Los crímenes del balneario (10 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: Los crímenes del balneario
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—No —ni siquiera se molestó en sonreír—. No acepto.

—¿Por qué? ¿Está ocupada? Entonces, permítame que la invite a cenar.

—No me apetece. Déjeme en paz, hágame el favor.

—La dejaré en paz. Pero con una condición: usted me explica por qué no quiere ir conmigo al restaurante y yo la dejo en paz. ¿Le parece? Vamos a sentarnos en aquellos sillones, en el vestíbulo, y hablaremos.

Nastia se sentó dócilmente en el sillón, entreabrió la balconera y sacó los cigarrillos. El chico se sentó a su lado, su rodilla rozando la cadera de ella.

—Así, pues, la escucho. ¿Por qué no quiere ir al restaurante?

—No me apetece, esto es todo. ¿Por qué cree que tiene que apetecerme? Mire, si le hubiera dicho que sí, no me estaría preguntando por qué. ¿Verdad? Se supone que cuando a uno le apetece lo que sea es normal, pero si no le apetece, se trata de un sinsentido que requiere explicaciones. En realidad es justo todo lo contrario. ¿Nunca le ha pasado por la cabeza?

—No… En realidad, no la he entendido muy bien.

—¿Qué es lo que hay que entender? —Inspiró el humo con fuerza, alargó el brazo y sacudió la ceniza al balcón—. Yo vivo según mi propia agenda, tengo mis horarios, mis planes para el día. Un desconocido me aborda y me propone de sopetón cambiar estos planes. ¿A santo de qué? ¿Para comer gratis? Tengo suficiente dinero para mantenerme yo sola. ¿Para disfrutar de una compañía digna de atención? Lo dudo. No tiene aspecto de interlocutor interesante. ¿Para matar el tiempo? No estoy aburrida, no necesito que me diviertan. De aquí que le pregunto, ¿de veras le parece mi negativa tan disparatada que necesite explicaciones? Creo que lo propio sería que se asombrase si hubiera aceptado su invitación, pero de ningún modo al revés. ¿He contestado a su pregunta? Entonces, cumpla lo prometido.

—¿Lo prometido? —se desconcertó Dobrynin.

—Déjeme en paz. Su amigo al menos me ofreció dinero si le hablaba. Pero usted, ¿con qué baza cuenta? ¿Con lo irresistible de su presencia?

Nastia se puso en pie. Tampoco esta vez la memoria le había fallado: en el comedor, Pável compartía la mesa con el bajito de ayer, aquel que le dio la vara cuando salió a pasear.

—¿Le ofreció dinero? —Se diría que la sorpresa había dejado a Pável sin saber qué decir pero acto seguido prorrumpió en carcajadas—. Ahora entiendo por qué usted le mandó a ver al psiquiatra. ¡Vaya con Nikolasa! ¡Vaya con la santa simplicidad!

La severidad de Nastia bajó un punto. La situación empezaba a aclararse y a parecerle divertida.

—Oiga, creo que ustedes hacen apuestas sobre mí. ¿Tengo razón?

—Tiene razón. —Pável se enjugó las lágrimas que le habían saltado de tanto reír—. Es usted una mujer absolutamente increíble, no quiere tratos con nadie. ¡Cómo no íbamos a probar nuestras fuerzas! Pero no se enfade, se lo suplico, ¿vale? No íbamos a hacer nada malo. Se trataba de mantener una charla de sociedad durante seis horas, nada más. Por cierto, cada uno hemos apostado doscientos mil. Si gano, me tocan cuatrocientos, nada menos.

—Entonces, ¿hay tres jugadores?

—Sí.

—¿Y quién es el tercero? A lo mejor tiene sentido esperar. ¿Y si resulta ser el príncipe azul?

—Ya ha intentado atraparla.

—¿Con qué resultado?

—Usted lo ha rechazado, mujer soberbia e inexpugnable.

—¿Pero quién es? Ayúdeme a recordar.

—Zhenka, un rubio muy majo. Trabaja en el balneario como electricista.

—Ah, ya me acuerdo. —Nastia calló unos instantes, encendió otro cigarrillo—. ¿Hace mucho que se divierten de este modo tan original?

—Un día. Desde ayer.

Pero el rubio del bar…, esto fue anteayer. Aquí hay algo que no cuadra. ¡Dios mío, con qué tonterías me estoy entreteniendo! Tengo trabajo que hacer, la traducción. Tengo que descansar. Curarme. Pero me empeño en vivir como si estuviera en Moscú. Que se diviertan los chicos, ¿qué más me da?

Por muchas milongas que les cuente ese electricista, Zhenia, no es asunto mío…

—Está bien, bonito, siga tentando la suerte. Sintiéndolo mucho, no voy a ayudarle a enriquecerse. Intente apostar a alguien más joven. Yo ya no estoy para muchos trotes.

Apenas hubo andado unos pasos dirigiéndose hacia la escalera, Nastia se dio literalmente de bruces con Damir. Estaba pálido y su rostro expresaba alarma.

—Nastia, lo que me ha costado encontrarte. ¿Dónde te has metido? Vamos, de prisa.

Nastia, desconcertada, siguió a Damir.

—¿Dónde has estado? Llevo desde la mañana buscándote.

—Dando un paseo por la Ciudad. ¿Para qué me buscabas?

—Reguina se ha puesto mala, quería pedirte que la acompañaras, fui a avisarte y no te encontré. Naturalmente, empecé a preocuparme. Ayer me porté como un cerdo, no te acompañé hasta tu habitación, y esta mañana, cuando no te encontraba, puedes imaginarte lo que me ha pasado por la cabeza.

—Ya, ya, que me han raptado unos bandidos enmascarados para venderme como esclava. Damir, no me comas el tarro. ¿Adónde vamos?

—A mi habitación.

—¿Y Reguina Arkádievna? Se encuentra mal, tú mismo acabas de decirlo…

—Una enfermera está con ella. Tú y yo necesitamos hablar.

Ni que se hubieran puesto de acuerdo. Todos necesitan hablar conmigo. ¿Qué diablos está pasando aquí?

Damir se alojaba en una suntuosa suite de dos habitaciones de la primera planta, escondida al final del pasillo. Además del televisor, nevera y minibar, también había un teléfono encima del escritorio. Una suite es una suite, pensó Nastia con envidia.

—Bueno, pues hablemos. —Con cuidado acomodó la castigada espalda en un sillón bajo—. ¿Qué querías decirme?

Damir abrió el bar, extrajo una botella de Martini blanco y dos vasos altos; encontró hielo en el congelador.

—¿Lo recuerdo bien? ¿Es esto lo que te gusta tomar?

—Correcto. Estoy emocionada. Pero ¿podríamos ir al grano?

—En seguida. —Le tendió el vaso—. No me apures, no me va a ser fácil decirte lo que quiero decirte. En una palabra… Esta mañana, cuando no conseguía encontrarte, al principio me asusté muchísimo pensando que te había pasado algo. Pero luego sentí otro temor, por un motivo diferente. ¿Sabes cuál?

—No.

En realidad, Nastia barruntaba las palabras que iba a oír pero optó por fingir una perplejidad absoluta.

—Me asusté porque me di cuenta de que me había enamorado de ti mucho más de lo que podría haberme imaginado nunca. He perdido la cabeza por completo. Dentro de unos días me marcharé, es probable que no volvamos a vernos nunca. Pero de ti depende que estos días sean para mí días de felicidad. Yo, por mi parte, me esforzaré en la medida de mis posibilidades para que esos días también a ti te traigan alegría.

—¿Y de qué manera piensas traerme alegría? —preguntó Nastia con curiosidad—. ¿Sirviéndome Martinis? ¿O guardas algo más en tu arsenal?

—Haré cualquier cosa por complacerte. Pídeme restaurantes, pídeme barbacoas en el campo… No sabría ofrecerte algo concreto, no conozco nada sobre tus gustos. Pero haré cualquier cosa que me digas.

—¿Me llevarás a la ópera?

—¿A la ópera?

—Eso. A oír
Aida
o
Il trovatore
.

—Voy a preguntar qué representan estos días en el teatro municipal.

—No te molestes. Ya he preguntado. No ponen nada de lo que a mí me interesa. Vale, ¿juegas al
whist
?

—No, por desgracia. ¿Te apetece una partida de naipes?

—No demasiado, la verdad, pero podría resultar entretenido, alguna noche. Sabes perfectamente que no iré ni al restaurante ni al campo. Primero, me falta el vestuario apropiado, he venido al balneario para hacer unas curas, no para pasear por restaurantes. Segundo, no dispongo de tiempo libre, tengo una traducción que hacer. Tercero, el campo me deja indiferente, un picnic no me hará feliz. Bueno, ¿qué otra cosa puedes ofrecerme?

—Anastasia, ¿me estás tomando el pelo o estoy alucinando?

Damir se hincó de rodillas al lado del sillón ocupado por Nastia, retiró con cuidado la copa de sus manos y la colocó encima de la mesita. El roce de su mano hizo que el hielo interior de Nastia empezara a derretirse de nuevo pero esta vez ella estaba observándolo todo como si estuviera ocurriéndole a otra. Por más que se resistiera, su máquina de analizar volvía a ponerse en marcha inexorablemente.

Damir estaba besándola larga y expertamente, y Nastia le devolvía los besos con la misma destreza y diligencia. Está tardando demasiado, pensó notando en todo su cuerpo el compás marcado por un metrónomo interior que controlaba la situación. A estas alturas, un hombre presa del deseo ya habría ido más lejos. Mientras sus manos siguen en mi espalda y él mismo parece la castidad encarnada, esto es puro camelo. O si no lo es, es que teme espantarme. Así que la cosa va en serio. Creo que es cierto y me necesita para algo. Voy a contar hasta diez. Si en ese tiempo no se pone manos a la obra, entonces no ha entendido nada sobre mí y cree que soy una de esas solteronas que necesitan tiempo para dejarse persuadir. ¿Qué se le habrá perdido a un hombre tan… cuatro… atractivo como Damir… cinco… con una señorita ya no tan joven… seis…: si está forrado… siete… tiene amiguitas a barullo y… ocho… una potencia por encima de toda sospecha… nueve…? Además, besa bárbaramente bien… diez.

Con suavidad, Nastia deshizo el abrazo de Damir y cogió su copa.

—Gracias, cariño, tus besos son simplemente maravillosos. ¿Me dirás ahora a qué viene todo esto?

—Pero ¿cómo puedo convencerte? —exclamó Damir apenado, y Nastia tuvo la impresión de que estaba siendo muy sincero en este momento—. Vamos a dejarlo por ahora. Quiero enseñarte mi trabajo. Reguina no lo ha visto todavía. ¿Quieres verlo?

Conectó el aparato de vídeo al televisor e introdujo la cinta.

—Tenemos una complicación imprevista. Zarip ha desaparecido. Semión, ¿cuándo lo has visto por última vez?

—Después de traerlo de la Ciudad lo dejé en su bungaló. Le expliqué que no debía salir bajo ningún pretexto, si no quería echarlo todo a perder. Me pareció que me había entendido.

—¿A qué hora ha sido?

—Sobre la una del mediodía. La una y cuarto, o así.

—¿Ha ido alguien a verlo después de esto?

—El Químico le llevó la comida, esto fue alrededor de las tres. A las tres y media fue a verlo el Gatito pero Zarip ya no estaba.

—Hay que tomar una decisión. Trabajaremos a marchas forzadas, todo lo que podamos. Con Assánov empezaremos hoy mismo. Avisadle. ¿Están preparadas las chicas?


Sí.

—¿Dónde anda Damir?

—En su habitación.

—¿Por qué no ha venido aquí?

—Está con Kaménskaya.

—Así que está con ella… Tenemos que apañar algo a propósito de Kaménskaya, para no perderla de vista. No le quitéis el ojo de encima hasta que encontremos al degenerado de Zarip. Decidle a Damir que hay que terminar de trabajar con Assánov hoy mismo. ¿Qué pasa con Mártsev?

—El actor está listo.

—Fabuloso. Mañana por la mañana despachamos el pedido de Mártsev, y volvemos cada uno a su casa.

—¿Y Zarip? ¿Qué hacemos con el suyo?

—El pedido de Zarip queda cancelado.

Damir colgó el teléfono y miró a Nastia con pesadumbre.

—Perdona, tengo que salir. He venido a la Ciudad por un asunto de negocios que no puedo desatender. ¿Te molesta?

—Me alegra que por fin pueda volver a mi trabajo. En todo el día no he traducido ni una línea. Con esto quiero decir que me viene de perlas.

—¿Puedo pasar a saludarte cuando vuelva? Espero que no sea a una hora intempestiva.

—Pásate.

Nastia le dio un breve beso en la mejilla.

—Vamos, te acompaño. De paso voy a ver a Reguina, quiero saber cómo se encuentra.

Reguina Arkádievna se encontraba en perfecto estado de salud, excepto por la pierna, que se le había inflamado tanto que no podía en absoluto apoyarse en ella.

—¿Qué rayos me está pasando? —rezongaba enfadada—. Soy una vieja sanísima, tengo un corazón que para sí quisieran muchas jóvenes, pero tenía que suceder, me encuentro totalmente inmovilizada. No puedo ni hacerme el té, ni ir al baño. Es el otoño. El tiempo está inestable, la presión pega un salto cada dos por tres, un día hace sol, al siguiente hay heladas, y esa pierna mía, como una tonta sumisa, les sigue la corriente.

—Voy a trabajar un poco, Reguina Arkádievna, no pienso salir, así que si necesita algo, dé un golpecito en la pared y vendré en seguida —ofreció Nastia.

—Gracias, Nástenka, es muy amable.

En el plató todo estaba listo para el rodaje. Assánov había ordenado que primero tenían que filmar la categoría B, esto le ayudaría a sintonizar con el papel. Estaba sentado en un rincón, sobre un sofá, intentando entablar conversación con Vérochka, su compañera de rodaje de muy buen ver. Alguna vez ya habían trabajado juntos y en aquella ocasión había quedado muy contento. Pero hoy la muchacha tenía el gesto huraño, masticaba en silencio las avellanas que sacaba del bolsillo de la chaqueta y no hacía caso del viejo.

—No eres un juguete —observó Assánov disgustado—, eres una actriz, así que haz el favor de prepararte para el rodaje; si no, no haremos nada. No podemos repetir cada secuencia mil veces, lo sabes muy bien.

De repente Vera salió corriendo del plató y se precipitó por la escalera del antiguo palacete de tres plantas. La siguió un joven con gafas, que ayudaba a colocar los equipos. Alcanzó a Vera entre la segunda planta y la primera, la abrazó en silencio por los hombros y la llevó a una sala vacía, que al parecer antiguamente había servido como el cuarto de los niños.

La chica se agitaba en mudos sollozos.

—¿Qué te pasa, mi pequeña, por qué te pones así? Si no es la primera vez. Aguanta un poco, sabes que es sólo un ratito, si lo haces todo bien, bastará con una toma y terminarás en seguida. Qué importan treinta minutos de nada. ¿Me oyes?

—No quiero volver a hacerlo —repetía Vera atragantándose con sus propias lágrimas—. Es repugnante, es viejo. Después de la última vez tuve pesadillas durante dos meses, no dejaba de soñar que me estaba agarrando con esas sus manos flácidas. Otros no me daban tanto asco. Pero éste… No puedo ni verlo.

—Vérochka —le suplicó el joven de las gafas—, ¿qué va a ser de nosotros? Nos queremos, ¿verdad? Queremos estar juntos. Pero según la ley tenemos que esperar cuatro años. ¡Cuatro años! Nos volveremos locos antes de que pasen. Nos hemos metido en esto para ahorrar lo suficiente y marcharnos al extranjero, donde podremos vivir juntos sin que nadie te pregunte la edad que tienes. ¿Es que se te ha olvidado? Ya hemos reunido mucho dinero, sólo tienes que aguantar un poquito más. Oye, mi pequeña —empezó a besarla con ternura—, escucha, hermosa mía, ve a trabajar, haz un esfuerzo. ¿Quieres que le pida a Damir que te ponga aquella música? ¿Te acuerdas? Aquella que escuchamos en mi casa el domingo, con la que nos pusimos tan a gusto. Oirás esta música y pensarás en mí. Estaré a tu lado. Abrirás los ojos y me verás a mí. Como si fuera yo quien te está acariciando. ¿Eh? Vamos, cielo, vamos, corazoncito, es por nuestra felicidad.

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