Los cuentos de Mamá Oca (5 page)

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Authors: Charles Perrault

BOOK: Los cuentos de Mamá Oca
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— Tienes razón: ¡cómo reirían si viesen a una joven como tú en el baile!

Otra que no hubiese sido la Cenicienta, las hubiera peinado mal; pero era buena y las peinó perfectamente bien. Casi dos días estuvieron sin comer, tanta era su alegría; rompieron más de doce lazos a fuerza de apretar para que su talle fuese más chiquitito y pasaron todo el tiempo delante del espejo.

Por fin llegó el tan deseado día; fuéronse al baile y con la mirada siguiolas la Cenicienta hasta perderlas de vista. Cuando hubieron desaparecido se puso a llorar. Su madrina, al verla anegada en llanto, preguntole qué tenía.

—Yo quisiera... yo quisiera...

Los sollozos le embargaban la voz y no podía continuar. Su madrina, que era hada, le dijo:

—¿Deseas ir al baile? ¿He adivinado?

—¡Ah!, sí; —contestó la cenicienta suspirando.

—¿Serás buena?, —le preguntó su madrina.— Si lo eres, irás al baile.

Llevola a su cuarto, y le dijo: —Ve al jardín y tráeme una calabaza.

La Cenicienta fuese en seguida a buscarla y cogió la más hermosa que encontró, entregándola a su madrina, sin que acertase a adivinar qué tenía que ver la calabaza con el baile. Su madrina la vació, y cuando sólo quedó la corteza, tocola con su varita, e inmediatamente convirtiose la calabaza en una magnífica carroza dorada. Fuese luego en busca de la ratonera, donde halló seis ratones, todos vivos. Dijo a la Cenicienta que levantara un poquito la trampa, y cuando salía uno, le daba un golpecito con su varilla, transformándose inmediatamente el ratón en un soberbio caballo; de modo que reunió un magnífico tiro de seis corceles de un hermoso gris de rata que admiraba.

Pensando estaba de qué haría un cochero, cuando la Cenicienta dijo:

—Veré si ha quedado algún ratón en la ratonera y le convertiremos en cochero.

—Buena idea, —contestole.— Ve a mirarlo.

La Cenicienta volvió con la ratonera en la que había tres grandes ratas. La Hada escogió una entre las tres, dándole la preferencia por su barba; y habiéndola tocado con la varilla, se transformó en un fornido cochero con gruesos bigotes.

Luego le dijo:

—Ve al jardín y tráeme seis lagartos que encontrarás detrás de la regadera.

Así lo hizo, y en el acto su madrina convirtió los lagartos en otros tantos lacayos, que inmediatamente subieron a la carroza con sus libreas galoneadas, manteniéndose firmes como si en su vida hubiesen hecho otra cosa.

La Hada dijo entonces a la Cenicienta:

—¡Vaya!, ya tienes lo necesario para ir al baile. ¿Estás contenta?

—Sí, madrina; pero, ¿iré al baile con mi feo vestido?

Su madrina tocola con la varita y sus ropas se convirtieron en vestidos de oro y seda recamados de pedrería. Luego le dio unas chinelas de cristal, las más lindas que humanos ojos hayan visto. Subió la Cenicienta a la carroza y su madrina le recomendó con mucho empeño que saliese del baile antes de medianoche, advirtiéndola que si permanecía en él un momento más, la carroza volvería a convertirse en calabaza, los caballos en ratones, los lacayos en lagartos y sus hermosos vestidos tomarían la primitiva forma que tenían.

Después de haber prometido a su madrina que se retiraría del baile antes de medianoche, fuese llena de alegría. Diose aviso al hijo del rey de que acababa de llegar una gran princesa desconocida y corrió a recibirla. Le dio la mano para que bajara de la carroza y llevola al salón donde estaban los convidados. A su entrada reinó un gran silencio, cesaron todos de bailar y pararon los violines, tanta fue la impresión producida por la extraordinaria belleza de la desconocida y tan grande el deseo de contemplarla. Sólo se oía el confuso murmullo producido por esta exclamación que salía de todos los labios.

—¡Qué hermosa es!

El mismo rey, a pesar de su vejez, no se cansaba de mirarla y decía en voz baja a la reina que hacía mucho tiempo que no había visto una mujer tan bella y amable. Todas las damas estaban absortas en la contemplación de su tocado y vestidos con el propósito de tener otros iguales al día siguiente, sí bien dudaban encontrar telas tan bellas y modistas hábiles para hacerlos.

El hijo del rey llevola al puesto más distinguido y luego la invitó a danzar. Bailó con tanta gracia que aun la admiraron más. Sirviose un espléndido refresco, pero nada probó el joven príncipe, pues sólo pensaba en mirarla. La Cenicienta fue a sentarse al lado de sus hermanas, con quienes mostrose muy amable, dándoles naranjas y limones de los que el príncipe le había ofrecido, lo que las admiró mucho, porque no la conocieron.

Mientras estaban hablando, la Cenicienta oyó que el reloj daba las doce menos cuarto. Hizo una gran reverencia a los asistentes y se fue tan deprisa como pudo. En cuanto llegó a su casa dirigiose al encuentro de su madrina, y después de haberle dado las gracias le dijo que desearía volver al baile el siguiente día, por que el hijo del rey se lo había rogado. Ocupada estaba en referir a su madrina todo lo que había ocurrido, cuando las dos hermanas llamaron a la puerta. La Cenicienta fue a abrir, y les dijo:

—¡Cuánto habéis tardado en volver!

Al mismo tiempo se frotaba los ojos y se desperezaba como si acabara de despertar, por más que no hubiere pensado en dormir desde que se separaron. Una de sus hermanas exclamó:

—Si hubieses estado en el baile no te hubieras fastidiado, pues ha ido la más hermosa princesa que pueda verse, quien se ha mostrado con nosotras muy amable y nos ha dado naranjas y limones.

Extraordinario era el júbilo de la Cenicienta. Preguntoles el nombre de la princesa, y le contestaron que se ignoraba, añadiendo que esto hacía sufrir mucho al hijo el rey, que daría todo lo del mundo por saberlo. Sonrió la Cenicienta, y les dijo:

—¿Era muy bella? ¡Dios mío!, cuán dichosas sois vosotras; también lo sería yo si pudiese verla. Hermana mía, préstame tu vestido amarillo, el que te pones cada día.

—¿Crees que he perdido el juicio? No estoy loca rematada para prestar mi vestido a una fea y sucia como tú.

La Cenicienta contaba con esta negativa, que no le pesó, pues no hubiera sabido qué hacerse si su hermana hubiese accedido a su demanda.

Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile y también la Cenicienta, pero más adornada que la vez primera. El hijo del Rey no se apartó de su lado y no cesó de hablarle con gracia. Con gusto le oía la joven, hasta tal punto que olvidó lo que su madrina le había encargado y sonó la primera campanada de medianoche, cuando creía que no eran las once. Levantose y huyó con la ligereza de una corza, seguida del príncipe, pero sin que pudiera alcanzarla, y en su fuga perdió una de las chinelas
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de cristal, que el hijo el rey recogió. La Cenicienta llegó a su casa muy cansada, sin carroza, sin lacayos y con su feo vestido, pues de su magnificencia solo le había quedado una de las chinelas de cristal, la pareja de la que había perdido. Preguntaron a los guardias de las puertas el palacio si habían visto salir a una princesa, y contestaron que sólo habían visto salir a una joven muy mal vestida, cuyo porte era más bien el de una campesina que el de una señorita.

Cuando las dos hermanas regresaron del baile preguntoles la Cenicienta si se habían divertido mucho y si la hermosa princesa había asistido. Contestaron afirmativamente, añadiendo que al dar medianoche había huido con tanto apresuramiento que había dejado caer una de sus chinelas de cristal, la más linda del mundo. También contaron que el hijo del rey la había recogido, y que hasta acabar el baile no había hecho otra cosa que mirarla, lo que demostraba que estaba enamorado de la joven a quien la diminuta chinela pertenecía.

Dijeron la verdad, pues pocos días después el hijo del rey mandó publicar a son de trompeta que se casaría con aquella a cuyo pie se amoldase exactamente la chinela. Se comenzó por probarla a las princesas, luego a las duquesas y después a todas las señoritas de la corte. Lleváronla a casa de las dos hermanas, que hicieron grandes esfuerzos para que su pie entrase en la chinela, pero sin lograrlo. La Cenicienta que las estaba mirando, reconoció su chinela y les dijo riendo:

Dejad que vea si mi pie entra en ella.

Sus hermanas soltaron la carcajada y de ella se burlaron. El gentilhombre que probaba la chinela, miró con atención a la Cenicienta, vio que era muy bella y dijo que su deseo era justo, pues tenía orden de probar la chinela a todas las jóvenes. Hizo sentar a la Cenicienta, y acercando la chinela a su diminuto pie notó que entraba en ella sin dificultad, quedando calzado como sí se hubiese amoldado en cera.

Grande fue el asombro de ambas hermanas, y subió de punto cuando la Cenicienta sacó del bolsillo la otra diminuta chinela, que metió en el pie que no estaba calzado. En esto llegó la madrina, quien tocando con su varita los vestidos de la Cenicienta los convirtió en otros aún más preciosos que los que había llevado.

Entonces las dos hermanas reconocieron en ella a aquella joven que habían visto en el baile y se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por los malos tratos que la habían hecho sufrir. La Cenicienta las levantó y les dijo abrazándolas que con toda su alma las perdonaba, rogándolas que siempre la amasen. Vestida como estaba, lleváronla al palacio del joven príncipe, quien la halló más hermosa que antes y casó con ella a los pocos días. La Cenicienta, tan buena como bella, mandó que sus dos hermanas se alojaran en palacio y el mismo día las casó con dos grandes señores de la corte.

Moraleja

Para ganar voluntades,

para abrirse corazones, más que trajes y tocados

sirve un alma pura y noble.

Otra moraleja

No olvidéis que entre las dádivas

de las Hadas, la mejor

no es la belleza del rostro,

sino la del corazón.

Roquete del Copete

IERTA REINA
tuvo un hijo tan feo que durante mucho tiempo dudose si había algo de humano en su forma. Una Hada que estaba presente cuando nació, aseguró que sería amable porque tendría mucho talento, añadiendo que en virtud del don que acababa de hacerle podría dotar de cuanto ingenio quisiera a la persona a quien más amara.

Esto consoló un poco a la pobre reina, muy afligida por ser madre de un niño tan horroroso. En cuanto comenzó a hablar dijo cosas muy agradables, y tanta era su gracia en todo que no había quien no deseara oírle y verle. Olvidé consignar que nació con un mechoncito en la cabeza, a lo que se debió que se le conociera por Roquete del Copete, porque Roquete era el nombre de la familia.

Al cabo de siete u ocho años, la reina de un país vecino tuvo dos hijas gemelas. La que nació primero era más hermosa que el lucero, y tanta fue la alegría de la reina que se temió que enfermara de gozo. La misma Hada que había asistido al nacimiento de Roquete del Copete asistió al de la princesa, y para moderar el júbilo a la madre le dijo que la princesa no tendría talento y sería tan estúpida como bella. Esto mortificó mucho a la reina, pero poco después aumentó su pena porque la segunda hija que vino al mundo era por todo extremo fea.

—No os aflijáis, —le dijo la Hada,— pues vuestra hija tendrá otras cualidades, ya que le falta la belleza; y tanto será su talento que nadie advertirá que no sea hermosa.

—Dios lo quiera, —contestó la reina.— Pero, decidme, ¿no habría medio de que tuviese algo de talento la mayor, que es tan bella?

—Nada puedo hacer por ella, por lo que al talento se refiere, contestó la Hada, pero todo me es posible respecto a la belleza; y como estoy dispuesta a todo por complaceros, le concedo el don de poder transformar en un ser hermoso a la persona a quien quiera hacer tal gracia.

A medida que las dos princesas crecieron, sus perfecciones aumentaban y sólo se hablaba de la belleza de la mayor y del talento de la menor. Verdad es que sus defectos tomaron mayores proporciones con la edad, pues la una era cada vez más fea y más estúpida la otra. O dejaba sin respuesta las preguntas que se le hacían o contestaba una necedad; y era tan torpe que no podía tocar un objeto sin romperlo ni beber un vaso de agua sin derramar la mitad sobre sus vestidos.

Aunque la belleza sea una gran cualidad para una joven, preciso es confesar que la otra llevaba en todo la ventaja a su hermana. Primero iban los cortesanos al lado de la más hermosa por verla y admirarla, pero luego se acercaban a la que tenía más ingenio para oírle decir mil cosas agradables; de suerte que a los quince minutos la mayor estaba completamente sola y todo el mundo rodeaba a la menor. La primera, aunque muy estúpida, no dejó de observar lo que pasaba, y sin sentimiento hubiera dado toda su belleza por tener la mitad del talento que su hermana. La reina, a pesar de ser muy prudente, reprendiola varias veces por sus necedades, reproches que mataban de pena a la pobre princesa.

Un día que se retiró a un bosque para llorar su desgracia, vio dirigirse a donde estaba a un hombre bajo de estatura, muy feo y de aspecto desagradable, pero con mucha magnificencia vestido. Era el joven príncipe Roquete del Copete, que se había enamorado de ella a la vista de los retratos de la princesa, que se encontraban en todas partes, y había abandonado el reino de su padre para proporcionarse la dicha de verla y hablarla. Lleno de contento al hallarla sola, se aproximó a ella con todo el respeto y finura imaginables. Habiendo observado, después de haberla saludado, que estaba dominada por la melancolía, le dijo:

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