Read Los cuentos de Mamá Oca Online
Authors: Charles Perrault
El rey ordenó en el acto a oficiales de su guardarropa que fuesen a buscar uno de los más hermosos vestidos para el señor marqués de la Chirimía, con quien el monarca se mostró muy amable; y como los ricos vestidos que acababan de traerle pusiesen más de relieve su buen aspecto, pues era guapo y bien formado, la hija del rey le dijo que era muy buen mozo; y bastaron dos o tres miradas del marqués, muy respetuosas y algo tiernas, para que la princesa se enamorara locamente de él.
El rey quiso que subiera al coche y hablara con él. Muy alegre el gato de ver que sus planes comenzaban a tener buen éxito, se adelantó; y habiendo encontrado dos campesinas que guadañaban un prado, les dijo:
—Buenas gentes que estáis guadañando, si no decís al rey que este prado pertenece al señor marqués de la Chirimía, seréis destrozados hasta hacer gigote de vuestras carnes.
El rey no dejó de preguntar a los guadañeros de quién era el prado en el que trabajaban, y como la amenaza de maese Zapirón les había espantado, ambos contestaron a un tiempo:
—Pertenece al señor marqués de la Chirimía.
—Tenéis una magnífica propiedad, le dijo el rey.
—Es un prado, respondió el marqués, que no deja de producirme muy buena renta cada año.
El gato, que continuaba teniendo la delantera, encontró varios segadores y les dijo:
—Buenas gentes que estáis segando, si no decís que todos estos trigos pertenecen al señor marqués de la Chirimía, seréis destrozados hasta hacer gigote de vuestras carnes.
Pasó el rey poco después y quiso saber quién era el dueño de todos los trigos que veía.
—Pertenecen al señor marqués de la Chirimía, contestaron los segadores; y el rey expresó de nuevo su contento al marqués. El gato, que no había dejado de ir delante de la carroza, dirigía las mismas palabras a cuantos encontraba y el rey estaba maravillado de los muchos bienes del señor marqués de la Chirimía.
Maese Zapirón llegó por último a un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que se haya visto, pues todas las tierras por donde el rey había pasado dependían del castillo. El gato, que había procurado informarse de quién era el ogro y lo que sabía hacer, pidió hablarle, diciendo que no había querido pasar tan cerca del castillo sin haber tenido el honor de ofrecerle sus respetos.
El ogro le recibió con toda la finura de que es capaz un ogro y le invitó a descansar.
—Me han asegurado, dijo el gato, que tenéis el don de transformaros en toda suerte de animales, como por ejemplo, en león, en elefante...
—Es verdad, contestó el ogro bruscamente, y para mostrároslo me veréis convertido en león. Tan grande fue el espanto del gato al hallarse delante de un león, que de un salto se fue al alero del tejado, no sin pena y peligro, a causa de sus botas, que de nada le servían para andar por encima de las tejas.
Cuando el ogro hubo recobrado su primitiva forma, el gato bajó del tejado y confesó que había tenido miedo.
—También me han asegurado, añadió maese Zapirón, pero no puedo creerlo, que podéis tomar la forma de los más pequeños animales, como, por ejemplo, convertiros en rata y en ratoncillo. Os confieso que tal cosa la tengo por del todo imposible.
—¡Imposible! —exclamó el ogro. Ahora veréis.
Apenas hubo pronunciado estas palabras cuando se transformó en ratoncillo que comenzó a correr por el suelo. En cuanto el gato lo hubo visto, lo cogió y se lo comió.
Mientras tanto el rey, que al pasar fijose en el soberbio castillo, quiso entrar en él. Oyó el gato el ruido de la carroza que atravesaba el puente levadizo, salió al encuentro del monarca y le dijo:
—Sea bienvenida Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de la Chirimía.
—¿También os pertenece este castillo, señor marqués? —preguntó el rey.— Es imposible hallar cosa más agradable que este patio y los edificios que le rodean. Veamos el interior.
El marqués dio la mano a la joven princesa, y siguiendo al rey, que subió el primero, entraron en una gran sala en donde hallaron una magnífica comida que el ogro había mandado disponer para sus amigos, que debían verle aquel mismo día, pero que no se habían atrevido a entrar al saber que el rey estaba allí. El monarca, muy satisfecho de las buenas cualidades del señor marqués, lo mismo que la princesa que estaba locamente enamorada de él, al ver los grandes bienes que poseía le dijo, después de haber bebido cinco o seis veces:
—De vos depende, señor marqués, que seáis mi yerno.
El marqués hizo una gran reverencia y aceptó el honor que le dispensaba el rey, y aquel mismo día la casó con la princesa. El gato llegó a ser un señor muy principal y sólo cazó ya ratones por diversión.
Moraleja
Vale mucho una herencia,
pero más vale
el ingenio, el trabajo
y el ¡dale!, ¡dale!
de la constancia,
cualidades que abaten
grandes montañas.
No te asuste ni venza
el ser muy pobre,
que el talento abrir puede
ancho horizonte,
y la riqueza
del hombre laborioso
es recompensa.
IERTA VIUDA
tenía dos hijas; la mayor tanto se la asemejaba en el carácter y el rostro, que quien la veía, a su madre miraba; y una y otra eran tan poco amables y tan orgullosas, que no había manera de vivir con ellas. La menor era el exacto retrato de su padre por su dulzura y honestidad, y cuantos la conocían afirmaban que era joven hermosísima de alma y de cuerpo. Como cada cual ama a su semejante, con delirio quería la madre a la mayor y era grande su aversión por la otra, a quien obligaba a comer en la cocina, condenándola a un trabajo incesante. Veíase obligada la pobre criatura a ir dos veces al día en busca de agua a un punto que distaba más de media legua de la casa, regresando con una enorme jarra llena. Un día que estaba en la fuente, acercósela una pobre mujer y rogole la diese de beber.
—Con mucho gusto, mi buena madre, le contestó la hermosa joven; levantando la jarra llenola de agua en el sitio de la fuente donde más cristalina era, y luego la sostuvo presentándola a la vieja para que bebiera con toda comodidad.
Una vez hubo apagado su sed la pobre mujer, le dijo:
—Eres tan bella, tan hermosa y tan honesta que quiero hacerte un don: a cada palabra que dirás saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.
La vieja era una hada que había tomado las apariencias de una pobre mujer de aldea por ver hasta dónde llegaba la bondad de la joven.
En cuanto llegó a su casa, riñola su madre porque volvía tan tarde de la fuente.
—Perdón os pido, madre mía, contestó la pobre joven, por haber tardado tanto tiempo.
Al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos gruesos diamantes.
—¡Qué veo! Exclamó la madre llena de admiración. ¡Me parece que te saltan de la boca perlas y diamantes! ¿A qué se debe eso, hija mía?
Fue la vez primera que la llamó hija. La pobre joven le contó candorosamente lo que le había pasado, y mientras habló saltaron diamantes en número infinito de sus labios.
—Es necesario que envíe mi otra hija a la fuente, dijo la madre. Mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla. ¿No te gustaría poseer el mismo don? Para alcanzarlo no tienes más que ir por agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, complacerla con mucha amabilidad.
—¡No faltaba más! Exclamó la mayor; ¡ir yo a la fuente!
—Quiero que vayas en seguida, ordenó la madre.
A la fuente fuese, pero murmurando durante todo el camino. Llevose la más hermosa jarra de plata que había en la casa, y en cuanto llegó a la fuente vio salir del bosque una dama magníficamente vestida que le pidió de beber. Era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero esta vez se presentaba con las maneras y vestidos de una princesa, por ver hasta dónde llegaba la maldad de la joven.
—¿Acaso he venido aquí, le contestó con rudeza la orgullosa, para daros de beber? ¿Creéis que para eso he traído una jarra de plata? Aquí está la fuente, si tenéis sed, bebed.
Contestole la hada, sin que sus palabras revelasen irritación:
—No eres buena, y puesto que tan poca es tu amabilidad, te concedo un don: a cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una culebra o un galápago.
Al regresar a la casa gritola su madre en cuanto la vio.
—¿Y bien, hija mía?
—¿Y bien, madre mía? Contestó secamente, mientras saltaban de su boca dos víboras y dos galápagos.
— ¡Cielo santo! Exclamó la madre; tu hermana tiene de ello la culpa y me la pagará.
Dicho esto corrió detrás de la menor para golpearla, y la pobre joven escapó y fuese al bosque próximo donde se refugió. Hallola el hijo del rey que volvía de caza, y al verla tan hermosa la preguntó qué hacía sola en tal sitio y por qué lloraba.
—¡Ah, señor, sollozó, mi madre me ha echado de casa!
El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, rogola le dijera a qué se debía tal maravilla. Refiriole la joven su aventura de la fuente. Enamorose de ella el príncipe, y considerando que el don que poseía valía más que la dote que pudiese tener otra mujer, llevola al palacio de su padre y casó con ella.
En cuanto a la hermana mayor, tanto se hizo aborrecer que su madre la echó fuera; y después de haber andado mucho la desgraciada sin encontrar quien quisiera recibirla, murió en un rincón del bosque.
Moraleja
Con diamantes y dinero
mucho se obtiene en verdad,
pero con dulces palabras
aún se obtiene mucho más.
Otra moraleja
La honradez, tarde o temprano
alcanza su recompensa,
y con frecuencia se logra
cuando en ella no se piensa.
ERASE UN GENTILHOMBRE
que casó en segundas nupcias con una mujer altiva y huraña como otra no haya habido. Tenía dos hijas, como ella orgullosas y que en todo se le asemejaban. El esposo tenía una hija, cuya dulzura y bondad nadie aventajaba; cualidades que asemejaban las de su difunta madre, que fue buena entre las buenas.
Apenas celebradas las bodas, la madrastra hizo pesar su pésimo carácter sobre la joven, cuyas buenas cualidades no podía sufrir, tanto menos cuanto comparadas con las de sus hijas, éstas aparecían más despreciables. Encargole las más humildes faenas de la casa; debía fregar los platos y los chismes todos de la cocina, barría los cuartos de la señora y de sus dos hijas; dormía en el granero y en un mal jergón, mientras sus hermanas estaban en habitaciones bien amuebladas, tenían camas lujosas y grandes espejos, en los que se veían de la cabeza a los pies. La desdichada sufría con paciencia y no osaba quejarse a su padre, quien la hubiera reñido, pues estaba dominado por su mujer.
Cuando había terminado su tarea iba a un rincón de la chimenea y se sentaba encima de la ceniza, lo que dio origen a que la aplicaran un feo mote; mas la menor, que no era tan mala como su hermana, la llamaba Cenicienta, a pesar de lo cual la pobrecita, con sus remendados vestidos, era cien veces más hermosa que sus hermanas a pesar de sus magníficos trajes.
En aquel entonces el hijo el rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas y también a las dos señoritas, que figuraban en primera línea entre las de aquel país. Hételas ocupadas en escoger los vestidos y adornos que mejor habían de sentarles, de lo cual había de resultar aumento de trabajo para la Cenicienta, porque ella era la que repasaba la ropa de sus hermanas y cuidaba del atadillo y pliegues de sus jubones. Sólo se hablaba del traje que se pondrían.
—Yo, —dijo la mayor,— llevaré el vestido de terciopelo rojo y un aderezo de Inglaterra.
—Yo, —añadió la menor,— me pondré las sayas que acostumbro llevar, pero, en cambio, ostentaré mi manto recamado de flores de oro y mi adorno de diamantes, que es joya de las mejores.
Mandaron llamar a una buena peinadora para que hiciera maravillas, y enviaron por lunares a la tienda donde mejor los fabricaban. Llamaron a la Cenicienta para pedirle su opinión, porque su gusto era exquisito, y les dio excelentes consejos y hasta se ofreció para peinarlas, lo que aceptaron sus hermanas.
Mientras las estaba peinando, le dijeron:
— Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
— ¡Ay; señoritas, ustedes se burlan de mí! ¡No es al baile donde debo ir!