Read Los cuentos de Mamá Oca Online
Authors: Charles Perrault
Inmediatamente manifestó a la corte que habiendo muerto la hija nacida de su matrimonio, que calificó de loco, y no teniendo, por lo tanto, sucesión, quería tomar esposa de ilustre cuna para asegurar un sucesor al Estado, añadiendo que la futura princesa había sido educada en un convento.
Terrible fue la nueva para los jóvenes amantes. El príncipe dijo acto seguido a Grisélida que era necesaria la separación para evitar mayores desgracias, pues indignado el pueblo de su humilde cuna le obligaba a contraer más ilustre alianza.
—Es necesario, —añadió el príncipe,— que volváis a vuestra cabaña, vistiendo antes las ropas de pastora que he mandado prepararos.
La princesa oyó pronunciar su sentencia procurando mostrarse resignada y sin despegar los labios para quejarse; y si bien hizo grandes esfuerzos para que su rostro permaneciese tranquilo, no pudo impedir que gruesas lágrimas rodasen por sus mejillas.
—Sois mi marido y señor, —le dijo lanzando un suspiro y próxima a desmayarse,— y por terribles que sean vuestras palabras, he de demostraros que nada me es tan querido como la obediencia cuando de vuestras órdenes se trata.
Inmediatamente después retirose a sus habitaciones, y despojándose de sus ricos trajes, con la frente serena y sin murmurar, volvió a vestir el de pastora. Luego dijo al príncipe:
—No puedo alejarme de vuestro lado sin que me perdonéis por no haber sabido satisfacer todos vuestros deseos. Nada me importa la miseria, pero no puedo acostumbrarme a la idea de vuestro desprecio. Perdonadme y viviré contenta en mi pobre cabaña, sin que jamás disminuyan el respecto y el amor que os profeso.
Tanta sumisión y grandeza de alma reveladas debajo de un humilde traje, impresionaron con fuerza al príncipe, que sintiendo avivarse la llama de su pasión tan fuerte como en los primeros días, dio un paso para abrazar a Grisélida; pero se contuvo deseoso de no ceder hasta el último momento, y contestó con acento duro:
—He dado al olvido lo pasado. No me disgusta vuestro arrepentimiento. Podéis iros.
Fuese Grisélida, apoyada en el brazo de su padre, que también había vuelto a tomar sus humildes vestidos, derramando ambos en silencio amargas lágrimas.
—Volvamos a nuestra cabaña, —le dijo Grisélida,— y abandonemos sin pesar la pompa de los palacios. No hay tanta magnificencia en nuestra pobre morada, pero en cambio nos brinda con la tranquilidad y con la paz.
Apenas hubo llegado a la casita donde nació, volvió a hilar y a apacentar su rebaño, sentándose a orillas del arroyo donde por primera vez la había visto el príncipe. Con frecuencia levantaba los ojos al cielo para pedirle que colmara de dichas, riquezas y gloria a su esposo. El príncipe mandó llamarla y le dijo:
—Grisélida: quiero que la princesa con quien me caso esté contenta de vos y de mí. Mañana es la boda y os ordeno que me ayudéis para que nada turbe su alegría y sepa cuáles son mis deseos a fin de que pueda complacerme. Dispondréis sus habitaciones, teniendo en cuenta que se trata de una joven princesa a la que amo tiernamente; y para que os convenzáis de que es digna de mi cariño, quiero que la admiréis.
Vio Grisélida a la joven y pareciole que veía a la aurora, sintiendo su corazón afectos tan dulces como inexplicables. Al ver aquel hermoso rostro recordó los días felices que ya habían pasado, y murmuró:
—Si mi hija no hubiese muerto sería tan bella como ella y tendría su edad.
Este recuerdo de madre despertó en su pecho tal amor por la joven, que dijo al príncipe con acento conmovido:
—Permitidme, señor, os indique que esta encantadora princesa que va a ser vuestra esposa, educada en medio de todos los regalos, no podrá vivir a vuestro lado como yo he vivido, sin que la muerte ponga término a vuestra felicidad. Nacida en humilde cuna, todo lo he sufrido; pero una palabra dura o seca a ella la mataría.
—Cuidad de lo que os importa, —le contestó el príncipe con rudeza,— y cumplid mis órdenes. No consiento que una pastora me recuerde mis deberes.
A estas palabras Grisélida bajó los ojos sin pronunciar palabra.
Invitada la corte a la boda, todas las damas y todos los caballeros se reunieron en un magnífico salón. Presentose el príncipe, y les dijo:
—Muy engañadora es la esperanza, pero aún lo es más la apariencia, y si alguien lo duda pronto se convencerá de cuán cierto es lo que digo. Todos estáis convencidos de que rebosa contento el corazón de la joven princesa que va a ser mi esposa. Apariencia engañadora. Creéis que este joven, valiente en batallas, de ilustre estirpe, ve con satisfacción la boda de su príncipe. Apariencia engañadora. Suponéis que Grisélida llora en estos momentos presa de la mayor desesperación. Apariencia engañadora también, pues Grisélida inclina la cabeza ante la voluntad de su señor y nada ha podido agotar su paciencia. Por último, no hay entre vosotros quien no tenga la íntima convicción de que esta boda ha de ser el remate de mi felicidad. Otra apariencia engañadora. Difícil os parecerá el enigma, pero pronto lo comprenderéis. Sabed que la encantadora princesa es mi hija y la doy en matrimonio a este joven caballero que la ama entrañablemente y cuyo amor es correspondido; sabed también que, conmovido por la paciencia y cariño de la fiel esposa a quien he arrojado indignamente de este palacio, le abro mis brazos y mi corazón con el propósito de hacerla olvidar con mi ternura cuentas penas le ha ocasionado mi carácter receloso; y si mucho estudio puse en disgustarla para someterla a continuas y difíciles pruebas, mayor será mi afán por hacerla feliz. Si las generaciones venideras recuerdan los sufrimientos, que no lograron abatir su corazón, también recordarán su virtud.
Estas palabras devolvieron la alegría a algunos semblantes velados por la tristeza. La joven princesa, loca de contento al saber quién era su padre, arrojose a sus pies; y el príncipe la obligó a levantarse, la abrazó, cubriola de besos y luego la llevó a su madre, que creyó morir de alegría; pues aquel corazón que no se había rendido a tantas penas, difícilmente pudo soportar tan extremado júbilo al ver llena de vida a su hija querida, a la que no había cesado de llorar creyéndola muerta.
—Tiempo te quedará, —le dijo el príncipe,— para dar expansión a los sentimientos de tu alma. Ahora ponte los vestidos que tu rango exige y vamos a celebrar las bodas de nuestra hija.
Celebrado inmediatamente el matrimonio de los jóvenes novios, las fiestas se sucedieron a cuál más espléndidas; y en la ciudad y en la corte sólo se habló durante mucho tiempo de la paciencia y de la virtud de Grisélida, que sin cesar había resistido tan duras pruebas, mereciendo los elogios y la admiración de todos.
Moraleja
En el curso de la vida,
la virtud y la paciencia
sufren embates terribles
que las sujetan a prueba:
si de sus duros vaivenes
lograren salir ilesas,
tanto mayor es el mérito
cuanto más dura es aquella.
RASE UN POBRE LEÑADOR
, tan cansado de su vida que, según se cuenta, tenía de morirse deseos, porque en ningún de los agradables que había alimentado se vio complacido. Cierto día fuese al bosque, y como era en él costumbre, comenzó a quejarse de su suerte, cuando se le apareció Júpiter con el rayo en la mano. Grande fue el espanto del leñador, quien arrojándose al suelo, murmuró:
—Nada quiero; nada deseo.
—No temas, —le dijo Júpiter.— Tantas son tus quejas que quiero convencerte de su falta de fundamento. No olvides mis palabras: verás realizados tus tres primeros deseos, sea lo que fuere lo que desees. Elige lo que pueda hacerte dichoso y dejarte completamente satisfecho, y como tu felicidad de ti depende, reflexiona bien antes de formular tus deseos.
Pronunciadas estas palabras, Júpiter desapareció; y el leñador, loco de contento, cargose la hacina, que no le pareció pesada, y dándole alas la alegría, volvió a su casa, diciéndose mientras tanto:
—He de reflexionar mucho antes de tener un deseo. El caso es importante y quiero tomar consejo de mi mujer.
Saltando entró en su cabaña gritando: —Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena pues somos ricos, pero muy ricos; y tanta es nuestra dicha que todos nuestros deseos se verán realizados.
Al oír estas palabras, la leñadora comenzó a hacer castillos en el aire, pero luego dijo a su marido:
—Cuidado con que nuestra impaciencia nos perjudique. Procedamos con calma y después de pensarlo bien, consultándolo antes con la almohada, que es buena consejera.
—Lo mismo opino; pero no perdamos la cena y tráete vino.
Cenaron, bebieron, y sentándose luego al amor de lumbre, el leñador exclamó, apoyándose con fuerza en el respaldo de su silla:
—¡Ajajá! Con este fuego nos hace falta una vara de salchicha. ¡Cuánto gustaría tenerla al alcance de mi mano!
Apenas hubo pronunciado estas palabras, su mujer vio con gran sorpresa una salchicha muy larga, que arrancando de uno de los ángulos de la chimenea se dirigió hacia ella serpenteando. Lanzó un grito de espanto, pero cayendo luego en la cuenta de que la aventura era debida al ridículo deseo formulado por su marido, con él la emprendió agotando los dicterios.
—Hubiéramos podido tener oro, perlas, diamantes, vestidos excelentes, añadió, y eres tan necio que te se ha ocurrido desear semejante cosa.
—Cállate, mujer; reconozco mi falta y procuraré enmendarla.
—A buena hora calzas verdes; necesario es ser muy imbécil para hacer lo que has hecho.
Tanta fue la insistencia de la mujer, que el bueno del hombre perdió la calma, y como a pesar de sus súplicas ella no cejase, exclamó furioso:
—¡Maldita salchicha que te ha desatado la lengua; así te colgara de la nariz para que callaras!
Dicho y hecho, y la salchicha quedó colgada de la nariz de la esposa del leñador.
Realizado el deseo, quedose ella muda de asombro y él con la boca abierta y rascándose el cogote. Restableciose el silencio, hasta que por último la mujer, que había perdido los bríos y no apartaba la mirada de la salchicha, murmuró:
—¿Y bien?
—Sólo falta formular el tercer deseo. Puedo transformarme en rey, pero ¿qué reina vas a ser tú con tres palmos de nariz? Elige, mujer: o reina con esa nariz más larga que una semana sin pan, o leñadora con una nariz como la que tenías.
Mucho discurrieron antes de resolver, pero como su mirada no podía apartarse de la salchicha y a cada gesto se movía como rama a impulsos del huracán, prefirió la leñadora quedarse sin trono a conservar las narices como antes; y formulado el deseo por el leñador, su mujer volvió a quedar como estaba, lo que no fue obstáculo para que se llevase la mano a la cara para convencerse de que la salchicha había desaparecido.
El leñador no cambió de posición, no se convirtió en un gran potentado, no llenó de escudos su bolsa y creyose muy dichoso empleando el último de los tres deseos en devolver a su esposa las narices que antes tenía.
Moraleja
¡Cuántos son los que con voces
llenan los cielos y tierra
y sin cesar de sus labios
se desprenden duras quejas!
¡Cuán dichoso yo sería,
van diciendo, si pudiera
hacer esto o bien aquello!
—¡Hazlo!, la suerte contesta,
y en vez de crecer su dicha,
crecen a veces sus penas,
que sólo es dichoso el hombre
que con poco se contenta,
a su suerte se acomoda
y delirios no alimenta.
RASE UNA REY
el más poderoso de la tierra, tan amable en la paz como terrible en la guerra. Sus vecinos le respetaban y temían y reinaba la mayor tranquilidad en sus Estados, cuya prosperidad nada dejaba que desear, pues con las virtudes de los ciudadanos brillaban las artes, la industria, y el comercio. Su esposa era tan cariñosa y encantadora y tantos atractivos tenía su ingenio, que si el rey era dichoso como soberano, más lo era como marido. Tenían una hija, y como era muy virtuosa y linda, se consolaban de no haber tenido más hijos.
El palacio era muy vasto y magnífico. En todas partes había cortesanos y criados. Las cuadras estaban llenas de arrogantes caballos y de bonitas jacas cubiertas de hermosos caparazones de oro y bordados; y por cierto no eran los caballos los que atraían las miradas de los que visitaban aquel sitio, sino un señor asno, que en el punto mejor y más vistoso de la cuadra erguía con arrogancia sus largas orejas. Bien merecía la referencia, pues tenía el privilegio de que lo que comía saliese transformado en relucientes escudos de oro, que eran recogidos todas las mañanas al desertar el asno.