Al salir a la calle se le ocurrió que pudo haberse dejado el reloj en el vestuario de la piscina. Dobló la esquina y se acercó a otra entrada. La abuelita que hacía allí las veces de vigilante fue mucho más solícita y le dejó entrar sin problemas. Tras rebuscar infructuosamente en el vestuario femenino, estaba caminando pensativa por el pasillo cuando oyó voces que llegaban detrás de una puerta. Una, un barítono aterciopelado, le era desconocida, la otra pertenecía a la entrenadora Katia, que reconoció por su característico hablar gangoso.
—… preciosa. Un trabajo insólito. Me recuerda los hierros forjados de Kaslin. ¿Dónde has encontrado esta virguería? —preguntó Katia.
—Un regalo —contestó el hombre.
—Compraría una para mi marido.
—Anda, creía que sólo los hombres hacíamos regalos a las legítimas después de pegársela. ¿Acaso tienes complejo de culpa, periquita mía?
—Calla, tonto —se rió Katia.
Camino de su habitación, Nastia pensó que, tal vez, su anciana vecina no exageraba al referirse a la relajación de las costumbres en El Valle. De nuevo se le había hecho tarde para ir a cenar. Nastia comprobó su reserva de café, miró en la caja de galletas, recuerdo de la visita de anoche de la vecina, contó el dinero que le quedaba y decidió bajar al bar y comer algo allí. De todas formas iba a tener que pedirle al padrastro que le mandase un giro.
El bar le gustó. Luces suaves, rinconeras de asientos mullidos, pinturas en las paredes, un muchacho de modales esmerados detrás de la barra. Nastia le pidió un café y dos pastelitos, eligió una mesa al lado de la ventana y, una vez sentada, empezó a dar vueltas a una frase cuya traducción no acaba de satisfacerla.
—¿Me permite?
Delante de ella, sosteniendo una taza en la mano, estaba un simpático rubio embutido en vaqueros, un cisne italiano de color claro y una chaqueta de cuero. Había muchas mesas libres en el bar. El rubio, sin duda, andaba buscando ligue. Nastia le obsequió con la mejor de sus sonrisas.
—¿Le gusta la vista?
Nastia acababa de tenderle una trampa sencillísima y esperó con interés verle caer en ella,
—Sí, la vista es magnífica —replicó el rubio colocando la taza sobre la mesa y sentándose al lado.
—En este caso no quiero molestarle. Me da lo mismo dónde sentarme.
Con una sonrisa aún más deslumbrante, Nastia recogió su taza y el plato con los pastelitos y se fue a otra mesa.
No quería parecer maleducada pero tampoco tenía la menor intención de entablar conversación con el rubio. Había observado hacía mucho tiempo que ciertas frases corrientes tenían un efecto desconcertante sobre la gente. Le recordaba un juego de reglas antañonas al que todo el mundo estaba obligado a jugar, les gustase o no. Qué puede contestar una cuando le preguntan: «¿Me permite?» ¿«No, no le permito»? Resulta feo. Decir que sí daría pie a iniciar una conversación. ¿Pero y si una no tiene ganas de conversación? ¿Se enfurruña y da la callada por respuesta a cada intento de charla? Sigue resultando feo.
Terminados el segundo pastelito y el café, Nastia se levantó para marcharse cuando el rubio volvió a abordarla.
—Quiero felicitarla, ha superado la prueba con un «sobresaliente» —declaró él con aire de solemnidad.
Perpleja, Nastia arqueó las cejas mirándolo en silencio.
—Me ha dado a entender que quería que la dejase en paz de forma graciosa y original, manteniendo en todo momento la mejor urbanidad. ¡Bravo! Lo normal es que las chicas mientan, digan que la mesa está ocupada aunque lleven toda la noche solas, o que se pongan a insultarle a uno. Anastasia Pávlovna, es usted irrepetible. ¿Así que se niega en redondo a que nos presentemos?
—¿Para qué? —Nastia se encogió de hombros—. Usted ya sabe de mí lo suficiente: el nombre, el patronímico e incluso que soy original e irrepetible. ¿Hay algo más que desea saber?
—No se enfade conmigo, Anastasia Pávlovna, simplemente he abusado un poco de mi posición profesional y he preguntado en la recepción cómo se llama la encantadora mujer de la habitación quinientos trece que se pasa los días como una abejita, dale que dale a la máquina de escribir, y que me quita el aliento cada vez que la veo. De acuerdo, si tengo culpa, impóngame el castigo. Estoy a su merced.
Con gesto contrito, el rubio inclinó la cabeza afectando sumisión. Nastia sacó un cigarrillo, lo encendió y esperó unos instantes antes de decir:
—Escuche, tengo ojos, y la humanidad, bendita sea, cuenta con un invento llamado espejo. Siendo esto así, dispongo de la posibilidad de verle tanto a usted como a mí misma. Usted es joven, guapo, rebosa energía. Yo tengo más edad, mala salud y, lo más importante, nada, pero que nada de atractivos femeninos. Por si fuera poco, mi indumentaria es peor que meramente modesta. Como mujer no puedo interesarle bajo ningún concepto, esto está claro. Además, resulta evidente que es usted inteligente y muy sagaz. Ha sabido comprender mi truco y también improvisar una respuesta. No me queda más remedio que concluir que tiene otro motivo para estar interesado por mí.
Nastia calló para darle al rubio la oportunidad de echar su cuarto a espadas. La situación había dejado de divertirla y empezaba a resultarle irritante. ¿Qué era lo que quería de ella ese guaperas? Hizo un rápido inventario de casos que había llevado antes de marcharse de vacaciones. ¿Podía ser una «cola» que arrastraba desde Moscú? ¿Se trataba de un policía de aquí enviado a indagar cómo le iba en el balneario, suponiendo que el jefe de la policía criminal, Serguey Mijáilovich, de repente se hubiera acordado de la promesa que le había hecho a Gordéyev y que había incumplido? No era muy probable, desde luego que no, pero ¡la vida estaba llena de sorpresas!
—¿No tiene nada que decirme? Entonces, buenas noches.
Apagó el cigarrillo y se levantó.
—Tiene una sonrisa hermosa —dijo con tristeza el joven.
La sonrisa no es mía, se la robé a una actriz. Estuve practicando una semana entera hasta que me salió. La reservo exclusivamente para las ocasiones que requieren dar la imagen de benevolencia encarnada, como ahora. Ay, amigo, tonto no eres. Pero al menos en esto he conseguido engañarte, pensaba Nastia mientras subía la escalera. Estaba contenta con lo sencillo que había sido despachar al rubio. Aquél fue su primer error.
En ausencia de Nastia la habitación se había convertido en cámara frigorífica. Decidió tomar una ducha caliente en tanto que se caldeaba el ambiente. Se masajeó con los dedos la dolorida espalda y dejó que el agua le abrasase el cuerpo. Calentita, se frotó con la toalla y, sin mirar, buscó con el pie las zapatillas de goma. Al notar en la planta la fría humedad de las baldosas, Nastia bajó la vista: las zapatillas estaban más lejos, y colocadas de forma distinta a como las había dejado al regresar de la piscina. Extraño. A lo largo de los años el movimiento se había hecho automático: estuviera donde estuviera —en casa o de viaje—, Nastia siempre las dejaba de modo que, al salir de la ducha, el pie diese con ellas a la primera. Sintió que algo frío se instalaba en la boca de su estómago, se arropó en el pesado albornoz y salió del cuarto de baño. A primera vista todo parecía en orden. Pero cuando se fijó bien, Nastia tuvo la certeza: alguien había estado allí, alguien había husmeado en sus cosas.
Sofocando un grito de dolor, se dejó caer de rodillas y extrajo de debajo de la cama su bolsa de viaje. La bolsa estaba demasiado al fondo, la propia Nastia jamás la habría dejado allí, consciente del dolor que le causaba inclinarse. Abrió la cremallera del compartimento interior. Gracias a Dios, su carnet de policía seguía en su sitio, colocado exactamente tal como solía dejarlo.
A empujones, Nastia devolvió la bolsa a su sitio, desdobló con extremo cuidado las piernas hasta quedar sentada en el suelo y apoyó la espalda contra la cama. Necesitaba pensar.
En la habitación 240, tres hombres estaban tomando coñac. Uno de ellos, el moscovita Kolia Alferov, había venido a El Valle para terminar de curarse las lesiones producidas por un accidente de tráfico. Era chofer profesional, conducía el Mercedes del director general de una sociedad anónima. Kolia no tenía culpa del accidente, siempre había sido un conductor prudente, de manera que pagar daños y perjuicios no le correspondía. Pero el brazo roto se había soldado mal, empezó a tener complicaciones y el médico le aconsejó pasar unos días en un balneario, concretamente en El Valle, conocido justamente por curar con éxito los traumas y enfermedades del aparato óseo-motor.
Bajito, delgado, con músculos firmes y bien entrenados, Kolia, a pesar de lo perfectamente ordinario de su físico, nunca había padecido la desatención de las mujeres. Practicaba deportes desde que era niño, tomaba parte en carreras ciclistas, durante meses se perdía por campos deportivos y colonias de entrenamiento, y tanto había disfrutado de la compañía de las jovencitas que había dejado de prestarles atención antes de cumplir los veinte. Empezó a cogerle el gusto a mujeres más maduritas. Le parecían más listas, también eran más tranquilas, más experimentadas, sabían guisar y crear hogares acogedores, y, lo más importante, no pretendían casarse con él. Mientras que las chicas jóvenes lo que miraban era la cara, las damas maduras valoraban por encima de todo un cuerpo infatigable, sin fijarse ni en la nariz rota de Kolia, ni en su prematura calvicie, ni en su baja estatura.
El segundo ocupante de la habitación 240 era en todo opuesto a su vecino. Pável Dobrynin vivía y trabajaba en una ciudad cercana y había venido a El Valle teniendo como propósito básico el pasarlo bien. Las comodidades y los servicios del balneario no tenían nada que envidiar al tan renombrado Dagomís, y las plazas eran más baratas. El hecho de que también las mujeres, en concordancia con el precio de la estancia, eran menos estupendas no le preocupaba a Pável: desnudas eran todas iguales, pensaba él cínicamente. A sus treinta años había tenido sobradas ocasiones de comprobarlo. De paso, quería aprovechar el viaje para curar en el balneario su pierna, fracturada unos años atrás, cuando por una apuesta y borracho como una cuba, bajó la ladera de una montaña con esquís prestados sin molestarse en ajustar las fijaciones. Como consecuencia, en el momento crítico el zapato no se soltó del esquí, y a partir de entonces cada cambio de tiempo le hacía cojear.
Lo que les estaba ofreciendo su nuevo amigo Zhenia Shajnóvich era absolutamente inaudito y por eso mismo aún más atractivo. ¡Apostar a mujeres! ¡Qué locura! Pero si aquí había tantas que Dobrynin, alto, guapo y apuesto, cuya sola presencia las hacía desfallecer, tenía todas las probabilidades de terminar las vacaciones millonario.
—No soy un sádico —decía Zhenia mordiendo con buen apetito en un bocadillo de chorizo— y no insisto en que os las llevéis a la cama. Conquistar a una mujer significa lograr su consentimiento. Nada más. Hacer o no uso de dicho consentimiento es asunto vuestro, haced como os plazca. La apuesta consiste en que la señora en cuestión pase en compañía del jugador no menos de seis horas, que lo invite a su habitación y quede con él a solas. Eso es todo lo que se os exige.
—¿Nada más que eso? —se carcajeó Pável despectivo.
—No creas que es tan sencillo. Darle durante seis horas conversación a una mujer, sin que se aburra y te envíe a plantar berros, es tan duro como descargar un vagón de carbón. Inténtalo, ya lo verás. Si fuera fácil, no os ofrecería apostar dinero. Hace falta entusiasmar a la dama, ¿comprendéis?
—¿Y cómo se controla eso? —preguntó con suspicacia Alferov, que siempre andaba buscándole las vueltas a todo.
—Buena pregunta —cabeceó Zhenia aprobador mientras escanciaba el coñac en sus copas—. Como medida de control os propongo contarme todo lo que os haya dicho la interlocutora. Y para no caer en la tentación de mentir, procurad que os hablen de cómo pasan el tiempo aquí, en El Valle. Con quiénes se reúnen, quiénes son sus vecinos, si les gustan los médicos y el servicio. En una palabra, todo aquello que se pueda comprobar. Cuanto más os cuenten, tanto más tiempo habréis estado hablando. Más claro, agua. ¿Qué os parece?
—¡Caray, qué invento! —rompió a reír Kolia—. ¡Y yo aquí haciéndome películas! Pensaba que le echaba los tejos a una chavala, nos enrollábamos, luego cogía un libro o me iba al cine, y al final venía aquí y largaba trolas inspiradas sobre su difícil infancia y cómo su papá alcohólico la molía a golpes. ¡Toma ya!
Zhenia miró a Alferov con curiosidad. El tipo tenía buena pasta, para reconocer con esa calma que había pensado hacer trampa. Buena pasta, buenas creederas. ¿Quizá dejarlo fuera mientras estaba a tiempo?
—¿Habéis comprendido las condiciones? Entonces, vamos a discutir el reglamento. La puesta es de cien mil. Las mujeres serán seleccionadas por sorteo. Supongamos que a ti, Pasha, te ha tocado la niña de la habitación ciento dos. Cada uno de nosotros pone cien «sacos» encima de la mesa. Si ganas, nuestros doscientos mil son para ti. Has perdido, nos quedamos con tu dinero y nos lo repartimos. ¿Está claro?
—Creo que sí —suspiró dubitativo Kolia.
—Sigamos. La mujer que no se ha dejado engatusar dobla su precio. Esto quiere decir que si alguien más quiere currársela, la apuesta asciende a doscientos. Para un tercer intento, cuatrocientos.
—¿Ochocientos mil por darle la serenata de seis horas?
¡Anda la osa, Zhenka, no jorobes! Puedo empezar hoy mismo. ¡Por los éxitos y el melorrollo! —Dobrynin alzó la copa y la apuró de un trago.
—Entonces, procedamos al sorteo.
Shajnóvich sacó la lista, un lápiz y una hoja en blanco que cortó en varios trozos. Escribió números sobre los papelitos que arrebujó y echó en un vaso vacío.
Nastia Kaménskaya apenas pudo pegar ojo en toda la noche, luchando sin éxito contra la ansiedad que se había apoderado de ella. Algo se estaba cociendo a su alrededor. Primero, el guaperas rubio la abordaba en el bar, y entretanto alguien entraba en la habitación. ¿Un simple ladrón? Tonterías, el atuendo de Nastia era reflejo fiel de su situación económica, había que estar ciego para suponer, tras echar un vistazo a sus camisetas y jerséis, que en su habitación hubiera algo mínimamente valioso. Entonces, ¿qué buscaban? ¿Tenía algo que ver el rubio del bar con todo esto? No era un chico sencillo, esto estaba claro.
Por otro lado, quizá se le estaban haciendo los dedos huéspedes. Nastia apartó la manta, anduvo descalza hasta el cuarto de baño, donde en la pared estaba colgado un espejo de cuerpo entero, y se sometió a un examen crítico. Tenía un cuerpo bonito, bien proporcionado, y podía presumir de las piernas. Los cabellos eran abundantes, lacios y largos, cuando se los cepillaba bien y los dejaba sueltos, le cubrían los hombros y la espalda como un manto brillante. El color, la verdad, no era nada del otro mundo, difícil de definir, ni del todo trigueño ni del todo pajizo. Facciones regulares, nariz recta, ojos muy claros. Pero por alguna razón todo junto no acababa de causar impresión. ¿Le faltaba tal vez una llama interior, pasión, viveza? De aquí, la lasitud de sus gestos, la pesadez de sus andares y la desgana para lucir modelitos provocativos y maquillarse. En el alma de Nastia sólo había frío. Hielos eternos y un gran aburrimiento. El trabajo intelectual era lo único que le interesaba. En la infancia y en la juventud sólo se sentía feliz en los ratos dedicados al estudio de las matemáticas e idiomas extranjeros. Incluso el bachillerato lo hizo en un colegio especializado en física y matemáticas, pero luego se matriculó en la Facultad de Derecho, por más que Lioska, su fiel amigo y compañero de pupitre, no escatimó esfuerzos intentando hacerla cambiar de idea. Él sí permaneció fiel a las matemáticas y ahora ya era doctor en ciencias. Ella, en cambio, disfrutaba con su trabajo, analizar y resolver problemas era lo que más le gustaba. Lógicamente, esto no contribuía a su feminidad. ¡Pero qué podía hacer si ninguna otra cosa le interesaba! Ni siquiera era capaz de enamorarse como Dios manda, enamorarse hasta el punto de sentir el temblor en las piernas y el desvanecimiento del corazón. Todo esto era tan aburrido…