La madre no sólo consiguió desarrollar la aptitud de Nastia para el aprendizaje de idiomas extranjeros sino que también despertó en la niña un vivo interés por ellos. De hecho, Nastia disfrutaba con estudiar las reglas gramaticales y el léxico, pues esto la ayudaba tanto a entrenar la memoria como, según decía, a desarrollar el «pensamiento analógico».
—¿Qué traduce? ¿Textos científicos? —se interesó la vecina.
—Ficción. Una novela policíaca. Muy interesante.
—¿De veras? —En la mirada de Nadezhda Rostislávovna se encendió un brillo extraño—. Jamás hubiese pensado que le gustaban las historias policíacas.
—¿Por qué no? Las novelas policíacas son muy buena literatura —observó Nastia.
—Es posible, es posible —dijo Reguina Arkádievna pensativa—. Tenía la impresión de que sus gustos eran diferentes. Así que me he equivocado. Una mujer joven, bien educada, con estudios, trabajadora, sin problemas sexuales… Deberían gustarle Sartre, Hesse, Carpentier, tal vez, Camus. Pero de ningún modo las novelas policíacas. Bueno, no tome a mal lo que le dice una vieja, es probable que mi visión del arte esté distorsionada. Sabe usted, me he pasado la vida dando clases de piano en una academia de música. Ahora, por supuesto, estoy jubilada, pero los alumnos siguen viniendo a mi casa. Dicen que no se me da nada mal… —esbozó media sonrisa— buscar el oro. Una multitud de gente trabaja de sol a sol, se rompe el espinazo para extraer las arenas auríferas. Luego viene un tipo desconocido, se lleva las pepitas y las funde en lingotes que envía al joyero. El joyero crea una obra maestra de fama mundial. El joyero recibe todo el honor y la gloria pero nadie se acuerda de aquel que entregó su salud para descubrir las vetas de oro. Por ejemplo, usted, Nastia, ¿ha oído hablar de Rosina Levina?
—Profesora de la escuela de música de Juillard. Van Cliburn estudió con ella —contestó rápidamente Nastia dando gracias para sus adentros a su buena memoria.
—¡Lo ve! —exclamó con solemnidad Reguina Arkádievna—. El nombre de Rosina Levina lo conoce todo el mundo aunque no es concertista de piano sino una simple profesora. ¿Pero en Rusia? ¿Podría usted nombrar a los profesores de Richter, Guilels, Sokolov? No hablo de aquellos que los prepararon para triunfar en concursos sino de los que les enseñaron el solfeo, que les colocaron la mano, que de clase en clase iban cavando las arenas y extrayendo las pepitas que luego formarían el lingote. El brillantísimo Petrov habrá estudiado con alguien, ¿no? En nuestra cultura no hay respeto por el maestro. Sólo si es una personalidad, alguien famoso, sólo entonces nos acordamos y decimos: «Ha estudiado con el mismísimo…» Le pido mil perdones, corazoncito, no sé cómo me ha dado por ponerme gruñona. Cambiemos de conversación.
—Cambiemos —aceptó Nastia—. Por ejemplo, podríamos hablar de por qué ha decidido que no tengo problemas sexuales.
—Bah, nada más sencillo —dijo la anciana agitando la mano—. Ha venido a un balneario que goza de bien merecida fama de ser un burdel. Exactamente la mitad de las habitaciones son individuales, para evitar problemas con los vecinos. Nadie vigila el cumplimiento de los horarios, uno puede estar toda la noche andando de habitación en habitación. Hay dos bares, los dos están abiertos hasta la medianoche, cada noche hay baile, en la tienda se puede comprar licor y comida a todas horas. La relajación de costumbres es total. Todo esto lo sé muy bien, vivo en la Ciudad y dos o tres veces al año sigo un curso de tratamiento aquí, en El Valle. Y de repente aparece usted, con sus diccionarios y máquina de escribir, viste ropas que no llaman la atención, no usa maquillaje. ¿Cuál es la conclusión?
Menudo Sherlock Holmes está hecha la vieja, pensó Nastia. ¿Será verdad que la mitad de las habitaciones son individuales? Vaya palo me ha pegado la recepcionista para no mover ni un dedo.
Para el cierre del bar faltaban quince minutos. Había poca gente. La música no era ensordecedora, pero sí lo suficientemente alta para que nadie oyese la conversación mantenida en la mesa más apartada.
—¿Por qué ocupa una habitación doble si está sola?
—En el registro pone «no compartir». He preguntado a la recepcionista, no sabe nada. Ayer estuvo de guardia Elena Yákovlevna, fue la que le dio la habitación a Kaménskaya. Por descontado, les he pedido que llamen a Elena a casa y que aclaren lo de Kaménskaya. Dice que sí hubo una llamada para asignarle una habitación doble a pesar de que está sola. ¿Qué tiene de particular? De todas formas hay muchas habitaciones libres, estamos en temporada baja, sin hablar ya de lo caras que son las plazas.
—Entonces, no comprendo por qué no le han dado una habitación sencilla. ¿Dónde trabaja?
—En ninguna parte. Es traductora, va a destajo.
—Qué raro. Mira a ver si puedes averiguar quién hizo la llamada. Esta Kaménskaya no me gusta. Hay algo en ella que no me cuadra.
Después de cumplir con la guardia de veinticuatro horas, a la recepcionista de El Valle Elena Yákovlevna le correspondían tres días libres. Pero la ajetreada vida del balneario, donde las llegadas según reservas se alternaban con la necesidad de dar alojamiento a clientes espontáneos, donde las plazas se vendían tanto desde la central como en el propio balneario, donde la estancia de unos huéspedes se prolongaba veinticuatro días, doce, siete e incluso tres (había interesados por dedicar al restablecimiento de la salud un fin de semana), este perpetuo vaivén requería que las recepcionistas y otros empleados del balneario mantuviesen una comunicación continua. Por eso recibir una llamada más a propósito de Kaménskaya no le sorprendió en absoluto a Elena Yákovlevna.
Llevaba mucho tiempo concediendo habitaciones sencillas a cambio de sobornos, nunca la habían pillado haciéndolo y como consecuencia había bajado la guardia. Estaba claro que lo de Kaménskaya había sido un fallo, pero cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. Cómo pudo haberse olvidado de que diez días antes en el balneario se había recibido una llamada desde la Dirección General del Interior de la Ciudad sobre la reserva de una habitación sencilla para la moscovita. ¡Se le había ido de la cabeza! Ayer, cuando la llamó Borovkova, otra recepcionista que estaba de guardia ese día, y le preguntó por qué no se podía «compartir» la habitación 513, Elena Yákovlevna mintió por costumbre, diciendo que había habido una llamada. Para un balneario de esta categoría las «llamadas» en cuestión eran cosa corriente, nadie las anotaba y nadie las comprobaba. Pero al colgar se acordó en seguida de que tal llamada se había producido en efecto y venía nada menos que de la DGI, la Dirección General del Interior. ¡Ay, qué disgusto!
Tras reflexionar un poco, Elena Yákovlevna llegó a la conclusión de que, probablemente, no había ocurrido nada grave. ¿Por qué Kaménskaya no le dijo que habían llamado advirtiendo sobre su llegada? No se lo dijo por timidez. O porque tenía motivos para no desear sentirse en deuda con aquel que hizo la llamada. En vez de esto prefirió pagar aunque, a juzgar por su vestimenta, esa cantidad de dinero no era en absoluto calderilla para la chica. De aquí que, primero, no era nadie tan importante si le daba corte hacer uso de un favor, y segundo, era «pobre pero con su honrilla». Sus largos años de trabajo en el balneario le habían enseñado a Elena Yákovlevna a detectar desde el primer golpe de vista la propensión del huésped a reclamar y a meter cizaña. Alguien como Kaménskaya jamás recurriría a reclamaciones y amenazas. Sobre todo porque, si tanto le molestaba recibir favores, le molestaría aún más verse obligada a reconocer que había pagado un soborno. Seguro que si su benefactor policial le preguntara por qué ocupaba una habitación doble, le contestaría que le daba lo mismo, de todos modos estaba allí sola, y además tenía más espacio.
Estas reflexiones llevaron a Elena Yákovlevna a la conclusión de que no había peligro de que la descubriesen. Pero lo cierto era que la situación, vista desde fuera, ofrecía un aspecto nada común. ¿Por qué era tan imprescindible instalar a Kaménskaya sola en una habitación doble? Para mayor seguridad, la recepcionista decidió, en lugar de referirse a una llamada de la Dirección de la Ciudad, decir que le habían telefoneado desde el MI de Rusia. El MI era una organización seria, si hubieran pedido instalar a Kaménskaya sola en una habitación doble, sus motivos habrían tenido. Y nadie iba a poder comprobar nada.
Cuando al día siguiente volvieron a telefonearle, fue rotunda al declarar que la llamada sobre el alojamiento de Kaménskaya provenía del MI.
Yuri Fiódorovich Mártsev estaba explicando por teléfono su idea cinematográfica con paciencia y minuciosidad.
—Es imprescindible que en la pantalla aparezca un niño de siete a ocho años. Si no, nada tendrá sentido.
—¿El argumento sigue siendo el mismo?
—Sí, sí, el argumento es el mismo. Ha de comprender que en la primera variante el niño es para nosotros un sobreentendido, este papel está «interpretado» tanto por la madre como por el argumento, lo mismo que un cortejo representa a un rey. El propio niño permanece invisible. Pero ahora quiero que se lo vea.
—Pero esto es imposible, compréndalo. No podemos obligar a un niño a participar en algo así.
—Piense algo. Un montaje tal vez. Mire, yo no sé nada, ¡al fin y al cabo los especialistas son ustedes!
—¿Y no podríamos prescindir del niño?
—No. Es crucial que esté allí.
—De acuerdo, pensaremos algo. ¿Tiene alguna idea de lo que le puede costar?
—Éste es mi problema, ya le buscaré solución. Ah, y no se le olvide que el vestido tiene que ser exactamente como en la foto.
Yuri Fiódorovich colgó el auricular, hojeó pensativo la libreta y marcó otro número. Cuando al otro lado contestaron, fue breve:
—Soy Mártsev. Acepto.
Y, por fin, la última llamada.
—¿Mamá? Hola. ¿Cómo te encuentras?
Después de concluir la jornada de trabajo, Zhenia Shajnóvich, un simpático rubio de mirada límpida empleado en El Valle como electricista, se sentó a redactar su agenda para los próximos días. A pesar de comportarse con cierta ligereza, era terrible, incluso pesadamente, metódico y le gustaba tener programada toda su actuación.
Veamos, primero, las mujeres. Al finalizar la temporada alta en el balneario se produjo un notable incremento de la presencia de la juventud. Por un lado, esto significaba que había más mujeres a las que uno podía dar cuerda. Por otro, también había más hombres de la edad adecuada para que pudieran resultarle útiles. Lo importante era acertar a la hora de encauzar los esfuerzos.
En estas fechas, las mujeres que aún no habían disfrutado de las atenciones del enérgico electricista eran veinticuatro. De ellas, al menos quince eran muy bonitas, seis, a modo de ver de Zhenia, podían pasar, y las restantes tres eran auténticas cacatúas. Sin embargo, a la hora de elegir el objeto de sus galanteos, el físico no tenía para él valor determinante. Tras escrutar en la mente a todas las candidatas guiándose por la lista que tenía delante, Shajnóvich seleccionó a cuatro posibles.
La primera era una muchacha jovencísima, pelirroja, con la cara cubierta de admirables pecas, que ocupaba una habitación doble junto a la suite.
La segunda era una morenaza despampanante, de unos treinta y cinco años, espectaculares diamantes adornándole las orejas y los dedos. Con ésta nada va a ser fácil, decidió Zhenia, llevar diamantes en un balneario es señal de escasa inteligencia.
La tercera, una rubia nada llamativa, de edad imprecisa, no se engalanaba y tampoco se maquillaba. Una solterona, con toda probabilidad. Suelen ser observadoras y deslenguadas. Probablemente, debía ocuparse de ella en primer lugar.
La cuarta «víctima» de Shajnóvich se encontraba en El Valle acompañada de su anciana madre. En realidad, la que interesaba a Shajnóvich era justamente la madre, que se pasaba los días en el balcón sentada en la tumbona, bien arropada con una manta y, sin duda, viendo muchas cosas dignas de interés.
Ahora, los hombres. Tenía que escoger a dos que hubieran llegado por separado pero que se alojaran juntos, compartiendo la misma habitación. Para el asunto que ocupaba a Zhenia, necesitaba a dos hombres que, sin conocerse de antes, hubiesen tenido tiempo de trabar buena amistad en el balneario, que estuviesen dispuestos a pasar mucho tiempo juntos pero, una vez concluida la estancia, se separasen sin más, como quien dice, ojos que no ven, corazón que no siente. Observando a los huéspedes, Shajnóvich ya había hecho la selección previa, faltaba sólo decidirse por los finalistas definitivos. Tras cavilar varios minutos y consultar por si acaso el plano de las plantas del bloque residencial, Zhenia cogió su caja de herramientas y se encaminó, con resolución, hacia la habitación 240.
Nastia terminó un párrafo más y tendió la mano hacia el reloj. A lo mejor ya era hora de ir a cenar. Tenía mucha hambre. El reloj no estaba en su sitio. Revolvió los papeles que había sobre la mesa, miró en la mesilla, hurgó en los bolsillos… nada. Pensó que podía habérsele caído al suelo, se arrodilló con cuidado —una mano en la espalda y la otra aferrada a la silla—, y miró debajo de la mesa pero tampoco estaba ahí. En cambio, vio en el rincón, junto a la pata de la mesa, un enchufe telefónico. Así que El Valle no había permanecido inmune a los cambios que sucedieron a la época de «estancamiento», los teléfonos sí que los habían quitado de las habitaciones. Pero ¿dónde diablos estaba el reloj? Lo más probable era que se lo hubiera dejado en la sala de masajes. Claro, no había duda, tenía que estar allí.
Nastia abrió el balcón para airear la habitación llena de humo de tabaco, cerró la puerta con llave y entró en la galería acristalada que comunicaba el bloque residencial con otro, que albergaba las salas de curas y la piscina. La sala de masajes estaba cerrada. El guardia al que encontró abajo le explicó que el masajista terminaba el trabajo a las 16.00 horas y que estaba prohibido abrir la sala sin su conocimiento; no obstante, él, el guardia, tenía la llave. Nastia se rió para sus adentros traduciendo la frase al lenguaje de la frescura burocrática: «Claro que podría ayudarte pero también tengo derecho a negarme, un derecho que ejercito con mucho placer porque me permite sentirme poderoso. Pero si me lo pides por favor, si para pedírmelo te rebajas lo suficiente, es probable que te eche una mano.» Todo esto estaba escrito con letras tan gigantescas, tan ostentosas, sobre la cara del viejo que Nastia dio media vuelta y se fue. Había apurado su cáliz de humillaciones el día de la llegada.