escalones de enfrente… y vuelta a empezar. Los movimientos debían ser graciosos, suaves, sugestivos, como si el hombre más estupendo del mundo estuviera mirándola y ella tuviera que gustarle, enardecer su pasión, enamorarlo en un instante y para siempre. ¡No era poca cosa!

Tras repetir este ciclo cuatro veces, se dio cuenta de que la había cansado más que las dos horas de gimnasia acuática. Tenía un cuerpo dócil, sabía imitar cualquier movimiento, desde la rápida tigresa enfurecida hasta el peludo y plácido gatito. Éste era su hobby secreto, remedar los tipos humanos. Pero una cosa era ensayar (por supuesto, en casa y, por supuestísimo, tomándose un respiro de vez en cuando) y hacer gansadas delante del espejo durante unos minutos, y otra, meterse en la piel del personaje un buen rato. Resultaba mucho más fatigoso. Ya estaba bien de payasadas.

Nastia levantó la cabeza, miró el reloj colgado en lo alto, junto al techo… llevaba ya dos horas y media en la piscina, la comida se le echaba encima. Un rayo sesgado del sol otoñal se abrió paso a través del amplio ventanal, se reflejó en la brillante superficie justo debajo del reloj y, de rebote, cegó a Nastia por un momento. Bizqueando los ojos, Nastia se dirigió al vestuario.

—Quiero ésta —dijo Zarip humedeciéndose con la lengua los labios resecos.

Era la primera vez que venía a El Valle, y le estaban enseñando el lugar desde donde más tarde observaría el proceso de selección. Tal lugar era un cuartucho pequeño y estrecho, situado en la segunda planta del bloque de tratamientos. Debajo de un calendario adornado con dibujos de perros y gatos, una pequeña ventana espía se abría a la piscina.

—Es una huésped —le contestó un hombre guapo, de complexión atlética, ojos oscuros y cabellos claros—. Van a traer a las chicas por la noche, entonces escogerá.

—Nada de eso, quiero ésta. —Zarip le fulminó con la mirada, sobre sus mejillas hundidas se habían encendido manchas rojas febriles.

Es un psicópata, pensó enojado el hombre de pelo claro, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no hay quien se lo saque de allí ni con tenazas. Este trabajo sería estupendo si no fuera por los clientes.

—Vea antes a las que vamos a ofrecerle —dijo en tono conciliador—. A lo mejor alguna de ellas le gusta aún más.

Zarip asintió con la cabeza pero era evidente que se mostraba conforme sólo por disimular.

—¿Cuándo van a traer a las chicas?

—Entre las nueve y diez de la noche. De momento puede descansar, le servirán la comida en el bungaló. Tiene a su disposición una sala de masajes, sauna…

—No quiero. Voy a echarme un rato. ¿Viene alguien más esta noche aquí o estaré yo solo?

—Vienen dos más. Son muy buena gente, no se preocupe. Hace mucho que vienen aquí y siempre han quedado satisfechos. Gatito, acompaña al señor hasta su bungaló.

Zarip hizo el camino hasta el bungaló en compañía del voluminoso, aunque fofo, Gatito, poseedor de una voz agudísima que no casaba del todo con su físico. Se tumbó en el sofá y se abandonó a las dulces fantasías sobre la muchacha que acababa de ver en la piscina por el chivato. ¡Una maravilla, una maravilla de belleza! Era ella la que se le aparecía en sus sueños turbulentos, tan rubia, tan tierna, tan suave, tan sexy. Y hela aquí, al lado mismo. Al diablo con que no era de las otras, que la obligasen por la fuerza, ¡la necesitaba, a ella y a ninguna otra!

Zarip se la imaginó quitándose la ropa, haciendo el amor con él. Sí, sí, le ordenaría que le hiciese todo aquello que no conseguía que le hicieran las mujeres de su pueblecito de Uzbekistán. Todos los numeritos que había visto en la Ciudad, en los vídeos porno que nunca le excitaban porque no era él quien participaba en ellos. Pero ahora iba a probarlo, todo esto, iba a embeberse en aquella melena rubia, en aquella piel blanca, en aquel cuerpo esbelto. ¡Ay, y el cuello! ¡Aquel cuello suyo! Con qué placer cerraría los dedos sobre aquel cuello y apretaría, apretaría, más y más fuerte, hasta aspirar su alma entera, mientras se escapaba del cuerpo con el último aliento… Y luego miraría la película y recordaría… ¡Otra! No hay otras como ella. Ella… o ninguna.

Svetlana Kolomíets llevaba dos horas sentada delante del espejo cubriéndose la cara con un maquillaje especial que utilizaban los deportistas que practicaban natación artística. La propia Svetlana sólo había practicado deporte en el colegio, y no la natación sino el voleibol. Aunque eso sí, sonrió ella, su profesión actual, la más antigua del mundo, también era una especie de deporte.

Hacía unos tres meses Sveta leyó un anuncio que ofrecía a chicas jóvenes de buena presencia empleos de secretaria en empresas de Próximo y Medio Oriente que tenían relaciones comerciales con Rusia. Sin formarse demasiadas ilusiones envió la carta con la foto a la dirección consignada y se llevó una sorpresa al recibir la respuesta. La invitaban a venir a la Ciudad cualquier día a su comodidad entre el 20 y el 27 de octubre para una entrevista. Sin pensarlo dos veces, Sveta cogió el avión y se fue a la Ciudad.

La entrevistó un sujeto nervioso de cara caballuna, quien sin embargo le cayó bien porque en lugar de soltarle el rollo se lo dijo todo tal como era. Rusas guapas y jóvenes cotizaban alto en Oriente, donde había muchos hombres adinerados que estarían encantados de mantenerlas. La muchacha en cuestión viviría en magníficas condiciones, tendría una casita pequeña pero para ella sola y con servidumbre; le servirían comidas, la vestirían, la adornarían, mientras que ella, por su parte, se comprometía a ser una amante fiel, apasionada y libre de prejuicios. Cuando el amo se cansase de ella, se le pagaría una especie de indemnización por despido y se le ofrecería la posibilidad de volver a Rusia.

Cuando un millonario turco escogió la fotografía de Sveta, la llamaron. Pero resultaba que además de Sveta le habían gustado algunas chicas más, y para ayudarle a hacer la elección definitiva era preciso darle una oportunidad de estudiar a las candidatas con más detalle. El cliente había solicitado filmar en vídeo a las chicas dentro de una piscina, por allí le había dado. Tenía la idea de que era en el agua donde una mujer mostraba su carácter de la forma más plena, donde mejor se notaba su gracia y, al mismo tiempo, los defectos, siempre que los tuviera, claro. Si el cliente la elegía a ella, la ayudarían con los trámites del pasaporte, a obtener el visado y a comprar el billete, y le desearían buen viaje.

—¿Y si no le gusto? —preguntó Svetlana.

—Pues entonces nada. Qué remedio. Si quiere, guardaremos su vídeo en nuestra base de datos, tenemos muchos clientes, de modo que habrá otras oportunidades. Existe una variante más: si tiene apuros de dinero, puede intervenir en una película porno. Esas cintas las enviamos fuera de Rusia, sólo producimos películas para clientes extranjeros y sólo por encargo personal, conforme el gusto y deseos particulares del cliente y, tenga la seguridad, no hacemos más que una copia. Usted es una mujer guapa y creo que, sea como sea, no ha hecho el viaje en balde.

—Me gustaría creerlo —sonrió ella—. ¿Cuánto tiempo puede tardar la respuesta?

—De tres a cuatro días después de filmarla en la piscina; como mucho, una semana. No necesita marcharse de la Ciudad. Vamos a proporcionarle un apartamento para usted sola, la empresa asume los costes de la vivienda y la comida. Sólo hay una condición: no salir del piso si no es acompañada por un empleado de la empresa.

—¿A qué vienen esas normas de conducta tan severas? —se extrañó Sveta.

—Vienen a lo que vienen. —El tipo de cara caballuna fue tajante—. Mire, yo no le pregunto por qué no se dedica a atender a los mendas nacionales y sin embargo está dispuesta a hacer lo mismo en el extranjero, sin tan siquiera tener la posibilidad de escoger al cliente. Son gajes del oficio. De modo que será mejor que se ahorre las preguntas.

A Svetlana le pareció perfectamente normal. En cualquier caso, no tenía nada que perder. Se daría un remojón un rato en la piscina, menearía el trasero, luego tendría una semana para descansar, dormir, mirar la tele, tomar té por las noches, ser buena chica. Incluso sería agradable, para variar…

A las nueve de la noche llamaron a la puerta. Svetlana Kolomíets se echó un último vistazo en el espejo, recogió la bolsa con los bártulos de la piscina, se atusó los cabellos y bajó a la calle, donde un coche estaba esperándola. El viaje fue corto. Aun así tuvo la impresión de que el conductor se entretenía dando rodeos en vez de seguir el camino recto, aunque ya había anochecido y Sveta no estaba muy segura de por dónde iban. El coche pasó debajo de una portalada de hierro forjado, enfiló por una arboleda y se detuvo delante de un porche, al lado de otros dos coches aparcados. Svetlana alargó la mano para abrir la portezuela pero el conductor, sin volver la cabeza, masculló:

—Espera.

No había pasado ni medio minuto cuando en el porche apareció una pareja: un hombre y una joven. El hombre subió en un BMW color bronce y puso el motor en marcha. La joven, sosteniendo las solapas de su impermeable largo y brillante como si tuviera frío, se acercó a la otra puerta y se sentó al lado del hombre. El coche arrancó.

—Vamos allá —ordenó el conductor.

Svetlana se cambió y al salir del vestuario se acercó al «caballuno», quien la estaba esperando al borde de la piscina con una cámara de vídeo en las manos. No vio a nadie más en la sala y, por algún motivo, esto la tranquilizó. Había maliciado que so pretexto de trabajar en la empresa, al «casting» acudirían sujetos de toda ralea, amigos de mirar a tías macizas (y no siempre gratis, tal vez), a las que aquí podrían ver incluso en pelota viva. El hecho de que el hombre de la cámara estuviera solo le inspiró más confianza que la más persuasiva de las promesas.

—¿Qué tengo que hacer?

—Nada en particular. Juegue, dése un chapuzón, nade un poco. Procure ser atractiva. Enséñele al cliente lo mejor que tiene. Mientras, yo iré filmándola. ¡Adelante! —añadió dándole un leve empujoncito.

Al principio se sintió incómoda, no sabía qué hacer con los brazos y las piernas, no se le ocurría ninguna manera de «enseñar lo que tenía». Luego pensó en la casa que sería para ella sola y con servidumbre e intentó imaginar que estaba nadando en una piscina propia y sólo porque le apetecía. Sus movimientos se volvieron más suaves, más elegantes, incluso buceó un poco, consciente del efecto que produce una larga cabellera castaña deslizándose bajo el agua azul.

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